NARRATIVA
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Primera edición: marzo de 2020
ISBN: 978-607-8667-69-7
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Mi nombre es Orlando Malacara. Al menos es el nombre que se encuentra registrado en los escasos documentos que poseo: un pasaporte que parece haber sido mordido y arañado por un perro, una antigua credencial de elector y un acta de nacimiento que contiene nombres escritos por medio de una caligrafía pasada de moda. Con el sencillo hecho de mirar mi acta de nacimiento cualquiera se convencería de que se trata de un documento anticuado cuyo propietario ha vivido más tiempo del necesario. Hoy en día es tan sencillo vivir más allá de lo necesario: las vidas se extienden en el horizonte, como nubes holgazanas que vuelven todo un poco más confuso. He olvidado el número de años que han transcurrido desde mi nacimiento, pero supongo que mis documentos deben mantenerse en lo cierto. En todo caso, prefiero mentir a un ritmo constante que ceñirme a mi acta de nacimiento o a mi pasaporte, documento este último que tantas ilusiones parece despertar en el alma de los viajeros modernos. Si miento con tanta frecuencia respecto a mi edad crearé tal confusión dentro de mi propio cerebro que, con seguridad, llegaré a desatenderme del asunto. Supongo que un hombre sabio es quien a la postre resulta capaz de olvidarse de todos los asuntos: entre más asuntos pueda uno tirar en el fondo de un saco más cerca se hallará de la sabiduría. ¿No es eso? La respuesta no tengo absolutamente nada en qué pensar a la pregunta de en qué está usted pensando es de lo más prudente en una época donde la arrogancia es moneda común.
En el pasado mentía sin experimentar ningún tipo de remordimiento. Hoy es tan diferente, aunque no estoy seguro si resistirme a mentir podría interpretarse como una señal de honestidad o de amor a la verdad. Lo contrario es incluso más probable: como he dejado de mentir, es casi seguro que me haya alejado para siempre de la verdad. El que no miente –lo leí en alguna parte, estoy seguro–, camina en sentido contrario a lo que es verdadero y se convierte en un abúlico honrado sin valor para los asuntos morales: un santo inocente, un pazguato que podría ser timado hasta por un lazarillo de nueve años, un idiota a secas. Mi madre tenía la arraigada costumbre de rodear los asuntos cotidianos con sutiles mentiras solo por divertirse, no podía soportar el peso de los días sin el recurso de acudir a una mentira balsámica; en otras palabras, mentía para no amargarse la vida. No tenía muchos estudios, pero a cambio su sentido del humor le daba un aire de bon vivant, heredado, decía, de su abuelo que había nacido en la misma tierra del padre Kino, en la región italiana del Tirol, en Trento.
Las mentiras de mi madre no hacían daño a nadie, pero aliviaban la sensación de equívoco que producía la familia Malacara a todo lugar donde se presentaba. En esa familia de marsupiales cariacontecidos había un miembro que, por lo menos, era simpático: ella, mi madre. La verdad es casi siempre tan evidente que solo un atorrante se ocuparía de señalarla con el dedo. Mis esfuerzos, por el contrario, nunca se hallaron encaminados a encontrarme de frente con la famosa verdad. Me he conformado con tener la paciencia y el talento suficiente para ocultar ese absurdo deseo de verdad que no deja de posarse en mis narices como un insecto inoportuno. Maldita sea, si es evidente que en este juego me ha tocado de mano apenas un par de corazones, ¿qué puede hacer ese minúsculo par frente a la pedante flor imperial con la que tanta gente se abanica? A cierta edad somos responsables de nuestra propia cara, escribió el señor Camus; bueno, en mi insensata opinión esa cara es nada menos que el espejo de la ahora tan nombrada verdad. Y si no miento es porque nada interesante tengo ahora que ocultar, y si un mentiroso asume esta conclusión es porque su vida se ha vuelto un tanto pacata o insustancial. Contrariamente al hombre sabio, el hombre estúpido es aquel que no tiene nada que ocultar, el honrado sonriente. Ahora bien, lo que yo oculto no es tan interesante o novelesco como para rodearlo de misterio y, sin embargo, no me gustaría que por dicha razón se me considerara, desde las primeras de cambio, un badulaque. No hay que correr.
Si a causa de cualquier malentendido, de esos que en cascada afloran en la actualidad, me hubiera yo convertido en un hombre famoso, mi nombre, a estas alturas, estoy seguro, me causaría un malestar enorme. Escuchar cientos de veces estas sílabas odiosas “or-lan-do-ma-la-cara” pronunciadas por seres aún más despreciables que yo me conduciría a un abismo sin retorno posible.
“Malacara aparece cuando menos se le esperaba”.
“Tendremos Malacara para rato”.
“De nuevo, Malacara metido en un escándalo de faldas”.
Así es, mi nombre es Orlando Malacara e intento desde hace escasos años hacerme a la idea de que existen dos deseos que me es urgente satisfacer para vivir con relativa calma durante el resto de mis días: deseos que se encuentran muy por encima de necesidades menores como asearme diariamente, tomar vino, cambiar las sábanas, divertirme o ver mujeres pasar desde mi ventana. Deseos más apremiantes que lavarse las manos o masturbarse al atardecer pertrechado con las pantaletas de una mujer entre los dientes. El primero de estos urgentísimos deseos podría expresarse de una manera bastante sencilla: deseo matar a una persona, sin importar las vanas consecuencias que acarrearía este acto, como podrían ser la prisión, los remordimientos o, vamos a exagerar, la muerte misma. Deseo ansiosamente asesinar a una persona porque no existe una pulsión más inevitable en mi alma, o como se llame eso contra lo que no se puede luchar porque ya se encontraba aquí antes incluso del nacimiento. Ya me detendré en los motivos más adelante, pero en un principio puedo afirmar que no encuentro un proyecto más importante que el de satisfacer esta necesidad que en mí es cada vez más apremiante: asesinar a un desconocido, a un estricto don nadie, a un lugar común, mediocre hombre de la clase trabajadora, de la estirpe pudiente o de cualquier otra jodida clase.
El segundo deseo, si se le compara al primero, se revela como algo insustancial, pero su peso me doblega hasta hacer estallar mis rodillas. Tal deseo puede enunciarse también de manera escueta, aunque supone obstáculos casi insalvables para llevarse a cabo. Quiero que dos mujeres acepten hacerme compañía por el resto de sus estúpidas, malditas e inquietantes vidas, que condesciendan a meterse conmigo en la misma cama y acepten pasear juntas a mi lado durante las tardes nubladas o melancólicas, únicas tardes en las que me encuentro dispuesto a poner los pies en la calle (desde niño los cielos opacos han ejercido una atracción sobre de mí parecida a la que ejercían las faldas de terlenka que usaba mi madre en los paseos dominicales con el propósito de parecer más bella de lo que ya era).
La necedad ardiente del sol rebotando contra el cemento me coloca en un estado de nerviosismo bastante inconveniente para mi salud. Y no voy a soltarme a dar opiniones sobre el astro mayor, pero el sol calcinante es uno de los factores que más afecta mi salud, además de que me pone de un pésimo humor. Qué podía esperarse, pensaría Jünger, de un astro que no conoce la noche ni ha presenciado jamás un anochecer. Por otra parte, tengo la sensación de que el tiempo asignado a mi calendario se consume con extraña avidez, como si el magnánimo encargado de ajustar las manecillas de mi reloj íntimo se hubiera compadecido de mí acelerando el paso. El soldado ha embrazado el arma y corre a paso veloz. Lo tengo claro, muy claro... una vez que la muerte se aproxima el tiempo comienza su socarrona tortura aumentando su ritmo, dando pasitos de correcaminos, de avestruz histérico. ¿Quién ha visto a un emú bailando con el fin de impresionar a la hembra? Se retuerce en el aire, estira sus patas alargadas, su cuello latiguea y su vientre se llena de retortijones.
Huérfano de un destino, mal hijo, pero sobre todo hombre que tira su tiempo a manos llenas, Malacara corre como un agobiado maratonista en dirección a la muerte.
En lo relativo a esas misteriosas mujeres que deseo entrometer a mi camastro no se trata de personas desconocidas para mí o amoríos utópicos nacidos de una mente nebulosa e impráctica, pero sí de dos seres que he llegado a conocer con bastante holgura y profundidad, allí, hasta donde un hombre simplón como yo, o de razonamientos escuetos, es capaz de comprender cuando se halla atrapado dentro de un sistema complejo. Una de estas mujeres tiene poco más de treinta años y usa botas que ascienden ajustadas hasta la mitad de sus tobillos (botines finos que seguramente valdrán más de tres mil pesos, cifra para mí exorbitante), mientras que la otra mujer gira como nerviosa luciérnaga en torno a los veinte años. Y me pesa considerar la edad como una marca crucial a la hora de definir o describir a una persona, pero es una costumbre que, en esencia, perdura en casi todas las conversaciones humanas. La edad, ¿a quién puede importarle esa enumeración idiota? A las niñeras, por supuesto. Saber si el niño puede caminar sin auxilio de un adulto o si existe cierta clase de alimentos que no debe consumir es vital para la niñera que comienza su trabajo. Todas las niñeras del mundo saben a lo que me refiero, pongan atención o no en mis palabras. Yo estuve al cuidado de una niñera, nana la llamaba mi madre, de nombre Benita, que no me amamantó con sus pechos ondulados y rebosantes en leche, pero a cambio me mostró su trasero, moreno, accidentado, encerado y, según recuerdo, bello, bellísimo. Tenía yo apenas seis años, diecisiete Benita. Benita no conocía a Montaigne ni a ningún otro escéptico, como tampoco nadie de mi familia, pero sabía como ellos que un recién nacido tiene ya edad suficiente para morirse. Y si tiene edad suficiente para morirse entonces tiene los años necesarios para poder verle las nalgas a Benita. Esta frase, la que atribuyo a Montaigne, aunque no estoy seguro, sí que ha puesto en alerta a las niñeras, quienes han extremado sus precauciones para que nada suceda a los bebés. Por otro lado, la cama es uno de los territorios de naturaleza más ambigua que existen en la tierra, pues el lecho puede tomar las dimensiones de un campo nudista o las estrechas medidas de un ataúd; se puede trotar de un lado a otro como en la explanada de un parque nacional, como en Los Dinamos o en Las Fuentes Brotantes, pero también, si no se tiene mesura y discreción, es probable caer en un precipicio o enfrentarse a una insalvable y férrea pared. La pared o los bosques, no hay justo medio.
Las dos mujeres que perturban mis pensamientos, sobre todo cuando tomo sorbos de café, parecen ser muy distintas entre sí, aunque tampoco me detendré a hacer comparaciones minuciosas: ¡no soy taxidermista! Además, vistas desde un avión, estas mujeres no deben presentar diferencias importantes. No sé si mis palabras serán bien entendidas, o aquilatadas como se debe, pero recomiendo que en ciertos casos, y sobre todo en asuntos de mujeres, se mire todo el panorama desde un avión. Y al carajo. Sé bien que mis anhelos son de naturaleza ordinaria e inspirarán cierta distraída conmiseración en los espíritus más sensibles o delicados; como sucede cuando se escucha a una señora entrada en años decir que necesita cambiar sus zapatos porque uno de ellos se ha desgastado a un ritmo más acelerado que el otro. No estoy seguro si la urgencia de cambiar zapatos despierte interés en alguien más que en la propia dama afectada, pero es estrictamente necesario que ella misma resuelva esta obsesión para que el mundo continúe girando a un ritmo normal. Si esta mujer no cambia su calzado raído entonces nada de lo que suceda a la humanidad posee algún sentido ya que la suma de todos esos zapatos gastados hará de este mundo un lugar miserable.
La suma de los zapatos raídos causaría tan serias perturbaciones en cualquier sensibilidad moral que solo los cínicos podrían continuar encontrando sentido a un mundo así. Estos cínicos tan impermeables a los zapatos rotos no son propiamente hombres melancólicos, ni tampoco consideran que la vida es una tragedia: por el contrario, no consumen su tiempo en lágrimas metafísicas y son tan dueños de su vida que ellos deciden cuándo la terminarán. Habrá que verlo. Sus discípulos cuentan que Diógenes murió a los noventa años conteniendo la respiración. Si restamos las exageraciones propias de todos los discípulos nos quedaremos con la imagen de un hombre que, si bien no contuvo la respiración para suicidarse, al menos dio la impresión de que podía hacerlo. Yo aplaudo a esos viejos cínicos, pero me pregunto cómo habría actuado Diógenes si de pronto todos aquellos de los que se mofaba se hubieran convertido también en Diógenes: un día como cualquier otro, Diógenes se despierta y se en cuentra con que no puede zaherir a nadie porque todos han concluido que, efectivamente, él tenía razón y lo más conveniente era imitarlo hasta en sus gestos más repugnantes. ¿Qué reacción habría tenido Diógenes de haber sucedido algo así? ¿No se habría él transformado a su vez en un hombre responsable? Si todos hubieran sido Diógenes no dudo que Diógenes habría considerado seriamente ser Platón.
Yo no me considero un buen cínico, Dios me libre, pero me es complicado encontrar sentido a las cosas que tienen sentido. Heidegger, a quien para mi fortuna no conocí personalmente, tampoco pudo resistirse a la contemplación de los zapatos viejos que Van Gogh había tomado como modelo para pintar un cuadro: zapatos de una pobre campesina que labraba hasta el atardecer. Como se verá, este asunto de los zapatos es un asunto tan serio que ni siquiera los filósofos alemanes han podido sustraerse a su trascendencia; y si uno quiere obtener una imagen clara del mundo en que vivimos no tiene más que concentrarse varios minutos mirando los maltratados zapatos de una mujer de cuna modesta.
Si soy honesto, no puedo considerarme responsable de cultivar deseos homicidas tan poco ambiciosos, ni mucho menos de anhelar que dos mujeres, una más joven que otra, se acomoden a mis costados en la misma cama: no sería honrado acusar a nadie a causa de estos deseos. Bueno, desde niño acostumbraba culpar a los otros de mis acciones, mi madre me lo hacía notar, me sentaba en la mesa de la cocina y me decía: “Orlando, tú y yo sabemos la verdad, no me importa si eres culpable o no, solo quiero que reconozcas los hechos”, lo decía en un tono santo, adornado de unas palabras tan dulces que ni el más perverso de los hombres podría haberse resistido a su influjo, pero yo seguía terco. Los hechos, siempre los hechos, ¿por qué carajos tienen tanta importancia los hechos? Hasta las madres de tuétano latino como la mía se hallaban preocupadas por los hechos.
–¿Has tomado el encendedor que tiene forma de granada? –me cuestionaba, sus ojos encima de mí.
–No, ¿cuál encendedor?
–El encendedor en forma de granada que estaba sobre el escritorio de tu padre. No ha habido nunca en esta casa, ni creo que jamás lo habrá, un encendedor en forma de granada, así que sabes bien a lo que me refiero.
–Yo no sé cómo usar una granada.
–No es una granada, es un maldito encendedor. ¿Que hiciste con él?
Imaginando una explosión sideral lo había yo estrellado contra la pared, como lo habría hecho cualquier niño que, de pronto, se viera con una granada real en las manos, ¿pero tenía que confesar tamaña estupidez? Los restos del artefacto aquel se hallaban ocultos, enterrados bajo unas baldosas de barro donde mi madre jamás los encontraría. No sé si habría comprendido el hecho de que yo sabía perfectamente que la granada era artificial, pero que aún así no podía haber dejado de lanzarla por los aires.
–Sé bien lo que hiciste, la tomaste para jugar con ella y la rompiste.
–No, mamá. Estás equivocada.
En cualquier caso, y haciendo a un lado los hechos, las raíces de los deseos que me acosan tendría que buscarlas en una entidad que no pueda ser juzgada, sino que en sí misma sea o parezca incuestionable. Una infinidad de argumentos absurdos se evitarían solo con decir: “Un Dios omnipotente me dio permiso de matar a este desgraciado”; podrían evitarse, sí, pero el resultado no sería benevolente porque estos argumentos absurdos representan nada menos que la paz. ¿Y la locura? No, de ningún modo, los locos no son dioses. Los locos están en otro lado, pero no son dioses ni tampoco guardan parecido entre ellos: no podrían hacer un sindicato de locos que parecen dioses o de locos que se asemejan entre sí. Me defiendo: uno puede ser responsable de asesinar a un hombre, pero nadie lo es de querer matar a una persona. ¿Qué clase de tontería es esta? Que yo no soy culpable de lanzar la maldita granada, la granada estaba allí, broncínea, cuadriculada, impúdica sobre el escritorio de mi padre.
Ninguno de mis deseos me pertenece por entero; del mismo modo que no encuentro una explicación venturosa para la mayoría de mis erecciones, tampoco creo que exista una razón decorosa para justificar el resto de otras reacciones corporales. Estoy delirando, mas es inevitable. Si mis erecciones no siempre culminan en el coito ¿por qué mis deseos de matar habrían de terminar en un crimen? ¿Para qué carajos tiene uno que llegar al exceso del crimen? Si solo basta con darle vueltas al asunto para caer exhausto, incapaz de levantar la mano en contra de una persona. Puesto en palabras distintas: he sido poseído por una voluntad extraña y muy superior a mis fuerzas, como si el semblante místico de una monja se hubiera apoderado de mí para postrarme a los pies de su señor: “El señor te necesita”, me dice a los oídos una voz dulcemente asesina.
“Y hágase bien el mal”, me recuerda con voz sigilosa Fernández de Moratín.
Presiento que mis deseos son consecuencia del estúpido comportamiento de un ser que no me interesa conocer a conciencia, un dios cuya única virtud es equivocarse siempre. Mi familia fue católica de sobrenombre, pese a que mi abuela nos leía en las tardes el catecismo del padre Ripalda; si de algo sirve, deseo agregar, en defensa del catolicismo superficial de mi familia, que casi todos fueron samaritanos, buenas personas y que el único mal que llegaron a hacer se lo hicieron a sí mismos. De niño acompañé a mi abuela a misa y puse atención en las palabras del sacerdote, o curita Santiago como le decían las integrantes de La Vela Perpetua entre las que se encontraba mi abuela; también jugué futbol en el atrio después de la hora de catecismo que los viernes era indispensable tomar. Y luego de toda esa bochornosa tomadura de pelo, no me interesa recibir noticias acerca del ser que da vida a mis propios actos, porque ver la cara de un poderoso solo puede causarme dolor estomacal: el poderoso es sinónimo de la más burda escoria, lo es, sí señor, y nuestra vida debería tener como más noble propósito ocultar nuestros poderes, sean estos de la índole que sean: ¿ha existido alguna vez el pudor? No lo creo, pero si existiera sería un bien de valor inestimable, al menos sería un valor más alto que exhibirse y hacerse el baladrón. Así las cosas, desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas. Como si decidiera vestir el atuendo de un bufón anacrónico, permito que mis impulsos se expresen sin preguntarme acerca de su valor y, en caso de remordimientos por los actos cometidos, me tranquilizo pensando que un día estaré bien muerto.
Es cierto, carecí de hermanas, solo una que no salió del vientre, ¿pero creerle esa historia a mi madre? Acaso por eso deseo dos mujeres dentro de mi recámara, dos hermanas, su ropa interior cerca de mí, sus pies friolentos, tibios como los de Rosalía, un poco más fríos los de Adriana. Y luego dedicarme a ahuyentar a los lobos, observar sus mandíbulas babeantes empañar la ventana, disparar, clausurar la puerta, los postigos, pelear incluso contra ellas, mis hermanas, es decir, todas las mujeres que insisten en amar a otros hombres. ¿Y si solo matando a otros se ganara el cielo? No existen pruebas de lo contrario. Los ejércitos de cruzados que atraviesan el océano o las cordilleras escarpadas para hacer el bien no son más que unos brutos obcecados. No van a ganar el cielo ni la tranquilidad espiritual, acaso tres comidas al día y un techo mientras llega el día en que los maten. En los recuerdos de mi infancia aparece la figura de un niño que exhibe sus orejas pequeñas y demasiado libres, un niño que culpaba a sus compañeros de clase por realizar actos que nacían solo en su propia imaginación. No concebía ninguna idea si al mismo tiempo no se revelaba en mi mente, dibujada por una refinada maestría, la cara de un responsable. Estas maquinaciones infantiles, concebidas o preparadas con la minucia propia del haragán, me ganaron respeto por parte de mis compañeros que, medrosos y precavidos, procuraban mantener buenas relaciones conmigo, pese a no serles yo un ser simpático. No soy simpático, lo sé, pero si existiera un dios al que agradecer esta ausencia de simpatía lo haría todos los días armado de una puntualidad religiosa; el simpático atrae más moscas que la boñiga, es un huevo de gallina que se bambolea frente a la mirada del tejón, un chocolate dulzón, carajo, en resumidas cuentas los simpáticos deberían ser todos conducidos a la horca.
Me puedo recordar cubierto de ese pelo lacio, tan negro como el zapote, hurgando y desafiando por medio de la mirada el bovino semblante de mis compañeros de clase. Sí, es mi apreciación, pero ¿quien puede rebatir la sensación de que me hallaba en medio de un rebaño? Ellos, los bovinos, aprendían de la afinada maestra, pero yo, en cambio, aprendía de ellos porque mis compañeros de clase, quietos, modosos, escandalosos a ratos, eran nada menos que la vida. Tiempos de escuela primaria cuando los niños son arrojados a la corriente del río sin saber nadar. Mi escuela llevaba por nombre Pedro María Anaya en homenaje a un general que había enfrentado sin éxito a los catorce mil norteamericanos que, a mitad del siglo diecinueve, entraron a la Ciudad de México, comandados por el general Scott. El edificio escolar se encontraba frente a un parque de árboles escasos, altos, tristones donde vagué y deshilvané las horas durante casi todas las tardes de mi niñez. Nuestro gobierno había ordenado construir decenas de escuelas similares a lo largo de toda la ciudad: inmensos solares de cemento fisurado, rodeados de amplios salones que habrían de recibir a los hijos del pueblo. Estos cabrones hijos del pueblo, Gonzalo, Rafael Bobadilla, Édgar Celiz, los hermanos Alfaro, Linares, mis compañeros todos, no acertaban a descubrir en qué consistía exactamente mi talento, pero tratándose de animales intuitivos presentían que debían andarse con cuidado, ya que sin desearlo podían verse involucrados en sucesos bastante bochornosos e inconvenientes para ellos. Como aquella mañana de lunes patrio cuando la con serje encontró el cuaderno de mi compañero de banca encima de un retrete destinado a las niñas: un cuaderno tatuado por el nombre de Rutilo Carlón en la portada. El hecho habría pasado más o menos inadvertido si no se hubiera corrido el rumor de que las niñas eran espiadas cuando se encontraban en posiciones íntimas dentro del baño. Espionaje de tan grandes dimensiones se habría evitado si las autoridades del colegio hubieran tomado conciencia y permitido a las niñas orinar al descampado y a la vista de todos, pues a todas luces es un despropósito confinar a las niñas a un galerón cuando los varones no cesaban de imaginarlas desnudas y en toda clase de posiciones. Ya una de ellas había descrito el color de las pupilas de un mirón aludiendo a unas canicas negras que centelleaban maliciosas y voraces. Debido a la imaginación de esta niña, sus compañeras veían ojos como canicas negras cada vez que se sentaban en el retrete, y en algunos casos acompañaban sus evacuaciones de alaridos espantosos que se escuchaban en todos los rincones de la escuela.
Niñas: Roxana, Carmela, Ana Robles (tartamuda y muy bella), la gorda Graciela, Ana Bertha (mis compañeros le decían cola abierta) y Blanca, la mayor de todas, alta, autoritaria. Tengo la incómoda certeza de que desde mis primeros días en la escuela primaria me convencí de un hecho que marcaría mis posteriores temporadas escolares: mis padres me habían enviado a esa escuela para sostener una guerra continuada con los hijos de otros hombres. ¿Si no, entonces por qué ese obtuso número de caras, estaturas y apellidos tan distintos entre sí? Cuando utilizo la frase me convencí, no me refiero a un conjunto de operaciones lógicas que preceden a determinada conclusión, no, ¿cómo voy a querer decir tamaña pedantería? A mis diez años sabía cosas sin necesidad de ampararme en ningún razonamiento. Simplemente las sabía, y ya. Supe entonces que por causas ajenas a mi entendimiento me encontraba en pie de guerra, aun sin haberme involucrado en peleas o discusiones abiertas, con mis compañeros. Y pese a no saber hoy tanto como sabía de niño, y desconocer las razones por las que un hombre que ha vivido alrededor de cuatro décadas sabe tan pocas cosas acerca del mundo, he encontrado motivos más que suficientes para justificar aquella guerra. Después de todo tanto mi nombre, Orlando, como mi apellido, Malacara, podrían ser aceptados como buenos augurios en un campo de batalla. En efecto, no creo ser un hombre distinto al niño que reñía con otros párvulos por cualquier motivo. Mi rostro ha tomado ciertos cauces imprevistos, pero en esencia creo poseer el mismo gesto temeroso de esos primeros años escolares.
Recuerdo claramente que, durante mi segundo año de primaria, me enamoré –preludio del romántico anciano en el que me convertiré en un par de décadas– de las armoniosas y pródigas piernas de mi profesora. Pronunciar su nombre, Carmen, profesora Carmen, señorita profesora Carmen, me transporta a ese pupitre de madera oloroso a lápiz, cartoncillo, goma y pegamento donde so ñé por primera vez con una mujer mayor. ¿Qué tan mayor?, no lo sé, pero aun si mi profesora hubiera sido una adolescente yo la recuerdo desde el presente como una mujer de veinticinco años coronada por un peinado abombado, negro, abundante. Carmen se parecía tanto a Elsa Aguirre que me gustaría preguntar si Elsa Aguirre, esa belleza cínica e imbatible, no fue maestra de primaria antes de ser actriz. Sí, era un timorato menor de edad, pero ya desde aquellos días me hipnotizaban las piernas femeninas. Si uno viniera al mundo solo a mirar y acariciar las piernas de las mujeres yo me sentiría bastante satisfecho y estoy seguro de que renunciaría a toda clase de especulaciones éticas o bienes terrenos: es una exageración y hasta un piropo vulgar reconocerlo, pero siento placer al decirlo.