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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 134 - mayo 2020

 

© 2012 Susan Mallery, Inc.

Días de verano

Título original: Summer Days

 

© 2012 Susan Mallery, Inc.

Noches de verano

Título original: Summer Nights

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-437-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Días de verano

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Noches de verano

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

 

 

Días de verano

 

 

 

 

 

 

Este libro es para Kristi y esto es lo que ella me pidió que dijera la dedicatoria:

 

Me gustaría dedicar este libro a mi madre, Doris, por haberme enseñado el entretenimiento y el valor de la lectura y haber tenido siempre un buen libro a mi disposición. Para mi amiga Ann, con la que intercambio libros y con la que soy capaz de reírme sin motivo alguno una y otra vez. Para Kevin, mi marido, el amor de mi vida, que sigue haciéndome reír y jamás me ha privado de una buena lectura. Y para Julie, mi queridísima hija, que me inspira y de la que tan orgullosa me siento. Os quiero a todos, gracias por toda la diversión y las risas compartidas. Besos y abrazos, Kristi.

1

 

 

 

 

 

Solo en Fool’s God podía verse uno obligado a parar un Mercedes por culpa de una cabra. Rafe Stryker apagó el motor de su potente coche y salió. La cabra que descansaba en medio de la carretera le miró con un brillo confiado en sus ojos oscuros. Si no hubiera sabido que era imposible, Rafe habría jurado que le estaba diciendo que aquella carretera era suya y que si alguien iba a tener que ceder en aquel conflicto de voluntades, iba a ser él.

–¡Malditas cabras! –musitó, mirando a su alrededor en busca del propietario de aquel animal descarriado.

Pero lo que vio fue unos cuantos árboles, una cerca rota y, a lo lejos, las montañas elevándose hacia el cielo. Alguien había descrito aquel lugar como digno de un dios. Pero Rafe sabía que Dios, siendo inteligente y sabiéndolo todo, no querría tener nada que ver con Fool’s Gold.

Resultaba difícil creer que solo a tres horas de allí en dirección este estuviera San Francisco, una ciudad llena de restaurantes, rascacielos y mujeres atractivas. Y era allí a donde él pertenecía. No a aquellas tierras situadas a las afueras de una ciudad que se había prometido no volver a pisar en toda su vida. Y aun así había regresado, arrastrado por la única persona a la que jamás le negaría nada: su madre.

Miró a la cabra perjurando para sí. Debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos. Aunque Rafe había pasado los últimos ocho años intentando olvidar su vida en Fool’s Gold, todavía recordaba todo lo aprendido en Castle Ranch. Imaginó en aquel momento que si había sido capaz de enfrentarse a un buey adulto, sería perfectamente capaz de espantar a una cabra. O, por lo menos, de levantarla y dejarla a un lado de la carretera.

Bajó la mirada hacia sus pezuñas, preguntándose si estarían muy afiladas y el efecto que podrían tener en su traje. Apoyó el codo en el techo del coche y se pinzó el puente de la nariz con los dedos. Si no hubiera sido porque su madre estaba desolada cuando le había llamado por teléfono, habría dado media vuelta en ese mismo instante y habría vuelto a su casa. En San Francisco tenía empleados, subalternos incluso. Personas que se harían cargo de un problema como aquel.

Rio al imaginar a su almidonada asistente enfrentándose a una cabra. La señora Jennings, un ciclón de unos cincuenta años con una capacidad innata para hacer sentir incompetente hasta al más exitoso de los ejecutivos, probablemente se quedaría mirando a aquella cabra con expresión sumisa.

–¡La has encontrado!

Rafe se volvió hacia aquella voz y vio a una mujer corriendo hacia él. Llevaba una cuerda en una mano y lo que parecía una lechuga en la otra.

–Estaba muy preocupada. Atenea se pasa la vida metiéndose en problemas. Soy incapaz de encontrar un buen cierre que consiga retenerla. Es muy inteligente, ¿verdad, Atenea?

La mujer se acercó a la cabra y le palmeó el lomo. La cabra se estrechó contra ella como un perro en busca de afecto. Aceptó la lechuga y la cuerda alrededor del cuello con idéntica conformidad.

La mujer miró entonces a Rafe.

–¡Hola, soy Heidi Simpson!

Debía de medir cerca de un metro setenta y cinco, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogido en dos trenzas. La camisa de algodón metida por la cintura de los pantalones mostraba que era una mujer de piernas largas y sinuosas curvas, una combinación que normalmente le resultaba atractiva. Pero no aquel día, cuando todavía tenía que enfrentarse a su madre y a un pueblo que despreciaba.

–Rafe Stryker –se presentó él.

La mujer, Heidi, se le quedó mirando fijamente y abrió los ojos como platos mientras retrocedía un paso. La boca le tembló ligeramente y su sonrisa desapareció.

–Stryker –susurró, y trago saliva–. May es tu…

–Mi madre, ¿la conoces?

Heidi retrocedió un paso más.

–Sí, eh… ahora mismo está en el rancho. Hablando con mi abuelo. Al parecer ha habido una confusión.

–¿Una confusión? –utilizó la que la señora Jennings denominaba su voz de asesino en serie–. ¿Es así como describes lo que ha pasado? Porque yo me siento más inclinado a pensar que ha sido una estafa, un robo. Un auténtico delito.

 

 

No era una situación cómoda, pensó Heidi, deseando salir corriendo de allí. Ella no era una persona que huyera de los problemas, pero en aquel caso se habría sentido mucho mejor enfrentándose a ellos rodeada de gente, y no en una carretera desierta. Miró a Atenea preguntándose si una cabra bastaría para protegerla y decidió que, probablemente, no. Atenea estaría más interesada en saborear el obviamente carísimo traje de Rafe Stryker.

El hombre permanecía frente a ella con aspecto de estar seriamente disgustado. Lo suficiente al menos como para atropellarla con aquel coche enorme y seguir su camino. Era un hombre alto, de pelo y ojos oscuros, y en aquel momento estaba tan enfadado que parecía capaz de destrozarla con sus propias manos. Y Heidi tenía la sensación de que era suficientemente fuerte como para conseguirlo.

Tomó aire. Muy bien, a lo mejor no la destrozaría, pero seguro que quería hacerle algo. Lo leía en sus ojos castaños, casi negros.

–Ya sé lo que estás pensando –comenzó a decir.

–Lo dudo.

Tenía una voz grave, aterciopelada, que la hizo sentirse incómoda. Como si no pudiera predecir lo que iba a pasar a continuación y, sin embargo, supiera que fuera lo que fuera, iba a ser malo.

–Mi abuelo ha traspasado los límites –comenzó a decir, pensando que no era la primera vez que Glen se había rendido a su premisa de «mejor pedir perdón que pedir permiso»–. No pretendía hacer ningún daño a nadie.

–Le ha robado a mi madre.

Heidi esbozó una mueca.

–¿Estás muy unido a ella? –sacudió inmediatamente la cabeza–. No importa, es una pregunta estúpida.

Si a Rafe no le importara su madre, no estaría allí en aquel momento. Y tampoco podía decir que la sorprendiera. Por lo que ella sabía, May era una mujer encantadora que se había mostrado muy comprensiva con aquel error. Aunque no lo bastante como para mantener a su hijo al margen.

–Glen, mi abuelo, tiene un amigo al que le diagnosticaron un cáncer. Harvey necesitaba tratamiento, no tenía seguro y Glen quería ayudarle –Heidi intentó sonreír, pero sus labios no parecían muy dispuestos a cooperar–. Así que… se le ocurrió la idea de vender el rancho. A tu madre.

–Pero el rancho es tuyo.

–Legalmente, sí.

Era su nombre el que aparecía en el crédito del banco. Heidi no había hecho cuentas, pero imaginaba que tendría alrededor de setenta mil dólares en patrimonio, el resto del rancho todavía estaba sujeto a la hipoteca.

–Le pidió doscientos cincuenta mil dólares a mi madre y ella no ha recibido nada a cambio.

–Algo así.

–Y ahora tu abuelo no tiene manera de devolverle el dinero.

–Tiene seguridad social y tenemos algunos ahorros.

Rafe desvió la mirada hacia Atenea y volvió después a mirarla.

–¿De cuánto estamos hablando?

Heidi dejó caer los hombros con un gesto de derrota.

–De unos dos mil quinientos dólares.

–Por favor, aparta la cabra. Voy hacia el rancho.

Heidi tensó la espalda.

–¿Qué piensas hacer?

–Quiero que detengan a tu abuelo.

–¡Pero no puedes hacer una cosa así! –Glen era el único familiar que tenía–. Es un anciano…

–Estoy seguro de que el juez lo tendrá en cuenta cuando determine la fianza.

–No pretendía hacer ningún daño a nadie.

Rafe no se dejó conmover por su súplica.

–Mi familia siempre vivió en este lugar. Mi madre era el ama de llaves. El propietario de este rancho no le pagaba prácticamente nada. Mi madre a veces ni siquiera tenía dinero suficiente para dar de comer a sus cuatro hijos. Pero continuó trabajando para él porque le había prometido que heredaría el rancho cuando muriera.

A Heidi no le estaba gustando aquella historia. Sabía que acababa mal.

–Al igual que tu abuelo, le mintió. Cuando al final murió, dejó el rancho en herencia a unos parientes lejanos que vivían en el Este –sus ojos se transformaron en unos rayos láser que la taladraron prometiendo un castigo innombrable.

–No voy a permitir que mi madre vuelva a sufrir por culpa de este rancho.

¡Oh, no!, se lamentó Heidi. Aquello era peor de lo que imaginaba. Mucho peor.

–Tienes que comprenderlo. Mi abuelo jamás haría ningún daño a nadie. Es un buen hombre.

–Tu abuelo es el hombre que le ha robado doscientos cincuenta mil dólares a mi madre. El resto es simple artificio. Ahora, aparta de ahí esa cabra.

Incapaz de pensar una respuesta, Heidi se apartó de la carretera. Atenea trotó a su lado. Rafe se metió en el coche y se alejó de allí. Lo único que quedó tras él tras su furiosa partida fue una nube de polvo. Sin embargo, la carretera estaba pavimentada y bien cuidada por el Ayuntamiento. Aquella era una de las ventajas de vivir en Fool’s Gold.

Heidi esperó hasta perderlo completamente de vista, se volvió hacia el rancho y comenzó a correr. Atenea la seguía sin insistir, casi por primera vez en su vida, en alargar su período de libertad.

–¿Has oído eso? –le preguntó Heidi. Sus zapatos deportivos resonaban en el asfalto–. Ese hombre está muy enfadado.

Atenea trotaba a su lado, aparentemente ajena al triste destino de Glen.

–Como tengamos que venderte para devolverle el dinero a May Stryker te arrepentirás –musitó Heidi, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

Durante toda su vida había deseado una sola cosa: tener un hogar. Un verdadero hogar, con techo, cimientos, alcantarillado, agua corriente y electricidad. Cosas que la mayoría de la gente daba por sentadas. Pero ella había crecido yendo de ciudad en ciudad. El ritmo de sus días lo marcaba las ferias en las que trabajaba su abuelo.

Cuando había encontrado Castle Ranch, se había enamorado localmente de aquel rancho. Del terreno, de la vieja casa y, sobre todo, de Fool’s Gold, la ciudad más cercana. Tenía un rebaño de ocho cabras, incontables vacas salvajes y cerca de cuatrocientas hectáreas de tierra. Había comenzado a montar un negocio de queso y jabón, elaborados ambos con leche de cabra. Vendía la leche de las cabras y sus excrementos como fertilizante. En el rancho había cuevas naturales en las que podía curar el queso. Aquel era su hogar y no estaba dispuesta a renunciar a él por nada del mundo.

Pero tendría que hacerlo por alguien, por Glen. Su abuelo había vendido un rancho que no le pertenecía a una mujer con un hijo muy enfadado.

 

 

Rafe aparcó el coche al lado del de su madre. El rancho tenía peor aspecto de lo que él recordaba. Las cercas marcaban los límites de forma casi imaginaria, la casa estaba ligeramente combada y necesitada de pintura. Se le ocurrían miles de lugares mejores en los que estar. Pero marcharse no era una opción, al menos hasta que aclarara todo aquel lío.

Salió del coche y miró a su alrededor. El cielo estaba azul, típico de California. De aquel azul que los directores de cine adoraban y al que los compositores cantaban en sus canciones. En la distancia, las montañas de Sierra Nevada acariciaban el cielo. Cuando era niño se quedaba mirándolas fijamente, deseando estar al otro lado. En cualquier parte que no fuera aquel rancho. A los quince años se sentía atrapado en aquel lugar. Era curioso que al cabo de tanto tiempo continuara experimentando aquella sensación.

La puerta de la casa se abrió y salió su madre. May Stryker podía ser una mujer de mediana edad, pero continuaba siendo muy atractiva, gracias a su altura y su figura estilizada y a un pelo oscuro que caía libremente por sus hombros. Rafe había heredado su altura y el color de pelo y de ojos aunque, por lo que decía su madre, tenía la personalidad de su padre. May era una mujer de gran corazón, que quería cuidar y sanar al mundo. Rafe descansaría mucho mejor cuando lo hubiera conseguido.

–¡Has venido! –exclamó May mientras se acercaba sonriendo hasta él–. Sabía que vendrías. ¡Oh, Rafe! ¿No te parece maravilloso haber vuelto?

Sí, claro, pensó Rafe con amargura. Y a lo mejor podía pasarse después por el infierno.

–Mamá, ¿qué está pasando aquí? Tu mensaje no estaba muy claro.

Lo que quería decirle era que no había conseguido explicarle cómo se había visto envuelta en aquel lío. Lo único que su madre le había dicho era que había comprado el rancho y que el hombre que se lo había vendido le decía que no podía entregárselo. Principalmente porque no era suyo.

Una auténtica estafa. O un robo. Fuera como fuera, aquel prometía ser un día muy largo.

–Ya está todo arreglado –le explicó su madre–. Glen y yo hemos estado hablando y…

–¿Glen?

Su madre sonrió de oreja a oreja.

–El hombre que me vendió el rancho –rio suavemente–. Por lo visto, tiene un amigo con cáncer y…

–Sí, esa parte ya la he oído –la interrumpió.

–¿Quién te lo ha contado?

–Heidi.

–¡Ah, así que la has conocido! ¿No te parece maravillosa? Se dedica a la cría de cabras. Llevan aquí cerca de un año y son una gente encantadora. Glen es el abuelo de Heidi. La pobre perdió a sus padres cuando era niña y ha sido él el que la ha criado –May suspiró–. Forman una familia maravillosa.

A Rafe no le gustaba cómo estaba sonando aquello.

–Mamá…

Su madre sacudió la cabeza.

–Yo no soy uno de tus clientes rebeldes, Rafe. A mí no puedes intimidarme. Siento haberte llamado para pedirte que vinieras, pero ahora lo tengo todo bajo control.

–Lo dudo.

Su madre arqueó las cejas.

–¿Perdón?

–Tú no eres la única que está involucrada en este caso. Yo firmé todos los documentos de la compra ¿recuerdas?

–Puedes retirar la firma. Yo me encargaré de todo. Ahora lo que tienes que hacer es volver a San Francisco.

Antes de que pudiera explicarle que no había manera de retirar la firma de un documento legal, la puerta de la casa volvió a abrirse y salió un anciano del interior. Era más alto que May, tenía el pelo blanco y los ojos de un azul chispeante. Le guiñó el ojo a May, le dirigió a Rafe una sonrisa encantadora y avanzó hacia ellos.

–Así que ya estás aquí –dijo el hombre, tendiéndole la mano mientras se acercaba–. Soy Glen Simpson. Encantado de conocerte. Tengo entendido que ha habido una ligera confusión con tu encantadora madre, pero te aseguro que todo se va a solucionar.

Rafe lo dudaba.

–¿Tiene los doscientos cincuenta mil dólares que le ha robado?

–¡Rafe!

Rafe ignoró a su madre y continuó mirando fijamente a Glen.

–No exactamente –admitió el anciano–. Pero los conseguiré. O encontraré la forma de llegar a un acuerdo con May. No hay ningún motivo para poner las cosas más difíciles, ¿no crees?

–No.

Rafe sacó el teléfono móvil del bolsillo y se apartó de su madre y de Glen. Antes de marcar, se aflojó el nudo de la corbata. Después, llamó a Dante Jefferson.

–Ya te dije que no fueras –le saludó una voz familiar.

–Te pago para que me aconsejes –musitó Rafe–, no para que me digas «ya te lo dije».

Dante Jefferson, su abogado y socio en el negocio, se echó a reír.

–El «ya te lo dije» es gratis.

–¡Qué suerte la mía!

–¿Tan mal está la situación?

Rafe miró a su alrededor, contemplando aquellas hectáreas tan familiares para él. Había crecido allí, por lo menos hasta los quince años. Había trabajado como un animal en aquel lugar en el que incluso había pasado hambre.

–Sí, necesito que vengas –contestó Rafe. Esa misma mañana, antes de salir hacia allí, le había informado a Dante de la situación–. Por lo que sé hasta ahora, no pueden devolverle el dinero y el hombre que se lo vendió no es el propietario del rancho.

Dante soltó un bufido burlón.

–¿Y creía que no se daría cuenta de que no le daban el rancho después de haber pagado doscientos cincuenta mil dólares?

–Por lo visto, sí.

–Nunca he estado en Fool’s Gold –comentó Dante.

–Todo el mundo tiene una racha de mala suerte alguna vez en su vida.

Dante se echó a reír.

–Tu madre adora ese lugar.

–Mi madre también cree en los extraterrestres.

–Por eso me cae tan bien. ¿Te he dicho alguna vez que firmar documentos sin leerlos podría causarte problemas? ¿Y me has hecho caso alguna vez en tu vida?

Rafe se aferró con fuerza al teléfono.

–¿Es esta la ayuda que me estás ofreciendo?

–Sí, esta es mi forma de hacer las cosas. Llamaré a la policía local y haré… –se oyó movimiento de papeles–, que detengan a Glen Simpson. Antes de que yo llegue ya le habrán detenido. Estaré allí a las seis. Hasta entonces, no hagas nada de lo que tenga que arrepentirme.

No estaba dispuesto a prometer nada, pensó Rafe mientras colgaba el teléfono. Se volvió y descubrió a su madre corriendo hacia él.

–¡Rafe! ¡No pueden arrestar a Glen!

El anciano ya no parecía tan sonriente. Palideció ante la mirada de Rafe y comenzó a retroceder hacia la casa.

–Mamá, ese hombre te ha quitado dinero haciéndote creer que estabas comprando un rancho. No es el propietario del rancho, de modo que te ha robado y no tiene ninguna forma de devolverte lo que te ha quitado.

May apretó los labios.

–Lo dices como si…

Rafe la interrumpió.

–Las cosas son como son.

–No entiendo por qué tienes que tomártelo todo de ese modo.

Rafe desvió la mirada hacia la casa, esperando ver a Glen deslizándose en su interior. Pero el anciano se había quedado en el porche. A lo mejor pretendía salir huyendo. A Rafe no le importaba disfrutar de una buena pelea, pero prefería oponentes más fuertes.

Desvió la mirada de la casa al jardín. Había flores, eran distintas de las que plantaba su madre, pero igual de coloridas. En un enorme letrero se anunciaba la venta de leche de cabra, queso de cabra y estiércol. Por un instante, se descubrió pensando que esperaba que guardaran los tres productos en diferentes contenedores y a suficiente distancia.

Y, hablando de cabras, vio un par de ellas más allá de la cerca del rancho. Había también un caballo al lado del establo. No había bueyes, advirtió mientras recordaba lo mucho que había tenido que trabajar con ellos cuando era niño.

Había habido buenos momentos, admitió para sí. Muchos ratos en los que se divertía con sus hermanos y su hermana. Su padre les había enseñado a Shane y a él a montar a caballo, Rafe le había enseñado a Clay y más tarde a Evangeline. Había sido Rafe el que había asumido el papel de su padre tras la muerte de este. O, por lo menos, lo había intentado. Al fin y al cabo, solo tenía ocho años. Todavía recordaba lo mucho que le había costado asimilar que su padre nunca volvería a casa y que eran muchas las cosas que dependían de él.

Aquella mujer, Heidi, fue trotando hacia la casa. La cabra corría a su lado como un perro bien domesticado.

–Glen, ¿estás bien? –preguntó, jadeando ligeramente–. ¿Qué ha pasado?

–Nada, todo va bien –le contestó Glen.

Parecía estar tranquilo para ser un hombre que estaba a punto de ir a la cárcel.

–No, no va nada bien –repuso May con firmeza–. Mi hijo está poniendo las cosas difíciles.

–No me sorprende –musitó Heidi, volviéndose hacia él–. Sé que estás enfadado, pero podemos llegar a un acuerdo, siempre y cuando estés dispuesto a escuchar y ser razonable.

–Espero que tengas suerte –dijo May con un suspiro–. A Rafe le cuesta mucho ser razonable.

Rafe se encogió de hombros.

–Todo el mundo tiene algún defecto.

–¿Te parece gracioso? –le exigió Heidi, con los ojos centelleantes de indignación y miedo–. ¡Estamos hablando de mi familia!

–Y de la mía.

Justo en ese momento aparcó un coche tras el suyo. Rafe reconoció el distintivo de la alcaldía y el escudo de la policía local.

Salió del coche una mujer de unos cuarenta años, con uniforme y gafas de sol. En la placa que llevaba en el pecho se leía «jefa de policía Barns». Rafe estaba impresionado. Dante no solo había hecho las llamadas pertinentes, sino que había ido hasta el final.

Heidi se acercó a la mujer sin soltar la cabra. Sonrió, aunque le temblaban los labios. A pesar de lo mucho que le irritaba la situación, Rafe tuvo que reconocer que parecía tan inocente como una cabrera. Miró a la cabra.

–Jefa de policía Barns, soy Heidi Simpson.

–Ya sé quién eres.

La policía sacó un teléfono móvil del bolsillo y buscó en la pantalla.

–Estoy buscando a Rafe Stryker.

–Soy yo –Rafe se acercó a ella–. Gracias por venir personalmente.

–He venido ante la insistencia de su abogado –y no parecía muy contenta–. Cuénteme, ¿qué está pasando aquí?

–Glen Simpson le vendió a mi madre Castle Ranch a cambio de doscientos cincuenta mil dólares. Se quedó el dinero y le entregó una documentación falsa. Él no es el propietario del rancho, no ha ingresado el dinero y ya se lo ha gastado. A pesar de que dice que quiere arreglar las cosas, no tiene forma de devolver el dinero.

May soltó un sonido de disgusto.

–Mi hijo tiene muy claro lo que ha pasado, pero ha pasado por alto un pequeño detalle.

–¿Qué es? –preguntó Barns.

–Que no había ninguna necesidad de meter a la policía en esto.

–Me gustaría estar de acuerdo con usted, señora, pero su hijo ha puesto una denuncia. Y supongo que no va a decirme que no tenía ningún derecho a hacerlo. ¿Me está diciendo que he venido hasta aquí para nada?

–Yo también figuro como propietario del rancho –le aclaró Rafe. Y eso era culpa exclusivamente suya–. Mi madre cree en la bondad innata del señor Simpson, pero yo no.

–No es un mal hombre –insistió Heidi.

La jefa de policía se volvió hacia Glen.

–¿Usted tiene algo que decir?

Glen alzó la mirada hacia el cielo y se volvió hacia la policía.

–No.

–En ese caso, voy a tener que llevármelo.

–¡No puede llevárselo! –Heidi se interpuso entra la policía y su abuelo, con la cabra todavía a su lado–. ¡Por favor! Mi abuelo es un hombre mayor. ¡Si le encierran, morirá!

–No van a llevárselo a Alcatraz –le recordó Rafe–. Estará en una prisión de un pueblo pequeño. No va a ser tan duro.

–¿Lo dices por experiencia propia? –le preguntó Heidi.

–No.

–Entonces, será mejor que te calles –a Heidi se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se volvió hacia la policía–. Seguro que puede hacer algo…

–Tendrá que hablar con el juez –respondió Barns con una voz sorprendentemente amable–. Pero su amigo tiene razón. La prisión no está tan mal. Estará bien.

–Yo no soy su amigo.

–No es mi amigo.

Heidi y Rafe se miraron el uno al otro.

–¿Puedo darle una patada? –le preguntó Heidi a la policía–. Solo una, pero fuerte.

–A lo mejor más tarde.

Rafe comprendió que era mejor no protestar. Por la forma en la que aquellas dos mujeres le estaban fulminando con la mirada, una patada sería una sentencia amable.

Le habría gustado señalar que él no había hecho nada malo, que el malo era Glen. Pero aquel no era momento para la lógica. Conocía a su madre suficientemente bien como para saberlo y dudaba de que Heidi fuera muy diferente.

Glen no opuso ninguna resistencia. Se dejó esposar y se sentó en el asiento trasero del coche patrulla.

–Iré allí en cuanto pueda pagar la fianza –le prometió Heidi.

–Hasta mañana por la mañana no fijarán la fianza –le explicó la policía–. Pero puede ir a verlo. Y no se preocupe, estará bien atendido.

La policía se montó en el coche y se marchó. Heidi soltó a la cabra y May se volvió indignada hacia su hijo.

–¿Cómo has podido detener a Glen?

Rafe pensó en la posibilidad de señalar que no había sido él el que le había detenido, que lo único que había hecho había sido llamar a la policía para que le detuvieran. Un detalle que, seguramente, su madre no apreciaría.

–¡Te ha robado, mamá! Ya perdiste este rancho en una ocasión y no voy a permitir que vuelvas a perderlo.

El enfado de su madre se aplacó visiblemente.

–¡Oh, Rafe, siempre has sido muy bueno conmigo! Pero puedo cuidarme sola.

–Acaban de estafarte doscientos cincuenta mil dólares.

–¡Deja de repetírmelo!

Rafe le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso en la frente. A pesar de que May era una mujer alta, continuaba siendo más alto que ella.

–Sabes que me desesperas, ¿verdad? –le preguntó.

Su madre le devolvió el abrazo.

–Sí, pero no lo hago a propósito –May alzó la mirada hacia él–. ¿Y ahora qué?

–Ahora vamos a conseguir tu rancho.