«Solo estamos vencidos en lo inmediato».
VÍCTOR SERGE
«Lo bello solo tiene una forma, lo feo tiene mil».
Víctor Hugo
En el departamento francés de Haute Marne, en el castillo de Vroncourt construido en el siglo xvii y propiedad de Etienne Charles Demahis, el 29 de mayo de 1830 nació la niña Louise Michel, hija de la sirvienta Mariana Michel y, se supone, del propio Demahis, aunque hay quienes dicen que el verdadero padre pudo haber sido el hijo de Etienne, Laurent. Lo cierto es que la niña crecerá en un ambiente amable y culto, y pronto llamará «abuelos» a Etienne y a Carlota, su esposa. El señor es un liberal compenetrado con las ideas de Voltaire y de Rousseau, que la introducirá en la lectura de estos y otros autores desde su infancia. Ya en su adolescencia, Louise escribirá sus primeros poemas («En Clermont, cerca de mi ventana/ florece un gran rosal blanco./ Al abrirse la flor aparecen/ en sus pétalos manchas rojas de sangre») y alguna que otra narración que luego destruirá avergonzada.
En 1850 muere Demahis y cinco años más tarde, Carlota. Para ese entonces Louise había comenzado sus estudios para ser maestra. La naturaleza le había otorgado el don de la inteligencia pero ningún otro atributo físico más que la fealdad. Tenía la frente demasiado alta, los ojos demasiado chicos, una nariz demasiado larga, una boca importante que luciría siempre una sonrisa débil y enigmática, a veces parecida a las pintadas por Leonardo, el mentón ligeramente hundido y un cuerpo flaco en el que era difícil distinguir alguna forma femenina.
A los 23 años trabaja como institutriz en Audeloncourt, Clefmont y Millières (Haute Marne), se escribe con Víctor Hugo, a quien envía una y otra vez sus poemas y artículos, y sueña con ir a París, donde Luis Bonaparte ha dado su golpe de Estado, autoproclamándose Napoleón III y fundando el segundo Imperio.
Para esa muchacha de provincia, establecer una correspondencia regular con Hugo es todo un acontecimiento que la llena de orgullo. Él es una gloria viviente que ya ha publicado algunas de sus novelas más importantes (entre ellas El último día de un condenado a muerte y Nuestra Señora de París), que ha revolucionado el teatro francés con obras como Hernani y El rey se divierte, y conmovido a todos sus compatriotas con su encendida poesía. Cuando Louise finalmente arribe a la capital, será el primer hombre que conozca, lo frecuentará en su casa, donde él mantiene muchos amoríos y su esposa no le va en zaga, y donde, ella así está convencida, podrá develar todos los misterios de la creación literaria.
Pero París es hostil. Para conseguir un puesto de maestra, debe jurar fidelidad a Napoleón III, requisito al que se niega. Dará entonces clases de literatura y de geografía en centros informales, pero poco después regresará a Vroncourt, donde permanecerá durante aproximadamente un año. Hay quienes dicen que la razón de este inesperado retorno se debe a que su madre ha caído enferma, pero también hay quienes murmuran que está embarazada de Hugo, quien es veinticinco años mayor que ella, y que ha vuelto al solar natal para tener un hijo.
En 1856 está de nuevo en París, de donde no saldrá durante los siguientes quince años, y en los que se dedica de lleno a la enseñanza en los barrios más pobres de la ciudad y en las llamadas escuelas libres. Es austera y lo será hasta el último de sus días; ha aprendido que la generosidad es la mayor virtud que puede poseer un ser humano y da todo lo que tiene; quiere desempeñarse dentro de un sistema pedagógico que privilegie el conocimiento y la libertad como valores esenciales. La miseria recorre las calles parisinas y los medios políticos son un hervidero de ideas en el que predominan las de carácter republicano, que desprecian el reinado de Bonaparte III. Ello ocurre en París pero también en el resto de Francia, y los movimientos revolucionarios se extienden por toda Europa.
Louise ha decidido convertirse en una suerte de célibe y, además de su fealdad, se siente ayudada por su obstinación. En esos años es cortejada por un oficial del ejército, al que rechaza una y otra vez. El militar insiste y le promete toda clase de ventajas, pero ella le responde:
—Escuche, señor, he jurado no casarme nunca. La vida casera me horroriza y por muy tentadora que sea su situación no tengo la menor ambición de ser un día «la Señora Generala». Pero si quiere hacer usted un sacrificio, yo haré otro y seré suya.
—Diga, hable, estoy dispuesto a obedecer —le contesta el oficial.
—Arriesgue usted su vida y yo arriesgaré mi libertad.
—Mañana, si es necesario, querida amiga.
—¿Sí?... Pues mate usted al emperador.
Pero el emperador caerá por sus propios errores. En julio de 1870 le declara la guerra a Prusia, pensando que podrá vencer al enemigo en pocas semanas, pero las tropas comandadas por el canciller Otto von Bismarck derrotarán a los franceses en una breve cadena de batallas, poniendo sitio a París durante cuatro meses, desde setiembre de 1870 a enero de 1871. Mientras los habitantes entablan una dura resistencia, lo que queda del segundo Imperio se refugia en Versalles, donde Bismarck proclama a Guillermo i de Alemania como nuevo emperador. El resultado: más de un millón de hombres movilizados entre ambos bandos, ciento cuarenta mil muertos y casi medio millón de prisioneros. Y Alemania unificada. Y las provincias francesas de Alsacia y Lorena, ricas en carbón y hierro, en manos de Bismarck.
Pero París no se rinde y ha dejado de desobedecer a los improvisados gobernantes. La nueva Asamblea Nacional y el gobierno provisional de la República, presidido por Adolphe Thiers y refugiado en Versalles, negocia con los prusianos mientras los obreros parisinos comienzan a organizarse libremente en lo que se conocerá como la Comuna de París, que se extenderá desde el 18 de marzo hasta el 28 de mayo de 1871. En esas semanas, la Comuna decreta la autogestión por parte de los obreros de las fábricas abandonadas por sus dueños, prohíbe el trabajo nocturno, forma una guardia nacional integrada por todos aquellos que puedan portar armas, crea guarderías para los hijos de las obreras, establece la laicidad del Estado y la obligación de las iglesias de participar en todas las tareas sociales, ordena el cierre de las casas de empeño, condona los alquileres impagos y cancela los intereses de las deudas. Y por si fuera poco, quema en público la guillotina.
De inmediato, los versalleses le declaran la guerra, apoyados por Bismarck, quien abandona el sitio y permite que Thiers envíe sus tropas y ocupe su lugar. Los combates se hacen feroces, hasta llegar a lo que se conoce como la Semana Sangrienta, ocurrida entre el 21 y el 28 de mayo: los comuneros caen en desigual combate, con un número de más de treinta mil muertos, otros tantos heridos y miles de detenidos. Louise estará en todos los frentes, organizando a las milicias pero también tomando, fusil en mano, parte activa de la defensa. Tras varias batallas en las que participa directamente, el 1. º de abril el Journal oficial de la Comuna titula: «Una enérgica mujer ha estado combatiendo en las filas del primer batallón y ha aniquilado a varios policías y soldados».
Simultáneamente, es electa al frente del Comité de Vigilancia femenino, desde el que moviliza mujeres en apoyo de la Comuna y organiza un servicio de guardería infantil para doscientos niños de la capital. Recluta personal para el servicio de ambulancias, incluso entre las prostitutas, preguntándose que quién más que estas mujeres, «víctimas lastimosas del viejo régimen», tienen derecho a dar su vida por el nuevo. Y además se enamora perdidamente de Teófilo Ferré, un muchacho diez años más joven que ella, y así se lo hace saber. Teófilo, quien la admira intensamente, no está sin embargo dispuesto a otra relación afectiva que la de la amistad.
«Salí con las compañías de marcha de la Comuna y desde la primera salida formé parte del batallón de Montmartre», contaría ella años más tarde, «batiéndome en sus filas como un soldado; pensé que, en conciencia, era lo más útil que podía hacer. Continué en París, como los demás, hasta que los de Versalles detuvieron a mi madre para fusilarla en mi lugar y hube de ir a ponerla en libertad —a su pesar—, reclamando su puesto para mí».
En septiembre de 1871 Louise está presa en Arras, y dos meses después, el 16 de diciembre, es llevada ante el cuarto Consejo de Guerra.
—Ha oído usted los hechos de los que se la acusa. ¿Qué tiene usted que decir en su defensa? —le pregunta el presidente del tribunal.
—No quiero defenderme, no quiero que me defiendan. Soy toda de la revolución social y declaro que acepto la responsabilidad de todos mis actos. La acepto entera y sin restricción. ¿Me reprochan el haber participado en el asesinato de los generales? Pues respondo: sí. Si me hubiese hallado en Montmartre cuando quisieron tirar contra el pueblo, no hubiera dudado en tirar yo misma contra los que daban órdenes parecidas. Pero cuando fueron hechos prisioneros, no comprendo que se les fusilara y considero ese acto como una insigne cobardía. En cuanto al incendio de París, sí, he participado en él. Quería oponer una barrera a los invasores de Versalles. ¡Dicen también que soy cómplice de la Comuna! Ciertamente, puesto que quería hacer ante todo la revolución social y la revolución social es el más amado de mis sueños; es más, me honro de haber sido una de las promotoras de la Comuna, que no tiene nada que ver, que yo sepa, con los asesinatos y los incendios… Un día propuse a Ferré la invasión de la Asamblea. Yo quería dos víctimas: Thiers y yo, puesto que habría hecho el sacrificio de mi vida y estaba decidida a matarlo.
Más adelante el presidente le pregunta:
—Al parecer usted llevó diversos trajes durante la Comuna...
—Vestía como de costumbre —le contesta ella—. Solo añadía un cinto rojo sobre mi ropa.
—¿No vistió en varias ocasiones un traje de hombre?
—Solo una vez, el 18 de marzo; iba vestida de guarda nacional para no llamar la atención.
Y en los tramos finales, siempre dirigiéndose a quienes la estaban juzgando, dice:
—Lo que reclamo de ustedes, que se dicen Consejo de Guerra y que se tienen por jueces, de ustedes que no se esconden como la Comisión de Gracias, de ustedes que son militares y que juzgan públicamente, es el campo de Sartori, donde ya han caído mis hermanos. Hay que expulsarme de la sociedad. Les dicen que hay que hacerlo. Bien. El Comisario de la República tiene razón. Puesto que parece que todo corazón que bate por la libertad no tiene derecho más que a un poco de plomo, reclamo mi parte. Si me dejan vivir, no cesaré de gritar venganza para mis hermanos, en contra de los asesinos de la Comisión de Gracias…
—¡No puedo permitirle que siga hablando si continúa en este tono! —exclama el presidente fuera de sí.
—He terminado. Si no sois cobardes, matadme.
Pero Louise no será fusilada, sino condenada a la deportación de por vida a Nueva Caledonia, una posesión francesa en Oceanía, ubicada a 1.500 kilómetros al este de Australia y 2 000 al norte de Nueva Zelanda, adonde es habitual que los tribunales envíen a todo este tipo de indeseables y malhechores. Louise recibe altiva la pena, pero su corazón está mucho más que herido: es que se ha enterado de que, unos días antes, su amado Teófilo fue fusilado. Escribe entonces un dolido poema que titula Los claveles rojos:
Si fuera al frío cementerio,
hermanos, arrojen sobre su hermana,
como última esperanza,
algunos claveles rojos en flor.
En los últimos tiempos del imperio,
cuando el pueblo se despertaba,
rojo clavel, fue tu sonrisa
la que nos dijo que todo renacería.
Hoy ve a florecer a la sombra
de las negras y tristes prisiones.
Ve a florecer cerca del recluso sombrío
y dile bien que lo amamos.
Dile que por lo fugaz del tiempo
todo pertenece al futuro.
Que el vencedor de lívida frente
puede morir antes que el vencido.
La partida hacia Nueva Caledonia habrá de demorar veinte meses, en los que Louise permanecerá en la cárcel central de Auveribe. El velero La Virginia partirá recién el 24 de agosto de 1873 y demorará cuatro meses en llegar a destino. En la embarcación viajan decenas de deportados, entre ellos un periodista que había combatido con firmeza al segundo Imperio desde las páginas de diversos medios como Le Figaro y La Linterna, Henri Rochefort. El viaje los convertirá en amigos inseparables, y con él intercambiará poemas, escritos y opiniones. Henri trata de protegerla y le consigue abrigos y calzado que ella regala de inmediato a otras mujeres en tanto atraviesan gélidos mares.
El mar, que Louise no había conocido hasta entonces, es enorme y le hace exclamar: «¡Cuánto tiempo hacía que yo amaba el mar!... Siempre lo amé». Hay días en que el viaje se hace extenuante y en los que el barco parece inmóvil en semejante inmensidad. Entonces escribe: «¡Inflad las velas, tempestades!/ ¡Más alto, olas, más fuerte, oh, vientos!/ ¡Brille el relámpago sobre nuestra frente!/ Navío, adelante, avanza, avanza…/ ¿Por qué estas brisas tan monótonas?/ Atravesemos el abismo abierto».
Pero en ese viaje, junto a otros excombatientes de la Comuna, no solo cunde el aburrimiento, sino también la reflexión profunda. Años más tarde Louise reconocería que en esos días abrazó definitivamente los ideales anarquistas. «Durante cuatro meses no vimos nada más que el cielo, el agua y a veces, en el horizonte, la vela blanca de un navío que parecía el ala de un pájaro. La impresión de inmensidad era emocionante. Allí tuvimos mucho tiempo para pensar». Y reflexionando sobre los días de la Comuna, anota: «Sentí que una revolución que se afianza en el poder será siempre un engaño que no podrá más que seguir la corriente, pero jamás podrá abrir todas las puertas al progreso». Y tiempo después dirá: «El poder es una cosa maldita. Por eso soy anarquista».
Por fin, sobre fin de año, una costa con mil tonos de verde se abre ante la vista de los forzados navegantes. En Nueva Caledonia hay un ave que se llama cagu, de plumaje blanco, pico y patas rosadas, del tamaño de una gallina, que apenas puede volar. En Nueva Caledonia hay varanos gigantes y murciélagos y cocodrilos en las costas. Y árboles de hojas siempre verdes y laurisilvas y coníferas y enormes bosques y selvas tropicales. Y unos pocos miles de aborígenes que se autodenominan canacos, que en lengua hawaiana quiere decir «hombre». Y una mujer flaca que parece, en vez de llevar sangre en las venas, cargar una pólvora incontrolable.
Louise pronto se relaciona con los canacos, aprende su lengua y se convierte en la maestra de la población, enseñando a leer a uno de sus líderes, Daeumi. También abre una escuela para los hijos de los deportados, entre los que figuran muchos argelinos. Poco después fundará el periódico Petites Affiches de la Nouvelle-Calédonie. Hay allí casi cuatro mil hombres y mujeres expulsados por los tribunales franceses, y todos sueñan con escapar. Algunos lo logran y van a dar con sus huesos a las costas de Australia. En 1874 Rochefort logra subir a un barco estadounidense, llega a San Francisco y luego se dirige a Londres, y a Ginebra, y a París, donde ocho años más tarde se volverá a cruzar con Louise y restablecerán su relación intelectual.
A ella todo la maravilla: las frutas, los insectos, la vegetación, las montañas. Testigo de un furibundo ciclón, exclama: «¡Qué cosa más hermosa!». Está atónita ante el nuevo mundo, pero no por ello ha dejado de desear el retorno a Europa para continuar su lucha. En 1878 estalla una rebelión canaca contra las autoridades francesas que gobiernan las islas. Louise y los anarquistas se ponen del lado de los rebeldes, en tanto algunos de los deportados apoyan a las fuerzas gubernamentales. El saldo es el esperado: cerca de dos mil aborígenes muertos en los enfrentamientos, mientras otros tantos deben refugiarse en los bosques. Y la escuela de Louise es cerrada a cal y canto. «Usted tiene que cerrar su escuela», le ordena un alcalde. «Llena las cabezas de esos canacos con doctrinas peligrosas. El otro día la oyeron hablar de humanidad, justicia, libertad y otras cosas inútiles».
Finalmente, en 1880 las Cámaras de Francia votan una amnistía que comprende a todos los deportados. Tras ocho años de ostracismo, ella y cientos de combatientes podrán regresar al continente. Los canacos van a despedirla. Les promete regresar algún día para fundar una escuela en plena selva. En esas semanas escribe un nuevo poema; algunos de sus versos dicen: «Volveremos, inmensa multitud,/ volveremos por todos los caminos./ Espectros vengadores saliendo de las sombras,/ vendremos a estrecharnos las manos.../ La bandera negra, crespón de sangre/ y púrpura, florecerá en la tierra/ libre, bajo el cielo flamígero…».
Vuelve de Nueva Caledonia en el barco John Helder. Carga consigo distancias, nostalgias y cinco gatos, uno de ellos ciego, que viajan atados y en silencio, y que la acompañarán en el periplo europeo que está por comenzar. Llega a Londres sobre fin de año y al poco tiempo está de regreso en París; en todo el continente cunde el desempleo, la miseria y la represión gubernamental. Se acerca a los barrios más pobres de la capital y vive en la más descarnada austeridad. Todo lo da. Todo lo reparte. Se acomoda en un pequeño cuartucho con sus felinos silenciosos y con un papagayo al que ha enseñado a saludar repitiendo: «¡Viva la anarquía!».
En 1883, en un mitin en París, fijando sus diferencias ideológicas con los militantes marxistas, a quienes acusa de autoritarios y parlamentaristas, se pronuncia a favor de la adopción de la bandera negra por los anarquistas. Y ese mismo año, en una de las tantas manifestaciones espontáneas en las que participa, enarbola una bandera negra que no es otra cosa que los jirones de un viejo vestido. La acusan de haber comandado a un grupo de zaparrastrosos que robaron unas panaderías.
—¿Toma usted parte en todas las manifestaciones? —le pregunta el presidente del tribunal al que es conducida.
—Sí, por desgracia… Yo estoy siempre con los desdichados.
—Lo cierto es que la tienda del señor Augerau ha sido saqueada.
—No lo sé, y me extraña que el señor Augerau se ocupe de esas nimiedades. Yo le he visto a él robar en el precio y el peso del pan.
—¿Es cierto que se echó usted a reír delante de la tienda?
—No sé lo que podría hacerme reír. ¿Sería la miseria de los que me rodeaban o el triste estado de cosas que nos recuerda el año 1789?
—Pero los tres comerciantes desvalijados pretenden que la multitud obedecía a una señal.
—Es absurdo. Para obedecer a una señal es necesario que la señal se haya convenido de antemano y habríamos debido enterar a todo París de que en un momento determinado yo levantaría o bajaría la bandera delante de las panaderías.
El resultado del juicio es una condena de seis años en la cárcel de San Lázaro, seguidos de diez años de vigilancia. Poco después es trasladada a la prisión central de Clermont, donde de inmediato comienza a trabajar con las presas y a organizarlas y brindarles educación. Pero el 5 de enero de 1886 muere su madre, a quien le habían dejado visitar unos días antes fuertemente custodiada, aunque no le permiten concurrir al sepelio. El entierro de Mariana Michel convoca a una multitud.
Un año después el gobierno francés decreta un indulto que en un principio Louise se niega a aceptar. Finalmente, está otra vez en libertad, del mismo modo que el príncipe Pedro Kropotkin, quien llevaba ya tres años detenido en la cárcel de Clairvaux. También ha continuado escribiendo sus poemas, sus cuentos y sus largos trabajos, como un libro titulado Las prisiones, que se perderá entre una y otra requisa.
Una vez en las calles, da cientos de conferencias. La gente acude en masa a escuchar a quien ya ha sido apodada la virgen roja, y las mujeres besan sus ropas y los hombres la escuchan embelesados, aunque también hay quienes arrojan huevos y tomates a su paso, y el 22 de enero, previo a uno de sus mítines, un joven le descerraja dos balazos en la cabeza. Un proyectil le arranca el lóbulo de la oreja derecha y el otro se incrusta detrás de la oreja izquierda. El muchacho es detenido y desarmado por los compañeros de Louise, pero ella se niega a hacer la denuncia policial, y también a ser atendida, hasta que luego de varios intentos, un médico logra extraerle el proyectil.
—Pero ¿qué razón tenía usted para querer matarme? —le pregunta a Lucas, el frustrado homicida, una vez que logra visitarlo en la cárcel.
—Veía en usted a una enviada de Satán que predicaba el odio y el robo.
Finalmente, todo se salva con un poema dedicado al muchacho que en su última estrofa dice: «Ese hombre ante nosotros es un antepasado/ de la época del antro, del fondo de los bosques./ Para juzgarle habría que ser…/ de los que vivieron antaño».
Va y viene, viene y va. En todos lados deja sus encendidos discursos, sus enseñanzas, su chispa incesante. Publica un libro tras otro, poesías, novelas, relatos, crónicas, memorias: Cuentos y leyendas, Las leyendas y cantos canacos, Los microbios humanos, Los dientes que rechinan, Los crímenes de la época, La miseria, Recuerdos y aventuras de mi vida, La Comuna. En ellos va dejando el testimonio de su largo camino, y en uno de los textos escribe: «Hasta donde puedo recordar, el origen de mi rebelión contra los poderosos fue mi horror por los sufrimientos infligidos a los animales. Solía desear que los animales pudiesen vengarse, que el perro pudiera morder al hombre que lo apaleaba sin piedad, que el caballo que sangraba bajo el látigo pudiera arrojar al hombre que lo maltrataba».
Debe exiliarse en Londres, donde continúa con sus conferencias. Regresa al continente por Bélgica, retorna a París donde es detenida por breve tiempo, y viaja a España, donde la llevan a ver una corrida de toros. Cuando el torero va por su trofeo, ella grita desde las gradas: «¡Muera el torero!». En ese tiempo ocurrieron episodios cruciales: la revuelta en Chicago y la condena de los mártires anarquistas; la represión, tortura y muerte de los detenidos del penal de Montjuich, en Barcelona; el cisma cada vez más profundo entre anarquistas y marxistas. En Londres visita a Kropotkin, conoce a Errico Malatesta y a Emma Goldman, y se reencuentra con Malato, con quien había estado en Nueva Caledonia. La policía francesa la vigila constantemente y no se pierde uno solo de sus discursos, en particular aquellos que pronuncia en Trafalgar Square. Todo parece en ebullición, y Louise no se detiene nunca.
Entre 1890 y 1895, tras ser arrestada en París y corriendo el riesgo de ser internada en un hospital psiquiátrico, se establece en la capital inglesa y trabaja en uno de los barrios más pobres de la ciudad, Whitechapel, también hogar de Kropotkin, donde crea una escuela internacional para hijos de refugiados políticos. Entonces es golpeada por una pulmonía que la pone al borde de la muerte. Cuando se recupera y está nuevamente en pie de lucha, se lamenta por la suerte a la que había expuesto a sus compañeros: «Habrían sentido tanta pena si yo hubiera muerto!». En 1895 conoce a Sebastian Faure, para ese entonces, toda una referencia dentro del movimiento anarquista; comienzan a dar conferencias juntos y fundan un periódico llamado Le Libertaire. Las giras se extienden por Holanda, Bélgica, la Francia profunda y Escocia, donde permanecerá seis meses. Ya en el albor del siglo xx, retorna a su país donde es blanco de nuevos atentados y de la repulsa sistemática de la Iglesia.
Sufre una recaída: sus viejos y castigados pulmones también están en pie de guerra. Habla y escribe. Hay quienes dicen que tiempo atrás escribió un texto titulado Veinte mil leguas bajo los mares, y que un tal Julio Verne le habría comprado el cuaderno por cien francos, en un momento en que ella necesitaba dinero para ayudar a sus conocidos.
En el Congreso Anarquista celebrado en Ámsterdam se funda una Internacional Antimilitarista, a la que se integra de inmediato. Viaja a Argelia y ante una multitud que la ha ido a escuchar dice: «Los soldados deberían suprimir a los jefes que, bárbaros, los condenan a la guerra».
Y de nuevo los pulmones. Y ese cansancio despiadado. Se acerca 1905. Se embarca en Argelia y da conferencias en Bouches du Rhone, en la Costa Azul, en los Bajos Alpes. Agonizante, es trasladada a Marsella. El 10 de enero llega la muerte. En la capital francesa, sus compañeros han empapelado los muros con carteles que rezan: «Pueblo de París, Louise Michel ha muerto». Allí, miles y miles de personas salen a la calle para acompañarla al cementerio de Levallois, donde descansará para siempre junto a su madre y a su amado Teófilo Ferré.
En el libro A través de la vida, Louise Michel escribió un poema dedicado a la viuda de August Spies, uno de los anarquistas ejecutados en Chicago tras los episodios del 1.º de mayo de 1886.
Vibra, campana, en el espacio,
y, lentamente, toca a muerto…
Son las bodas rojas que pasan.
La muerte está de púrpura vestida
y de llama también es la nube…
¡Toca a muerto, campana!
A muerto…
Carcomido, el Estado se rompe y se deshace.
Toda la etapa humana está de pie, es el tiempo
en el que se desmoronan las viejas imposturas.
Un soplo de epopeya llena de huracanes,
¡campana, campanita, suena en el viento!
Para que sea libre la tierra,
los bravos ofrecen su sangre.
Por doquier es rojo el sudario
y la muerte los va agitando.
En sus manos hay una bandera
púrpura en el sol levantan.
¡Hombres, cubrid toda la tierra!
¡Campana, vibra y amenaza!
Para que el germen poderoso
de la idea crezca como la mies,
que la muerte, gigante sembradora,
Haga con sus tumbas los surcos…
¡Toca, campana! ¡Vamos a segar!
La sangre ya florece en la venganza
como el agua da flores a la hierba.
Llegará pronto la Liberación,
Pronto, con las rojas cosechas…
Que son las bodas más hermosas,
las rojas bodas de la muerte.
En diciembre de 1871, en su autoexilio belga tras los enfrentamientos que había mantenido con Napoleón III, y con motivo del juicio en el que Louise Michel fue condenada al destierro, Víctor Hugo escribió un poema titulado en francés Viro Major, cuya traducción al castellano se conoce como Heroína mayor.
Habiendo visto la inmensa masacre, el combate,
el pueblo en su cruz, París en su jergón,
la formidable piedad estaba en tus palabras.
Hacías lo que hacen las grandes almas locas,
y, deja de luchar, de soñar, de sufrir,
di: «Yo maté», pues querías morir.
Terrible y sobrehumana, mentías contra ti,
Judith, la sombra judía, Aria, la romana,
aplaudiendo mientras hablabas.
Tú decías a los graneros: «¡Yo quemé los palacios!».
Tú glorificaste a los que aplastados hollan el suelo patrio.
Gritaste: «¡Yo maté! ¡Que me maten!». Y la muchedumbre
escuchaba a esta mujer altiva acusarse.
Parecías enviar un beso al sepulcro;
tu mirada fija examinaba a los lívidos jueces;
y tú soñabas semejante a las graves Euménides.
La muerte pálida estaba de pie detrás de ti.
Toda la vasta sala estaba llena de terror,
pues el pueblo sangrante odia la guerra civil.
Afuera se escuchaba el rumor de la ciudad.
Esa mujer escuchaba a la vida en sus confusos ruidos,
de arriba, en austera actitud de rechazo.
No daba la impresión de comprender otra cosa
que una picota dirigida por una apoteosis
y, encontrando la noble afrenta y el bello suplicio,
siniestra, ella apresuraba el paso hacia la tumba,
Los jueces murmuraban: «¡Que muera! Es justo,
ella es infame. Al menos que no sea augusta»,
decía su conciencia. Y los juzgan, pensativos,
delante sí, delante no, como entre dos arrecifes,
titubeando, mirando a la severa culpable.
Y los que, como yo, te conocen incapaz
de todo lo que no es heroísmo y virtud,
que saben que si te decía: «¿De dónde vienes tú?»,
tú respondías: «Yo vengo de la noche donde se sufre:
sí, ¡yo salgo de la tarea del que hace un abismo!».
Aquellos que saben tus versos misteriosos y dulces,
tus días, tus noches, tus curas, tus llantos entregados a todos,
te olvidas de ti misma para socorrer a los otros,
tu palabra semejante a las llamas de los apóstoles.
Aquellos que conocen el techo sin fuego, sin aire, sin pan,
la cama de lona con la mesa de pino.
Tu voluntad, el orgullo de mujer popular.
El áspero enternecimiento que duerme bajo tu cólera.
Tu larga mirada de odio a todos los inhumanos,
y los pies de los niños calentados por tus manos:
Estos, mujer, ante tu salvaje majestad
meditan, y a pesar del amargo pliegue de tu boca,
a pesar del malvado que se encarniza sobre ti,
echando todos los gritos indignados de la ley.
A pesar de tu voz fatal y alta que te acusa,
viendo resplandecer el ángel a través de la medusa.
Tú estabas altiva, y parecías ajena a estos debates;
pero, enclenques como todos los vivos de este mundo,
nada los perturba más que dos almas unidas.
Que el caos divino de las cosas estrelladas
vea de pronto todo el fondo de un gran corazón inclemente
y que un brillo sea visto en el seno de un resplandor.
Miguel o Misha o Mishenka o Mijaíl Alexándrovich Bakunin, el mayor de once hermanos, nació en Torjok, provincia de Tver, Rusia, algunos dicen el 8, otros, el 11 de mayo de 1814. Su numerosa familia pertenecía a la nobleza rural, y su padre, agregado de la embajada rusa en Italia, se había doctorado en Filosofía en la ciudad de Florencia y había regresado a su patria a los 35 años de edad. Era la época de la Restauración y del Romanticismo, del Iluminismo y de Nicolás I, el zar que había prometido lograr la inmovilidad del mundo y el reinado ruso sobre todo tipo de pensamiento, y cuando Mijaíl, con 14 años, llega a San Petersburgo dando cumplimiento al deseo paterno de seguir la carrera militar, escribe a su familia: «Estoy aquí completamente solo. El eterno silencio, la eterna nostalgia son los compañeros de mi soledad... He descubierto por la experiencia que la perfecta soledad es el más idiota de los sofismas. El hombre está hecho para la sociedad».
«Mi padre había sido bastante rico», contaría Bakunin mucho tiempo después, cuando intentó dictar unas inconclusas memorias meses antes de su fallecimiento. «Era, por decirlo con la expresión de entonces, dueño de mil almas masculinas, pues las mujeres no se contaban en la esclavitud del mismo modo que tampoco se las cuenta ahora en la libertad». El padre de Mijaíl, alguna vez librepensador y contrario al zar, escéptico y moderado luego, intentó modificar la situación de aquella multitud a sus órdenes, pero, «con la ayuda de la costumbre y el interés, se convirtió en un propietario tranquilo como muchos de sus vecinos, tranquilo y resignado a la esclavitud de aquellos cientos de seres humanos cuyo trabajo lo alimentaba». Y continúa: «Una de las principales causas del cambio que experimentó fue su matrimonio. Tenía cuarenta años y se enamoró locamente de una joven de dieciocho años, noble también, pero pobre, y se casó con ella».
Bakunin manifestaría a lo largo de su vida una verdadera idolatría hacia su progenitor; no así hacia su madre, de quien dijo que era vanidosa y egoísta, y que no fue amada por ninguno de sus hijos. En una carta dirigida a su padre, Bakunin recuerda cariñosamente un paseo a la luz de la luna: «El cielo estaba claro y constelado de estrellas, caminábamos por el bosque de Mytnickoe y tú, con nuestra hermana Varinka, nos contabas la historia del sol, de la luna, de las nubes, del trueno, de los relámpagos...».
Mijaíl llega en 1828 a la Academia de Artillería de San Petersburgo, y cinco años más tarde se gradúa de oficial. Pero una absoluta inquietud lo desborda. Se siente incompleto; confiesa a sus hermanas la necesidad de estudiar y desarrollar su intelecto, y pronto es objeto del castigo de sus superiores. Primero lo envían a Lituania, de donde regresa con la moral aun más baja. Desde adolescente se lo conoce por su colosal estatura, por su insaciable apetito, por su consumo incesante de tabaco, por su desmedida elocuencia, pero ahora se ha transformado en un ser huraño que no atiende los deberes del servicio militar y suele pasar días enteros tendido en una cama, cubierto apenas por una raída manta. En oportunidad de un viaje a la zona de Priamuchino, lugar de la estancia familiar, se recluye en casa de sus padres, da parte de enfermo y decide no regresar a su puesto en el ejército. A fines de 1835, las autoridades militares aceptan su dimisión. Está listo para viajar a Moscú.
Mientras tanto, a cada paso que da, deja sus huellas. Natalia Beer, amiga de una de sus hermanas, le escribe a esta confesándole su deslumbramiento: «Y es que el corazón y la mente de Mijaíl son laberintos en los que cuesta encontrar el hilo conductor, y las chispas que de vez en cuando brillan en él (pues tiene el corazón y la cabeza llenos de fuego), sin que te des cuenta también te abrasan el corazón y la mente. Dirás, querida amiga, esta chica ha perdido la calma, ¡se ha enamorado de él!; lo primero es desde luego cierto, lo reconozco, pero lo segundo, ya sabes, ¿es posible?... Sí, Mijaíl es uno de esos seres por los que una mujer que tenga corazón está dispuesta a sacrificarlo todo».
En Moscú, Bakunin se enrola de inmediato en algunos círculos filosóficos que tratan de analizar el devenir humano escapando de la censura y el oscurantismo zarista. Kant y Hegel serán sus primeras lecturas, y al segundo adherirá con entusiasmo, como bien corresponde a su tiempo y entorno. En la ciudad conoce a Nikolai Stankevich, un apasionado de la filosofía alemana de Fitche, Schelling y Hegel, y junto a Vissarion Belinski y otros jóvenes forman un grupo de estudios tan germinal como azaroso. «Noche y día no veía otra cosa que las categorías de Hegel», escribirá luego, fascinado por la noción de armonía del autor de la Fenomenología del espíritu. «Ordinariamente, se llama real a todo ente, a cada ser finito, y así se comete un error. Solo es real el ser en el que se encuentra la plenitud de la razón, de la idea, de la verdad, y todo lo demás no es más que apariencia y mentira». Pero aun embriagado del misticismo que había bebido en fuente paterna, otra obra deslumbra al joven Bakunin: el Fausto de Goethe; «la rebelión de lo desconocido, de lo natural, de lo popular, de lo inédito, contra la dominación de lo racionalizado, legalizado o centralizado», según afirma el historiador Demetrio Velasco. Y es que ese muchacho gigantesco ya sueña y se deleita con algunas figuras fuera de todo códice, como el mismísimo diablo, ese maldito irreverente capaz de enfrentarse con una lógica contra la que, con el paso de los años, Mijaíl luchará tanto teórica como prácticamente.
Para ese entonces, a nadie resulta fácil convivir con él, en particular si, entre idas y venidas, entre estancias en Moscú o en el solar de Priamuchino, los amigos conocen a sus bellísimas hermanas. En la primavera de 1838, y tras unas semanas en que Belinski pasa en casa de los Bakunin, algunos incidentes con Alexandra y Tatiana provocan una feroz disputa entre los dos jóvenes, que meses más tarde terminará por distanciarlos definitivamente. Nada feliz fue el intercambio de misivas, de breves reconciliaciones, de encendidas rupturas. «Mijaíl, te has ganado fama de mendigante y de vivir a expensas del prójimo», le escribe Belinski, recriminándolo por una acusación que ya se ha hecho popular en Moscú y que lo acompañará por el resto de su vida. «¿Por qué es así? Por dos motivos. En primer lugar, tú pides prestado fácilmente, a la ligera. [Y] Tú... no moverías ni el meñique para ganar dinero; la sociedad no conoce tu trabajo a pesar de que no has hecho más que hablar de él y pregonarlo por todas partes».
Pero no solo esa es la impresión que Mijaíl va dejando tras su sombra. Pronto se da a conocer también por el fervor conque pregona y explica sus constantes lecturas; fervor, según la mayoría de los testimonios, tan arrollador como poco didáctico. «Para él no hay sujetos. ¡Maravillosa naturaleza!», exclama uno de sus condiscípulos en carta a Stankevich. «Quizá no sería lo fuerte que es si no tuviera esos defectos. Resulta imposible amarle desde el fondo del corazón, pero suscita en todos nosotros la sorpresa, el aprecio y la cooperación. ¿Qué acabará haciendo? Dios quiera que vaya a parar rápidamente a Berlín, y que allí llegue a un círculo de actividades bien definido; de lo contrario, el eterno trabajo interior lo matará. Sus discordias consigo mismo y con el universo son cada día más violentas».
En la primavera de 1840, Bakunin conoce a Alexander Herzen, un hombre que tendrá de allí en más particular influencia en su pensamiento y que mucho lo ayudará en su larga estancia europea. Eterno opositor al zarismo y al tanto de las ideas de los socialistas utópicos Saint-Simon, Fourier y Owen, Herzen regresaba entonces de su primer exilio, y tras el encuentro con Bakunin y Belinski sostendrá que «ellos nos consideraban como sediciosos y afrancesados; nosotros pensábamos de ellos que eran unos sentimentalistas a la alemana». Pronto la influencia entre ambos será recíproca, y de inmediato los unirá una profunda amistad que lo llevará a financiar el anhelado viaje de Mijaíl a Berlín.
El propio Herzen lo acompaña al puerto de Kronstadt, donde lo espera el buque que habrá de atravesar el Báltico. Pero apenas unos minutos después de haber zarpado, una furiosa tormenta se descarga sobre el río Neva. El viento huracanado y la despiadada lluvia harán que el capitán regrese a puerto. Sin abandonar ni un minuto la cubierta, Bakunin volverá a saludar a su amigo, quien desde el muelle se despide nuevamente. «Yo lo dejé, y todavía recuerdo su figura alta y enorme, envuelta en un abrigo negro y batida por una lluvia inexorable, de pie en el barco y saludándome por última vez con su sombrero».
Cuatro días después de la muerte de su amigo y maestro Nikolai Stankevich, el 25 de junio de 1840 Bakunin arriba a Berlín. Enseguida se pone en contacto con el novelista ruso Iván Turguenev, alquilan un par de habitaciones en la misma casa y trazan un plan entre cuyos primeros pasos prevén el estudio de lenguas antiguas.
Meses más tarde, Schelling ofrece su lección inaugural de un curso sobre Hegel en la Universidad de Berlín. En el paraninfo hay tres jóvenes que la memoria histórica premiará de modo desigual. Son Friedrich Engels, Sören Kierkegaard y Mijaíl Bakunin. Ninguno de los tres quedará conforme con lo allí expuesto, aunque los dos últimos tomarán mayor distancia del pensamiento hegeliano y del pangermanismo, esa obstinada enfermedad que bañará de sangre a Europa durante los siguientes cien años. «El mayor genio filosófico desde Platón y Aristóteles», «el verdadero padre del ateísmo científico», como alguna vez Bakunin había catalogado a Hegel, lentamente pasará a ser «el metafísico», «el idealista», «el hombre de la abstracción por antonomasia», según apunta la española Elena Sánchez Gómez en un esclarecedor trabajo acerca de las relaciones entre Bakunin y Kant, vínculo teórico que irá tomando cuerpo de manera pausada pero sostenida.
Para Hegel, el Estado es el marco de referencia político y público que permite la acción individual, y en él lo político es anterior a lo ético y, a su vez, su condición de posibilidad. Es el grupo o la organización el que permite la acción individual. Siempre siguiendo la síntesis de Sánchez Gómez, en el modelo hegeliano: «yo, en mi uso de libertad, choco irremisiblemente con el uso de la libertad de los otros, generándose el conflicto y la lucha». En el modelo kantiano, en cambio, la libertad constituye el a priori social y es a partir del individuo «desde donde se piensa la sociedad; cada uno es la condición de posibilidad de lo social». Bakunin descubre además en Kant algunas de las categorías básicas para el posterior desarrollo de su doctrina anarquista: las nociones de voluntad (esencialmente libre y autónoma), de libertad, de igualdad («ningún hombre puede dejar de ser dueño de sí mismo») y de independencia.
Pero no por todo ello abandona la dialéctica, aunque, y también dando un paso al costado del idealismo hegeliano, examina absorto la supremacía de la antítesis. «Cuando decimos que la vida es bella y divina», escribirá por aquel entonces, «entendemos por ello que está llena de contradicciones; y cuando hablamos de esas contradicciones, no es una palabra vacía. No hablamos de las contradicciones que solo son puras sombras, sino de contradicciones reales, sangrantes». Bakunin está convencido de que es el lado negativo el que pone en marcha todo proceso dialéctico, que allí reside la fuerza de todo movimiento, en tanto que el lado positivo es la expresión del reposo. La antítesis busca de modo permanente la destrucción de la tesis, y extrapolado ello al terreno de lo social, de lo político, de lo histórico, poco lugar queda a cualquier expresión de reformismo o de negociación con lo instituido. También se tropieza en aquellos años con el pensamiento de Max Stirner y de Ludwig Feuerbach, y pronto entrará en contacto con Pierre Joseph Proudhon, el primer autor en usar la palabra anarquía, quien además, aun desde su incipiente obra, ya ha comenzado a llamar la atención de la juventud europea.
«Su irreductible oposición al comunismo, su lucha contra el centralismo estatista, su oposición al positivismo y al capitalismo, su anarquismo y federalismo, son posturas claves de Bakunin que no se podrían explicar seguramente si no fuera por la influencia de Proudhon», afirma Velasco, citando de inmediato al propio Bakunin: «Esta fue la época de la primera aparición de los libros y de las ideas de Proudhon, que contenían en germen —pido perdón por ello a Louis Blanc, su rival demasiado débil, así como a Marx, su envidioso antagonista— toda la revolución social, incluida sobre todo la comuna socialista, destructora del Estado».
La vida de Bakunin transcurre esos primeros meses entre Berlín y Dresde. Un extraño nerviosismo recorre el continente y en uno y otro lado se forman grupos dispuestos a algún tipo de conspiración, vaticinando una inminente revolución que habrá de transformar a Europa. Bajo el seudónimo de Jules Elysard, Mijaíl da a conocer un encendido artículo en los Anales de Halle, una publicación que dirige el doctor Arnold Ruge, cuya frase culminante es: «El aliento de la destrucción es un aliento creador». Ello, sumado a su fervorosa actividad en los medios intelectuales, hace que la legación rusa en Alemania comience a poner atención en el irreverente joven que podría convertirse en un peligro político para el reinado de Nicolás I.
A comienzos de 1843, Bakunin llega a Zurich tratando de poner distancia de algunos agentes que lo vigilan, pero hasta allá llegan los ojos del zar y, de las informaciones obtenidas, el Consejo de Estado ruso lo declara «culpable de relaciones criminales en el extranjero con una asociación de individuos malintencionados», por lo que deciden quitarle su graduación militar y su título nobiliario, advirtiendo que «será, en caso de que se presentase en Rusia, relegado a Siberia a trabajos forzosos».
En 1844 viaja a París, donde el ambiente es febril y todos esperan un levantamiento popular capaz de conmover los cimientos de la dinastía napoleónica. Allí conoce a Carlos Marx. «Nos vimos bastante a menudo», contaría años después, «ya que yo lo respetaba mucho por su ciencia y por la seriedad y pasión de su entrega, siempre mezclada de vanidad personal, a la causa del proletariado, y yo buscaba con avidez su conversación instructiva y espiritual cuando sus palabras no me inspiraban un odio mezquino, algo que, ¡ay!, ocurrió demasiado a menudo. Pero nunca hubo una franca intimidad entre nosotros dos. Nuestros temperamentos no concordaban. El decía que yo era un idealista sentimental, y tenía razón; yo lo llamaba pérfido vanidoso e hipócrita, y también yo tenía razón».
Pronto las orillas del Sena, la calle Bourgogne y los barrios parisinos se acostumbrarán a su portentoso andar y a su verbo manifiesto. En su casa recibe a su amigo Herzen, y también lo visita con frecuencia Proudhon; escuchan a una pianista que a toda hora interpreta las sonatas de Beethoven, discuten de filosofía... También algunos maridos, candidatos al engaño de sus esposas, ponen especial atención a su presencia. En marzo de 1845 envía una carta a uno de sus hermanos: «Amo, Pavel, amo apasionadamente... Amar es querer la libertad, la independencia total de otro... Querer, al amar, la dependencia de aquella persona a la que se ama, es amar una cosa y no un ser humano, pues el hombre solamente se distingue de la cosa por la libertad».