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Gustavo Espinosa

Fenimore y su Blime

FOTOGRAFÍAS:

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Jorge Ameal

Para Daniel Barboza

I

Construir tiestos o macetas con pedazos de neumáticos es una perversión. Algunos de esos artistas plásticos que erigen esculturas con blísters de barbitúricos, o los que arman instalaciones con fragmentos de licuadoras de los años 70 y sábanas inmundas, descartadas en los quirófanos, deberían usar la densidad de esa cacharrería oscura; no es difícil poner a significar esas gomas, hacerlas decir cosas ominosas sobre nosotros. A esa artesanía negra se dedicaba Fenimore en el invierno de 1991, cuando vino a Treinta y Tres a vivir con nosotros en una casa de la calle Areguatí, que era en realidad una sucesión de cuatro habitaciones heladas y altas, llenas de polvo y hormigas.

No había muchos objetos en aquella casa. Destaco tres: un primus, una pequeña salamandra de fierro que Fenimore me había ayudado a instalar y un casetero marca Crown, conectado a un viejo cubo valvular, viudo de mi primera guitarra eléctrica. Fenimore (esto es: su cabeza barroca que retocaba casi diariamente con un cortapelos a pilas, sus herings de mangas cortadas, el borbollón de bíceps lustrosos) estaba casi siempre sentado entre el casetero y el primus, o entre el casetero y la quematuti, manipulando sus segmentos de goma, agujereándolos con alambre al rojo vivo, oyendo un ruido ínfimo y enfermo que era Pink Floyd en Venecia o era Machine Head jibarizados por el Crown. Mientras trabajaba, charlando con Salvador, mi hijo deslumbrado, lo rodeaba un aura de polución amarga: el olor a querosén del primus, el tufo incisivo de las gomas quemadas y los matices psicodélicos del hedor a pintura que liberaban, de cuando en cuando, unas latas rojas, azules y amarillas, chicas como dedales entre sus manos. Junto a sus borceguíes dormitaba la Juana, una perra que parecía un murciélago gordo al que le hubieran arrancado las alas, o algo así como un desprendimiento de Fenimore, que hubiera quedado orbitando en torno a él.

Un sábado gris, al atardecer, mientras él trabajaba bajo la consternación de una lamparilla de 40 watts en la última habitación (designada como cocina porque allí habíamos colocado el primus), me senté a cebarle mate. Por esa época poníamos pedazos de cucumelo en el termo; de esa forma, veíamos todo un poco más nítido, y los metales y vidrios parecían limpios y nuevos. Estuvimos recordando los tiempos en que nos habíamos conocido en Montevideo, en el apartamento de Brandzen, cuando él era uno de los cuatro negros que estudiaban en el IPA. Por aquella época había empezado a usar el corte de pelo que le había dado el nombrete (aunque la cresta era mucho menos enfática). Pero sólo en Brandzen y en algún otro círculo más o menos letrado lo llamábamos Fenimore. El resto del mundo no tenía más remedio que llamarlo Mario Baracus. Sin mirarme, concentrado en una línea quebrada de pintura roja sobre el neumático, me contó que sus compañeros de no sé qué grupo anarquista clandestino, del que formaba parte por la época en que nos conocimos, le censuraban el corte de pelo, su aspecto en general, por supuestas razones tácticas. Algo tan llamativo, recriminaban, ponía en peligro la seguridad de la organización. Fenimore pensaba que no había más que pacatería estética o mera e insostenible moralina: nada más lejano a un sospechoso de militancia libertaria que un negro aficionado a la halterofilia y con el pelo cortado como un mohicano.

Fue aquella misma tarde, mirándolo armar sus macetas y tomando mate con hongos, que me puse a explicarle la complejidad perversa de su tarea. Fenimore trabajaba en el margen más excéntrico de cualquier cadena de producción; era un bricoleur carroñero, un predador de gomerías; lo suyo era artesanía buitre. Quizás no hubiese nada más emblemático de la basura industrial que las gomas de auto descartadas. Todo podría ser desmaterializado, reducido a irradiación pura, a flujo inasible o circuito virtual. Pero ahí estaría el cúmulo descomunal de neumáticos viejos, monstruo muerto que jamás podríamos biodegradar, la mancha voraz que iría sustituyéndolo todo, la espuma negra que iría cubriendo todos los intersticios del planeta. Y era justamente con ese material irreductible, retrazando los impresos de las cubiertas —especie de signatura abstracta de la serialización fordista— que Fenimore construía simulacros póstumos de alfarería. El desecho industrial reconvertido en cacharro premoderno, con sus guardas seudoaztecas o seudocretenses, mediante la circularidad de la falsificación kitsch.

—¿Todo eso se lleva una doña cuando compra una maceta para las cretonas? —preguntó.

Luego estuvimos un rato callados. Me quedé pensando qué era lo que se llevaba una doña de Treinta y Tres cuando en la feria de los domingos le compraba algo a Fenimore para colocarlo en su jardín: teoría de la recepción de las macetas de goma. Ligeramente envenenado por los hongos, no logre más que una maraña de digresiones que preferí guardarme. Si el único precepto retórico que sigue esta crónica (y cualquier otra cosa que yo pueda escribir) no fuera la exclusión radical del adjetivo bizarro, ya habría caído en él para definir el oficio de mi amigo, y tal vez no sea del todo impreciso (aunque sí demasiado cómodo) para describirlo a él mismo. Su padre, pese a ser negro y estar afiliado al Partido Comunista, había logrado prosperar de albañil a constructor, y de constructor a barraquero, en el pueblo de Santa Clara. La dictadura (o apenas un jefe del séptimo de caballería, con asiento en aquel pueblo) determinó que los milicos del cuartel y sus familias no sólo no debían favorecer con sus compras a aquel enemigo del Nuevo Uruguay, sino que tampoco tenían la obligación de saldar las deudas que hubieran contraído con la barraca Camejo. Para peor, cuando Fenimore era sólo un adolescente llamado Ramoncito Camejo, un cáncer de estómago completó la obra patriótica del proceso cívico militar y terminó de matar a su padre. Entonces, su inverosímil madre blanca tuvo que vender el comercio y algunas propiedades para terminar de criar a sus dos hijos blancos, y al mayor, Ramón, quien, pese a tener que salir a vender pasteles por Santa Clara o emplearse como mandadero en un escritorio de negocios rurales, fue cursando el liceo con muy buenas calificaciones.

Cuando, apadrinado por algún vecino del pueblo y por unos parientes no tan pobres que vivían en Manga, se fue a pasar hambre a Montevideo mientras comenzaba un profesorado de historia (que nunca terminó), ya había empezado a hacer pesas con unos artefactos caseros armados con restos de cemento y varillas de fierro que habían quedado luego de la quiebra de la barraca. El corte de pelo vino después, ya en la capital. Él decía que había sido antes de que la televisión uruguaya empezara a emitir Los Magníficos (The A-Team); a veces bromeaba con que iba a demandar a Míster T, y porfiaba que había tomado la idea de un número de la revista Ajo Blanco, en la que se leían y veían noticias de la estética punk. Algún compañero viajado habría puesto aquella publicación en sus manos negras. Teniendo que sobrellevar un entrevero tan complicado de subalternidades abigarradas en un sujeto que no era otro que él mismo, del que no podía huir ni volviéndose millonario, ni sometiéndose a cirugías astrales, ni mediante psicoterapias heroicas, no es raro que decidiera, como lo hacen tantos, sobrecargarse de sí mismo, teratizarse. Estuviera donde estuviera, aun callado y sonriente como casi siempre, la enormidad de Fenimore se profería excesivamente, asustaba. En la pieza más pequeña de la casa, donde dormía junto con mi hijo, había puesto una reproducción ampliada de la cubierta de una edición de 1896 de The Last of the Mohicans (Adela, mi mujer, la había conseguido en la Alianza Uruguay Estados Unidos) que le habíamos regalado ni más ni menos que el 1.o de Mayo, día de su cumpleaños, tal como lo había programado su padre bolchevique, según afirmaba Fenimore. Una noche (no la noche del sábado en que le estuve perorando sobre la arqueología de la maceta de goma, sino una noche en que habíamos tomado mucho vino y té de hongos), Fenimore o Baracus se paró fijo ante aquel afiche y se puso a repetir:

—Yo soy Ramón Camejo.

Estuvo así durante horas, hasta el amanecer.

II

Aquel invierno en que Fenimore vivió con nosotros, yo me había propuesto terminar de una vez mi primera novela, cuyo título aún me ruboriza un poco.

—¿Y cómo se va a llamar? —preguntaba mi padre o alguna tía vieja o una colega de biología en la sala de profesores.

Prefería contestar que no sabía, que no tenía nombre todavía, que estaba indeciso. Revelar que el título iba a ser China es un frasco de fetos era revelarme en tanto monstruo, salir del closet, mostrarles que yo era una especie de Fenimore secreto. Tal vez el relicto de aquel pudor, malamente contrariado por el gesto de publicar —unos cuantos años después— la novela, haya sido la causa de que siempre haya permanecido como un libro secreto, que ningún distribuidor ni reseñista logró sacar del anonimato, como un conejo rabioso que ni el mago más audaz puede hacer emerger del sombrero. Otro de tantos rasgos culteranos o circenses de China es un fragmento que reproduce la secuencia de métrica, de rima, y algunas armazones de sintaxis de la Soledad primera de Góngora:

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

—media luna los cuernos de su frente

y el sol todos los rayos de su pelo—…

Yo deformé aquel comienzo ilustre:

Era del día la hora melancólica

en que se ahoga en los horizontales

límites del planeta el sol gigante

ahogado con telones colorados.

Y así seguí durante cientos de versos. Si algún bienhechor me hubiese comentado a tiempo que más o menos eso es lo que hacen los letristas de murga, cambiando el contenido de alguna matriz melódica y métrica ya conocida, tal vez yo hubiese desistido de aquella acrobacia. Pero nadie me lo advirtió, y hasta hubo quien festejó mi habilidad, así que continué garrapateando el fragmento gongorino, y todo el resto de la historia, en cuadernos escolares, para que después de innumerables tamizados y tachaduras mi mujer lo pasara sonora y trabajosamente en una Underwood, que es lo único parecido a Roberto Arlt que he tenido en mi vida, y que lamento haber perdido por desidia. Escribía duro de frío, mientras las rápidas hormigas que caían del cielo raso trajinaban sobre los papeles, oyendo la secuencia circular de cumbias del Grand Magnum Park, que aquel invierno había quedado varado en el baldío de la esquina. A veces —si Adela estaba en el trabajo y Salvador en la escuela— también tenía que oír las risitas de Fenimore y los rugidos ferales que Blime hacía para él.

Lo que podría señalarse como relevante para estos recuerdos, si se me perdona el exceso, es que desde hacía ya bastante tiempo yo había decidido que una de las peripecias centrales de mi novela fuese una extraña batalla que se desarrollaría, justamente, en uno de esos parques de diversiones miserables que de vez en cuando caían por Treinta y Tres. Eso es lo que se narra en formato de Soledad primera.

Pasó entonces que cuando yo estaba terminando o corrigiendo esos pasajes, el Grand Magnum Park se instaló en la esquina. Era como todos: gente mal entrazada y despectiva, autos viejos, carromatos que todavía no se llamaban motorhomes, una calesita, una rueda gigante enana, algunas hamacas con forma de botes y varios puestos donde se ofrecían modalidades diversas, aunque no muy creativas, de la timba. Todo era esquelético, despintado, herrumbrado. Las latas, los fierros empapados y los tenderetes vacíos exageraban o exasperaban el invierno, y el repertorio de cumbias (eran veintiséis, siempre en el mismo orden) que chillaban durante más de doce horas al día me hubiesen dado un pretexto para ponerme a llorar y declarar que era imposible escribir una novela, y aún un epigrama, en aquellas condiciones. Pero mi mujer me amenazó con abandonarme para siempre si no me dejaba de mariconerías. Tuve que recurrir a cierto irracionalismo medio adolescente —probablemente de raíz cortazariana— que ya había dejado atrás hacía tiempo. Yo había inventado una batalla o una especie de guerra de civilizaciones que se dirimía en un parque abyecto; y entonces el parque venía a instalarse al lado de mi casa, para obstruir la escritura con su bochinche y con su tristeza. Era una señal o un desafío: la novela debía ser escrita. Recuerdo haber discurseado ante Fenimore (esa vez era él quien me cebaba mate sin alucinógenos mientras yo corregía escritos) sobre las continuidades y retroalimentaciones entre la literatura y la realidad, y sobre el escritor como vate o artefacto anticipatorio.

He contado, y es verdad, que cuando llegó el Grand Magnum Park, su simulacro literario ya existía. Parecía que aquello hubiese llegado no se sabía desde dónde para mimetizar lo que yo había creado: la misma calesita en el barro, el mismo aullido ovárico de la amplificación, las mismas palanganas de plástico rosado y verde como premios en los puestos de tiro al blanco. Lo que no había (ni hubo después) en el parque de China… era el acto de licantropía de la Sublime Maika, la Fiera Humana. Se trataba de una atracción más o menos independiente, adjunta al Grand Magnum. Cuatro o cinco veces al día, los parlantes interrumpían las cumbias y una voz grabada con afectaciones de presentador de box y acento riverense gritaba:

—Vecinos de esta hermosa localidad, señoras y señores, Grand Magnum Park tiene el honor de presentar el espectáculo más increíble y horrendo: La Sublime Maika, la Fiera Humana…

Según continuaba el anuncio, los vecinos y vecinas no podíamos dejar de ver cómo una hermosa mujer se transformaba ante nuestros propios ojos en la criatura más horrenda (no puedo olvidarme, porque lo escuché tantas veces, que al locutor o a quien fuera el autor del texto se le había multiplicado el adjetivo, como suele ocurrir).

La metamorfosis se prometía, y al parecer se verificaba, en determinados horarios, si se juntaba público, en una carpa del tamaño del baño de un circo, ubicada en un extremo algo apartado del predio, junto a la casa rodante que anunciaba en caracteres aparatosos, análogos a la voz del presentador, a La Sublime Maika, la Fiera Humana. Parada junto a la enorme M del nombre, ondulaba estampada en pinturas primarias una especie de pin up girl con cabeza de perro o de hiena, con pinceladas de baba celeste chorreando del hocico.

III

Antes de ver el espectáculo de Maika, acompañado por Fenimore, mi hijo pensaba que ella se transformaba en una gran víscera supurante, algo así como un hígado enorme y viscoso. Esa imaginación, según pudo explicarnos después, se debía a sus prejuicios respecto de la palabra sublime, que —nunca sabremos por qué— era el apelativo o eslogan de La Fiera Humana. Como casi todos nuestros conciudadanos, Salvador sólo había escuchado aquel adjetivo entreverado con otras locuciones bombásticas pertenecientes a la lengua familiarmente extranjera en que está escrita la letra del himno nacional: «De entusiasmo sublime inflamó». Él suponía, además, que eran dos palabras: el sustantivo blime precedido de un posesivo. La vecindad del verbo, que sólo había escuchado en su sentido clínico aplicado a amígdalas o tobillos, lo llevó a pensar que la blime era un órgano interno, algo así como la vesícula o el vaso. El himno versaba sobre ciertos bravos, seguramente Artigas y sus amigos, sujetos exagerados, capaces de afrontar con estoicismo no solo fieras batallas, sino el dolor de sus respectivas blimes tumefactas y heroicas. Eso, confesó después de las carcajadas de su madre y de las mías, le daba un poco de miedo. Así, la licántropa de la esquina tuvo una nueva mutación y para nosotros pasó a ser Blime, la Fiera Humana.

Según Salvador, el show de Blime era buenísimo. Él había estado buscando la trampa por todas partes y no la había encontrado. Parecía que la muchacha se transformaba, ahí, frente a toda la gente. Aquello también daba miedo, como las entrañas inflamadas de un prócer. Fenimore opinó más tarde que el espectáculo era una tristeza ridícula. La que estaba buena era Maika.

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Desde entonces, casi hasta el final de aquel invierno crispado, Fenimore se mudó al Grand Magnum Park. Hacía girar la calesita para una niña solitaria, cavaba zanjas de desagüe, tensaba las riendas que sostenían la rueda gigante o conectaba cables clandestinos. A cambio de todo eso, pasaba las noches con Blime y se le permitía exponer inútilmente sus tiestos silenciosos en alguno de los kioscos. Casi todos los mediodías aparecía por casa con una vianda de plástico naranja, donde trasegaba un poco de nuestros guisos de carne de oveja, siempre algo perfumados de querosén, o alguna rodaja de leonesa primavera u otras calamidades de las que comíamos entonces.

Cuando quiso empezar la verdadera primavera, mi novela ya estaba mecanografiada en ciento cuarenta hojas de Educación Secundaria. Una de esas tardes luminosas, camino al almacén, megalómano y aliviado (no por causa de hongos, sino porque me sentía como si fuera Melville rumbo a una taberna de Nantucket, después de haber lidiado exitosamente con su cetáceo, o novela), vi estacionado sobre la vereda del parque un jeep faraónico, pintado con manchas de vaca blanca y negra, con dos largos cuernos en la proa y sustentado en ruedas como baobabs inflados, que bien le hubieran servido a Fenimore para fabricar las macetas de un templo babilónico de Las Vegas. Esa misma noche, apenas nos acostamos, oímos llegar pesadamente a Fenimore. Media hora después, Salvador apareció en nuestro cuarto preguntándonos por qué lloraba.

El jeep, conducido por un cowboy de botas de taco alto, sombrero blanco y acento brasilero (aquí mi fuente es la muchacha del almacén), había arrancado a la Fiera Humana y su casa rodante del baldío de penuria en que estaban atascados, antes de que los restos del Grand Magnum terminaran de disgregarse.

Mi amigo estuvo como un mes sin salir de su cuarto más que para ir a prepararse un mate a la cocina o pedirme un tabaco. Casi no comía, como si quisiese compensarnos de lo que nos había tragado la Fiera Humana. Se había sacado las muñequeras, los cinturones y cadenas; pasaba echado en la cama revuelta, mirando la pared, dedicado a heder, como si fuera —él también— un neumático muerto.

Un lunes en que yo debía entrar a trabajar temprano, lo encontré en la cocina ofreciéndome un mate humeante, recién bañado y enjaezado con toda su talabartería.

—Me voy a la mierda —dijo —, si sigo tirado ahí me voy a terminar amasijando.

Desde entonces no he dejado de arrepentirme dos o tres veces por año de algunas mezquindades que cometí durante aquella conversación. La primera fue distraerme en el verbo anticuado y argentino que había usado para nombrar la posibilidad del suicidio: me entretenía en banalidades filológicas, en lugar de consolar a mi amigo. La otra mezquindad fue permitir que Fenimore me complicara en cálculos sobre ciertos dineros ínfimos que nos debíamos mutuamente. Además, no le pregunté para dónde iba.

Cuando salí para el liceo, me acompañó sobrecargado de mochilas y morrales durante tres cuadras. En Manuel Meléndez nos abrazamos, y dobló hacia el Sur, supuse que hasta la ruta 8. La perra Juana o Murciélago Triste, que nos había seguido, se fue con él. Volvió a casa dos días más tarde, muerta de sed.

IV

En el mundo desconectado que concluyó no hace tanto tiempo, era fácil y tolerable que un amigo desapareciera por dos o tres años.

Fenimore vino a visitarnos en una Mondial 250, que era —me explicó— la mejor versión barata y coreana de una buena moto custom. Se había afeitado, por fin, la cresta. Su cabeza brillaba como el tanque de la moto. Para mí, trajo un disco nuevo de Buddy Guy y Junior Wells; para Adela, un ejemplar de Absalón, Absalón, y para Salvador una muñequera con tachas. Durante los diez días que estuvo con nosotros, fuimos haciendo en el patio un cerro de vidrio con las botellas caras que iba trayendo del supermercado. Mientras las vaciábamos, hablamos de todo menos de Blime. Recuerdo que se sorprendió por lo rápido que habían levantado una casa grande y complicada en el baldío donde había estado el Grand Magnum Park. También se asombró de que mi famosa novela inédita llamada China es un frasco de fetos, que él me había visto garabatear en decenas de cuadernos y libretas, estuviera metida dentro de un disquete. Noté que ya no estaba tan interesado en la política. Para retribuirme los asombros, prefería contarme cosas extrañas de un gallinero industrial del tamaño de un aeropuerto, en Toledo Chico, donde vivía y trabajaba desde que se había ido. No era que ganara mucho, pero no tenía cuándo ni cómo ni dónde gastar la plata.

Esa fue la última vez que lo vi.

Unos meses más tarde (poco antes de enterarnos de golpe que había dejado el empleo en la avícola, que se había ido a Montevideo y que se había matado en la Mondial mientras repartía muzzarella para una pizzería de Pocitos), se me apareció en sueños. Estaba parado, aún con su cresta erizada, en medio de una llanura tapizada por millones de pollos faenados que brillaban a la luz de la luna llena.