Gotham Book Mart o la atracción del caos
A Jos Framis y Jan Matas
En el verano de 1983, poco antes de emprender mi primer viaje a Nueva York, mi amiga Olivia de Miguel me recomendó con insistencia que acudiera a una pequeña librería literaria situada, inverosímilmente, en pleno centro de Manhattan, a pocos pasos de Times Square.
La librería, que visité apenas pude, resultó ser un auténtico sueño. Sus abarrotados estantes, que a veces guardaban una doble fila de libros, contenían la más apetecible selección de literatura contemporánea que pudiera desearse, ordenada en estricto orden alfabético. En aquella época, el autor de mis desvelos era James Joyce. Al principio, me ofendió en lo más hondo ver que, llegado a la «J», no apareciera por allí ningún libro del irlandés genial, sobre todo porque me había fijado que, en una mesa, casi cubierta por una gruesa capa de papeles, había una excelente reproducción, en tamaño reducido, de la estatua que adorna la tumba de Joyce en Zurich. Creo que me faltó poco para quejarme, pero pronto di con un mueble especial rebosante de libros de y sobre el Maestro.
En fin, por repetir las palabras que Frances Steloff le oyó decir a Cyril Connolly después de su primer contacto con la Gotham Book Mart, «jamás había visto bajo un mismo techo tantos libros que me apetecieran». Y, sin embargo, el verdadero encanto de la librería, lo que hacía que uno se sintiera verdaderamente a gusto en ella, no había que buscarlo sólo en la fastuosidad de su fondo. Su misma atmósfera, el aparente caos de las estanterías llenas a rebosar, el constante ir y venir de los dependientes, las viejas fotografías de escritores que pendían de las paredes, le daban un aire que contrastaba gratamente con el aséptico entorno de las sucursales de Doubleday y Scribner’s que acababa de visitar, y que entonces dominaban la Quinta Avenida.
Por supuesto, durante los dos meses que duró mi estancia en Nueva York volví muchas veces a aquella inagotable librería, y terminé por familiarizarme con cada una de sus secciones. Como soy una persona tímida, y puesto que por aquel entonces mi inglés distaba de ser fluido, la verdad es que no llegué a hablar mucho con los dependientes –que, por otra parte, se guiaban por el sabio, pero lamentablemente no universal principio de dejar en paz a los clientes a menos que éstos pidieran su ayuda–, si bien esto no me impidió reparar en una viejecita entrada en años que, con envidiable vitalidad, circulaba de un lado a otro del local, con aspecto de, a pesar de su avanzada edad, llevar las riendas de todo aquello.
Tres años después, otra escapada veraniega me llevó a la Universidad de Cambridge y a su excelente biblioteca. Buscaba cierto artículo en los tomos encuadernados de la revista estadounidense Journal of Modern Literature cuando di por casualidad con un número monográfico dedicado a la Gotham Book Mart de Nueva York. Por las fotografías que ilustraban la revista supe que la viejecita hiperactiva que había llamado mi atención tres años antes no era otra que la propia Frances Steloff, la fundadora de la librería, cuyas memorias, profusamente ilustradas, formaban el grueso de aquel número monográfico. Se trata, en efecto, del libro que el lector tiene ahora en las manos.
Ida Frances Steloff nació en Saratoga Springs, estado de Nueva York, el 31 de diciembre de 1887, hija de un vendedor ambulante que no hacía mucho había emigrado de Rusia en busca de fortuna. Saratoga Springs es famosa por sus aguas medicinales y sus esplendorosos hoteles, pero lo cierto es que los primeros años de Frances estuvieron marcados por la pobreza y la desdicha. Los negocios de su padre nunca fueron demasiado prósperos, y su propia situación se vio agravada cuando, muerta su esposa, el señor Steloff se casó por segunda vez. Por desgracia, fue ésta una de esas ocasiones en que la conducta de la madrastra se ajustó a los consabidos tópicos. La niña se ve forzada a dejar la escuela para hacerse cargo de sus hermanastros y hermanastras y tiene que soportar frecuentes palizas y regañinas. Un buen día, del modo más inesperado, se le presenta una salida a aquella lamentable situación. Una acaudalada pareja de Boston le ofrece su hogar para que le haga compañía a la esposa. Informada del caso, su madrastra, que debía tener no pocas ganas de desprenderse de Frances, deja en sus manos la decisión. La niña no se lo piensa dos veces y opta por irse con el matrimonio.
Una vez más, la suerte no sonríe a Frances Steloff. Lo que en principio parecía el final de la pesadilla se termina convirtiendo en una prolongación de ésta, con variantes. La nueva familia, en efecto, no carece de nada, pero la mujer es una alcohólica inestable y posesiva, que obliga a su joven protegida a dejar la escuela. Tras una escena más violenta de lo normal, Steloff se da a la fuga. La escapada termina en la ciudad de Nueva York donde, gracias a la suerte y a su propio instinto de supervivencia, la muchachita, que ya tiene quince años, logra salir adelante. Después de diversas peripecias, cuando ya cuenta con un trabajo fijo y se siente segura, Steloff se pone en contacto con su «familia». No volverá nunca a su hogar adoptivo, pero regresa a Boston con la cabeza alta y ve garantizada su independencia gracias a un empleo que consigue en casa de unos amigos.
En 1907, cumplidos casi veinte años, Frances Steloff vuelve a Nueva York y entra a trabajar en unos grandes almacenes como vendedora de... corsés. El ajetreo de la temporada navideña propicia que la trasladen de forma temporal a la sección de libros de regalo para echar una mano a los agobiados dependientes. El contacto con los libros le gusta tanto que intenta que la destinen de forma permanente a dicha sección. No lo consigue, pero el señor Peck, la autoridad competente, decide ponerla en el departamento de revistas. El vínculo de Frances Steloff con la letra impresa no se disolverá jamás. A partir de entonces la joven trabajará en varias librerías, algunas de mucho renombre. Cada vez va sintiéndose más a sus anchas en el mundo de los libros, a la vez que acumula conocimientos prácticos sobre cómo se regenta este tipo de negocio.
Finalmente, en 1920, tras doce años de aprendizaje, decide que ha llegado el momento de instalarse por su cuenta, y en un pequeño local que había sido antes una sastrería funda una pequeña librería llamada Gotham Art and Book Mart, en la que vende no sólo libros, sino también grabados y pequeños objetos de arte. Puesto que el local está en medio del distrito de los teatros, Steloff decide al principio especializarse en libros sobre tema teatral y arte. Su fondo, sin embargo, va ampliándose, y en 1923 se ve obligada a cambiar de local, y se instala en el número 51 de la calle 47 Oeste, esta vez con el nombre definitivo de Gotham Book Mart y vendiendo solamente libros.
Además de su mayor amplitud, el nuevo emplazamiento ofrece una gran ventaja: en la parte trasera tiene un amplio patio que no tardará en ser utilizado para organizar actividades de todo tipo, como fiestas literarias, reuniones y ciclos de conferencias, actividades que dan a la librería una nueva dimensión y la transforman en algo más que un mero comercio. En aquel nuevo local Steloff decide también prestar una especial atención a las pequeñas, y precarias, revistas de literatura, en las que un heterogéneo grupo de escritores se dedica a socavar las convenciones estéticas imperantes. Poco a poco, la librera va ampliando su interés por aquellos nuevos autores. De este modo, la librería encuentra por fin su rumbo definitivo y su verdadero tema de especialización: la literatura de vanguardia que entonces, con no poco esfuerzo, venían gestando escritores como Henry Miller, William Carlos Williams o Gertrude Stein.
Hoy día, todos estos autores están perfectamente asimilados. Sus obras figuran en los planes de estudios académicos, y se encuentran en cualquier librería. Pero no así en los años de 1920, cuando se les conocía con el apelativo de the nuts («los chalados») y eran desdeñados y marginados por críticos y editores. Esto nos permitirá apreciar lo arriesgado del camino emprendido por Frances Steloff cuando decidió dar su apoyo incondicional a unos escritores poco conocidos, apenas leídos y, en muchos casos, plagados de problemas de todo tipo. A raíz de aquella especialización, Gotham Book Mart despega definitivamente y se convierte en el templo sagrado que llegó a ser, un lugar imprescindible para autores, lectores, editores y críticos. En el local no sólo podían encontrarse los libros de Eliot, cummings o Marianne Moore, sino que además, en aquellos días, era muy posible coincidir con los mismos escritores que tenían en Frances Steloff y su librería una amiga y un punto de encuentro. Steloff no sólo acogió con entusiasmo sus obras y las pequeñas revistas donde aparecieron sus primeros escritos, sino que además, como se verá repetidamente en las páginas que siguen, les prestó apoyo económico y moral, llegando a extremos francamente inauditos: Henry Miller se benefició no pocas veces de pequeñas sumas de dinero que la abnegada librera había reunido para él entre sus admiradores; Marianne Moore pasó varias tardes en la librería corrigiendo erratas en 200 ejemplares de su última obra; Anaïs Nin recibió un préstamo de 100 dólares para imprimir ella misma su libro Winter Artifice, etc., etc. Sin embargo, no ha de pensarse que la dueña de Gotham Book Mart diese tan solo su apoyo a los «pesos pesados». La librería se distinguió también por el respaldo que prestó siempre a escritores jóvenes y no consagrados.
En 1946 la Gotham Book Mart se trasladó a su penúltimo local, en el número 41 de la calle 47 Oeste. Aquella nueva ubicación se parecía en todo a la antigua, salvo por el hecho, desafortunado, de carecer de patio trasero. Fue allí precisamente donde se celebró la muy famosa y comentada fiesta en honor de Edith y Osbert Sitwell, que tanto dio que hablar.
En 1967, Steloff vendió su librería a Andreas Brown, coleccionista de postales, amante de los libros y especialista en gestionar la compraventa de archivos literarios. Brown declararía años después que cuando se realizó la operación Steloff le dijo: «No eres el propietario. Eres el guardián, el custodio». Lo cierto es que durante 22 años la fundadora de este tesoro siguió velando por él, pues vivía en el mismo edificio (que siguió siendo de su propiedad hasta que se lo vendió a Brown en 1988) y siguió trabajando en la librería hasta pocas semanas antes de su muerte, el 15 de abril de 1989, a la edad de 101 años.
La biografía de Frances Steloff termina en ese punto, pero no así la de la librería que fundó. Vale la pena esbozar aquí los diecisiete años finales de ese espacio extraordinario que fue Gotham Book Mart, cuya innegable tangibilidad no era incompatible, al menos para el que esto escribe, con una dimensión inefable, entre lo onírico y lo ultraterreno, que sólo poseen los lugares genuinamente únicos. Es de esperar que, al menos durante un tiempo, esta dimensión garantice que la librería siga existiendo en los sueños y anhelos de quienes la frecuentamos y disfrutamos.
Cuando en 1988 Andreas Brown compró a Steloff el edificio en el que se encontraba la GBM, lo hizo gracias a un sustancioso préstamo de Joanne Carson, una de las ex esposas del cantante Johnny Carson y gran amiga de Truman Capote. En 1991, Carson volvió a prestar dinero a Brown, esta vez para afrontar el pago final del inmueble y afrontar ciertas deudas que tenía el negocio. El préstamo nunca se formalizó por escrito, y en 1995 Carson reclamó judicialmente al librero su devolución con intereses. Brown alegó que siempre había entendido que más que un préstamo aquello había sido una inversión, y que si la demandante se salía con la suya sería el fin de la GBM. Por fortuna, en mayo de 1997 ambas partes llegaron a un acuerdo extrajudicial por el que Brown se comprometía a pagarle a Carson una abultada suma.
Aunque por un pelo la GBM se salvó, pero el caso, que fue objeto de al menos dos artículos en The New York Times (NYT), dejó entrever que, como sucede con tantos letraheridos, las dotes de Brown para gestionar asuntos financieros eran limitadas. Sin embargo, el hecho de ser propietario de un edificio situado en una de las zonas más cotizadas de Manhattan parecía garantizar la continuidad de la librería. Y, en efecto, en julio de 2001 se anunció que el edificio estaba a la venta. Brown declaró entonces al periodista del NYT que cubrió esta información: «La mayoría de la gente va a una librería en busca de un libro concreto. Muchos de nuestros clientes entran sin tener en mente ningún título en especial. Quieren echar un vistazo, y terminan por llevarse ocho o nueve libros. Es serendipia».
En agosto de 2004 el NYT anunció que la venta se había consumado, y que la librería se mudaba el número 16 Este de la misma calle, es decir, al otro lado de la Quinta Avenida, a un edificio de cinco plantas que hasta hacía poco había alojado una librería especializada en incunables y manuscritos. Brown declaró entonces, retomando el tema de la serendipia, que la GBM era todavía más desordenada en tiempos de Steloff, y que él había intentado introducir cierta organización en el fondo, amén de haber puesto un aparato de aire acondicionado. Sin embargo, añadió, «cuanto más ordenaba las cosas, más se quejaban los clientes» quienes, parafraseaba el periodista, «atraídos por el caos» confiaban en «tropezarse con algún hallazgo fortuito». Por atractivo que esto fuese para Brown como comprador de libros, como librero no le llamaba nada, y declaró al reportero que sí, que los hombres sabios pescarían sin duda en la nueva sede, pero que, en comparación con el desorden de la antigua ubicación, aquello sería «más bien como un lago».
Puesto que por aquel entonces yo viajaba a Nueva York por lo menos una vez al año, tuve ocasión de visitar varias veces aquel nuevo local, y aunque debo reconocer que, en efecto, eché mucho de menos la atmósfera incomparable de la antigua Gotham, la nueva encarnación de la librería siguió pareciéndome un espacio mágico e irrenunciable. Durante una de aquellas visitas, oí contar a uno de los principales empleados de la librería que, al parecer, Brown se hizo un lío con la fecha límite que le habían dado para llevar a la nueva ubicación los copiosos fondos de la librería antes de que empezara la demolición del edificio donde había estado hasta entonces. Cuando cayó en la cuenta de que las máquinas iban a empezar su trabajo a primeras horas del día siguiente, quedaban todavía pilas y pilas de libros, revistas y otros valiosos materiales por trasladar, por lo que, a altas horas de la madrugada, el ya entrado en años Brown y el empleado que contaba la historia se vieron obligados a llevar todo lo que pudieron al local de la calle 46 Este. Hicieron muchos viajes, pero, si no entendí mal, aun así, bajo los escombros del viejo edificio quedaron todavía varias pilas de letra impresa.
Con todo, sólo pude disfrutar de un modo limitado aquella nueva GBM de elegantes estanterías de madera marrón de las que habían desaparecido las dobles filas de libros. Cuando volví a Nueva York en enero de 2007 me sorprendió encontrarme la librería cerrada. En ese momento daba la impresión de que el cierre podía ser transitorio, pero durante una nueva visita a Nueva York en julio de ese mismo año pude constatar que la GBM había, en efecto, desaparecido. Indagando en Internet encontré un artículo de Anemona Hartocollis para el NYT en el que se decía que la librería estaba cerrada desde septiembre del año anterior. El artículo explicaba también que la salvación de la librería en 2004 se había debido a la intervención providencial de Leonard Lauder, el magnate de los cosméticos, y del empresario inmobiliario Edmondo Schwartz, que habían evitado el cierre de la GBM adquiriendo un edificio para reubicarla que luego habían alquilado a Brown.
En 2006, sin embargo, el librero se retrasó en el pago del alquiler (que ascendía a la friolera de 51.000 dólares mensuales), además de acumular una deuda que, entre unas cosas y otras, ascendía a medio millón de dólares. Sus benefactores (y caseros) decidieron entonces solicitar el desahucio de la tienda y su dueño. Según Hartocollis, la crisis pudo deberse a que Brown «perdió impulso» a causa de la difícil transición una vez se mudó al nuevo edificio. Otra explicación, dada por amigos del librero y también citada por la periodista, es que Brown «no destinó el dinero a pagar el alquiler sino a su principal pasión, comprar más libros, así como a pagar a sus empleados». En cualquier caso, lo que está claro es que, dos años después del rescate y mudanza de la librería, los benefactores de Brown, por mucho que lo apreciaran como persona, librero y coleccionista de postales, tenían serias dudas de sus capacidades como gestor. Antes que dar a conocer la orden de desahucio poniéndola en un lugar visible, como es de rigor en estos casos, el librero colocó en el escaparate un cartel en el que se leía: «Los sabios se han ido a pescar», en alusión al famoso letrero «Aquí pescan los sabios». Por desgracia, los sabios jamás regresaron.
El 22 de mayo de 2007 decenas de libreros, coleccionistas y antiguos empleados de la librería se congregaron en el local para pujar por lo que el periodista que cubrió la información llamó «un trozo de historia literaria». El conjunto de los 100 lotes estaba valorado en tres millones de dólares. Muy afectado, Brown, que entonces tenía 74 años, vació su oficina y se marchó antes de que empezara la subasta. En los momentos previos a su inicio, varios de los lotes más apetitosos se retiraron de la venta porque su propiedad estaba en disputa. Entre esos lotes estaba parte del archivo del mítico autor e ilustrador Edward Gorey, que había sido buen amigo de Brown y durante años, y hasta su muerte en 2000, había residido en el viejo edificio. No sería esta la última frustración de los potenciales compradores. Cuando por último empezó la subasta, el abogado de los propietarios del edificio ofreció 40.0000 dólares por los cien lotes, con lo que las pujas individuales sólo tendrían efecto si en su conjunto superaban esa suma. No fue así, de modo que Lauder y Schwartz se quedaron con los fondos de la GBM. El día de la subasta, Brown dijo que aún le cabía la esperanza de que «de algún modo, habría otra encarnación de la Gotham». En cierto modo ha sido así y aunque los fondos ya no admiten novedades, los sabios pueden todavía pescar en ellos, si bien, ¡ay!, ya no pueden llevarse las piezas, 57.392 de las cuales constan en el catálogo en línea de la Biblioteca de la Universidad de Pensilvania, a la que los fondos de la GBM, o al menos una parte muy sustancial de ellos, fueron donados a finales de 2008. La donación fue anónima, pero no está de más hacer constar que Leonard Lauder se licenció por esa universidad en 1954.
Recuerdo haber leído hace tiempo, en una reseña dedicada a la biografía de Sylvia Beach, la otra gran librera de las vanguardias, un comentario despectivo sobre lo absurdo de escribir un libro sobre una persona cuyo único mérito, al fin y al cabo, consistía en haber estado a la sombra de los grandes. Supongo que dicho crítico –que evidentemente no era asiduo de las librerías, o al menos no de las librerías adecuadas– diría lo mismo de Frances Steloff, o de cualquier otro librero que asomara la cabeza y escribiera sus memorias, o se hiciera merecedor de una biografía. Por desgracia, la fundamental aportación de los libreros a la difusión y disfrute de la literatura es una realidad reconocida por muy pocos, que tiende a ser soslayada, o a pasar completamente desapercibida.
Hace casi veinte años, en la primera versión de este texto introductorio, escribía:
En una época en la que las verdaderas librerías están desapareciendo a una velocidad alarmante, el ejemplo de personas como la autora de este libro debe mantenerse a la vista de todos. En especial porque, sin duda, por cada Sylvia Beach o cada Frances Steloff, hay decenas de abnegados profesionales cuya fama no sobrepasa su círculo de clientes. A esos libreros, que contribuyen a que nuestra vida sea un poco más llevadera, quisiera dedicar esta traducción. Frente a las grandes superficies, expendedoras de novedades en régimen de supermercado, los amantes de la literatura debemos aferrarnos a la verdadera librería, como foco de cultura, punto de encuentro entre creadores y lectores y, en suma, institución viva cuyas funciones van más allá de la mera venta de libros.
A la lista de adversarios de las «verdaderas librerías» hay que añadir hoy gigantes virtuales como Amazon, que encarnan la pesadilla de una librería universal, inabarcable, sí, pero a la postre única y totalmente ajena a los deleites del caos y de la serendipia. Miles de enanos compiten con esos gigantes y, a día de hoy, la lucha continúa. La GBM podría ser uno de esos enanos, y consta que su página web estaba en preparación cuando se produjo el fatal desahucio. Quizá si Andreas Brown hubiera despertado antes a esa realidad, uno podría seguir pescando en la GBM y llevarse los libros consigo.
* * *
Lo que el lector leerá a continuación son las memorias de Frances Steloff, tal como aparecieron publicadas en abril de 1975 en el cuarto volumen del Journal of Modern Literature, revista que entonces publicaba la Temple University de Filadelfia. Como se verá, el texto consiste en una serie de capítulos independientes escritos por Frances Steloff a lo largo de los años, que los editores de la versión original ordenaron de modo más o menos cronológico. Estos corresponderían a los materiales a los que Steloff se refiere en la sección sobre Thornton Wilder, en la que explica cómo éste «la animó a escribir sobre la Gotham Book Mart, y cómo comenzó todo». Es también posible que parte de los textos que componen el libro deriven de las transcripciones de entrevistas que R. Rogers le hizo a Steloff en los años sesenta para su libro sobre la GBM.
Esta traducción se publicó por primera vez en 1996, en una edición de factura exquisita que, sin embargo, por motivos que no viene al caso enumerar, no era plenamente satisfactoria en lo que al texto se refiere. Para esta nueva edición he revisado por completo mi versión y he añadido algunas notas aclaratorias. Esta anotación la he limitado al mínimo imprescindible, pues Steloff menciona tantos nombres, y me refiero aquí a los más desconocidos, que anotarlos todos hubiera requerido demasiado espacio. En algunos casos, el propósito de las notas es ubicar en el tiempo la anécdota que Frances Steloff está refiriendo.
Fuentes
La mayor parte de los datos sobre la vida de Frances Steloff proceden del libro de R. Rogers, Wise Men Fish Here: The Story of Frances Steloff and Gotham Book Mart (Nueva York: Harcourt, Brace and World, 1965). En cuanto a los avatares más recientes de la GBM, la información está tomada de los siguientes artículos periodísticos:
—Chan, Sewell, «Gotham Book Mart Holdings Are Given to Penn», The New York Times, 2 de enero de 2009.
—Gussow, Mel, «Literary Fishing Hole Gets a For-Sale Sign», The New York Times, 24 de julio de 2001.
—«Where Wise Men Fish? It’s Moved Down a Block», The New York Times, 4 de agosto de 2004.
—Hartocollis, Anemona, «Again, Gotham Book Mart Finds Itself in Need of Rescue», The New York Times, 19 de septiembre de 2006.
—Scott, Janny, «An Auctioneer’s Song for a Literary Haven?», The New York Times, 7 de mayo de 1997.
—«A Day Into Trail, a Settlement to Save Gotham Book Mart», The New York Times, 13 de mayo de 1997.
josé manuel de prada-samper
Esta es una versión ampliada y actualizada de la introducción que escribí para la primera edición de este libro. Las fuentes en las que me he basado para esbozar la historia de Frances Steloff y la GBM son las que se indican.