El_habito_del_Miedo_(Front)(300px).jpg
Índice
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60

El hábito del miedo

Novela

Irene Klein

Petricor_Abril2020-_Color_Sin_Fondo_

Dirección editorial: Marcelo Caballero

Diseño de tapa: Área editorial

Armado edición electrónica: Área editorial

Ilustración de tapa: Irene Klein

Ilustraciónes de interior: Irene Klein

© Irene Klein, 2020

© de esta edición Pampia Grupo Editor, 2020

Klein, Irene 

   El hábito del miedo / Irene Klein ; coordinación general de José Marcelo Caballero ; ilustrado por Irene Klein. - 1a ed ilustrada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Petricor, 2020. 

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-47563-4-3

   1. Novelas de Denuncia. 2. Narrativa Argentina. I. Caballero, José Marcelo, coord. II. Klein, Irene, ilus. III. Título. 

   CDD A863 


Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

Libro de edición argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

A Dagma y a Matías

Él hablaba de cosas grandiosas pero ella prestaba atención a las cosas insignificantes como ella misma.

Clarice Lispector

1

Al fin dice Mirta como si me hubieran invitado a almorzar y la comida se enfriara.

Me cuesta reconocerla. El pelo, que era negro, ahora está mechado de gris y ya no le llega hasta la cintura sino apenas por debajo de las orejas. El cuerpo sigue imponente y todavía usa remera con escote. “No aguanto el calor”, protestaba cuando mamá le decía que se le veían las tetas.

Me besa sin efusividad ni amaga a ayudarme con la valija. Mira con recelo la cámara de fotos que llevo colgada del hombro. No sostiene la puerta y apenas paso la suelta y tengo que poner el pie para que no se me venga encima. Esperaba otro tipo de recibimiento.

Descubro en el nuevo departamento de mi madre algunos muebles que estaban en la casa de Olivos. Los sillones de pana en los que se pegaban los pelos de gato. La lámpara de pie, de hierro enroscado donde mamá sigue colgando pájaros de madera. El secretaire con los cajoncitos llenos de cosas que nunca ordena. Hay carpetitas sobre los muebles y olor a carne asada a pesar de que son más de las tres de la tarde, los bronces en la repisa brillan, hay flores frescas en los jarrones, una pila de ropa planchada sobre la silla. El departamento es más lindo de lo que yo lo imaginaba y es evidente que Mirta se ocupa de todo.

—¿Cómo está Elena? ¿Cómo está mamá? —pregunto, pero Mirta desaparece por el pasillo. La sigo. En una de las paredes están las fotos que saqué en La Habana. La mulata en solero amarillo. La vieja que ríe con dientes muy blancos. Así, detrás de un vidrio y con un marco de madera se ven más importantes que cuando se las envié a mamá. Ella nunca me dijo que le hubieran gustado. Ni siquiera supe si las había recibido.

—Lindo departamento —digo.

—Usted está mucho más flaca. Le queda bien —dice Mirta desde alguna parte.

—No debe haberle resultado fácil a mamá adaptarse a un departamento, ¿no? Es tanto más chico que la casa de Olivos.

—¿Se va a quedar?

—Por supuesto.

—Como usted no me dijo… Pero igual le preparé el cuarto —dice señalando la habitación a través de la puerta apenas entreabierta.

La cama está hecha, sobre la frazada hay dos toallas. Dejo la cámara en el piso, con el pie empujo la valija. El empujón abre la puerta de par en par y veo los dibujos. Están pegados de manera desprolija, con chinches en todas las paredes. La mayoría son figuras humanas. Mujeres, hombres, niños en carbonilla, en sanguínea, en lápiz, en tinta china. Entro con paso suave como si temiera despertarlos.

—¿Los dibujó Elena?

—Su mamá —enfatiza—. Imaginé que querría tenerlos.

—Gracias, Mirta.

—La habitación de la señora Elena, su mamá, está del otro lado. Es la más luminosa. Ella necesita luz, mucha luz —dice y sale del cuarto. Voy detrás de ella.

—Para dibujar.

—Por el miedo a la oscuridad. Tiene miedo a los objetos, usted sabe.

—No, yo no sé nada, Mirta.

Tiene la mano apoyada en el picaporte. La agarro del brazo.

—Mirta, ¿por qué nunca me dijeron?

—La señora Elena no quería. No le diga a mi hija, decía. Y usted… —se interrumpe.

La miro. Ella desvía la mirada y abre la puerta.

—Tiene visita, señora Elena.

Mamá dibuja junto a la ventana. No alza la cabeza cuando entro. La mecedora de mimbre en la que está sentada es la que papá le regaló alguna vez para su cumpleaños, una de las pocas veces que él la sorprendió con algo que ella deseaba. El sol es de verdad una habitación muy luminosa hace brillar el pelo de mamá, que sigue tan rubio como antes ¿Puede ser que no tenga canas? A mí me aparecieron hace dos años y me las tiño todos los meses. Una camisola bordeaux, calzas negras, ojotas. Camino hacia ella, me hace una seña para que me detenga. Espero. Sigue dibujando un rato, concentrada en una carpeta que tiene apoyada en las piernas.

—Mamá—digo.

Aleja la mirada del dibujo, lo observa con cara de enojo. Protesta.

—Un espanto. Parece un sapo. Como ese que de noche se para en la ventana y no me deja dormir.

—¿En el departamento hay sapos?

Mamá se recuesta en el respaldo y me mira.

—Sapos. Y sacos. De lana, de seda, de hilo blanco. —Tiene arrugas nuevas alrededor de los ojos y un tono enérgico que le desconozco.

—Hola, mamá. Tanto tiempo.

—Hola —dice sin mirarme.

El tren pasa tan cerca que parece que va a atravesar la habitación. Mirta sale, se queda un rato afuera, en el pasillo, luego se aleja arrastrando los pies.

2

Me pregunto si podré dormir en ese cuarto debajo, de los dibujos que están en las paredes. De las miradas de esos ojos. Las manos y los ojos exageradamente grandes, los pies ínfimos. Los cuellos largos alejan las cabezas; los brazos, las manos; los torsos, los pies. Me impacta la obsesión por los detalles. Los pliegues de una tela. Los tendones de los pies. La cavernosa interioridad de una oreja. Como si mamá retratara lo que al ojo normal le pasa desapercibido. Todos tienen la firma de mamá. Elena, con una E larga como un cuello de Modigliani.

Al fondo de la habitación, casi ocultos detrás de la cortina, descubro otros. No son figurativos. Formas que parecen encendidas de luz. Una lluvia de puntos negros delante de estallidos de color.

Abro la valija. Todo lo que tengo está ahí adentro. La ropa, las fotografías. Desde hace mucho vivo con lo mínimo como si estuviera en una huida constante. Saco la carpeta, desparramo las fotos en el piso. Creí haberlas elegido al azar cuando las puse en la valija antes de venir a Buenos Aires, pero me doy cuenta de que son las que saqué antes de irme y que me llevé cuando me fui. Las más recientes, las de La Habana, las dejé en Cuba. Ahora que vuelvo a mirarlas, descubro que todas, o la gran mayoría se vinculan, y lo que se repite, me estremece. No es que en todas aparezcan objetos ni tampoco que sean en blanco y negro o en sepia (al igual que mamá, tampoco yo uso colores), sino otra cosa. Lo que está en todas es lo que me pertenece y que ahora recupero: la vida con mamá.

Sé ahora por qué traje esas y no otras, las de bellas mujeres de la Habana, de atardeceres en el malecón. Tagesreste llamaba Freud a los restos del día que se cuelan en los sueños. Estas fotos son algo así. Trozos congelados, pisadas en la nieve.

—La señora Elena y yo nos vamos a la plaza —dice Mirta. Mamá, con un sombrero negro de rafia, el brazo enganchado en el de Mirta, me mira y sonríe. Pero no es a mí quien sonríe. Simplemente sonríe.

—¿Las acompaño? —pregunto.

—Mañana, ahora descanse —dice Mirta. Exactamente es lo que me diría mamá. Descansá, hija. Hay tiempo.

Salen despacio, una erguida, la otra arrastrando un poco los pies. Escucho en el pasillo el tintineo de las monedas chinas. Mamá todavía usa el llavero que papá le regaló hace más de veinte años.

En la valija, plegado entre la ropa, está el mantel que compré en La Habana para mamá. Me había parecido hermoso con los encajes bordados. ¿En qué pensaba cuando lo elegí? ¿Que ella seguiría poniendo carpetitas por todo este departamento como hacía antes en la casa de Olivos?¿Que me prepararía la mesa con las tazas de porcelana de ribete dorado? Abro el placard para acomodar la ropa. Huele a lavanda como olía el armario en la casa de Olivos. Es el olor de mi infancia. Mamá cortaba las flores, las secaba al sol, las ponía en bolsitas que después acomodaba en los estantes. Hay solo tres estantes ocupados. En el estante superior está todo lo que le fui mandando a mamá en estos años. Papeles, postales, fotos, cartas. Pañuelos, carpetas, toallas. El estante del medio está semivacío. Hay un desodorante, una hebilla rota, un pañuelo de papel usado, una gomita de pelo. Primero no entiendo. Después me acuerdo. Son las cosas que tiré en el cesto de basura del baño cuando me fui de casa hace cuatro años. Mamá debe haberlas sacado. En el estante inferior, debajo de una caja de gasas y una taza con pico, hay un sobre marrón con mi nombre escrito a mano: Nadia Miceli. No conozco la letra. Lo abro. Hay varias hojas manuscritas, diferentes letras de trazo rápido que apenas respetan las líneas, las cruzan, saltan los renglones que son muy estrechos.

La paciente de 21 años ingresa al nosocomio sedada, respirada e intubada. Moviliza los miembros al estímulo doloroso y presenta reflejos correspondientes. Pupilas mióticas por medicación. TAC cerebral. Edema cerebral generalizado Imagen dudosa podría corresponder a inflamación meningea. Hemorragia traumática. Fracturas en occipital derecho e izquierdo. Otorraquia izquierda. Contusión hemorrágica cerebelo derecho. No neuroquirúrgico por el momento. Se repetirá TAC cerebral para evaluar evolución. Deberá recibir tratamiento cerebral en U.T.I. Se encuentra con tabla y cuello ortopédico. Terapia Intensiva: No se puede evaluar clínicamente por estado de inconsciencia. Collar de Filadelfia. Sigue sangrado por oído izquierdo. Terapia intermedia: Se sugiere aspiración bajo otorrinoscopio para mejor evaluación según estado general de la paciente y TC de ambos peñascos. No se evidencia parálisis facial agregado. Fractura longitudinal de peñasco con nivel hidro aéreo en todas las cavidades. Ocupación seno esfenoidal lado izquierdo. Hematoma y laceración múltiple en piel. Aspiración hemotímpano. La paciente evoluciona lúcida con dolor y rigidez cervical. Paciente muy agresivo, se rehúsa a ser atendida, agresivo constantemente. Ecografía abdominal por sangrado. Estudio realizado con equipo portátil. Hígado, bazo, páncreas, riñones, vesícula biliar de formas y tamaños conservados.

Pongo los papeles en el sobre y lo dejo otra vez en el estante.

—Mirta —grito, pero en el departamento no hay nadie.

Me siento en la cama y me toco la cabeza con la yema del dedo. Occipitales, cerebelos, peñascos. Qué mundo se esconde en una cabeza. Mamá las dibuja imponentes a lo alto de los cuellos. Y firma Elena.

3

Elena leía en el jardín de la casa de Olivos, acostada sobre la hamaca paraguaya. Había llovido el día anterior. La noche era cálida y húmeda. El teléfono sonó a la una de la madrugada. Elena tardó en atender. Había dejado el teléfono en la cocina y el sonido le llegó de lejos. Una voz joven preguntó si hablaba con la familia de Nadie.

—¿De Nadie? —preguntó Elena y la llamada se cortó.

—¿Cómo que cortó? —dijo Marcos.

—No sé si cortó. Tal vez se cortó.

—¿Pero dijeron nadie o Nadia?

—No sé, en realidad.

—¿Cómo que no sabés, en realidad?

Marcos levantó las manos. Elena seguía con el celular en la mano. Marcó el número de su hija. Después de un tiempo de espera, apareció la grabación: “Soy Nadia, dejá tu mensaje después de la señal”.

El teléfono volvió a sonar unos minutos después. Elena atendió. Una voz, la misma, le dijo que era un amigo de Johnny. Nadia había sufrido un accidente en moto. La habían llevado al Castex. Elena pensó que siempre había temido esa llamada, que toda la vida se teme a esa llamada.

—¿Pero Nadia, cómo está? —gritó.

La voz se perdió bajo un zumbido, tal vez ruido de tránsito. Marcos le arrancó el teléfono de la mano:

—¿Qué pasó? ¡Hablá! ¡Que hables te digo!

—Marcos, no le grites, por favor.

Marcos tiró el celular sobre la mesa.

—Hijo de puta.

—¿¡Cortó, Marcos, cortó otra vez!?

—Ese idiota de Johnny y su moto de mierda.

—¿Pero qué dijo de Nadia?

—Sabía que esto iba a pasar.

—¿Dijo cómo está? ¿De Nadia, qué dijo, Marcos?

—Tenemos que ir al Castex. Buscá el número de teléfono.

—Le compramos un casco hace una semana. ¿Lo habrá llevado?

—El número, Elena, el número.

Elena se quedó parada en el medio de la cocina, junto a la mesa. Le temblaban las piernas. Escuchó como Marcos hablaba por teléfono.

—Vamos —dijo y Elena subió las escaleras como si tuviera una pollera larga que se le enredaba en los pies. Entró en el cuarto de Nadia.

—Elena, ¿qué estás haciendo? —le gritó Marcos desde la puerta.

—Esta acá, Marcos. El casco —dijo ella.

Nadia lo había dejado bajo un saco. Uno de los brazos de lana lo rodeaba y parecía protegerlo.

4

Para llegar al Hospital Eva Perón, ex Castex, en San Martín, había que atravesar calles solitarias, de monoblocks y casas bajas muy enrejadas. Pegado a la ruta ocho, bordeado de un descampado, bajo el letrero Interzonal Agudos, el hospital parecía habitar su propio espacio y tiempo. El remise dejó a Marcos y a Elena a la entrada, junto a un Falcon muy viejo de donde bajaron, casi al mismo tiempo que ellos, un grupo de muchachos en musculosa y gorro con la visera en la nuca. Amigos de Johnny, pensó Elena. Le pareció que los miraban con recelo.

Cuando Marcos preguntó en recepción por Nadia Miceli, le dijeron que la chica NN accidentada estaba en la guardia. Cuando Marcos y Elena avanzaron por el pasillo, escucharon gritos.

—Es Nadia —dijo Elena.

La cabeza, un estropajo de sangre y barro. ¿Quién le dijo eso a Elena? ¿Quién vio la sangre que le brotaba del oído izquierdo y de la boca? ¿Quién estuvo al lado de Nadia cuando le cortaron la campera de jean y le abrieron con una pinza los anillos? ¿Quién le dijo que la mano era un moretón negro y deforme? ¿Quién le contó que no dejó de agitar brazos y piernas en todo ese tiempo? ¿Fue Marcos o el médico que salió al rato y le pasó el brazo por los hombros y la llevó hacia uno de los bancos? ¿O se lo imaginó ella mientras esperaba en el pasillo y escuchaba los gritos de Nadia?

De pronto, los gritos cesaron. Y se hizo silencio. Un silencio que fue como una cueva oscura y profunda. Elena no supo cuánto tiempo duró ese silencio. Primero salió el médico. En un tono que quería ser amable, le dijo:

—Tranquila, señora. Su hija está en coma. Puede darle un beso antes de que la lleven a Terapia Intensiva. El novio tiene un esguince en el tobillo, una fisura en el codo. Está consciente pero se va a quedar en observación.

Salieron los camilleros con Nadia. Tenía los ojos cerrados, una máscara de oxígeno en la boca, un lío de tubos y mangueras en los brazos, un cuello ortopédico. El brazo izquierdo estaba vendado desde la mano hasta el hombro. La gasa bajo la oreja estaba roja. Elena se inclinó sobre la camilla, rozó la frente de Nadia con los labios. Los camilleros esperaron. Un hombre de seguridad dormitaba sobre una reposera de playa frente a la puerta de Terapia Intensiva. A un lado, en el piso, había un termo, un mate y una radio sintonizada en un noticiero. Elena se sentó en el banco. ¿Por qué no estaba Marcos? ¿O él estaba ahí? Estaba. Pero hablaba con los médicos como un médico más, aunque en ese momento no tuviera el ambo ni el estetoscopio colgado del cuello. No la abrazó, no la sostuvo. Le dijo que esperara afuera y desapareció junto a sus colegas en la sala de terapia. Del otro lado del pasillo, una mujer se abanicaba con una radiografía y resoplaba aunque no hacía calor. Podría ser la madre de Johnny. Johnny estaba fuera de peligro. El médico se lo había dicho.

Pensó en la fractura de su hija en la cabeza. De peñasco, había dicho el médico. Una línea delgada, longitudinal. ¿Qué riesgos tenía una fractura en el cráneo? Elena no quería saber. Le parecía estar cruzando una autopista a pie con su hija en brazos.

—¿Usted es la madre de la chica accidentada?

Una enfermera le alcanzó un tubito con sangre. Le pidió que lo llevara abajo, al laboratorio.

Elena bajó la escalera como si sostuviera una vela. La mujer a la que le dio la muestra estaba al tanto del accidente.

—No pierda la esperanza —le dijo.

Elena quiso preguntarle por qué tendría que perderla pero la mujer no la dejó hablar. Manipulaba la sangre y, al mismo tiempo, sin mirarla, contaba del hermano. Había sufrido un accidente de moto dos años atrás que lo dejó dos meses en coma. Ahora había terminado el secundario y tenía novia. Elena salió del laboratorio sin decir nada. Subió las escaleras, se sentó otra vez frente a la puerta de Terapia que seguía cerrada. El hombre de seguridad sacaba agua caliente del dispenser.

—¿Quiere un vaso de agua o un mate? —le preguntó.

—Agua. Gracias.

—Autorizaron la orden. La trasladamos al Policlínico —dijo Marcos de pronto al lado de ella. Había salido de Terapia y venía a avisarle. Sacó un paquete de chicles del bolsillo, se puso tres en la boca. Sin decir palabra, volvió a irse.

El hombre de seguridad sintonizó en la radio un programa de música clásica.

—¿Le gusta? —le preguntó.

—Sí —dijo Elena.

—A mí también —dijo él.

Una hora después, la puerta de Terapia se volvió a abrir. Llevaban a Nadia otra vez en camilla. Una médica muy joven iba junto a los camilleros. Daba órdenes, suaves, con la mano.

Que tuvieran cuidado, era estrecho, les dijo cuando la subieron al ascensor. Cerraron la puerta y Elena bajó las escaleras, corriendo. Fue hacia la entrada del hospital, donde esperaba la ambulancia, frente a la guardia. Habían bajado la camilla de Nadia al suelo. La médica estaba agachada. Elena quiso acercarse pero no la dejaron. La médica controló la máscara de oxígeno, el suero. Elena vio como luego se inclinó y le dio a Nadia un beso en la frente. Los camilleros volvieron a levantar la camilla y la empujaron dentro de la ambulancia. Solo una persona podía acompañar a Nadia. No les preguntaron quién de los dos iría, si Elena o Marcos. Fue Marcos el que subió. Alzó la mano y Elena pensó que la saludaba pero le estaba indicando a la médica que podían partir. La médica dio la orden y los camilleros cerraron la puerta con un golpe seco.

Cuando la ambulancia partió, la médica se acercó a Elena:

—Tranquila. Todo va a salir bien.

Unos segundos después, Elena estaba sola frente a la puerta de la guardia. No había ambulancias, ni médicos. Caminó hasta la ruta, hacia una parada de taxis. Los coches eran ráfagas de luz. Le parecía caminar al borde de la luna.

5

En el Policlínico todos parecían estar al tanto de que habían internado a Nadia, la hija del Dr. Miceli y Elena no necesitó preguntar. Una médica la llevó a terapia.

—Por acá, señora Miceli.

Elena tuvo la sensación de ingresar en un espacio sagrado. El silencio. El olor a desinfectante. Los zuecos de goma de las enfermeras. Los gestos sin palabras. Le señalaron la pileta y Elena se lavó las manos con el Pervinox que estaba en una botella de plástico y se las secó con toallitas de papel. Caminó entre biombos, tanques de oxígeno, cuerpos y sábanas. La cama de Nadia estaba al final, en una esquina. Seguía dormida, entre tubos y mangueras. Pensó en el surco que ahora bajaba sobre el cráneo de ella y que parecería un pequeño cierre relámpago. Se acordó cuando a los quince Nadia había aparecido un día con la cabeza rapada y un piercing en la ceja. Marcos clavó la mirada en la franja de pelo que recorría la cabeza:

—Parecés una psiquiátrica.

Había que hablar con los pacientes en coma. Ellos escuchaban, entendían. Lo había visto en las películas. Elena besó la frente de Nadia. Pero no pudo decirle nada.

Unos días después, cuando ella estaba ahí, el cuerpo de su hija se torció en un espasmo. Hubo un revuelo de enfermeras y la empujaron hacia la puerta. Elena alcanzó a ver cómo sostenían a Nadia para impedir que se ahogara. Gritaba. Así como los bebés cuando nacen.

Cuando la pasaron a terapia intermedia Nadia, ya estaba sin respirador. Elena quiso abrazarla pero Nadia la miró como si despertara de una siesta:

—Me duele la cabeza.

Elena miró al médico que estaba junto a la cama.

—Su hija sufre amnesia. El olvido es la manera que tiene el cerebro de protegerse contra el trauma —dijo Torrezi. Tenía el nombre bordado en hilo azul en el bolsillo superior del delantal.