Créditos

A través de un mar de estrellas


V.1: abril, 2020

Título original: Across a Star-Swept Sea


© de la traducción, Olga Hernandez, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Harper Collins

Adaptación de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-95-8

THEMA: YFHR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A TRAVÉS DE UN MAR DE ESTRELLAS

Diana Peterfreund

Traducción de Olga Hernandez

1

Sobre la autora

2


Diana Peterfreund ha sido diseñadora de moda, modelo y crítica gastronómica.

También ha sido correctora de estilo, camarera y telefonista en una compañía de seguros, pero eso no es tan glamuroso…

Se licenció en la Universidad de Yale en Literatura y Geología, carreras que según su familia sólo le servirían para escribir libros sobre rocas.

Ahora, esta chica de Florida vive con su esposo, su hija y su perro en Washington DC y ya ha publicado ocho novelas, varios cuentos y diversos ensayos de no ficción sobre literatura popular infantil.

Contenido


Portada

Página de créditos

Dedicatoria

Sinopsis


Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34


Sobre la autora





Para Eleanor, que es fantástica, bella y valiente.





La historia de la raza humana tiene dos puntos claves: el desarrollo de la agricultura, que creó la civilización, y la Reducción, que la destruyó.

Antes de la Reducción, las pocas personas (pobres o disconformes) que no manipularon genéticamente a sus hijos fueron objeto de desprecio y lástima. Pero, una generación más tarde, cuando estos niños «perfectos» solo pudieron engendrar bebés reducidos, disminuidos mental y físicamente, se demostró que se había cometido un error descomunal. Con la mayor parte de la humanidad afectada por esta tragedia, los perdidos no aceptaron su derrota con aplomo. Se volvieron en contra de aquellos que habían salido ilesos, convirtiéndolos en objeto de envidia y odio. Y, con las Guerras de los Perdidos, intentaron su exterminación total.

Una vez acabadas las guerras, los supervivientes se dieron cuenta con horror y consternación de lo que habían provocado. Casi no quedaban lugares habitables en el mundo, y pocas personas se habían salvado de la Reducción.

Desesperados, dos sirvientes sin recursos desafiaron a sus patrones, pertenecientes a los perdidos. Valiéndose del arma más espantosa de las guerras, terraformaron un nuevo hogar, un oasis en las ruinas del mundo: Nueva Pacífica. Allí declararon que condenarían para siempre a los responsables de la destrucción de la Tierra y no volverían a cometer los mismos errores.

No fue así.

—«Derechos humanos en Albión: ensayo escrito por lady Persis Blake».*

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Capítulo 1


Si la Amapola Silvestre se atrevía a regresar a Galatea, el Ciudadano Cutler estaba preparado. Había puesto guardias armados en la entrada de la propiedad y diez soldados adicionales rodeando los campos de ñame. Aunque sabía que ningún reducido intentaría escapar, Cutler era consciente de que el peligro real se hallaba en el exterior. El floreado espía albiano había «liberado» al menos a una docena de enemigos de la revolución en los últimos meses, pero eso no iba a suceder durante su guardia.

Durante la mejor parte de la mañana, una brisa marina había atravesado los campos más bajos, moviendo las hojas de ñame y provocando que el agua se agitara y ondeara como la piel de una serpiente. Los prisioneros reducidos se desplazaban lenta y metódicamente en sus parcelas, siguiendo una antigua, y francamente innecesaria, tradición de cortar las raíces a mano y replantar los tallos con el fin de que estuviesen listos para la siguiente cosecha.

El último patrón del estado (llamado Lacan, aunque Cutler dudaba de que el hombre lo recordara tras haber sido reducido) chapoteaba y daba traspiés en el campo, podando los tallos de ñame con un cuchillo muy poco afilado para la tarea. Su pelo gris se le apelmazaba en el cuello por el sudor y el barro; y su boca, que una vez había sido altanera, le colgaba flácida y estúpidamente. Mientras Cutler lo observaba, el cuchillo se le resbaló de la mano y el filo se le hundió profundamente en el pulgar. 

Lacan lanzó un lamento, y los guardias comenzaron a gritar y a reírse a carcajadas. Cutler no se movió de su posición, inclinado contra una de las máquinas de cosecha en desuso. Era bueno dejar que los soldados se entretuvieran. Estar allí, en la costa rural este, ya era lo bastante aburrido.

—¿No deberíamos ir a ayudarlo? —preguntó una de sus reclutas más recientes, una muchacha que apenas parecía lo suficientemente mayor para recibir un entrenamiento básico. Se llamaba Trina Delmar, había llegado aquella mañana y no se callaba nunca—. Parece un corte feo.

Cutler se encogió de hombros y escupió a la marisma. Chica tonta. Siempre eran las chicas las que se ponían sentimentales al ver a los prisioneros.

—Ese es el antiguo patrón de esta plantación. ¿Cree que los de su clase se preocuparon alguna vez de los pulgares de nuestros antepasados, cuando Galatea estaba en sus manos?

—¡Sus manos ya no son tan efectivas! —soltó un guarda.

—No se sienta mal por estos aristos, Ciudadana Delmar —continuó Cutler—. Si se hubiesen preocupado por nosotros, la cura para la Reducción se habría descubierto mucho antes.

Por eso había sido un nor quien había descubierto la Cura Helo hacía dos generaciones. Durante cientos de años, antes de la cura, la mayor parte de las personas que no eran aristas habían nacido reducidas, enfermizas y retrasadas mentales. Se decía que solo una persona de cada veinte nacía ya siendo nor, con un cerebro y un intelecto normales. La Cura Helo terminó con la Reducción en tan solo una generación: tras la cura, todos los bebés nacieron con normalidad.

Y ahora, gracias a la píldora de la Reducción obtenida por los revolucionarios, era el turno de los aristos de revolcarse en el fango. En el campo, el antiguo patrón estaba gimiendo y aferrándose la mano herida contra su pecho. Cutler le daba una semana, dos como mucho. La Reducción no se había diseñado para constituir una pena de muerte, pero las cuchillas afiladas y los idiotas no debían mezclarse.

—Pero lo cierto es que lord Lacan se esforzó por distribuir la cura entre los reducidos —señaló Trina—. Cuando era joven; vi una foto suya con Persistence Helo…

Cutler la miró echando chispas por los ojos.

—No sabe de lo que habla, Ciudadana. Si está aquí, significa que es enemigo de la revolución. Enemigo de normales como nosotros.

Pero Trina seguía lanzando miradas de lástima a Lacan. La recluta había sido una molestia desde que había aparecido, cuestionando las dosis de la píldora y la cantidad de tomas, como si importase que Cutler repartiera las píldoras rosadas de la Reducción con una frecuencia un poco mayor de la requerida. Una vez reducidos, unas pocas píldoras de más no los volverían más estúpidos. Además, a Cutler le gustaba ver a los aristos retorcerse un poco. Allí no había mucho más que hacer.

Y ahora aquella recluta idiota se abría paso a través del campo. Se estaba acercando a Lacan, que de manera infructuosa se afanaba de nuevo con los tallos de ñame usando su mano sana. Eso era exactamente un reducido. Trabajaban hasta caer hechos pedazos.

—¡Regrese a su puesto, Delmar! —vociferó Cutler. Una recluta novata no iba a ponerlo en evidencia.

La recluta lo ignoró y extendió un poco de ungüento en la herida de Lacan antes de vendarla. 

—¿Le he indicado que ayudase a este reducido inmundo? —espetó Cutler, mientras entraba agitadamente en el campo y golpeaba el costado de Lacan con el mango de su pistola. El hombre mayor cayó contra el ñame y Trina hizo una mueca de dolor—. Tenga cuidado, Delmar. O me veré obligado a entregarle un informe negativo al Ciudadano Aldred.

Trina ni siquiera alzó la mirada. Bien. Seguramente la había asustado y la había metido en vereda.

—Usted no está aquí para ayudarlos. Está para mantenerlos alejados de la Amapola Silvestre. Cada prisionero que perdemos a favor de Albión debilita la revolución.

—Lo que debilita la revolución —escupió —, de verdad, es… —Pero bajó la cabeza y dejó de hablar cuando vio la expresión amenazadora del hombre.

Justo entonces, un deslizador pasó a toda velocidad por el sendero que había entre los campos, formando nubes de polvo con sus elevadores. Había una jaula vacía detrás de la cabina.

—¡Oficial! —gritó el conductor, un joven que llevaba uniforme militar.

Cutler se desplazó por el agua hasta el límite del campo y elevó la vista hacia la cabina con ojos entornados. Trina lo siguió, para mayor irritación de él.

—Solicitud de transferencia —manifestó el conductor con la mano izquierda extendida. Un oblet cobró vida en su palma, revelando un holograma del rostro del ciudadano Aldred.

—Todos los reducidos de nuestras plantaciones externas han de trasladarse de vuelta a la prisión en la ciudad de Halahou —indicó la voz de Aldred, que provenía de la imagen.

—No tengo noticias de eso. —Cutler extrajo su propio oblet y la superficie negra destelló al sol como el guijarro de obsidiana por el que había recibido su nombre. No había mensajes de Halahou. Ni un solo mensaje.

El muchacho se encogió de hombros. La gorra militar le sombreaba los ojos.

—Lo suponía. También tengo una cobertura horrible aquí, en medio de la nada. 

Cutler mostró su acuerdo con un bufido.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Creo que, quizás —empezó el muchacho, sacudiendo su oblet al tiempo que el mensaje aparecía y desaparecía—, es la Amapola Silvestre —finalizó, y esperaron a que volviera a cargarse el mensaje—. El Ciudadano Aldred dijo que incrementar la guardia no había sido suficiente para evitar que el espía nos robase a nuestros prisioneros.

—Ya me he encargado de eso. —Y, si Aldred abandonara la comodidad de Halahou de vez en cuando y viajara hasta allí para ver lo que hacían sus tenientes en el campo, tal vez lo sabría. Pero Cutler jamás diría aquello en voz alta. El Ciudadano Aldred los había liberado a todos; primero, de su reina indiferente e insensata y, ahora, de los aristos que habían seguido sus pasos.

—Aquí está —señaló el conductor cuando la imagen de Aldred volvía a hablar. 

—A todos los prisioneros reducidos hay que ponerles collares nanotecnológicos para evitar que fuerzas extranjeras se los lleven de Galatea.

El muchacho se asomó por fuera de la cabina y bajó la voz.

—He oído que los collares los asfixiarán si la Amapola se los intenta llevar de Galatea. —El joven mostró una expresión de suficiencia y Cutler sonrió. Ese era el tipo de reclutas que necesitaban allí. Duros y de buen juicio.

Collares nanotecnológicos. Merecería la pena verlo. Ojalá Cutler pudiera deshacerse de todos sus idiotas con tanta facilidad. Aunque, bien pensado, quizás podía.

—Delmar, ayude a este muchacho a cargar los prisioneros y acompáñelo hasta la capital.

—No hace falta —intervino el joven.

—Oh, sí que hace falta —replicó Cutler—. No he tenido a estos prisioneros controlados todo este tiempo para que la Amapola Silvestre rompa mi racha durante su último viaje por la isla. Su informe de recluta dice que es diestra con las pistolas. —Asintió en dirección a Trina, que ya se afanaba en reunir a los aristos—. Y a ella le vendrá bien ver cómo la revolución requiere que se lidie con estos prisioneros. —Además, eso también apartaría de su vista a aquella recluta molesta.

El muchacho frunció el ceño, pero Cutler se encogió de hombros. Trina Delmar sería su problema a partir de ese momento.


Si le hubiesen preguntado, Persis Blake habría estado de acuerdo con el odioso Ciudadano Cutler en un asunto en particular: la joven recluta era, en efecto, problema de ella. Pero no era uno insalvable. Al fin y al cabo, Persis acababa de llevarse, sin ayuda de nadie, a la familia Lacan ante las narices de diez soldados y su oficial. Persis podía manejar a un revolucionario más, incluso cuando la Ciudadana Delmar estaba sentada en su deslizador.

Y, aunque la ampliación de la guardia era una molestia, no podía evitar sentir una sacudida de orgullo, ya que, tras seis meses de misiones, la revolución finalmente reconocía que la Amapola Silvestre era una amenaza real. Ahora solo le restaba hallar la forma de salir de aquel aprieto sin arruinarlo todo.

«Piensa, Persis, piensa». Su cabellera larga le picaba, apelotonada bajo la gorra militar galatiense, pero ignoró la comezón, concentrándose, en su lugar, en la chica sentada en silencio a su lado mientras Persis conducía el deslizador por el elevado sendero que serpenteaba entre los pantanosos campos de ñame. La Ciudadana Delmar daba la impresión de ser demasiado joven como para ser soldado; aunque, en realidad, a sus dieciséis años, Persis también era demasiado joven para ser la espía más infame de su país, así que sabía bien cuán engañosas podían ser las apariencias.

Y Trina Delmar, quienquiera que fuera, había puesto de los nervios a aquel oficial, lo que hacía que mereciese la pena investigarlo más a fondo. Persis había clasificado enseguida al oficial como uno de aquellos hombres despreciables y sádicos que ni siquiera se molestaban en pensarse las órdenes dos veces, siempre que Persis prometiera castigar a los prisioneros con más crueldad. Sabía que su nueva aplicación portable estaba funcionando de maravilla; con ella, podía mezclar sílabas de cualquier discurso propagandístico de Aldred para crear el mensaje que deseara.

—No sabía que reclutáramos gente tan joven —comentó Persis cuando cruzaban el antiguo puente de madera que separaba la hacienda de los Lacan de la carretera principal. Había dejado en funcionamiento el inhibidor de señal que había utilizado para bloquear los mensajes entrantes del oblet del oficial, por si se daba el caso de que alguien de la plantación descubriera la verdad e intentara enviarle un mensaje a Trina—. ¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contestó la chica con tanta rapidez que Persis supo que debía de ser mentira—. Y mira quién habla. La voz ni siquiera le ha cambiado aún.

Tal vez ese no era un tema de conversación aconsejable. Emitió un gruñido un tanto ronco.

—Así que las pistolas se le dan bien, ¿eh? —Era mejor saberlo, sobre todo teniendo en cuenta que la única arma de Persis estaba oculta bajo los guantes de su disfraz y la munición que se había llevado solo le serviría para un único disparo.

—Se me dan muy bien —replicó la soldado, y su tono esta vez era más afirmativo y menos defensivo, así que probablemente era verdad.

—Pues es un alivio —afirmó Persis, a pesar de que estaba pensando lo contrario—. No nos gustaría que la Amapola nos pillara sin posibilidad de defendernos.

El deslizador ganó velocidad al dejar el hundido laberinto de campos de ñame y avanzó por la carretera que limitaba con la costa norte. A la derecha, se extendían acantilados y, mucho más abajo, las playas de arena negra que conformaban la frontera de Galatea. Más allá, se expandía el reluciente mar que las separaba del hogar de Persis, Albión. Las dos islas tenían forma de media luna a punto de besarse, pero, tan al este, la orilla estaba demasiado lejos como para apreciarlo a simple vista.

La guarda no estaba disfrutando del panorama. En su lugar, echó un vistazo fugaz al patético grupo de prisioneros. Estaban apiñados en la cama próxima a los ventiladores.

—Cuidado con la velocidad. Esos prisioneros ya han tenido un día bastante duro.

Persis alzó las cejas. ¿Empatía por parte de una guarda revolucionaria? Eso sí que era inesperado. Decidió investigar.

—Había un reducido (un reducido real) que vivía cerca de mí cuando yo era muy joven. Probablemente el último que quedaba con vida. Pero no era… así. Mudo, sí; estúpido, sí. Pero no era como esta gente torpe y rota. 

A lo largo de la historia, sobre todo antes de las guerras, habían existido personas que creían en dioses, en seres inmortales que imponían castigos y otorgaban premios a los seres humanos, basándose en un listado único. Algunos pensaban que la Reducción había constituido una venganza de esos dioses contra la humanidad por haber intentado perfeccionarse. Evidentemente, aquello era absurdo.

Los humanos habían estado tratando de perfeccionarse a sí mismos desde el principio de los tiempos. Crearon las herramientas porque no poseían dientes afilados, ni garras. Crearon la ropa debido a que no tenían pelaje, ni escamas. Inventaron las gafas para poder ver y los vehículos para permitirles viajar a mayor velocidad. Protegían sus cuerpos contra las enfermedades y realizaban intervenciones quirúrgicas para extirpar lo que les hacía daño. Se habían manipulado genéticamente antes y después de la Reducción. No había sido un castigo, sino un desgraciado error genético. 

Y tampoco tendría que ser un castigo en aquellos días. Persis no descansaría hasta ponerle fin.

—Se cuenta que la Reducción real era exactamente así. —Trina estaba repitiendo la frase del partido.

Persis insistió con más empeño.

—¿Quién lo dice?

—¡Todo el mundo! —espetó Trina. Los médicos que la crearon… y el ciudadano Aldred, por supuesto. Va a conseguir que lo acusen de insubordinación si sigue hablando de esa manera.

Persis tomó una curva y empezó a ascender por el risco hacia el promontorio en donde Andrine estaba a la espera. Esa Trina era un misterio que no tenía tiempo de desentrañar. Al enderezar el volante, el amarre del guante que cubría el palmport que llevaba en su mano izquierda comenzó a aflojarse.

—Oh, puedo ir mucho más lejos. ¿Quieres oírlo? —preguntó Persis.

—No —mintió la muchacha, a pesar de inclinarse hacia adelante.

—Opino que reducir a los aristos es un castigo cruel y atroz —declaró, despojándose del guante mientras conducía—. Opino que, en lugar de cambiar las cosas para los nores de Galatea, la revolución simplemente se está dedicando a castigar a aristos.

La boca de la muchacha estaba abierta por la conmoción, lo que le venía bien a Persis, dados sus propósitos. Necesitaría un blanco directo para que la droga de desmayo funcionara. Ella alzó la mano y comenzó a concentrarse…

—Yo también creo que pueda ser así —admitió la muchacha, y Persis se detuvo.

Descendió la mano hasta el volante.

—¿De verdad? —A lo mejor había malinterpretado a la joven por completo. Una soldado galatiense podría constituir una verdadera ayuda para la Liga de la Amapola Silvestre, sobre todo si era diestra con una pistola. Ese era un campo al que no se extendían las habilidades de Persis. Al fin y al cabo, no se enseñaba a combatir en un cotillón.

La muchacha asintió.

—Pero no soy tan estúpida como para decirlo. Es usted igual que mi hermano. En serio le digo que todos aquí buscan problemas. Bueno, mantenga los ojos en la carretera y yo me mantendré alerta por si viene la Amapola Silvestre.

Persis suspiró. En la cima del risco, una enorme roca desnuda sobresalía del acantilado, el remanente de una antigua explosión que había constituido el violento nacimiento de la isla. Apretó la mandíbula, preparando la orden en su palmport mientras conducía el deslizador hasta detenerlo.

—¿Qué hace? —farfulló Trina, poniéndose rígida. En la cama enjaulada, los prisioneros reducidos las miraban con recelo.

Ella abrió la mano, pero en el instante en que Trina vislumbró el disco dorado en su palma, arremetió contra Persis y ambas se precipitaron fuera de la cabina.

—¿Quién es usted? —gritó al aterrizar en el suelo. Mientras caía, Persis había conseguido emitir una orden mental a su palmport para detener la aplicación. No podía permitirse desperdiciarla, a no ser que tuviese un tiro limpio.

Trina tomó su pistola, y Persis dio patadas y tortazos, intentando aflojar desesperadamente el agarre de la soldado. El arma produjo un ruido sordo contra el suelo y se cayó por debajo de los elevadores del deslizador.

—¡Deténgase! —vociferó Trina.

—¡Detente tú! —soltó como respuesta, esforzándose por vencer a la chica cuando ambas se lanzaron hacia la pistola. ¿Dónde estaba Andrine? Su apoyo no le vendría nada mal en ese momento. Los reducidos contemplaban la escena en silencio desde su jaula. Deseó que alguno de ellos aún conservara la mente.

Sus manos aferraron con fuerza, al mismo tiempo, el mango de la pistola, y ambas forcejearon en la hierba. Trina arañó con sus uñas la cara de Persis y la despojó de su gorra; entonces, se tambaleó hacia atrás de la sorpresa cuando su cabello del color de la plumeria cayó en cascada sobre las dos. Persis aprovechó la oportunidad para arrancar el arma de su agarre.

—¿Eres una chica? —balbució.

Persis se irguió, con el arma apuntando a Trina. Suspiró y se apartó varios mechones amarillos y blancos de la cara con su mano libre.

—¿Eso te sorprende? eres una chica.

Las facciones de la muchacha mostraban repulsión. Persis sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Era decepcionante, la verdad. Casi habían estado de acuerdo.

Trina, cuyo rostro estaba contorsionado por la ira, dio una patada y barrió los pies de Persis. Ella sintió los dedos de la muchacha en la pistola y todo se volvió una nube de polvo, manos y cabello blanco y amarillo.

Entonces, oyó un gorjeo salido de la nada y una mancha roja pasó como un rayo entre ellas, hundiendo unos afilados dientes en el hombro de Trina.

Ella chilló y se apartó de nuevo, y Persis se puso en pie apresuradamente.

—Slipstream, aquí.

El visón marino soltó a Trina y trotó obedientemente hasta el costado de Persis. Luego, se pasó las patas con forma de aleta por los bigotes. Su alargado y reluciente cuerpo estaba húmedo por su último baño y la sangre de la soldado apenas se apreciaba en su pelaje de color rojo oscuro.

Mientras seguía apuntando con la pistola a la muchacha, Persis reparó en Andrine, que subía corriendo; su cabello azul como el océano le ondeaba por detrás.

—Qué bueno que te dignaras a aparecer —espetó Persis a su amiga.

—Siento el retraso. —Andrine abrió la jaula y se dispuso a bajar a los prisioneros—. No mencionaste que traerías a una enemiga combatiente.

—Una incorporación de última hora —replicó Persis con ligereza. Trina seguía acuclillada en el suelo, agarrándose el cuello, que seguía sangrándole, con ambas manos.

—Sé quién eres —profirió con un gemido—. Eres la Amapola Silvestre. 

—¡Qué deducción tan impresionante! —afirmó Andrine mientras ayudaba a salir del camión a la última víctima—. ¿Exactamente, cuánto tiempo te ha tomado llegar a esa conclusión?

Persis le lanzó a su amiga una mirada fugaz. No había ninguna necesidad de ponerse petulante. Estaba apuntando con una pistola a la pobre chica.

—Estáis acabadas —escupió la joven, furiosa—. No tenéis ni idea de con quién estáis tratando. No tenéis…

Entonces Andrine soltó una risita.

—Sí que es presuntuosa para ser una chica que por poco se convierte en el tentempié de un visón marino, ¿no?

Los ojos de la soldado se abrieron tanto que parecían salvajes.

—Le voy a contar todo al Ciudadano Aldred.

—Oh, ¿en serio? —intervino Persis, inclinando el cañón del arma y apuntando a la cara de la muchacha—. ¿Cómo planeas hacerlo desde la tumba?

En ese momento, notó una mano en el codo. Al principio, pensó que se trataba de Andrine, aunque sabía que su amiga tenía más fe en ella. En realidad, Persis no iba a disparar. Al fin y al cabo, aún tenía la dosis en el palmport; podía, simplemente, dejarla inconsciente. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo. 

Lord Lacan estaba allí, en silencio, con una expresión cercana a la lucidez en sus ojos sombríos.

Persis bajó el brazo.

—Parece que has hecho un amigo poderoso, galatiense. —Suspiró—. ¿Pero qué podemos hacer contigo? No sabes ni por qué estás peleando.

—Claro que sí —contestó Trina—. Por mi país.

Persis se le quedó mirando un instante, entonces se echó a reír.

—Iba a decirte que eres tonta, en vista de que claramente te superamos en número. Pero he decidido que, en realidad, eres increíblemente valiente. Y eso nunca debería ser objeto de mofa. Además, me gusta tu estilo. Ese movimiento con el pie casi acaba conmigo. Muy bien, pues. Dejaré que lord Lacan decida su suerte. 

Trina la miraba atónita.

—Pero es un reducido. No puede valerse por sí mismo.

—No te preocupes, soldado —manifestó Persis, mientras algo emergía del disco dorado en el centro de su mano, girando. La muchacha se quedó con la boca abierta de nuevo, lo cual sí que era conveniente—. Nosotras nos ocuparemos de eso.

Un instante después, Trina Delmar se desplomó sobre el suelo.

Otra misión cumplida.

Capítulo 2


A menudo, la corte real de Albión se asemejaba a un jardín exuberante, pero su zumbido poco tenía que ver con las abejas, y estaba repleto de colores que jamás se hallarían en la naturaleza. Setos de buganvilla rodeaban el jardín y podas ornamentales de hibiscos conformaban los pasillos, pero no había flor que pudiese competir con el torbellino de trajes, capas, guirnaldas de flores y, sobre todo, con los enormes peinados de las aristócratas más a la moda de la isla. Sus parloteos ahogaban los sonidos del mar en la distancia; el constante zumbido de las aleteonotas, que volaban de un lado a otro entre los cortesanos; e, incluso, el delicado tintineo del famoso órgano hidráulico albiano.

Un rincón especialmente abarrotado estaba ocupado por lady Persis Blake y su séquito de admiradores. Esa noche llevaba un sencillo sarong amarillo chillón, atado al cuello con una serie de eslabones de oro entrecruzados, y un cubre muñecas dorado a juego, que en realidad era un guante de piel sin dedos que tapaba el palmport de su mano izquierda. La elegante caída de su vestido solo podía lograrse utilizando la más fina seda galatiense, un producto difícil de encontrar desde que había comenzado la revolución; no obstante, no cabía duda de que Persis Blake disponía de los contactos para saber dónde localizar las mejores telas. Su tono combinaba perfectamente con las tonalidades amarillas de su cabello, que había sido rizado, trenzado y dispuesto para que sus alzados mechones amarillos y blancos se asemejaran a la flor conocida como plumeria, grabada en el escudo de la familia Blake. Su belleza destacaba, incluso entre el variopinto gentío de la corte.

En los seis meses desde que la princesa Isla había ascendido al trono como regente y había nombrado a su vieja amiga del colegio como su dama de compañía principal, Persis se había convertido en uno de los miembros más deslumbrantes y populares de la corte. Casi nadie recordaba un tiempo en que una fiesta, un paseo en barco o un luau hawaiano estuviesen completos sin la presencia de la aristócrata más hermosa y boba de Albión.

Mejor aún: casi nadie de la corte había asistido al colegio con Persis antes de que ella lo abandonara, nadie que pudiese describir de forma demasiado distinta a la chica que se estaba ganando la reputación de no ser otra cosa que elegante, dulce y, por encima de todo, tonta.

Junto con su vestido y sus joyas, ese día, Persis lucía una expresión de puro aburrimiento a medida que la charla se desviaba hacia la revolución. El observador ocasional pensaría que se debía a que tal criatura ornamental encontraría la política un tema tedioso.

Lo cierto era que nadie en aquel lugar tenía idea de cómo era Galatea realmente en aquellos días.

—La guerra civil de los sureños se acabará extendiendo a nuestras costas —afirmó un joven cortesano con evidentes aspiraciones al Consejo Real—. Y, cuando lo haga, tendremos que sofocar cualquier levantamiento nor antes de que nos encontremos en el mismo aprieto que los galatienses.

—Espero que no —intervino Persis—. Hoy en día, ya es lo bastante difícil encontrar en Galatea comerciantes de seda que sigan en el negocio. Sencillamente, me moriré si también cierran las tiendas albianas.

—Típico en una mujer. —El cortesano soltó una risita indulgente—. lady Blake, si se produce una revolución contra los aristos de Albión, la ropa que se ponga será la última de sus preocupaciones.

—¡Jamás! —replicó Persis—. Tengo una reputación que mantener. No debemos permitir que algo tan tonto como la guerra haga que nos olvidemos de nuestro deber.

Hubo otra ola de risas entre los jóvenes sentados junto a ella.

—¡Hablo en serio! —añadió, haciendo un mohín con su rosada boca—. A pesar de mi responsabilidad para con la princesa Isla y su guardarropas real, mi querido padre ya casi nunca me permite navegar hasta las tiendas de Halahou. Dice que teme por mi seguridad, pero una pensaría que reservaría un poco de preocupación para mi vestimenta. Si alguno de ustedes, distinguidos caballeros, conoce la identidad de la Amapola Silvestre, ¿no podrían pedirle que rescate para nosotros algunos modistas en su próximo viaje a Galatea? Ya cansa que lo único que haya rescatado últimamente sean aristos. En serio, no sirven para nada, excepto para convertirse en mi competencia.

—Si supiese la identidad de la Amapola —empezó uno de los cortesanos—, sería el hombre más popular de ambas islas. Todas las damas de Albión me adorarían. —Varias soltaron risitas tontas, como dándole la razón—Y, en Galatea, me convertiría en el mejor amigo del mismísimo Ciudadano Aldred. La Amapola es el hombre más buscado de allí.

—Entonces mi propuesta resolvería los problemas de todos —insistió Persis—. Al ciudadano Aldred probablemente no le importaría demasiado perder un costurero o dos, y yo lograría esa meticulosa atención galatiense con el detalle sartorial que tanto he echado en falta. ¡Todo el mundo gana!

—Excepto los aristos —murmuró otro cortesano, pero nadie le prestó atención. Al fin y al cabo, los cortesanos albianos consideraban que hablar de los prisioneros mostraba falta de tacto; además, pensar en los aristos galatienses que todos ellos conocían y que podían estar entre rejas en aquel mismo momento ponía a cualquiera de un humor terrible.

Por una vez, Persis habría deseado seguir el curso de la conversación, en lugar de desviarlo. ¿Cambiarían las cosas si más aristos empezaran a cuestionarse la actitud pasiva del Consejo en relación a la guerra? ¿Valdría la pena ponerlo a prueba, aunque pusiese en peligro el disfraz que había forjado cuidadosamente?

Alzó la mirada y vio a Tero Finch haciéndole gestos desde el borde del círculo. Como miembro reciente del Colegio Real de Gengenieros, las ropas de Tero no eran tan finas como las de los aristos en torno a él, pero su altura, hombros anchos y cabello bronce metálico perfectamente teñido provocaban que varias jóvenes lo miraran a su paso.

—Persis —llamó—, la princesa nos puede recibir ahora.

Con una risa vibrante que chirrió en sus propios oídos, Persis se puso en pie de un salto.

—Debo dejarles, corazones. Por favor, asegúrense de tener cotilleos jugosos para cuando regrese.

Llegó junto a Tero y ambos ascendieron los amplios escalones de mármol hasta la terraza.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó entre susurros—. No habrán arrestado a Andrine por tu culpa, ¿verdad?

—Probablemente ya estará en la aldea de Centelleos, sana y salva, haciendo sus deberes —lo tranquilizó, mientras se adentraban en el salón del trono de la princesa regente de Albión. Tero estaba convencido de que Persis y Andrine arriesgaban su vida en cada excursión a Galatea. El hecho de que tuviera razón aún no había conseguido disuadirlas.

El atardecer se filtraba a través de las cortinas de bambú que tapaban la columnata que constituía la pared externa de la habitación. Jarras de tres metros de altura estaban repletas de hojas de palma que colgaban atadas a guirnaldas de orquídeas, y el intenso aroma de la flor real flotaba en el salón. La princesa Isla estaba sentada en el suelo, ignorando los enormes cojines blancos desparramados cerca de ella. Sus holgados pantalones blancos estaban arrugados en montoncitos sobre su regazo y su capa blanca yacía olvidada en uno de los divanes detrás de ella. Por un instante, Persis se imaginó que eran niñas otra vez, jugando con puzles o construyendo volcanes en el suelo con los cojines.

Isla extendió la mano derecha hacia el infante que se sentaba delante de ella, un niño pequeño de ojos destellantes que chillaba extasiado con los diminutos hilos dorados que saltaban entre las yemas de los dedos de Isla.

—¡Funciona! —exclamó Tero, poniéndose de rodillas al lado de la princesa.

—¿Otra aplicación? —preguntó Persis, al tiempo que se recogía los bordes de su sarong amarillo y se sentaba. Daba la impresión de que Tero se pasaba la mitad del tiempo de su nuevo trabajo en el Colegio Real de Gengenieros desarrollando nuevas aplicaciones de palmport para Isla.

Y, la otra mitad, trabajando clandestinamente para la Liga de la Amapola Silvestre.

Así que hilos saltadores. La semana anterior había sido una aplicación que permitía a Isla controlar la lista de reproducción del órgano hidráulico ubicado en el jardín. Y, antes de eso, Tero había inventado un código que combinaba la identificación óptica con la piel visible y, al hacer funcionar la aplicación, se podía lograr que el consejero Shift pareciera un armadingo. Lo que hiciera falta para arrancar las risas de Isla, o, más bien, para ayudarla a olvidar que ya no era solo la compañera de clase de ambos. No era únicamente la mejor amiga de Persis. Un pequeño accidente y se había visto huérfana, madre y gobernante de un país al borde de la guerra.

—¿Qué tipo de suplementos necesita para funcionar? —preguntó Persis, como si nada importara y pudiesen hablar igual que antaño.

—Potentes —respondió Isla con un suspiro—, pero es una auténtica maravilla para el rey. —Ella se encogió de hombros y las figuras se derrumbaron hasta convertirse en polvo brillante en torno al disco dorado incrustado en el centro de su palma. El bebé graznó en protesta, pero Isla lo agarró y lo volteó hasta acabar con la cabeza hacia abajo; empezó a reírse de nuevo.

—El rey de Albión, indiscutiblemente —añadió Tero con soberbia fingida—, tiene un gusto exquisito para tratarse de un niño que apenas acaba de empezar a caminar—. Sonrió hacia Isla e inclinó la cabeza—. Me alegra que os haya gustado, Alteza.

Alteza. ¿En qué momento se había vuelto Tero tan formal? Diez años atrás no había reverencias, no cuando se había dedicado a colarse en sus fiestas de pijamas para arrojarles medusepias a la cabeza.

Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces.

Isla observó a Tero marcharse, y luego dio una palmadita al rey en el pañal.

—Está bien, Albie. Vete a jugar mientras tu hermana charla con la tía Persis.

El rey infante de Albión obedeció, tambaleándose hacia los brazos expectantes de su cuidadora.

—Princesa —comentó Persis alegremente, sin quitar ojo al bebé y a su niñera—, acabo de regresar de Galatea y te he traído unas… sedas preciosas.

—¿Lo mismo de siempre? —preguntó Isla, acostándose de espaldas sobre los cojines y echándose varios de sus mechones plateados por detrás de los hombros. A diferencia del pelo de Persis, el color de Isla era natural. Todo el mundo sabía que el cabello de la realeza albiana se volvía blanco en la adolescencia; era tal la firma genética de la dinastía que, si Isla hubiera conservado el oscuro cabello polinesio de su juventud, se lo habría teñido. Ya era lo bastante difícil conseguir reconocimiento como gobernadora legítima de la isla.

Persis soltó una risita audible.

—¿Me estás diciendo que te aburren mis esfuerzos por traerte lo mejor que Galatea tiene que ofrecer?

—En absoluto —replicó Isla, echando otro vistazo a la niñera del rey—, pero siento mayor curiosidad por otros albianos que introducen bienes galatienses de contrabando a mis fronteras. He oído rumores de que la Amapola Silvestre ha culminado otra misión hoy mismo.

—También he oído los rumores —respondió Persis, cuidándose de que su tono fuera de chismorreo—. Por lo visto, rescató a lord Lacan y a toda su familia.

—¿También a sus hijos?

Persis asintió.

Isla no pudo contener su sonrisa pero, en seguida, se puso seria.

—Pero entonces habrían sido seis personas. Tengo entendido que la Amapola escapó con diez refugiados.

—¡Dios Santo, Princesa! —exclamó Persis—. No puedes esperar que yo sepa nada de eso.

—Persis… —Sin duda, Isla podía adoptar un aspecto muy real; cuando ella así lo deseaba.

—Unos cuantos nores en contra de los principios revolucionarios… —declaró Persis—, probablemente.

Probablemente —repitió Isla, frunciendo los labios—, teniendo en cuenta lo persuasiva que es la Amapola Silvestre. Me pregunto qué es lo que él piensa que hago con los refugiados nores que amontona en mis fronteras.

Persis lanzó una sonrisa esperanzada a su amiga.

Él probablemente piensa que los tratas bien, dado que eres una déspota benevolente. —Llevaba provocando a Isla con ese título durante años, desde que lo habían aprendido en las clases de historia antigua. Pero ahora la escuela había terminado para ambas. Isla era la gobernadora de facto de la isla y Persis… bueno, Persis se centraba en otras actividades, que la mantenían ocupada.

—¿Y darle a los miembros de mi Consejo otra razón para sospechar que conozco su identidad? —preguntó Isla. Las cuidadoras de Albie mantenían una respetuosa distancia, pero nunca se sabía.

—Dudo mucho que piensen eso —repuso Persis con una expresión escéptica—. Creía que todos en Albión sabían que lo único que te importa es competir conmigo por ser la mejor vestida de la isla. Eres regente solo en nombre, y tu intención es dejar que el Consejo decida la dirección del país hasta que el rey alcance la mayoría de edad.

Isla observaba a Persis con una advertencia chispeando en sus ojos oscuros. Persis miró a Isla con sus brillantes ojos ámbar.

—De acuerdo —pronunció la princesa finalmente, mostrándole una sonrisa indulgente a su amiga.

Por dentro, Persis dio un suspiro de alivio. Aunque Isla era la regente más benevolente con los normales que había visto Albión, no sentía ninguna obligación especial para con los nores de Galatea, más que nada, porque había sido su revolución la que había desmoronado el país.

Sin embargo, Persis no podía evitar sentir pena por los nores que había rescatado en la misión Lacan. Habían querido llevar vidas sencillas, sin haber sido afectados por los propósitos corrompidos de la revolución, y habían sido reducidos simplemente por quedarse y apoyar a los inocentes Lacan.

Aquella guerra era una parodia. Cómo deseaba poder salvarlos a todos.

Cómo deseaba que Albión pudiera. Pero Persis sabía que las manos de Isla estaban atadas. Y, mientras su amiga se centraba en las necesidades de su nación, ella hacía lo posible por proporcionar la ayuda que ambas muchachas habrían deseado que hubiera sido ofrecida por el país.

—Si tuviera la ocasión, ¿qué crees que el Consejo le diría a la Amapola Silvestre? —preguntó a la princesa.

—¿Deje de traernos pobres? —sugirió Isla.

Persis resopló con sorna.

—Hasta los aristos galatienses son pobres cuando llegan aquí. Han sido despojados de sus haciendas y de todas sus propiedades.

—Cuando no de sus cerebros.

Persis puso los ojos en blanco.

—Afortunadamente, eso podemos remediarlo. —Desintoxicarse de la droga de la Reducción no era un proceso agradable, pero era mejor que la alternativa.

Y, hasta que los galatienses no cesaran de castigar a los nores junto con los aristos, el cometido de la Amapola Silvestre sería el de salvaguardar la igualdad de oportunidades. Persis era una Blake y también una arista, pero su madre era nor. Y, más importante, el sufrimiento era el sufrimiento. Nadie debería ser despojado de sus habilidades mentales. Nunca.

Las cuidadoras se llevaron a Albie para que se echara su siesta. Isla las siguió con los ojos hasta que abandonaron la habitación.

—Con un poco de suerte, la revolución también desaparecerá y los galatienses que inundan nuestras costas recuperarán sus fortunas y encontrarán una manera de agradecernos nuestra generosidad. —Isla sacudió la cabeza—. No estaba previsto que yo gobernara, y menos en tiempos tan interesantes.

Persis colocó una mano en el hombro de su amiga. Había rumores en la corte que decían que el padre de Isla habría podido evitar la revolución. Que habría podido asesorar a la reina Gala al inicio del conflicto. Aún había quien proclamaba que los revolucionarios habían estado implicados en el accidente de barco que había reclamado las vidas del rey Albie, de su mujer y de su hijo mayor hacía poco más de seis meses.

Persis no lo creía, pero sí que daba crédito a las teorías de que el Ciudadano Aldred y su ejército habían actuado en su momento, seis meses atrás, porque sabían que Albión, todavía tambaleante por la pérdida de su rey y de su heredero mayor, no podría intervenir cuando los galatienses derrocaran y redujeran a su propia reina.

La reina Gala había sido la primera víctima de la monstruosa nueva «píldora de la Reducción», que los revolucionarios llamaban rosadas. Tras dos semanas cumpliendo su pena, la encontraron sin vida en su celda. Otro accidente, según los revolucionarios.

Acto seguido, habían alimentado con su cuerpo a sus propias bestias guardianas, la manada de mini orcas que había poseído en su cala privada cerca de Halahou. Tras aquello, Persis había estado segura de que su propio país se pronunciaría en contra de las tácticas de la revolución, segura de que la furia justificada de Isla debido a la muerte de la monarca vecina se traduciría en actos contra sus asesinos. Pero, seis meses más tarde, el Consejo Real Albiano todavía vacilaba y, peor aún, impedía que la princesa regente actuara.

Algunos deseaban evitar una guerra a toda costa; otros temían que la revolución pudiese extenderse a sus fronteras; pero las voces más ruidosas eran las que se aprovechaban del conflicto para sus propios fines, especialmente, el de lograr que la princesa pareciese débil.

En ese momento, Isla se levantó y se sacudió los pantalones, que cayeron hasta sus pies formando pliegues cremosos. El blanco también era estratégico. En contraste con los exuberantes colores del jardín y con los llamativos trajes de los otros cortesanos, Isla destacaba. Distante. Inaccesible. Inconfundible. Persis recogió la capa del suelo, y su amiga hizo una mueca mientras la tomaba.

—Odio esta cosa.

—Es un símbolo de poder —señaló Persis, asistiendo a su amiga con el broche. A Isla le venían bien todos los símbolos de poder que pudiese obtener. Las leyes albianas que impedían que las mujeres pudiesen recibir una herencia no solo evitaban que Isla se erigiera como la verdadera reina, sino que incluso convertía su regencia temporal en sospechosa a ojos de la mayor parte del pueblo.

Mientras el rey aún vivía, el Consejo Real albiano se había formado para constituir un ejemplo de gobierno modelo en comparación con el poder absoluto de la reina de Galatea. En Albión, el monarca estaba sujeto a la inspección e imparcialidad del Consejo. Pero ahora Persis e Isla veían la verdad que no habían aprendido en la escuela: el Consejo también podía incapacitar a la regente y culparla de no actuar.

Su único recurso era la Amapola Silvestre; y no podían permitir que nadie se enterase jamás.

—Ya, bueno. Los reyes de antaño llevaban capas emplumadas y gigantescas coronas metálicas todos los días. Es increíble que pudieran andar. —Isla suspiró—. Quedan quince años para que mi hermano tome el relevo.

—¿Y cuántos para que tú lo hagas? —interrogó Persis, e inmediatamente se arrepintió. Ya bastante dudaban de ella el Consejo y el pueblo. No necesitaba que su mejor amiga también lo hiciera.

Isla adoptó una expresión adusta.

—Galatea está reduciendo a sus ciudadanos a un ritmo de doce al día. El país se está desmoronando por la guerra. Con eso en el horizonte, ¿cómo piensas que se tomarían que condenara al Consejo por su pasividad?

—Eso lo entiendo, pero…

—¿Pero qué, Persis? —La voz exigente de Isla estaba teñida de un deje de frustración—. No quiero una guerra en Albión. Si eso significa ser amable con el Consejo hasta que las aguas vuelvan a su cauce después de la muerte de mi padre, que así sea.

El Consejo sostenía que intervenir en Galatea podría originar un levantamiento de plebeyos en sus costas. Pero los aristos albianos no estaban muy contentos viendo cómo la corte se quedaba de brazos cruzados mientras los aristos galatienses eran torturados y reducidos. Isla lo sabía. Los riesgos de un golpe de Estado de la aristocracia la afectaban a ella, no a los miembros del Consejo. Y Persis estaba segura de que los líderes del Consejo (casi todos aristos) lo sabían.

—¿Y si el Consejo nos conduce a una guerra civil?

—Entonces cuento con que la Amapola Silvestre nos salve. —Y, con eso, Isla apartó las cortinas de bambú y ambas muchachas salieron al jardín. Incluso la tonta chica que Persis fingía ser podría interpretar las acciones de su amiga. La conversación había concluido. Y, tal vez, era lo mejor. No podían cambiar las cosas. Isla únicamente podía contar con Persis, y Persis únicamente podía contar con la Amapola.

Fuera, en el jardín, el agua goteaba melódicamente a través de un riachuelo artificial hasta terminar sobre una serie de tubos musicales. El órgano hidráulico había sido diseñado durante el reinado del abuelo de Isla por un nor de nacimiento y era uno de los elementos de orgullo de la familia real albiana. Su rápido apoyo a los nores de nacimiento, además de la pronta adopción de la Cura Helo, eran dos hechos que al Consejo le gustaba sacar a la luz todo lo posible para conservar el apoyo poblacional de la monarquía. El sanatorio dirigido por el estado para aquellos con Demencia de Normalidad Adquirida (u Oscurecimiento, como la mayoría la llamaba) debería haber sido un tercer motivo de orgullo, pero a nadie le gustaba que le recordaran la sombra que planeaba sobre la cura.

Ni siquiera a los oscurecidos.

En todo el jardín, los hibiscos florecían y las hojas de palmera ondeaban por encima de las cabezas de los cortesanos, quienes se desplazaban en grupos, chismeando acerca de las últimas hazañas de la Amapola Silvestre o sobre qué aristo había sido sorprendido con la mujer de cuál otro. Aquí y allá, se podía oír el zumbido de las aleteonotas, volando de persona en persona, llevando mensajes o promesas, o únicamente impresiones. Eran un gasto de energía, pero igualmente causaban furor. Persis era en parte responsable. Suponía que no podía evitarlo.