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Anne Aband

 

La chica de ayer

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© Anne Aband

© Kamadeva Editorial, 2020

 

ISBN papel: 978-84-949519-8-5

ISBN epub: 978-84-949549-9-2

 

www.kamadevaeditorial.com

 

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De boda

 

 

 

Septiembre 1987

 

La canción de Madonna La isla bonita sonaba por los altavoces de la sala donde se estaba celebrando la fiesta tras la cena de la boda. Algunas personas mayores se habían decidido a bailar. O mejor dicho, parientes que Eva jamás pudiera imaginar que supieran moverse estaban saltando y dando gritos de forma excesiva para su gusto. El tío Pedro llevaba la corbata anudada en la cabeza, como era habitual en todas las celebraciones, y los primos pequeños sudaban en el centro de la pista, saltando y bailando como gremlims poseídos, jaleados por sus padres.

Incluso su madre, casta y seria por naturaleza, había consentido en bailar un pasodoble con su padre. Pero Eva estaba harta y aburrida. El vestido que llevaba, azul claro con volantes y jaretas en el pecho, era incómodo, rígido y le daba mucho calor, y las manoletinas heredadas de su prima le iban justas y le apretaban en los dedos. Como era la más joven de toda la familia, siempre le pasaban la ropa de sus primas, que eran más delgadas y bajas que ella, por lo que parecía una salchicha apretada a punto de explotar. ¿Cuándo le dejaría su madre usar minifaldas? ¡Ya tenía catorce años! Sus amigas se ponían faldas y pantalones a medio muslo y se cardaban el pelo, mientras tanto, ella tenía que ponerse los vestidos heredados que la hacían más gorda y más niña de lo que era, con el pelo bien tirante recogido en el cogote con un pasador.

Dio una patada a una de las chucherías que la novia había repartido a los niños y que estaban extendidas por todo el suelo del salón; su tía Dolores la había incluido entre los primos pequeños y le había dado también una bolsa para ella. ¡Cómo si fuera una niña! Miró a su alrededor buscando a alguien con quien hablar. Pero sus primas mayores estaban tonteando con los hermanos del novio y las pequeñas eran demasiado niñas y ella no quería saber nada de ellas. Salió de la sala al exterior. Al menos allí estaría tranquila. Se sentó en un bordillo con vistas al jardín con la cabeza apoyada en las manos.

—¿Qué pasa, colega? —le dijo una voz a su espalda—. ¿Te aburres o qué?

—Tú lo flipas —contestó sin saber muy bien qué decir. Miró a su primo Adán, de su misma edad, que era casi con el único con quien hablaba. Se habían criado juntos porque su tía trabajaba en una tienda y lo llevaba a su casa todas las mañanas, desde los cuatro años.

—Esto es un rollo. —Adán se sentó junto a ella—. Los primos mayores están ligando y bebiendo. Ya tengo ganas de ser mayor.

—¿Para ligar y beber? —Eva se burló de él—. Vaya aspiraciones. Yo tengo ideas mejores.

—No seas mentirosa. Estás deseando ser mayor para ponerte tacones y para que te crezcan las tetas. He visto como miras a la tía Dolores con envidia.

—¡Eres idiota! —Eva se sonrojó y se fue enfadada hacia la salida del jardín. Los brazos cruzados en el pecho hacían que el vestido le fuera todavía más justo y se le abriera un botón de atrás. Era verdad. Estaba deseando ser mujer para largarse de casa, para tener su propio trabajo y sí, ¡tener tetas!

Bajó unas escaleras que llevaban a otro jardín más apartado. Los arbustos crecían formando una especie de laberinto y había adelfas y rosas plantadas sin un orden concreto. No es que estuviera muy cuidado, pero al menos estaba más fresco que dentro o en la terraza, y no olía el humo de los puros y los cigarros que habían regalado los novios. A ratos parecía que hubiera niebla en la sala.

Llevaban toda la jornada de celebración, tras la boda al medio día, habían comido con algunos tíos, por la tarde pasearon por la plaza del Pilar dando una vuelta y por la noche la abundante cena. Estaba sudada e hinchada. Había comido demasiado cordero asado y le dolía el estómago. Y ahora el tonto de su primo le decía eso. Se había enfadado con él porque tenía razón.

Se sentó en un banco de piedra algo mohoso que había delante del jardín. Desde ahí se veía la terraza del restaurante donde todos se divertían. Le daba igual que se le manchara el vestido. Ojalá no se fueran las manchas ni con el famoso detergente Colón de la tele que su madre echaba en todo.

Estaba anocheciendo y aún les quedaba un buen rato allí. Aunque a su madre las fiestas no le gustaban, su padre disfrutaba, ya que eran pocas las ocasiones en las que salía. Sintió un ruido detrás.

—Lo siento, Evi. —Solo Adán la llamaba así—. ¿Me haces sitio?

Ella se apartó de mala gana. Adán se había quitado la americana, aflojado la corbata y olía a sudor; pero seguía siendo el mismo, a pesar de llevar un traje. Eva había crecido este año más que él y le pasaba en cuatro centímetros, lo que hacía que se sintiera un poco molesto. Ella siempre le decía, para consolarle, que en su familia todos eran muy altos y que un día llegaría a alcanzar a su padre.

—¿Qué te pasa, Eva? ¿Por qué no te diviertes? —preguntó curioso mientras arrojaba piedrecillas a las flores.

Ella le miró con tristeza. De acuerdo, no era muy sociable, pero las fiestas familiares eran toda una tortura. Que si tenía mollas, que si le habían crecido los pechos, que si no le asomaban, que si le salían granos en la cara, que si se debía cortar el pelo…, así todo el rato, sin parar. Las tías mayores se pasaban el tiempo criticando a todos en su cara y esto la había deprimido.

—Odio las bodas. Yo nunca me casaré —acabó suspirando.

—No me lo creo. A las chicas siempre le gusta casarse. —Su lógica era aplastante.

—Yo no, de hecho, no quiero tener novio. —Ella miró decidida al frente—. Yo tendré un trabajo y me iré a Nueva York a vivir y allí haré fiestas con pintores y artistas y solo hablaremos de libros.

—¡Vaya chorrada! —Adán le empujó riéndose—. En cuanto venga un chico diciéndote que salgas con él, irás como una corderita.

—Eso no lo sabes. —Se volvió hacia él—. Además, si tengo novio, quiero uno con el que pueda hablar y que sea guapo y listo.

—O sea, alguien como yo —bromeó Adán. Ella bajó sonrojada la mirada a las manos, que estaban en el regazo.

De repente, él se quedó callado, como si considerase la posibilidad. Miró el perfil de su prima. La verdad que era casi guapa. Tenía la nariz recta como su padre y los ojos un poco verdosos cuando se enfadaba. Llevaba el pelo recogido atrás con un pasador, por lo que mostraba un rostro moreno y delicado.

—Eres guapa —le dijo avergonzado. Ella levantó la vista.

Por unos instantes se miraron a los ojos y el mundo se paró. Entonces, Adán se acercó a ella, suavemente posó los labios en su sorprendida prima y ambos se estrenaron en su primer beso.

 

 

 

 

Una adolescencia complicada

 

 

 

Marzo 1988

 

De nuevo se escapaba de casa para verlo. Habían quedado en el parque Miraflores, un lugar donde había paseos arbolados entre las casas, muy apropiado para un encuentro furtivo. Eva comentó en casa que había quedado con su amiga Elena, aunque realmente no solía dar muchas explicaciones. En el fondo, lo hacía por su padre.

Bajó por el paseo, caminando rápido hacia su cita, como todos los jueves de todas las semanas. Él estaba allí, esperando, siempre tan puntual.

—Hola, guapa —le dijo sonriendo.

—Hola, Adán. —Se acercó tímidamente a darle dos besos.

—¿Vamos a sentarnos a nuestro banco?

Ella asintió y él la cogió de la mano. Habían encontrado un banco debajo de varios árboles detrás de un arbusto. Apenas pasaba gente por ese lado de la calle y los vecinos tampoco los veían desde arriba. Un lugar ideal para no ser vistos. Se sentaron muy juntos.

—Te he echado de menos toda la semana —dijo Adán acariciándole la cara.

—Llevas diciéndome lo mismo nueve meses —sonrió Eva. Le gustaba.

Él se acercó y le dio un suave beso en los labios. Ella abrió la boca y se dejó invadir. Ya tenían mucha práctica en besarse y lo disfrutaban mucho. Adán rozó el pecho de Eva, que dio un respingo. Todavía no se acostumbraba a ello, pero sabía que el chico deseaba tocarla, aunque fuera sobre el abrigo.

—Me gustaría marcharme de aquí —dijo cuando hicieron una pausa en los besos—. ¿Vendrías conmigo si me fuera?

—No digas tonterías. ¿Cómo te vas a ir? —repuso Adán—. Solo tienes quince años, como yo. ¿Dónde iríamos? Es absurdo.

—Tengo quince años y sí, me iría contigo, pero ya veo que tú no conmigo.

Se giró dándole la espalda. Hacía semanas que pensaba en irse de casa y olvidarse de las continuas riñas de su madre, alternadas con etapas que no le hablaba ni una sola palabra. Si no hubiera sido por su padre, ya se hubiera ido.

—Escucha, Eva. —Adán la cogió del brazo e hizo que se volviera—. Me gustas mucho, pero hay que ser realistas. Además, quiero ir a la universidad. Y tú deberías ir también.

—Mis padres no creo que me paguen la universidad. Ni siquiera sé qué estudiaría. Y, por cierto, estás hablando como un carca, parece que tengas cuarenta años.

Adán frunció el ceño y la soltó. Podría ser que verse con Eva no fuera lo mejor para ellos. Llevaba un tiempo dándole vueltas a su relación. Sus amigos le decían que no era normal. Sus padres, por supuesto, no sabían nada. Y estaba cansado de no poder ir «por la zona de salir» con ninguna novia. Nadie podía verlos juntos. Esto era malo para los dos. Tras estar callado un rato, decidió soltar la bomba que llevaba dentro.

—Mira, Eva. Yo te quiero y siempre te querré. Pero nunca vamos a conseguir estar juntos, aunque seamos mayores. —Adán suspiró—. Puede que sea mejor que dejemos de vernos.

Eva se quedó paralizada sin saber qué decir.

—¿Estás…, estás cortando conmigo? —pudo finalmente hablar con la voz muy baja.

—No puedo cortar contigo porque no somos novios —dijo pacientemente Adán—. Yo te quiero…

—¿Pero?

—Pero es que no vamos a llegar a ninguna parte. Nunca podremos ser novios o casarnos o presentarnos a nuestra familia —rio nerviosamente al pensar en ello.

—De acuerdo —respondió ella en voz baja.

Eva se levantó sin despedirse y se marchó corriendo. Corrió y corrió mientras las lágrimas caían sin parar. Excepto su inseparable amiga Elena, Adán era todo lo que tenía en la vida. ¿Por qué le decía «yo soy tu Adán y tú mi Eva» si estaba pensando en dejarla?

Se cayó y se hizo una herida en la rodilla y otra en la mano. Se levantó sin mirar demasiado y fue andando más tranquila hacia su casa. No valía la pena llorar. De hecho, tomó una decisión: no lloraría nunca más por un chico.

 

 

 

 

El viaje

 

 

 

Julio 1989

 

Eva estaba adormilada en el tren que la llevaba a su destierro. Tuvo la suerte de que no se sentara nadie a su lado, así que se encogió lo que pudo y se recostó en los dos asientos. Dobló la chaqueta de ganchillo que le había hecho su abuela materna y fabricó una improvisada almohada. Con su sobrepeso, y «eso», apenas podía moverse.

Las lágrimas habían hecho que los ojos estuvieran rojos e irritados, pero le daba bastante igual. Cuando se despidió de sus padres en la estación del Portillo, no había llorado. Hasta que no salió de Zaragoza no empezó, y durante casi una hora, no pudo controlarse. Una amable pasajera le prestó un pañuelo y le preguntó si necesitaba algo. Ella no supo qué decir.

Cómo explicar que su propia madre la había echado de casa y que su padre no había hecho nada por ella. Solo tenía dieciséis años, por Dios. Sabía que, desde aquel momento, desde aquel fatídico día de la boda de su tía, todo lo que había hecho o dicho le había parecido mal a su madre, que la había condenado antes de pecar, así que decidió darle razones para criticarla.

Empezó aquel día, cuando la llamó poco menos que puta, o prostituta, más bien, ya que ella no decía tacos o palabras malsonantes. Y solo fue un inocente beso con su primo. Ni que se hubiera acostado con él. La bofetada que le dio fue apoteósica. Él no hizo nada por defenderla y, cuando acudieron sus padres, no se llevó ni una reprimenda. Así era la vida de injusta.

Levantó la mirada y se incorporó en el asiento. Hacía mucho calor y estaba algo deshidratada. Su madre le había dado poco dinero y solo dos bocadillos y una cantimplora con agua para todo el viaje de quince horas hasta París. De todas formas, tampoco tenía mucha hambre.

Habían pasado tantas cosas desde ese dos de septiembre de 1987 que se había quedado grabado en su memoria. La sacó de la boda casi arrastrándola, colorada y medio llorando. Su vestido se había rasgado por la fuerza con la que su madre la llevaba y habían saltado dos botones. Lo había hecho a empujones, delante de toda la familia, que se quedó mirándolas asombrada. Subieron en el coche y fueron directos a casa. Su padre no entendía qué había sucedido, pero siempre obedecía a su madre. La encerró en su habitación, gritándole sin parar. Lo más suave que le dijo fue que estaba poseída por el demonio. A veces pensaba que su madre estaba mal de la cabeza, no porque fuera religiosa, sino porque llevaba la religión a su máximo extremo.

Después, todo fue cuesta abajo. Ella creció, se desarrolló y se convirtió en una chica llamativa, con curvas, que parecía mayor que las demás. Los chicos se la rifaban y en el colegio las chicas envidiaban lo bien que le quedaba el uniforme. Incluso sorprendió a algún profesor mirándole el escote.

Empezó a salir por la noche y a desobedecer a su madre. Ya que decía que era una puta, lo sería. Aunque fue virgen hasta la noche en que se quedó embarazada, su madre jamás la creyó. Su padre siempre se quedaba callado, nunca se atrevió a defenderla de las barbaridades que le decía.

 

 

 

 

Una cita

 

 

 

Mayo 1989

 

Después de acabar la relación, Adán desapareció de su vida. Ella siguió en el colegio con el bachillerato y, aunque no tenía muchas ganas de estudiar, aprobaba las asignaturas. Algunas incluso con buena nota.

Había perdido a un gran amigo al que le contaba todas sus cosas. Eso le había resultado casi más doloroso. La amistad era más fuerte que la relación. Durante el primer mes estuvo devastada, pero, como buena superviviente, siguió adelante.

Se cardaba el pelo y se maquillaba con el lápiz de ojos hasta casi la sien. Se ponía su minifalda negra, los botines, una cazadora de cuero de segunda mano que se parecía a la de Madonna en su película favorita Who´s that girl y se iba a ver qué pillaba.

Le daba igual pijos que macarras. Todos caían rendidos a ella. Se daban el lote, se dejaba manosear y ya está. Así cada fin de semana. No tenía muy buena fama en el instituto, cosa que le traía sin cuidado.

Si supieran que todavía era virgen, no se lo creerían. Durante todo este tiempo no había conocido a nadie que le gustase tanto como para acostarse con él. Aunque no por falta de proposiciones, que podría haber estado con cualquiera. Hasta que vio a Nico.

Nicolás Santamaría. Era un chico de los pijos, mayor que ella, que iba por los bares de «la zona» como el Tal y Cual, un sitio donde iba los más arregladitos de Zaragoza. Lo había visto varias veces y era muy guapo. Por supuesto, todas las chicas estaban locas por él, y, aunque tonteaba con muchas, no se veía que fuera con ninguna de modo habitual. Ella había decidido que saldría con él.

—¿Quedamos en el Derby? —Su amiga Elena la había llamado por teléfono y ella entró en el baño, cerró la puerta casi por completo y estiró el cordón del auricular hasta que ya no tuvo forma de muelle.

—¿Sabes si estará él? —Elena o tenía contactos o muchos amigos, pero siempre lo sabía todo.

—Sí, claro. Queda todos los viernes a las cinco a jugar a las cartas con sus amigos. Pero si te lo quieres ligar, tienes que parecer buena. —Elena se carcajeó. La semana pasada le había dado por imitar a Alaska y se había pintado las uñas de negro y cardado el pelo hasta unos quince centímetros de altura. Se había pintado los ojos oscuros con una gruesa línea negra y los labios morados. Menos mal que no le había dado por raparse media cabeza como era su primera intención, al estilo de la cantante Ana Curra.

—Por eso no te preocupes, pero tú vístete también de pija o desentonaremos.

—¿Quedamos a las cinco menos cuarto en la plaza Aragón? Y así vamos juntas.

—Vale. Nos vemos.

Colgó el teléfono y se fue a su dormitorio pasando por el salón. Su madre levantó la vista de su labor de ganchillo y la miró de forma desagradable, pero no le dijo nada. Tampoco le pedía dinero, así que hacía lo que le daba la gana. Ella no sabía que de vez en cuando ponía copas en algún bar y sacaba lo suficiente para un mes. Los bares se la rifaban, el escote de Eva era lo más comentado de la noche y los chicos acudían como moscas.

Se dio una ducha y se desenredó el pelo. Después lo trabajó para que cayera en cascada sobre su espalda y mientras escuchaba la canción Sola de Olé Olé, cantó en voz alta, se puso unos vaqueros pitillo, un cinturón ancho que marcaba su figura y hacía que su abundante pecho sobresaliera más y la camisa blanca de su prima. Se pintó un poco y se puso las manoletinas. Era alta y a los chicos les gustaba que no lo fuera más que ellos. Parecía la inocente Sandy de la película Grease, aunque por dentro era la de las mallas negras.

Su madre arqueó una ceja al verla, pero siguió sin decir nada. Y, como siempre, su padre ni levantó la mirada, hundido en un libro de los suyos sobre pájaros.

Ya le daba igual su familia. Hoy estaba dispuesta a triunfar con Nico.

 

 

 

 

Nico

 

 

 

Nicolás Santamaría era un chico guapo, y no solo eso, sino que lo sabía y se lo creía. No era muy alto, no llegaba al metro ochenta deseado desde pequeño, pero sobrepasaba a la mayoría de las chicas. Algunas de ellas, las que él no miraba, decían que era un poco paticorto. Pero era justo el tipo de chico que a ella le gustaba. Tenía el pelo castaño claro y siempre lo llevaba engominado hacia atrás, lo que hacía que se le oscureciera un poco. Sus ojos eran azul claro y sus labios gruesos. Elena decía que se parecía a Paul Newman, pero ella creía que no. Era más como Charlton Heston, más sexy, más salvaje. Y todas, absolutamente todas, darían su mano derecha por enrollarse con él. Decían que era mayor, pero nadie sabía su edad. Estaba estudiando Empresariales porque su padre tenía un concesionario, el de Mercedes, así que, además, llevaba habitualmente varios billetes de cinco mil pesetas en la cartera.

Era perfecto. Eva soñaba con ser la novia de un chico así, tan guapo y con dinero. Sería ideal para que su madre viera que no era una oveja perdida. Desde que lo vio por primera vez no había parado hasta descubrir dónde quedaba, qué hacía y, en general, todos los datos que pudo averiguar de él. Hoy sería su representación final.

Elena se divertía siguiéndola en todas sus locuras. Era como la hermana que nunca había tenido y cuando iba a su casa a comer o a dormir, Eva pedía a sus padres que la adoptaran. Ellos se reían, pero entendían la situación. No prohibían hacer nada a Elena porque confiaban en ella. En su casa tampoco es que le prohibiesen todo, pero el motivo era que no les importaba. Eran profesores de universidad, ella en la facultad de Magisterio, él en la de Derecho, y habían criado a dos hijos sanos e inteligentes. A veces, Eva se sorprendía de que Elena fuera su amiga. Era guapa, inteligente y tan amable y comprensiva que daban ganas de llorar. Siempre estaba tranquila y calmaba el mal humor de su amiga con sus padres.

Eva vivía en el paseo María Agustín, a quince minutos de su destino, así que se fue andando hasta la plaza Aragón. Recibió algún silbido y dos o tres piropos de los militares que paseaban en grupo por las aceras del paseo Independencia. Estaban de permiso y bajaban en la línea de autobús número treinta desde el cuartel. Se notaba porque iban todos con el pelo rapado y de caza: de caza de niñas pijas con las que enrollarse, y si había suerte, echar un polvo, aunque la mayoría de esas chicas no se dejaban. Era difícil encontrar a alguna que se dejase hacer algo más allá del magreo y los besos con lengua. En 1989, las chicas «decentes» no hacían eso. Hoy no le interesaban en absoluto, así que los ignoró y ellos buscaron otra presa a la que perseguir.

Elena ya estaba esperando. Vivía en el paseo de la Constitución, a dos pasos de la plaza.

—¡Estás muy guapa, Eva! Deberías ir siempre así, de pija. Te pega. —Elena abrazó a su amiga, que la miraba enfurruñada.

—No te pases. Esto solo es un disfraz. Si le gusto, será de Madonna y no de Sandy. —Por fin sonrió, no podía evitar querer a su amiga.

—He pasado por delante del bar Derby y ya está jugando a las cartas. Mira, si quieres hacemos una cosa. Entras tú la primera y te sientas en la barra, yo me doy una vuelta y luego aparezco, así le da tiempo de fijarse en ti.

—¡Qué enrollada eres! —Eva abrazó de nuevo a su querida y única amiga—. No sé qué haría sin ti.

Se fueron caminando hacia el bar por la calle Arquitecto Yarza y se despidieron por el momento. Eva entró en el bar donde había un par de grupos de chicos jugando a las cartas. No era un pub, sino un bar normal de los de toda la vida, pero como estaba justo en la zona pija y abría antes que cualquier otro, los que querían echar la partida, iban allí.

Eva estaba bastante nerviosa, aunque no quisiera reconocerlo. Le sudaban las manos como cuando tenía un examen. Se sentó en una de las sillas altas de la barra y pidió un café solo con hielo. No había ninguna otra chica, así que todos la observaron con detenimiento, seguramente para ponerle nota. El hermano de Elena le había dicho que los chicos hacían eso.

Nico estaba sentado en la segunda mesa, justo de cara a la puerta, así que tenía que haberla visto entrar. Miró el reloj de pulsera como si estuviese esperando a alguien y después hacia la calle. El teatrillo completo. Allí no pasaba nada. Los chicos siguieron jugando a las cartas sin hacerle ni caso. Tenía que probar otra táctica.

—¿Los servicios, por favor? —le preguntó al camarero. Este le indicó con la cabeza una puerta que estaba justo detrás de Nico. La suerte quizá cambiara.

Entonces entró Elena. Se dieron unos besos un poco escandalosamente y todos las miraron. Elena se pidió un Trina de naranja y se sentó en la banqueta de al lado. La miraba de forma interrogativa y Eva negó con la cabeza.

—Elena, voy al baño, espérame, ¿vale?

Esta asintió y miró a su amiga. Siempre le decía que valía para actriz. Eva pasó contoneándose hacia el baño, pero de forma natural, como si no pudiera evitarlo. Al llegar donde estaba Nico, se paró delante y sonrió.

—¿Me dejas pasar al baño? —dijo con suavidad, imitando la dulzura de su amiga Elena.

Él se levantó caballerosamente, aunque podía haber pasado sin problema. Se miraron a los ojos y Eva pasó dentro. No podía creérselo. Él la había mirado, y apreciativamente, según pudo comprobar.

Salió enseguida, no fuera a pensar que estaba haciendo algo más que pis y comprobó que él no se había sentado todavía.

—Gracias, esto…

—Nico. Soy Nico. ¿Y tú… te llamas?

—Me llamo Eva. —Se quedó parada sin saber qué hacer, y como él no decía nada más, hizo el gesto de girarse para marcharse con Elena, que la miraba con ojos brillantes.

—¿Vas a ir luego por Green, por la discoteca? —Nico la paró.

—Seguramente, nos gusta mucho bailar —contestó Eva tímida.

—Entonces nos vemos allí luego y te invito a algo, ¿sobre las siete?

—Quizá… —sonrió, pero no de forma descarada, sino con los ojos bajitos y sin enseñar los dientes.

Se reunió con su amiga intentando no saltar de alegría y después estar un ratito hablando, pagaron las consumiciones y salieron del bar. Nada más volver la esquina de la calle, ambas comenzaron a dar grititos de emoción.

—Tía, ¡qué pasada! Te lo has ligado. —Elena la abrazó y después comenzó a saltar sin soltarla.

—¡Que me despeinas, tonta!

—Anda, vamos a la cafetería del Corte Inglés a merendar y me cuentas todo.

—No hay mucho que contar, pero vamos.

Se dirigieron hacia el Corte Inglés del paseo de Independencia para meterse en uno de los pocos sitios donde se estaba fresco en toda la ciudad. Con treinta y dos grados a las seis de la tarde, las escaleras mecánicas subían y bajaban repletas de gente que pasaba el rato en los grandes almacenes. Subieron hasta la sexta planta, donde estaba la cafetería. Se sentaron en una mesa y se pidieron unos sándwiches mixtos y dos Trinas. Tenían que hacer tiempo hasta las siete y media por lo menos, para llegar un poco tarde, pero no tanto como para que él pensara que no iba a ir.

Estuvieron repasando cada palabra de la conversación y cada gesto de Nico y después imaginaron la vida fantástica de Eva cuando se casase con él. Decidieron cómo sería el vestido de novia y llegaron a poner nombre a sus futuros cuatro hijos. A Elena no le parecía bien que el vestido de novia fuera transparente y que llevase una cazadora blanca de cuero y tachuelas, pero, total, para qué discutir con Eva si solo estaban soñando despiertas.

A las siete se fueron de la cafetería. El camarero ya las miraba mal porque hacía rato que habían terminado de merendar. Se dieron una vuelta por la planta de ropa para jóvenes y luego por la de cosmética. A Elena le encantaba todo eso. Decía que quería ser peluquera. A sus padres no les parecía lo mejor para ella, pero lo aceptaban. Eva todavía no había pensado qué hacer con su vida. Aún le quedaba terminar el BUP y hacer el COU, y aunque no sacaba malas notas, no era especialmente brillante en nada. Pero ambas habían aprobado segundo de BUP sin dejar nada para el verano, así que, en ese instante, ¡eran libres!