Llegué a Lisboa el último día de agosto. El vuelo me había reservado algún que otro susto. «Las primeras tormentas del final de verano», se había apresurado a comunicar el comandante en cuanto empezaron las turbulencias. Tanta solicitud debía de ser fruto de la experiencia, porque las sacudidas fueron a más. Debajo de nosotros, a poca distancia, se divisaba un largo y amenazador manto de nubes negras cuyos efectos se transmitían de manera invisible al avión donde viajábamos. Fueron tan sólo quince minutos, pero se me hicieron más largos que el resto del trayecto. Cuando aterrizamos en Lisboa, las nubes habían cobrado un cariz más dócil. Su espesa negrura había desteñido en un blanco de reflejos inciertos, entre grises y rosáceos. Sus formas también parecían haberse domesticado: desde el caos amorfo de media hora antes habían evolucionado hacia perfiles suaves y formas recortadas que evocaban figuras familiares aunque indefinidas.
Ahora me sentía más tranquilo, no sé si por efecto de haber tocado suelo o por el hecho de encontrarme en Lisboa, una ciudad que no visitaba desde hacía tiempo pero que asociaba con recuerdos sosegados, de metrópolis todavía inmune a los ritmos frenéticos de la actualidad. De todos modos, iba a quedarme allí una sola noche. Había alquilado una habitación de hotel cerca del puerto, un alojamiento sencillo y barato, elegido por una simple cuestión de comodidad. A la mañana siguiente tenía que levantarme a primera hora y presentarme en el muelle principal antes de las nueve.
Tras dejar las maletas, di un breve paseo. Los restaurantes de los alrededores no me convencieron. Algunas cartas no me gustaban, otras eran sospechosamente baratas y los locales semivacíos no hacían sino acrecentar mis dudas. Al final decidí cenar en el hotel. Cuando subí a la habitación, eran todavía las diez. Ya sabía lo que me esperaba: unas cuantas horas de dar vueltas en la cama intentando dormirme. Me costaba mucho conciliar el sueño fuera de casa, así que saqué de la maleta el folleto publicitario del crucero. Repasé las escasas informaciones que aparecían en las páginas. Me las sabía de memoria, pero era una manera de matar el tiempo. En primer lugar, el trayecto. Desde Lisboa cruzaríamos el estrecho de Gibraltar y nos adentraríamos en el Mediterráneo. Tras bordear España y Francia, nuestro barco apuntaría hacia Sicilia atravesando el mar Tirreno y de ahí alcanzaría la isla griega de Cefalonia. Luego subiría por el Adriático del lado de Yugoslavia hasta llegar al destino final, Venecia. En total, serían casi dos semanas de navegación.
Mientras leía el folleto, se apoderaba de mí una sensación de irrealidad, como si no fuera yo la persona que se preparaba para emprender aquel viaje. Nunca había hecho con anterioridad un crucero, y no por falta de medios u oportunidades. Siempre fui persona de tierra firme, de desplazamientos en coche o en tren, de compañías reducidas, de lugares solitarios o poco frecuentados. La idea de compartir un espacio atestado de gente y cercado por el mar, sin opción alguna de escape, ejercía sobre mí un fuerte poder disuasorio. Tampoco había conseguido convencer a nadie para que se sumara a mi iniciativa. Los amigos que en un primer momento mostraron interés por el viaje, al final se habían escabullido todos con alguna excusa. Otro inconveniente era el violín. Durante dos semanas habría tenido que renunciar a tocarlo, pues veía muy complicado hacerlo en el crucero, aunque fuese en mi camarote, sin levantar las quejas de algún pasajero. Lo dejé en manos de un lutier de confianza. Ahora que lo pensaba, en los últimos veinte años no había estado más de tres días seguidos sin tocar el violín.
Repasé una y otra vez el folleto. Las fotos, atractivas y prometedoras, ocupaban mucho más espacio que los escuetos textos, como una mujer que tratara de fascinar más con su belleza que con sus temas de conversación. El barco era desde luego espectacular, imponente. Se trataba nada menos que del Renaissance, una de las embarcaciones más exclusivas de entre las que cruzaban el Mediterráneo. Las imágenes desplegaban ante mí una panoplia de actividades y entretenimientos: cocina refinada, piscinas, gimnasios, spas, tiendas, terrazas, pistas de baile, un cine y hasta un casino. En la página 3, es decir, en el último lugar de las propuestas consideradas más atractivas, estaba la razón de mi presencia allí. Previo pago de un suplemento (utilizo un eufemismo, pues el desembolso equivalía a casi un mes de mi sueldo), se podía asistir a un concierto de Arturo Benedetti Michelangeli, uno de los más grandes pianistas en activo.
Recuerdo que, cuando un amigo me comentó la noticia, pensé que se trataba de una broma. Que Benedetti Michelangeli estuviese dispuesto a tocar en un crucero me resultaba algo increíble. Ni el ambiente, ni el público ni la circunstancia encajaban con sus exigencias a la hora de tocar. Su enfermizo afán de perfeccionismo no tenía límites, era una pesadilla para los promotores musicales. Si nunca estaba satisfecho con los mejores auditorios ni con los mejores instrumentos (lo que desembocaba frecuentemente en cancelaciones de última hora), ¿cómo podía haberse planteado siquiera la posibilidad de dar un concierto en un crucero? La información de mi amigo sonaba a inocentada. A lo mejor quería comprobar hasta dónde llegaba mi credulidad o mi idolatría hacia Benedetti Michelangeli, un músico por el que siempre había profesado una auténtica veneración.
Al final, la curiosidad pudo con mis reticencias. Si de verdad Benedetti Michelangeli iba a ofrecer un recital en un crucero, sería un acontecimiento único en su carrera. Por nada del mundo querría perdérmelo. Fui a preguntar a una agencia de viajes. Para mi gran sorpresa, lo que me habían contado era cierto. La empleada de la agencia me desgranó los pormenores de la oferta mientras yo escuchaba cada vez más atónito sus palabras. La realidad superaba con creces mi imaginación. La publicidad del crucero hablaba de una actuación de Benedetti Michelangeli junto a un trío de cuerda. Que yo supiese, era la primera vez que el pianista participaba en un concierto de cámara. Nunca lo había hecho antes. Era una de sus tantas rarezas. Ahora bien, una excepción tan flagrante en su ideario –un concierto de cámara ¡y en un crucero!– me resultaba inexplicable. Le pedí a la chica el folleto o un testimonio cualquiera en donde constase, negro sobre blanco, lo que acababa de decirme. Necesitaba una prueba de que no lo había soñado.
El timbrazo del teléfono me devolvió a la realidad. Había pedido en recepción que me despertasen pronto para prepararme con calma, pero llevaba desvelado no sé cuánto tiempo. Había estado tan absorto en mis pensamientos que ni siquiera tenía conciencia de si me había dormido en algún momento. Por suerte, no me sentía cansado. No tuve dificultad en encontrar el muelle donde estaba atracado el Renaissance. Su silueta se levantaba majestuosa muy por encima de los otros barcos. Con sus 150 metros de eslora, era la joya de los cruceros Paquet. Contaba con más de doscientos camarotes y podía transportar a casi quinientos pasajeros, sin contar a los miembros de la tripulación, que rebasaban los dos centenares. Contemplado desde cerca, tenía la apariencia de un castillo flotante. Era de un blanco uniforme y el sol matutino le otorgaba una luminosidad cegadora. El barco nos mostraba su lado de estribor. Las paredes del casco se levantaban compactas y se prolongaban casi sin solución de continuidad otros dos pisos más. Cuatro enormes botes salvavidas parecían ejercer de silenciosos centinelas. La chimenea elevaba la silueta del barco hasta el cielo. Incluso en mí, que no soy un apasionado de los barcos, el Renaissance despertó un sentimiento de reverencia. A su lado, los turistas que nos preparábamos para embarcar parecíamos hormigas.
Había llegado con tiempo, por lo que decidí desayunar en un bar próximo. Las nubes del día anterior se habían despejado por completo y habían dejado paso a un sol incipiente. La jornada se anunciaba espléndida. Una bandada de pájaros cruzó el cielo de izquierda a derecha. Lo interpreté como una señal de buen augurio. Desde el bar podía observar el vaivén de turistas que subían al barco. Era un variopinto desfile de camisas coloreadas, sombreros, maletas, caras alegres e ilusionadas, sobre todo las de los niños y las parejas jóvenes. Me pregunté cuántas de aquellas personas se habían apuntado al crucero por la misma razón que yo. Inconscientemente, buscaba a alguien con un perfil similar al mío: persona soltera, treinta y cinco años, a ser posible con intereses musicales. Los probables candidatos me parecían escasos, pero me lo pasaba bien tratando de reconstruir el carácter y los gustos de los pasajeros a través de su fisonomía y sus gestos.
Mis observaciones no eran del todo desinteresadas. Esperaba, no lo escondo, divisar entre la gente a Benedetti Michelangeli, aunque ni siquiera tenía la seguridad de que fuese a embarcar en Lisboa. Podría hacerlo más adelante, en otra escala: en Francia o en Italia. El folleto no especificaba la fecha del concierto. Por otra parte, resultaba improbable que alguien como él, tan poco proclive al contacto con extraños, se mezclase con la baraúnda de pasajeros que se agolpaba en el muelle. Si el pianista había decidido sumarse al crucero desde el principio, era previsible que le hubiesen habilitado otro acceso o que hubiese subido con antelación.
Mientras contemplaba el flujo de los turistas, de repente pensé que ella también podía estar allí. No sé cómo se me ocurrió. Hacía un año que no la veía; habría sido una coincidencia bien singular que nos hubiésemos apuntado al mismo viaje. Hasta donde sabía, los cruceros no le gustaban; pero lo mismo podría haber dicho ella de mí. Era una posibilidad tan remota que me extrañó el simple hecho de haber reparado en ello. Aunque era cierto que también le gustaba la música y que no sería la primera vez que coincidíamos en los sitios más inesperados. Llevaba ocurriendo desde hacía tanto tiempo… La sirena del Renaissance puso punto final a mis reflexiones. Cogí la maleta. Tenía que darme prisa. Ya era hora de embarcar, y aún no había visto a Benedetti Michelangeli.
El Renaissance parecía incluso más grande por dentro que por fuera. Tardé un buen rato en encontrar mi camarote y tuve que preguntar dos veces. Me habían asignado una cabina doble y espaciosa. Sacar la ropa de la maleta me llevó poco tiempo; había llevado lo justo para afrontar las diversas situaciones climáticas que pudiera encontrar en el Mediterráneo a principios de septiembre. A aquellas alturas del año no temía el frío, pero sí el viento de cubierta. También llevaba indumentaria algo más elegante para el día del concierto.
La vida a bordo del Renaissance se desarrollaba principalmente en los tres pisos superiores. El primero, correspondiente a la cubierta, contaba en la popa con una gran piscina y un amplio espacio para tumbarse y tomar el sol. Un bonito paseo exterior conectaba con el extremo de proa, que ofrecía una vista inmejorable. En el transcurso de los días, este lugar se convirtió en mi destino preferido durante las horas nocturnas. La iluminación, más escasa aquí que en otras partes del barco, permitía observar las estrellas con suficiente nitidez. Sólo había un inconveniente: el resguardo que el sitio ofrecía por la noche suponía un poderoso aliciente para las efusiones románticas de las parejitas. No obstante, había espacio suficiente para coincidir allí sin molestarnos mutuamente.
El segundo piso lo ocupaba en gran medida el restaurante, un espacio luminoso y acristalado que ofrecía una panorámica muy sugestiva de la cubierta de popa y del mar a los dos lados. El piso terminaba a proa en una espectacular terraza sobre la que se levantaban las ventanas del puente de mando. El último piso llevaba una segunda piscina, incluso más grande que la de abajo. Durante el crucero fueron a parar aquí la mayoría de solteros y parejas sin niños en busca de tranquilidad, ahuyentados por las actividades infantiles que se organizaban en la piscina de abajo. Este tercer nivel tenía la ventaja de estar expuesto al sol todo el día pues no había estructuras superiores que proyectasen sombras. Además, la ausencia de puntos más altos desde donde uno podía ser observado ofrecía una mayor sensación de intimidad.
En el primer piso, además de organizarse actividades para los niños, había también un gimnasio y una biblioteca. Esta última me causó una grata sorpresa. Imaginaba que sus estanterías estarían llenas de best sellers, novelas policíacas y guías turísticas. Tenía en cambio una sección de ensayos no muy amplia pero atractiva. Me pregunté quién, en un sitio como aquél, habría hecho la selección de los títulos. Quizá fuesen libros olvidados por anteriores pasajeros e incorporados luego a la biblioteca. Leí una vez que entre los aficionados a los cruceros había crecido el porcentaje de intelectuales y profesores universitarios. Cuando pienso en mi experiencia a bordo del Renaissance, tengo dudas al respecto. En todo caso, me apunté dos títulos ante la eventualidad de terminar antes de tiempo los libros que llevaba conmigo.
Una de las bondades de las que presumía el Renaissance era su cocina. Aquellos años coincidían con el reinado mediático de los chefs franceses: eran los más requeridos, los más buscados, los más admirados, los más entrevistados en revistas y periódicos. Una compañía francesa como Paquet no podía prescindir de cuidar en máximo grado el tema culinario. La carta del menú del día, encomendada a un chef de prestigio (no recuerdo ahora su nombre), estaba a disposición de los clientes en todos los rincones del barco como si se tratase de la información más valiosa del viaje. Pude comprobar desde el principio que la fama del Renaissance en este punto era absolutamente justificada. Los platos, tal como acostumbran los restaurantes de lujo, no eran abundantes pero estaban presentados de manera excelente y eran muy originales en su elaboración.
Tampoco en mi primera comida a bordo logré ver a Benedetti Michelangeli. Cada vez me iba haciendo más a la idea de que no había subido en Lisboa y que, con toda probabilidad, lo haría en una de las siguientes escalas.
El piso que estaba debajo de la cubierta albergaba la zona más concurrida del Renaissance por la noche: el casino, que empezaba a animarse a partir de las diez. No era el único atractivo que se encontraba en este nivel. Sobre la zona de los motores, el lado de proa terminaba en un enorme y espléndido ventanal que ofrecía la vista más cercana al mar, y en ocasiones era incluso posible observar bancos de peces que se acercaban al navío. Un elegante pasillo por el que asomaban tiendas de ropa, de joyas y perfumes comunicaba con el otro extremo de proa y desembocaba en una antesala espaciosa adornada con cuadros y plantas. Una puerta grande daba acceso a lo que parecía un salón de actos. No estaba cerrada con llave. La entreabrí unos segundos, el tiempo suficiente para concluir con total seguridad que el concierto tendría lugar ahí. Al fondo de la sala, en el lado derecho, se veía un piano de cola.
La mejor manera de averiguar si Benedetti Michelangeli estaba en el crucero sería vigilar aquella puerta. En algún momento, el pianista tendría que aparecer por ahí para ensayar con el resto de los músicos. Miré a mi alrededor. La disposición del lugar favorecía mis planes. A unos quince metros de la entrada, escorado a la izquierda, había un bar con unas pequeñas mesas enfrente. Su principal función era sin duda la de atender al público antes y después de las actividades en el salón de actos, pero parecía funcionar todo el día. Ahí sentado, tendría una cómoda panorámica de las personas que entraban y salían, sin llamar demasiado la atención. Éste sería a partir de ahora mi puesto de vigilancia.
El primer día en el Renaissance me proporcionó asimismo un encuentro del todo inesperado. Cuando salía para ir a cenar, me crucé en el pasillo con un hombre cuya cara no me resultaba desconocida. Se trataba de un miembro de la tripulación, y además de cierta importancia, porque iba vestido con uniforme de oficial. Por mucho que hurgara en mis recuerdos, no conseguía situarlo en ningún contexto concreto. Seguramente había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. Él también debía de estar pensando lo mismo de mí, porque nos quedamos parados un instante el uno frente al otro con mirada dubitativa.
Fue él quien me reconoció primero. En cuanto me dijo su nombre, lo recordé todo. Habíamos sido compañeros los dos últimos años de instituto. No teníamos una amistad muy estrecha, pero nos llevábamos bien. Estudiamos juntos unas cuantas veces. El trabajo de su padre le obligaba a cambiar con frecuencia de ciudad. Ocurrió de nuevo al término del bachillerato: se fue a Francia con su familia y a partir de entonces no supe más de él. En un primer momento me había despistado verle vestido de oficial de barco. Recuerdo que en aquella época su deseo era ser veterinario. Me intrigaba saber qué había pasado para que su vida diera un giro tan radical, pero no tuvimos tiempo de intercambiar muchas palabras. Él estaba de servicio e iba al puente de mando. Quedamos en vernos después de la cena, a las diez, cuando finalizaba su turno.
Renaissance
Yo también le hablé un poco de mí. Se acordaba de mi pasión por la música y de mis estudios de violín, aunque en aquel entonces no estaba claro que la música fuese a ser mi profesión. Aproveché la circunstancia para explicarle el motivo de mi viaje: el concierto de Benedetti Michelangeli. Mi amigo no estaba al tanto de los detalles organizativos y desconocía si el pianista se encontraba ya a bordo. El encargado del asunto era un húngaro del que no recordaba el nombre, un amigo del comandante y colaborador de la compañía Paquet en este tipo de eventos. No era la primera vez que el Renaissance acogía conciertos de músicos prestigiosos. Al ver mi interés, me prometió investigar más.
Era ya la una de la madrugada. Me despedí y me fui al camarote con una sensación de alivio. Benedetti Michelangeli no había aparecido, pero el día había resultado más entretenido de lo que esperaba. La experiencia del crucero, novedosa en todos los sentidos, la exploración del barco y, por último, el inesperado encuentro con mi antiguo compañero habían vencido mis reticencias iniciales, tal vez producto de mis prejuicios. Descubrí asimismo que el balanceo suave del barco ejercía sobre mí un efecto relajante. Me dormí al poco tiempo.