NOCHE FANTÁSTICA
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE ROBERTO BRAVO DE LA VARGA
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
PRIMAVERA EN EL PRATER
EN LA NIEVE
ESCARLATINA
LA INSTITUTRIZ
NOVELITA DE VERANO
NOCHE FANTÁSTICA
EL PAGO DE LA DEUDA ATRASADA
UN RELATO BREVE
Irrumpió por la puerta como un torbellino.
—¿Ha llegado ya mi vestido?
—No, señorita—respondió la doncella—, y ya dudo que llegue hoy.
—¡Naturalmente que no, ya conozco yo a esa holgazana!—exclamó con voz trémula, conteniendo un sollozo—. Ahora son las doce, a la una y media tendría que bajar al Prater para el derby. ¡Y por esa estúpida no voy a poder! ¡Y además con el buen tiempo que hace!
Y furiosa, echando chispas de rabia, dejó caer su esbelta figurita en el pequeño sofá persa que, adornado profusamente con volantes y flecos, estaba en una esquina de aquel boudoir decorado con una fantástica falta de gusto. Todo su cuerpo temblaba de ira por no poder acudir al derby en el que, como dama de renombre y célebre belleza, desempeñaba uno de los papeles más importantes, y ardientes lágrimas resbalaron entre sus delgados dedos cargados de sortijas.
Estuvo algunos minutos echada así, luego se incorporó un poco para poder llegar con la mano a la pequeña mesita inglesa, donde sabía que estaban sus bombones de praliné. Mecánicamente se metió uno tras otro en la boca y dejó que se deshicieran despacio. Y su profundo cansancio, la noche de diversión, la fría semioscuridad de la habitación y su gran dolor se conjuntaron de forma que, poco a poco, empezó a dar cabezadas.
Pasó más o menos una hora descansando así, en ese leve duermevela carente de sueños, sin ser todavía consciente de la realidad más que a medias. Estaba muy hermosa, aunque los ojos, que generalmente eran su principal atractivo debido a su alegre desenvoltura, se encontraran ahora cerrados. Sólo sus cejas finamente perfiladas le daban un aspecto mundano, si no, se la habría podido tomar por una niña dormida, tan graciosos y proporcionados eran sus rasgos, a los que el sueño había sustraído el dolor por la diversión echada a perder.
Hacia la una se despertó, algo sorprendida de haberse dormido, y poco a poco volvió a recordarlo todo. Hizo sonar la campanilla con fuerza y, a su llamada, repetida nerviosamente, apareció de nuevo la doncella.
—¿Ha llegado mi vestido?
—No, señorita.
—¡Esa miserable! Bien sabe que lo necesito. Ahora sí que se acabó, ahora no podré ir.
Y, alterada, se levantó de un salto, recorrió varias veces el reducido boudoir de un lado a otro; luego asomó la cabeza por la ventana para ver si su coche ya había llegado.
Naturalmente, allí estaba. Todo habría ido bien si esa condenada costurera hubiera venido. Ahora tendría que quedarse en casa. Se fue aferrando a la idea de que no había otra mujer en la tierra que fuera tan desdichada como ella.
Pero en cierto sentido se puede decir que le gustaba estar triste; de forma inconsciente encontraba un auténtico placer en mortificarse. Y en ese arrebato ordenó a la doncella que despidiera su coche, una orden que el cochero aceptó rebosante de alegría, ya que el día del derby podía hacer un magnífico negocio.
No obstante, apenas hubo visto partir con vivo trote el elegante cupé, se arrepintió de su orden, y le habría gustado hacer que regresara llamándolo ella misma a voces desde la ventana, si no le hubiera dado vergüenza, ya que vivía en el barrio más noble de Viena, en el Graben.
Bueno, ahora sí que se había acabado. Estaba en esa habitación, bajo arresto domiciliario, como un soldado al que le han prohibido abandonar el cuartel como castigo.
Daba vueltas malhumorada. Se sentía tan incómoda allí, en aquel reducido boudoir que estaba abarrotado de las cosas más dispares, baratijas de la peor ralea mezcladas con exquisitas obras de arte sin orden ni concierto, sin estilo definido. Y, además, aquel olor compuesto de veinte perfumes diferentes, y aquel penetrante aroma de cigarrillo que se pegaba a todos los objetos. Por primera vez, todo aquello le resultó desagradable, ni siquiera los volúmenes amarillos de las novelas de Prévost le ofrecían hoy ningún aliciente, porque no paraba de pensar en el Prater, su Prater, y en la Freudenau con el derby.
Y todo eso sólo porque no tenía un vestido nuevo y elegante de temporada.
Era para llorar. Indiferente ante cualquier pensamiento, se tendió en el fauteuil e intentó dormirse de nuevo para matar la tarde. Pero no pudo. Los párpados se le abrían una y otra vez, anhelando la luz.
Luego volvió a la ventana y contempló fuera la acera del Graben, que lanzaba destellos al sol, y a las personas que pasaban presurosas por ella. Y el cielo era tan azul y el viento tan tibio que el deseo de verse al aire libre se hacía cada vez más intenso y acuciante, y su voz se volvía más fuerte por momentos. Y, de repente, se le ocurrió la idea de ir sola al Prater, porque no se lo podía perder; ya que no podía acompañarles, al menos vería la carrera. Para eso no necesitaba un vestido de temporada elegante, un vestido sencillo era incluso mejor, porque así no la podrían reconocer.
Pronto, el plan se convirtió en resolución.
Abrió sus baúles para elegir vestido. Colores estridentes, brillantes, llamativos, chillones se ofrecían a sus ojos en un torbellino multicolor, y la seda crujía bajo su mano al empezar a escoger, lo que le resultó bien difícil, porque casi no había más que vestidos que tenían la marcada intención de hacer que los demás se fijaran en ella, que era precisamente lo que quería evitar aquel día. Por fin, después de mucho buscar, una sonrisa infantil, alegre, cruzó de repente por su rostro. Justo en un rincón, pasado de moda y arrugado, había descubierto un vestido sencillo, casi mísero, y no era sólo el hallazgo lo que le hizo sonreír, sino el pasado que este recuerdo evocaba. Recordó el día en que se escapó de la casa de sus padres con su amante, llevando puesta aquella ropa, de la enorme felicidad que había disfrutado a su lado y, luego, de la época en que la había cambiado por ricos vestidos, convertida en la amante de un conde y luego de otro y luego de muchos otros...
No sabía para qué lo había conservado. Pero se alegró de tenerlo y, cuando se cambió y se miró en el pesado espejo veneciano, tuvo que reírse de sí misma al ver lo honesta, lo burguesa e infantil, lo candorosa que parecía...
Después de revolver un poco, encontró también el sombrero que había pertenecido a ese vestido, luego volvió a echar una mirada risueña al espejo, desde el que correspondió sonriendo a su saludo una joven señorita de clase media con su ropa de domingo, y se marchó.
Salió a la calle con la sonrisa en los labios.
Al principio tuvo la sensación de que todos debían de notar que ella no era lo que aparentaba ser.
Pero las escasas personas que pasaban disparadas por su lado, andando a toda prisa bajo el calor del mediodía, en su mayor parte, no tenían tiempo de pararse a contemplarla, y poco a poco se fue adaptando a su nueva situación y bajó caminando meditabunda la Rotenturmstrasse.
Todo allí tenía un aspecto brillante y refulgente, bañado por la luz del sol. El ambiente de fiesta dominical se había transmitido de la gente, alegre y arreglada, a los animales y a las cosas; todo irradiaba fulgor, lanzaba destellos, exultaba de júbilo y salía a su encuentro para saludarla. Y ella se quedó absorta contemplando la colorida animación que en realidad nunca había advertido. «Como una naranja amarga», se dijo para sí, cuando por quedarse mirando casi choca contra un coche.
Durante un rato anduvo otra vez con algo más de cuidado, pero cuando alcanzó la Praterstrasse, volvió a exultar desbordante de alegría al ver pasar, justo a su lado, a uno de sus admiradores subido en un elegante coche, tan cerca, que habría podido tirarle de las orejas, y le habría gustado mucho hacerlo. Él, sin embargo, no reparó en ella, porque iba despreocupado, reclinado hacia atrás con un aire distinguido. Entonces se rió tan fuerte que él se volvió, y si ella, veloz como un rayo, no se hubiera llevado el pañuelo al rostro, seguramente no habría podido esquivarlo.
Feliz, siguió caminando y pronto se introdujo en medio del gentío que, en esplendorosos grupos, peregrina los domingos al santuario nacional de Viena, a las avenidas del Prater, que están dispuestas como blancos maderos sobre un césped verde a través de las boscosas praderas sin senderos del Prater. Y su desbordante júbilo pasó inadvertido perdiéndose en medio de la alegría de la muchedumbre, pues el buen humor dominical y el entusiasmo de la naturaleza hacían que cada cual olvidara los seis polvorientos días de duro trabajo semanal que rodeaban el domingo.
Iba a la deriva, arrastrada por la muchedumbre como una solitaria ola en el mar, sin rumbo y sin destino, y, no obstante, levantando espuma y rodando jubilosa consciente de su fuerza.
Ya prácticamente se alegraba de que la costurera hubiera olvidado su vestido, porque allí se sentía tan dichosa, tan libre como jamás en su vida, casi como en su niñez, cuando conoció el Prater.
Y entonces volvieron a surgir todos aquellos recuerdos e imágenes, pero como orlados por su buen humor con un ribete de oro brillante; volvió a acordarse de su primer amor, mas no con tristeza y despecho, como algo que resulta desagradable tocar, sino como una gracia que se quisiera revivir una vez más, aquel amor que uno regala, que no vende...
Sumida en profundas ensoñaciones siguió caminando y la charla de la multitud acabó convirtiéndose en una sorda efervescencia fluctuante, de la que no oía ni un solo ruido. Estaba sola consigo misma y con sus pensamientos, más de lo que jamás lo había estado, como cuando yacía sobre el pequeño diván persa de su habitación sin hacer nada y formaba anillos de humo con su cigarrillo en el aire sereno y estancado...
De repente levantó la mirada.
Al principio no supo por qué. Sólo había experimentado una oscura sensación que de pronto cubrió sus pensamientos con un velo inextricable. Entonces fue cuando levantó la vista y notó un par de ojos fijos en ella. Su instinto femenino, aun sin volverse a observar, había interpretado correctamente aquellas miradas que la habían sacado de su ensueño.
Las miradas procedían de un par de ojos oscuros que se encontraban en el rostro de un joven que resultaba simpático por la expresión infantil que había conservado a pesar de su espléndida barba. Su indumentaria indicaba que era un estudiante, y una flor del partido nacional que llevaba puesta en el ojal no hacía más que confirmar esta suposición. Un sombrero ancho, ladeado, que arrojaba sombra sobre los rasgos suaves, regulares, daba a esta sencilla cabeza, casi vulgar, un algo poético, idílico.
Su primer impulso fue fruncir las cejas despectivamente y desviar orgullosa la mirada. ¿Qué podía querer aquel hombre tan vulgar de ella? No era en absoluto una muchacha del arrabal, era...
De repente se detuvo y la risa traviesa brilló de nuevo en sus ojos. Por un momento había vuelto a sentirse como una dama del gran mundo y olvidado por completo que se había colocado la máscara de una muchacha burguesa, y sintió una alegría infantil al ver que el disfraz le había salido tan bien.
El joven, que había interpretado la sonrisa como un avance a su favor, se le acercó, sin dejar de fijar sus ojos en ella. Se esforzaba en vano por dar a sus rasgos una expresión varonil, segura de su victoria, que, sin embargo, la timidez y la irresolución echaban a perder una y otra vez. Y eso fue precisamente lo que le gustó de él, porque la moderación y la reserva por parte de los hombres eran algo que desconocía. El carácter infantil, que la edad no había malogrado todavía en este joven, le ofreció algo desconocido, una nueva sensación, incomparable en su naturalidad. Le parecía un juego infinitamente cómico observar cómo el estudiante abría los labios docenas de veces para dirigirse a ella y siempre volvía a cerrarlos en el momento decisivo, atenazado por el temor y una vergüenza angustiosa. Y ella tenía que apretar fuertemente los labios para no reírse en su cara.
Entre las prendas que adornaban a aquel jovencito se encontraba además el no ser ciego. Y así pudo advertir claramente aquella pérfida mueca en la sutil comisura de la boca de ella, lo cual aumentó significativamente su valor.
Y, sin más ni más, le soltó de repente aquella pregunta tan cortés de si podía acompañarla un rato. No le dio ningún motivo, por una razón tan extremadamente sencilla como que, a pesar de haberse esforzado mucho pensando, no había encontrado ninguno que pudiera utilizar.
Por largos y fastidiosos que hubieran sido los preliminares, ella misma se sorprendió en el momento crítico en que él le formuló la pregunta. ¿Debía aceptar? ¿Por qué no? No iba a pararse ahora a pensar en cómo podía acabar el asunto. Ya que se había puesto el disfraz, quería interpretar el papel; por una vez quería ir al Prater como una muchacha burguesa con su galán. ¿No resultaba incluso divertido?
Así que decidió aceptar, le dio las gracias, pero le dijo que no la acompañara, porque perdería demasiado tiempo. En este caso, el «sí» se encontraba en la oración causal.
Él lo comprendió en el acto y se puso a su lado.
Pronto entablaron una conversación.
Era un estudiante joven, gracioso, no hacía demasiados años que había salido del instituto, del que se había traído a la vida un buen pedazo de aquel espíritu alocado. Había vivido poco y tenía poca experiencia, era verdad que había amado mucho de la manera en que aman los muchachos, pero «las aventuras» que ansía tener la mayoría de la gente joven habían sido muy, muy escasas en su caso, por no decir que jamás habían tenido lugar, porque le faltaba el atrevimiento, que es la condición principal para tales experiencias. Su amor se había quedado las más de las veces en simples suspiros lánguidos, de quien admira a distancia, cautelosamente, y se pierde en poemas y ensueños.
Ella, por su parte, se asombraba de sí misma, al ver la chismosa charlatana en que se había convertido de repente, y de qué cosas se empezaba a preocupar..., y cómo, de golpe, se había vuelto a meter en su antiguo dialecto vienés, que ya hacía por lo menos cinco años que no hablaba ni se acordaba de él. Y era como si aquellos cinco años de vida elegante, desenfrenada, hubieran desaparecido, se hubieran hundido sin dejar huella, como si volviera a ser la delgada niña del arrabal de otro tiempo, sedienta de vida, a la que le gustaba tanto el Prater y su magia.
Sin que ella lo notara, poco a poco se habían ido apartando del camino, saliendo del torrente de gente que rugía, hacia las amplias praderas del Prater, en la plenitud de la primavera.
Los castaños centenarios, que se alzaban como gigantes con sus ramas extendidas, lucían un verde intenso. ¡Y qué susurro tan agradable cuando las ramas cargadas de flores se rozaban murmurando unas a otras, diseminando blancos copos de delicadas hojas, como la nieve en invierno, sobre la hierba verde oscuro, en la que las flores de colores habían ido tejiendo caprichosos motivos! Y un aroma dulce y denso brotaba de la tierra y afluía en suaves oleadas, pegándose a cada cual tan estrecha y firmemente que uno ya no tenía una conciencia definida de aquella delicia, sino tan sólo una vaga sensación de algo dulce, agradable, adormecedor. El cielo se curvaba como un zafiro sobre los árboles, tan azul, tan brillante y puro. Y el sol extendía su oro más rico sobre su prodigiosa, imperecedera e incomparable creación: la primavera en el Prater.
¡Primavera en el Prater!
Las palabras vibraban solemnemente en el aire, todos sentían el profundo milagro que se obraba a su alrededor, aunque dentro de cada cual también había brotado un sentimiento de renuevo. Parejas de enamorados paseaban del brazo por las amplias, inmensas praderas irradiando felicidad, y en los niños, a los que esta dicha todavía les era ajena, había despertado una singular excitación que los obligaba a saltar y bailar, dando gritos de júbilo, y sus alegres voces se perdían a lo lejos en el viento y en el bosque.
Como una aureola de gloria coronaba a todas aquellas personas felices, liberadas del trabajo, la primavera en el Prater.
Ninguno de los dos había sido consciente en absoluto de la forma en que aquel milagro se había ido tejiendo lentamente alrededor de sus almas, pero, poco a poco, una íntima cordialidad se había deslizado furtivamente en sus alegres bromas, un invitado inesperado, pero bien recibido. Se habían hecho amigos, él estaba encantado con esta muchacha incitante, vivaz y alegre, que en su soberbia altivez parecía una princesa disfrazada, y también ella le había tomado afecto al desenfadado muchacho. Y la comedia que había emprendido con él estaba empezando a convertirse en algo serio incluso para ella; con las ropas de otro tiempo también se había revestido nuevamente de las sensaciones de entonces, ansiaba volver a sentir aquella dicha plena, la felicidad del primer amor...
Era como si ahora quisiera vivir todo aquello por primera vez, aquel cómico asombro, aquel deseo escondido, aquella apacible, sencilla felicidad...
Él había deslizado su brazo suavemente bajo el de ella y ella no lo había rechazado. Y sentía el cálido aliento de él en su pelo, cómo le iba contando miles de cosas, de su juventud, de sus vivencias, y luego, que se llamaba Hans y que estudiaba y que le tenía un cariño tremendo. Medio en broma, medio en serio, le hizo una declaración de amor, que provocó que ella se estremeciera de alegría y de felicidad. Ya había escuchado cientos de ellas, y seguramente con palabras más bonitas; también había atendido muchas, pero ninguna había conseguido que sus mejillas se sonrojaran con un rubor tan radiante, como este sencillo lenguaje, íntimo y cordial, que hoy susurraba en su oído, vibrando ligeramente con una profunda emoción. Como un dulce sueño que se anhela vivir sonaban las trémulas palabras y su temblor se prolongaba recorriendo todo su cuerpo hasta hacer que se estremeciera de felicidad. ¡Y qué embriagada sentía cómo la presión del brazo de él sobre el suyo iba volviéndose cada vez más fuerte, con ebria, salvaje ternura!
Para entonces habían entrado en lo más profundo de las amplias vegas desiertas, en las que sólo resonaba el suave y susurrante traqueteo de los coches, prácticamente nada más. Sólo aquí y allá brillaban entre el verde los claros trajes de verano, como blancas mariposas que luego continuaban su camino, rara vez llegaba hasta ellos la voz de alguien, todo yacía como en un profundo sueño cansado de sol...
Su voz era la única que proseguía incansable, susurrando miles de ternuras, cada una de ellas más afectuosa y extravagante que las anteriores. Y ella lo escuchaba adormecida, como se escucha una pieza musical a lo lejos cuando uno se queda dormido, sin reconocer cada nota en particular, sino solamente lo rítmico, lo melódico del sonido.
Y tampoco hizo nada para evitar que le cogiera la cabeza entre sus manos y la atrajera hacia sí para besarla, con un beso largo, profundo, en el que, sin decir nada, había innumerables palabras de amor.
Y con ese beso se disiparon todos sus recuerdos, lo sintió como si fuera el primer beso de amor de su vida. Y el juego que quería seguir a costa del joven se veía convertido ahora en plena vida y sentimiento. Un profundo afecto había arraigado en ella y le había hecho olvidar todo su pasado, igual que un actor en los momentos culminantes de su arte se siente como un rey o un héroe y ya no se acuerda de su trabajo.
Era como si por un milagro pudiera volver a vivir una vez más el primer amor...
Durante un par de horas erraron sin rumbo, del brazo, con la dulce embriaguez de la ternura. El cielo ya ardía con un rojo intenso que las copas de los árboles tocaban como oscuras manos negras, las siluetas y los contornos se hacían cada vez más inciertos y confusos en el ocaso, y el viento vespertino susurraba entre las hojas.
Hans y Lise—normalmente se hacía llamar Lizzie, pero, de pronto, su nombre de niña le parecía de nuevo tan cariñoso y cercano que ella misma le pidió que la llamara así—también habían dado la vuelta y ahora iban hacia el Volksprater, el Wurstelprater, que ya se advertía desde lejos por el barullo multiplicado cien veces de todos los ruidos posibles e imposibles.
Allí, una abigarrada corriente humana discurría ante los puestos iluminados con luces chillonas: soldados con sus amadas, gente joven, niños locos de alegría que nunca se cansaban de ver las inauditas curiosidades. Y, en medio de todo, un espantoso caos de sonidos. Bandas militares y otros músicos que intentaban cubrirse unos a otros, artesanos, vendedores ambulantes que con voz ardiente alababan sus tesoros, disparos de escopeta procedentes de la barraca de tiro al blanco y voces infantiles en todas las tonalidades. El pueblo entero se apiñaba allí, con sus tipos más sobresalientes, sus deseos, que los propietarios de los puestos y tabernas intentaban satisfacer, y con su compacta masa que a partir de la diversidad conforma una unidad.
Para Lise, este Prater era el país de su infancia redescubierto, o mejor dicho, recuperado. Ya sólo frecuentaba la avenida principal, con el orgulloso paso de los carruajes, la elegancia y la nobleza, pero ahora todo lo de allí le parecía encantador, como un niño al que se lleva a una tienda de juguetes donde alarga deseoso la mano hacia todas y cada una de las cosas. Volvía a divertirse y a estar de excelente humor; el espíritu soñador, casi lírico, había pasado. Como dos niños traviesos, ambos reían y alborotaban en medio del gran océano humano.
Se paraban en cada puesto y se recreaban con el monótono y pomposo reclamo de los dueños, que ensalzaban de la manera más graciosa a la «mujer más alta del mundo» o al «hombre más pequeño del continente» o a las contorsionistas, adivinas, monstruos, prodigios marinos. Montaron en el carrusel, hicieron que les dijeran la buenaventura, participaron en todo tipo de cosas, y estaban tan contentos y felices que toda la gente se les quedaba mirando sorprendida.
Al cabo de un rato, Hans descubrió que también había que hacer justicia al estómago. Ella estuvo de acuerdo y así fue como entraron juntos en una taberna que no estaba metida en lo peor del barullo. Allí el ruido se transformaba en un fragor ininterrumpido que cada vez se hacía más bajo y suave.
Y allí se sentaron a charlar estrechamente unidos uno a otro. Él le contó cien historias diferentes llenas de gracia y supo introducir hábilmente en cada una algún que otro requiebro y mantener su chispa. Él le daba nombres cómicos que la obligaban a reír estrepitosamente, le enseñaba juegos pueriles que la hacían prorrumpir en gritos de júbilo. Y también ella, a la que generalmente le gustaba hacer gala de un dominio de sí misma distinguido, sereno, estaba ahora más loca de contento que nunca. Volvía a recordar historias de su niñez que hacía tiempo que había olvidado, personajes perdidos en su memoria aparecían de nuevo y cobraban forma de un modo humorístico. Estaba como encantada, tan distinta, tan rejuvenecida.
Pasaron así mucho tiempo, charlando juntos...
Ya hacía rato que había llegado la noche con sus oscuros velos, pero no había disipado el bochornoso ambiente de la tarde. El aire seguía cargado de vapores, como un tren pesado y, a lo lejos, los relámpagos resplandecían atravesando el silencio que cada vez se hacía más completo. Las farolas se fueron apagando paulatinamente y la gente se perdió en distintas direcciones, buscando cada cual su hogar.
También Hans se levantó.
—¡Venga, Liserl, vámonos!
Ella lo siguió y cogidos del brazo salieron del Prater, que oscuro y misterioso los siguió con la mirada, mientras las últimas luces de colores refulgían como los brillantes ojos de un tigre desde los árboles que susurraban suavemente.
Fueron por la Praterstrasse, que se veía clara iluminada por la luz de la luna, sin mucha gente, ya casi dormida. Cada paso resonaba con fuerza sobre el pavimento y las sombras se deslizaban rápidas, con viva precipitación, al pasar delante de las farolas, que irradiaban indiferentes su escasa luz.
No habían hablado sobre qué dirección seguir, pero, sin decir nada, era Hans el que los conducía. Ella sospechaba que él se dirigía a su casa, pero no quiso decir nada.
Siguieron caminando así, intercambiando pocas palabras. Pasaron por el puente del Danubio, continuaron por el Ring en dirección al distrito VIII, que es el barrio estudiantil de Viena, pasando de largo ante el esplendoroso e imponente edificio de piedra de la Universidad, por delante del Ayuntamiento, metiéndose en callejuelas cada vez más estrechas, más míseras.
Y, de repente, él empezó a hablarle.
Le hablaba con palabras cálidas, inflamadas, proclamaba la pasión de su amor juvenil con los más ardientes colores, los que sólo proporciona el instante del deseo más furioso. En sus palabras se encontraba, con toda su viveza, el ansia que siente la juventud por gozar de la vida, por alcanzar la felicidad, por encontrar lo más rico del amor. Y sus palabras se hacían cada vez más impetuosas, más apasionadas, se alzaban trémulas como ávidas llamas, la naturaleza entera del hombre había alcanzado en él su máxima expresión. Suplicaba su amor como un mendigo...
Todo el cuerpo de ella se estremecía al oírle hablar.
Su oído estaba lleno de un dichoso rumor de palabras y desenfrenadas canciones. No comprendía lo que decía, pero su ruego crecía poderoso en su propia alma, que pugnaba por salir al encuentro de la de él.
Como un don delicioso, incomparable, de cuento, ella acabó prometiéndole lo que había otorgado a otros cien como una miserable limosna.
Se detuvo ante una casa pequeña y antigua y llamó, con la felicidad brillándole en los ojos.
Abrieron pronto.
Primero, un pequeño pasillo frío y húmedo que recorrieron rápidamente. Y, luego, muchos, muchos pequeños peldaños desgastados de una escalera de caracol. Pero ella no se dio cuenta, porque él la había llevado hasta arriba en sus fuertes brazos como una pelota de plumas y el temblor impaciente de sus manos atravesó todo su cuerpo como una corriente, mientras ella, igual que en un sueño, subía cada vez más alto.
Arriba, él se detuvo y abrió la puerta de una pequeña habitación. Era un cuarto reducido, oscuro, en el que sólo se podían distinguir los objetos con dificultad, pues los luminosos rayos de la luna se dispersaban al pasar por una cortina blanca, rasgada, que cubría un angosto tragaluz.
Dejó que se deslizara suavemente hasta el suelo, pero sólo para abrazarla con mayor ímpetu. Ardientes besos corrían por sus venas, sus miembros temblaban bajo la caricia de los de él, y sus palabras morían en un nostálgico murmullo...
Oscuro y reducido es el cuarto.
Pero una dicha infinita mantiene sus alas extendidas sobre él con un silencio apacible y dichoso. Y el cálido brillo del sol del amor luce en la profunda oscuridad...
Todavía es temprano. Tal vez no sean más de las seis.
Lizzie acaba de volver a casa, a su elegante boudoir.
Lo primero es abrir las dos ventanas para que entre el aire fresco de la mañana, porque aquel olor insustancial y dulzón a perfume, que le recuerda su vida de ahora, la repugna. Antes había aceptado indiferente, sin pensar, la vida tal como era, ciega, fatal. Pero la experiencia del día anterior, que había llegado a su vida como un sueño de juventud, luminoso y alegre, había despertado en ella de improviso la necesidad de amor.
Pero siente que ya no puede volver atrás. Ahora, pronto, se presentará uno de sus admiradores y luego otro más. Siente un estremecimiento formidable ante esta idea.
Y teme el día, que paulatinamente va clareando y perfilándose.
Pero, poco a poco, comienza de nuevo a recordar y a pensar en el día anterior que cayó sobre su vida, tan oscura y triste, como un rayo de sol perdido. Y se olvida de todo lo que pueda venir.
En sus labios se dibuja la sonrisa de una niña que, de madrugada, se despierta feliz de un delicioso sueño.
Una pequeña ciudad alemana de la Edad Media, muy cerca de la frontera con Polonia, con la rechoncha opulencia que comportan las construcciones del siglo XIV. La imagen colorida y dinámica que generalmente ofrece la ciudad ha quedado reducida a una sola impresión, a una blancura deslumbrante, resplandeciente, que se extiende por encima de las anchas murallas de la ciudad y pesa también sobre los pináculos de las torres en torno a las que la noche ya ha tendido su pálido velo de niebla.
Oscurece rápidamente. La ruidosa y confusa agitación de la calle, la actividad de la multitud de hombres que en ella trabaja se amortigua hasta convertirse en un rumor que fluye suavemente, como un sonido lejano que sólo quiebra el monótono repicar de las campanas de la tarde con rítmicos intervalos. El fin de la jornada extiende su dominio sobre los cansados artesanos deseosos de dormir; las luces son cada vez más aisladas y escasas, hasta que al final desaparecen por completo. La ciudad yace en un profundo sueño, como si fuera un ser único, imponente.
Todo sonido ha muerto, incluso la trémula voz del viento de las estepas se ha ido apagando hasta sonar como una dulce canción de cuna; se escucha el leve susurro de los copos de nieve que caen cuando en su recorrido alcanzan la meta...
De repente se percibe un suave eco.
Es como un ruido de cascos lejano y apresurado que se va acercando. El guardián de la puerta, atónito y medio dormido, acude extrañado a la ventana para escuchar lo que se oye fuera. Y, efectivamente, se aproxima un jinete a galope tendido, enfila hacia la puerta y un minuto más tarde una voz ruda, encallecida por el frío, exige entrar. La puerta se abre, pasa un hombre que lleva a su lado un caballo que respira exhalando nubes de vapor y que de inmediato entrega al portero; y disipa rápidamente sus reparos con pocas palabras y una gran suma de dinero; luego se encamina a toda prisa, con una seguridad que denota que conoce el lugar, pasando por la solitaria plaza del mercado, de una brillante blancura, atravesando silenciosas callejuelas y caminos nevados, hacia el extremo opuesto de la pequeña población.
Allí hay unas pocas casas pequeñas, muy apiñadas unas contra otras, como si necesitaran apoyarse mutuamente. Todas son austeras, sin adorno, nada llamativas, ahumadas y torcidas, y todas permanecen en perpetuo silencio en las escondidas callejuelas. Es como si nunca hubieran conocido un día de fiesta alegre, rebosante de felicidad, como si las ventanas ciegas, escondidas, nunca se hubieran conmovido con un júbilo gozoso, como si sus cristales nunca hubieran brillado con el refulgente reflejo de oro de un luminoso rayo de sol. Solitarias, como niños acobardados que tienen miedo de los demás, se apiñan unas contra otras en el reducido complejo del barrio judío.
Ante una de estas casas, la mayor y la más distinguida en comparación con las demás, se detiene el extranjero. Pertenece al más rico de la pequeña comunidad y sirve a la vez de sinagoga.
A través de los desgarrones de las cortinas corridas se escapa el claro resplandor de una luz, y en la habitación iluminada suenan voces que entonan un cántico religioso. Es la fiesta de Januká, que se celebra pacíficamente, la fiesta de la alegría y de la victoria que obtuvieron los Macabeos; un día en que el pueblo expulsado, siervo del destino, recuerda la plenitud de su fuerza de antaño, uno de los pocos días de gozo que la ley y la vida les ha deparado. Pero los cantos suenan melancólicos y nostálgicos, y el brillante metal de las voces, lleno de herrumbre por las miles de lágrimas derramadas; el canto suena como una lamentación desconsolada y se desvanece en la solitaria callejuela...
El extranjero permanece un momento ante la casa sin hacer nada, perdido en sus sueños y pensamientos, y un amargo llanto brota de su garganta que solloza cantando inconscientemente las antiquísimas melodías sagradas que se alzan de lo más hondo de su corazón. Su alma está llena de un profundo fervor.
Luego cobra ánimo. Con pasos vacilantes se dirige hacia la puerta cerrada y la aldaba cae con un pesado golpe sobre la puerta, que se estremece sordamente.
Y el estremecimiento recorre vibrando todo el edificio...
Arriba, el canto enmudece al instante como ante una señal dada, convenida. Todos se han quedado pálidos y se miran con ojos sobresaltados. De repente, el ambiente de fiesta se ha disipado, los sueños de una fuerza victoriosa como la de Judas Macabeo, a quien todos secundaban en espíritu entusiasmados, se han hundido; el esplendoroso reino de Israel que se mostraba ante sus ojos ha desaparecido, vuelven a ser pobres judíos temblorosos, desamparados. La realidad ha vuelto a resucitar.
Terrible silencio. La trémula mano del recitador que dirige la plegaria ha dejado caer el libro de oraciones, a ninguno le obedecen los pálidos labios. Una espantosa congoja se ha elevado en medio de la habitación y mantiene todas las gargantas atenazadas como un puño de acero.
Bien saben por qué.
Una terrible palabra se había introducido en sus casas, una palabra nueva, nunca oída, cuyo sangriento significado habían de experimentar en su propio pueblo. En Alemania habían aparecido los flagelantes, aquellos hombres furibundos, celosos de Dios, que con el placer y el éxtasis de coribantes desgarraban su propio cuerpo con disciplinas, grupos ebrios de ira, desbocados, que habían asesinado y martirizado a miles de judíos, que les querían arrancar violentamente el sagrado amparo de su Dios, la antigua fe de sus padres. Y aquél era su peor temor. Ser atropellados, golpeados, robados, convertirse en esclavos, todo lo habían soportado con una paciencia ciega, fatal; todos habían vivido asaltos en plena noche, con fuego y pillaje, y un escalofrío volvía a recorrer sus miembros siempre que recordaban aquellos tiempos.
Y hacía sólo unos días que había llegado el rumor de que un grupo de disciplinantes había partido también hacia su tierra, que hasta entonces sólo conocían de nombre, y ya no podía estar lejos. ¿Tal vez hubieran llegado ya?
Un miedo espantoso que les paralizaba el corazón se había apoderado de cada uno de ellos. Ya ven de nuevo las cuadrillas sedientas de sangre con el rostro embriagado de vino irrumpir en las casas con pasos feroces y antorchas ardiendo en la mano, en sus oídos ya suena el ahogado grito de auxilio de sus mujeres, que sufren la salvaje lujuria de los asesinos, ya sienten relampaguear las armas. Todo es como un sueño, tan claro y tan vivo.
El extranjero sigue abajo escuchando, y como no se le franquea la entrada, repite el golpe, que de nuevo retumba sordo y amenazador a través de la callada, sobresaltada estancia.
Entretanto, el dueño de la casa, el recitador, a quien la blanca barba que cae en ondas y la avanzada edad le dan el aspecto de un Patriarca, es el primero que ha cobrado un poco de ánimo. En voz baja murmura:
—Como Dios quiera. —Y luego se inclina hacia su nieta, una hermosa muchacha, que en su miedo recuerda a un corzo que con grandes ojos suplicantes se vuelve hacia el perseguidor—. ¡Lía, sal a ver quién es!
La muchacha, en cuyos gestos se concentran las miradas de todos, acude con pasos tímidos a la ventana donde descorre la cortina con dedos temblorosos, pálidos. Y, luego, un grito que le sale de lo más profundo del alma:
—¡Bendito sea Dios, es un hombre solo!
—¡Bendito sea Dios!—resuena como un suspiro de alivio por todos lados.
Y, entonces, el movimiento vuelve también a los rostros helados, sobre los que pesaba la terrible pesadilla; se separan algunos grupos, unos permanecen en silenciosa oración, otros hablan llenos de miedo e inseguridad sobre la inesperada llegada del extranjero, al que ahora se le permite franquear la puerta.
La habitación entera está llena de un olor y un ambiente sofocante y opresivo por la leña y la presencia de tantos hombres, todos reunidos alrededor de la mesa, primorosamente arreglada para la fiesta, sobre la que se encuentra el emblema y el símbolo de aquella noche sagrada, el candelabro de siete brazos, cada una de cuyas velas brilla pálida nublando el aire al arder. Las mujeres lucen ricos vestidos, llenos de adornos; los hombres, sus ondeantes ropajes ataviados con las cintas de oración. Y la reducida estancia está penetrada de esa profunda solemnidad que sólo la auténtica piedad puede dar.
Mientras tanto, ya llegan los rápidos pasos del extranjero que sube por la escalera y en ese momento hace su entrada.
A la vez, la puerta abierta deja entrar un fuerte, un terrible golpe de viento que penetra en la caldeada habitación. Y, con el aire de la nieve, irrumpe un frío helado que congela a todos. La corriente apaga las trémulas velas del candelabro, sólo una sigue ardiendo mortecina, agitándose de un lado a otro. Así es como la habitación queda sumida de repente en una penosa y desagradable luz crepuscular; es como si, de pronto, una fría noche quisiera abatirse sobre ellos desprendiéndose de las paredes. De golpe, la placidez, la paz, se han esfumado, todos advierten el mal presagio que supone que se apaguen las velas sagradas, y la superstición hace que vuelvan a sentir escalofríos. Pero nadie se atreve a decir una palabra.
De pie, en la puerta, hay un hombre alto, con barba negra, que apenas puede tener más de treinta años, y se zafa rápidamente de las capas y mantos con los que se ha resguardado del frío. Y, en el instante en que sus rasgos se hacen visibles en el brillo crepuscular de la trémula llamita de la última vela, Lía se arroja sobre él y lo abraza.
Es Josué, su novio de la ciudad vecina.
También los demás se apiñan animados a su alrededor y lo saludan alegremente, aunque pronto vuelven a enmudecer, porque él rechaza a su novia con un gesto serio, triste; ha venido en conocimiento de algo preocupante, que ha labrado profundos surcos en su frente. Todas las miradas se dirigen temerosas hacia él, que no puede substraer sus palabras de la tumultuosa marea de sus sentimientos. Toma la mano de quienes están más cerca de él y, en voz baja, el penoso secreto se arranca de sus labios:
—¡Los flagelantes están aquí!
Las miradas que se dirigían inquisitivas hacia él se han helado, y siente cómo el pulso de las manos que sujeta se detiene repentinamente. Con manos temblorosas, el recitador se agarra a la pesada mesa, cuyos vasos de cristal comienzan a tintinear suavemente, emitiendo un trémulo sonido. El miedo vuelve a atenazar los desalentados corazones y exprime las últimas gotas de sangre de los rostros asustados y desolados, que miran fijamente al mensajero.
La última vela oscila de nuevo y se apaga...
Sólo la lámpara colgante sigue iluminando pálidamente a los hombres descompuestos, destrozados, a quienes aquellas palabras han alcanzado como un rayo.
Una voz acostumbrada a su sino murmura suavemente el resignado:
—¡Dios lo ha querido así!
Aunque el resto todavía está desconcertado.
Pero el extranjero sigue hablando, desordenadamente, con vehemencia, como si él mismo no quisiera oír sus propias palabras:
—Vienen... muchos..., cientos. Y los acompaña una gran muchedumbre. Tienen las manos manchadas de sangre..., han asesinado a miles..., todos de los nuestros, en el Este. Ya han pasado por mi ciudad...
El terrible grito de una voz de mujer, cuya fuerza no pueden suavizar las lágrimas que derrama, lo interrumpe. Una mujer, joven todavía, casada recientemente, se arroja a sus pies.
—¡¿Siguen allí...?! ¿Y mis padres, mis hermanos? ¿Les ha ocurrido algo?
Él se inclina hacia ella y su voz solloza cuando le dice suavemente algo que suena a un consuelo:
—Ya no sufrirán más.
Y vuelve a hacerse el silencio, silencio total... El terrible fantasma del miedo a la muerte está entre ellos y les hace temblar... No hay ninguno que no haya perdido a un ser querido allí, en aquella ciudad.
Y, entonces, el recitador, al que las lágrimas le caen por la barba plateada y cuya frágil voz no quiere obedecerle, comienza a cantar con palabras entrecortadas la solemne y antiquísima oración por los difuntos. Y todos se suman a él cantando al unísono. Ni siquiera saben lo que están cantando, no reconocen ni la letra ni la melodía que repiten mecánicamente, cada cual piensa sólo en sus seres queridos. El canto se hace cada vez más fuerte; los suspiros, cada vez más profundos; la contención de los sentimientos que brotan, cada vez más trabajosa; las palabras, cada vez más confusas; y, al final, todos sollozan con un pesar incontenible, sin consuelo. Un dolor infinito, para el que ya no hay palabras, los ha unido a todos en un fraternal abrazo.
Profundo silencio...
Sólo, de vez en cuando, un profundo sollozo que no se puede sofocar...
Y, de nuevo, se escucha la grave, la ensordecedora voz que sigue con su relato:
—Todos descansan junto a Dios. No han dejado escapar a ninguno. Yo fui el único que pudo huir, con la ayuda de Dios...