1 La realidad

Prólogo inexcusable

Loca por tu noche cada noche voy Corrientes, flotando, pasada de pasión, triste porque sí, bien, pero mal también, porteña al fin, yo busco no sé qué.

Pasillo de la vida, Bagala / San Juan

Todo se replegaba a su paso como la crisálida del gusano de seda que se cierra en un capullo. Los salones quedaban en un plano velado o secundario, y la gente se volvía escasamente perceptible. Allí, donde ella entrara, una sensación jubilosa de vida ganaba la escena.

Propios y ajenos la llamaban Cesca, y así era como quería que la llamaran. Su nombre completo, que supe después, revelaba la mezcla incombustible de antepasados españoles y catalanes con ingleses e irlandeses. Tal vez fuera por esta mezcla corrosiva que, donde estuviera ella, no había nadie más, nada más. Su presencia, en el lugar que ocupara, aunque fuera un rincón, producía, al menos en mí, un absoluto desvanecimiento del entorno, como si la mente se negara a seguir registrando otras impresiones que las de su persona. En realidad, debería decir que era todo un personaje minuciosamente cincelado, con su porte excéntrico y sus peculiaridades a veces extravagantes, aunque ella no deseara, en lo más mínimo, llamar la atención.

Su nombre era Francesca Vallmajor Francis, pero sus artículos y notas, siempre marginales, que publicaba en periódicos y revistas igualmente marginales, incluso en fanzines españoles, los firmaba con diferentes seudónimos, algunos jocosos como el de Dolores Calatayud (por aquella copla que dice “Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores”) o sencillos como el de Amparito Muñoz, o haciendo uso de su segundo apellido y las iniciales de un escritor y traductor originario de Bristol, Rhode Island (H. E. Francis), que decía era primo suyo.

La empecé a tratar en 1973. Recuerdo la fecha, porque yo acababa de publicar mi primer libro y era, para horror mío y el de unos cuantos más, una “joven promesa”, y así le fui presentada. Cesca solía tener mesa fija junto a una de las ventanas acristaladas de La Paz que da sobre Corrientes, avenida que, por entonces, me trajinaba a diario y a distintas horas de la tarde o de la noche. Era a partir de las siete cuando se la veía apostada en el café, a veces sola y otras en compañía de algún amigo o conocido que la festejaba con veneración. No hay nada que atraiga más que una persona con cierto toque de sofisticación y el aire misterioso del outsider, del escritor secreto que huye del establishment y se propone ausente, extraño, extrañado, un poco extranjero.

Precisamente en La Paz fuimos presentadas por aquella gorda formidable que llevaba con mérito el apodo de Calamidad o Catástrofe, una mariquita enorme, muy desmelenada, que contaba chismes y, sobre todo, desgracias, escándalos personales, y lo hacía a expensas de vivas entonaciones y tal gusto por lo morboso que parecía gozar en grande con el dolor de los demás, incluso con el propio, pues no tenía ningún empacho en narrar con lujo de detalles los agravios que había sufrido por parte de algún homofóbico o de algún amante infiel.

A Cesca, a quien yo también reverenciaba secretamente, nunca le comenté que la conocía de antes, cuando ella visitaba la casa del malogrado poeta y ensayista Héctor A. Murena. Jamás olvidaré la primera vez que la vi. Tendría, por entonces, unos ocho o nueve años, pero la recuerdo como si fuera hoy: su abundante pelo rojo, la cabeza altiva, un vestido azul marino, su escote adornado de perlas y los guantes blancos. Salía de su cita como expulsada de la primera claridad de la luz.

El azar había querido que mis padres alquilaran transitoriamente un departamento minúsculo en la misma planta, el séptimo piso, de un edificio ubicado en la esquina de San José y Estados Unidos, donde residía Murena y viviría hasta su temprana muerte. El departamento era tan chico que mi hermano y yo pasábamos muchos ratos jugando afuera, en el pasillo. Su puerta y la nuestra eran las únicas de la planta y estaban enfrentadas, a escasos metros una de otra. Pero Murena nunca nos reprendió o se quejó a mi madre. Cierto es que éramos niños bastante silenciosos, y yo por nada del mundo me hubiera atrevido a disgustarlo. Era apuesto y elegante, paradigma de la masculinidad, una suerte de Gardel intelectual peinado a la gomina, con sus camisas impecables, sus trajes oscuros con chaleco, los zapatos relucientes. Ahora advierto que tenía la edad de mi padre, por entonces unos treinta y seis o treinta y siete años, pero para mí era un hombre sin edad, una leyenda. Mi tío hablaba mucho de Murena. Frecuentaban el mismo café de la cuadra y a veces departían de política o de fútbol. Murena no se sentaba a la mesa con los muchachos, bebía reclinado sobre la barra, casi siempre gin, y de un solo trago. A veces intervenía en las acaloradas discusiones de aquel café, que se llamaba Bar Azul, cuando alguien le pedía su opinión o su veredicto. Todos sabían en el barrio quién era. Mi tío, el menor de los hermanos de mi padre, socialista a ultranza, todavía recuerda cuando Murena le tomaba el pelo y le decía: “Pero che, pibe, de qué lucha de clases hablás con el sobretodo de alpaca que llevás puesto”. Yo siempre lo espiaba, mandaba a mi hermano a que le tocara el timbre y se escondiera en la escalera. Entre tanto, desde la mirilla de nuestra casa, observaba cómo él abría la puerta, salía al pasillo, se demoraba unos segundos hasta adivinar quiénes podrían haber sido los desatinados; entonces, se ajustaba el cinturón de su robe de chambre bordó, y serena, comprensivamente, volvía a su guarida de lobo solitario. Por Juan José Sebreli supe que ese departamento de Murena no era mucho más grande que el nuestro y, para colmo de males, interno. El que alquilaban mis padres, en cambio, daba a la calle y tenía un balcón extenso que hacía esquina. Desde ese balcón con vistas de última planta, mirando el cielo melancólico de una Buenos Aires de finales de los cincuenta, creí que vivía en la mejor ciudad del mundo.

Aún lo seguía creyendo en 1973, cuando Cesca me fue oficialmente presentada y nos hicimos amigas, digamos que amigas, a pesar de la diferencia de edad que existía entre nosotras. Ahora me sorprende descubrir que era bastante mayor que mi madre, tenía entonces sesenta y tres años, pero yo la veía entera y espléndida, la mujer más fascinante que había conocido. Nunca entendí por qué me tomó cariño a mí (una chica tímida, de laxitudes y mareas bajas, demasiado callada) y me confió tantas cosas de orden privado que absorbí, procesé y guardé como en una caja fuerte de la memoria todos estos años.

Fue Cesca quien, en la intimidad de su casa, me habló de Federico García Lorca y de su intensa relación con el poeta granadino. Lorca había visitado la Argentina en un momento que ella recordaba poblado de figuras enjundiosas que escribían y creaban sin sospechar siquiera que estaban marcando las coordenadas por donde discurriría toda nuestra literatura. Durante meses, ya sea en su casa o en nuestros largos vagabundeos por el centro y los barrios de Buenos Aires, Cesca no hacía más que volver una y otra vez a eso que ella denominaba “una feliz coincidencia”, la visita de Federico a una ciudad en eclosión intelectual y en permanente actividad literaria y teatral.

El poeta había permanecido en el Río de la Plata pocos meses, entre el 13 de octubre de 1933 y el 27 de marzo de 1934, pero cualquiera hubiera podido creer, por lo que Cesca contaba del alegre muchacho español, que había pasado entre nosotros una vida entera. Creo que en esto incidía el hecho de que dos años después de su estancia rioplatense, emisarios fascistas lo hubieran asesinado en España. Uno de sus asesinos, Juan Luis Trescastro, se vanagloriaba a la mañana siguiente del fusilamiento de haberle “metido dos tiros en el culo por maricón”. Aquella injustificada y violenta muerte lo situó como adalid de la República. Su obra comenzó a ser leída como un canto al derecho del individuo, a su vida erótica, a su libertad personal, en pugna contra las tiranías, el machismo y la prepotencia de los dogmas. Si ya era bien conocido en vida, a partir de su muerte su consagración fue total.

El libro de cabecera de mis tías había sido, como el de muchas mujeres de la época y durante varias generaciones, el Romancero gitano, versos que yo solía recitar con deleitación en mi infancia. Durante la adolescencia, había leído varias de sus obras teatrales y vi representadas algunas de ellas. Por lo que a mí tocaba, La casa de Bernarda Alba fue la pieza que más me impresionó. Pero pasada la adolescencia, me olvidé de García Lorca, se volvió un autor ausente de mis preferencias. Sin embargo, es posible que algo haya quedado en mí del poeta como huella borrada y es lo que continúa suscitando interés. Quizá la tensión dramática de un mundo femenino regido por la pasión y la lucha por el poder, el peso simbólico de la madre, cierto gusto arábigo-andaluz que le confiere a la palabra una sensualidad inusitada y la nostalgia de una época, cuando lo leía con admiración, en la que todo estaba por suceder.

En el marco de una Buenos Aires culta y festiva, tanguera y escéptica, pero llena de esperanza y de proyectos vanguardistas y renovadores, Francesca Vallmajor Francis, mi amiga Cesca (la escritora marginal, oculta, despreocupada de la fama, lectora exigente y ensayista sutil) conoció a Federico, su “Loca Prefederica”, como solía llamarlo a partir de las tres de la mañana, cuando habían bebido mucho y se reían uno del otro, después de haberse reído de sí mismos, y una vez que habían despellejado a todos los demás, y ya estaban metidos en la cama, ahogando sus risas debajo de las sábanas, antes de quererse como hermanos promiscuos, esas noches en las que dormían juntos, porque se sentían especialmente atormentados por sus dilemas como para separarse y con ese pánico prematuro que, en soledad, los desvelaba, y quizá no era más ni menos que la tremenda prefiguración de la muerte.

2 La ficción

I

Dicen que la bahía es magnífica. Ahora se halla envuelta en su dulce bruma protectora. No me despertéis, el día emerge como de un hermoso cuadro. Río de Janeiro está cerca, ¿si no de dónde habrían salido estas pequeñas mariposas blancas que vuelan sobre el barco? Llegaron hasta aquí a través del aire delicioso que emana de la tierra. Bruma, corred vuestra cortina, quiero ver la inmensa costa americana.

El viaje ha sido como un sueño de paz y dicha. Nada se ha movido en la travesía. Todo tan perfecto entre cielo y mar, en el mar y en el cielo. Qué gusto trabajar así. Haber escrito una conferencia nueva y arreglar las demás con apaño satisfactorio. Mi Dios: un arsenal de palabras inspiradísimas. Fontanals ha leído con detenimiento “Juego y teoría del duende” y cree que dejaré a los argentinos rendidos a mis pies. Él y yo nos hemos vuelto como brazos del océano retratados en cada rincón del transatlántico. Si parecemos niños de primera comunión.

¡Alegría, alegría! Pronto pisaré suelo firme. “El mar es la única fuerza de la naturaleza que me atormenta y me turba, más que el cielo”. Esto ya se lo he dicho a alguien. Por repetirlo, no deja de ser cierto. “Frente al mar olvido mi sexo, mi condición, mi alma, mi don de lágrimas. Me pincha el corazón un agudo deseo de imitarlo y de quedarme como él: amargo, fosfórico y desvelado eternamente”.

¡Alegría, alegría! Peces voladores nos reciben. ¿Qué día es hoy? En alta mar se pierde la noción del tiempo. Nueve de octubre de 1933. Huele a cosa grande en el Conte Grande, a felicidad de poeta. Buenos presagios me traen este aroma penetrante del salitre.

La Astróloga, que no ha querido darme su nombre, vaticina para mí lo mejor: “Tendrás un gran éxito, pero ninguno será como el que te aguarda en este lado de la América española”. Me lo predijo el bueno de Eduardo Ugarte, que se ha quedado al cuidado de los muchachos y con todo el peso de La Barraca.

“El sol está contigo y brillan para ti torres de oro”, me susurró la Astróloga minutos antes de que uno de los oficiales del barco, engalanado de Dios Neptuno, bendijera y diplomara a los que pasábamos por primera vez la línea del Ecuador. Qué manera de bañarnos la cabeza con champán. Entró en el espléndido salón de fiestas y, con enorme pompa, nos regó generosamente. Fue un sarao como los que me gustan, cordial, con mucha gente disfrazada y mucho ingenio en toda la conversación. Me sorprendió que esa misma gente, unos muermos durante la mayor parte de la travesía, pudiera al fin soltarse de cuerpo y lengua y divertirse.

Es que el barco está repleto de momias. Nadie nos dirigió la palabra, salvo la Astróloga, que es sociable y curiosa en extremo. Los demás se daban vuelta para mirarnos como a bichos raros y ponernos mala cara cuando Fontanals y yo reíamos o charlábamos a viva voz de nuestras hazañas y recuerdos. Las momias venían muy aburridas y nos tendrían envidia; de otro modo, no se entiende. La Astróloga, en cambio, cree que somos fantásticos precisamente por irreverentes y bochincheros.

Ayer mismo me decía silabeando, cosa de resultar lo más clara posible, que nosotros parecemos seres trans-pa-ren-tes. Me hizo gracia, yo pensaba de ella lo contrario. Admiraba su turbante de pedrerías que la hace extraña, de edad y sexo indescifrables a primera vista, y sentí que eso era lo que me atraía como un imán. No sé si es su voz, con un leve acento italiano, dulce y profunda, o ese esbelto cuerpo casi de muchacho (me saca una cabeza), o sus profecías tan convincentes. Misterio, misterios: la estrafalaria señora se hace querer.

Muchas veces la he invitado a mi camarote, que da a cubierta y tiene toda clase de comodidades, incluido un cuarto de baño donde ella se retoca el maquillaje para regresar a mí más pálida y encantadora. En esas ocasiones de intimidad, bebemos coñac de la buena provisión de botellas que me traje para superar los embates de la larga travesía y los momentos de nostalgia; enseguida, la otra costa empieza a quedar demasiado lejos y es en la distancia donde uno se vuelve más tierno hacia sus afectos. “¿Volveré a ver a mi madre, a respirar el aire de esos días granadinos de sol maravilloso cuando íbamos al camino de Huétor y a la estación del Sur a comer aceitunas y a echar mecedoras sobre los olivos de la Vega?” Preguntas en las que incurrían viejos miedos: sentir en el alma la amargura de estar solo de amor, que en otro tiempo me tiñó de tristeza y melancolía. ¿Me esperará sin zozobra ni deslealtad esa persona a quien tanto añoro ahora? A medida que charlábamos, la Astróloga comprendió perfectamente a qué llamaba “don de lágrimas”. Me regaló los oídos disipando mis dudas, diciéndome lo que yo deseaba oír: todo estaba bien, lo de allá y lo de acá: es-pec-ta-cu-lar.

De espectáculo justamente se trata y debo aprovechar la temporada promisoria que me aguarda en Buenos Aires. Le hice llegar un cable a Alfonso Reyes, que está en Río como embajador de México. Ha prometido salir a recibirnos, darme referencias y enseñarnos las bondades de la regia capital del Brasil. El Conte Grande atracará allí unas cinco horas. Tiempo suficiente para departir y pasear.

II

¿Habría una sirena anegada al barco? Él mascullaba: ser fabuloso, ser fabuloso. En la borda, la gente miraba el arribo a la altura de sus ojos. Sólo él veía el chapotear del agua contra los flancos de la nave, el oleaje bajo que se llenaba de burbujas. Sólo él oía las señales acústicas sofocadas por la cháchara creciente, la ansiedad de haber superado el largo, extensísimo tramo. Él también se desperezaba de los velámenes de la somnolencia. Algo había acabado, algo estaba a punto de comenzar en el tránsito del pasaje. Ser fabulooooso, decía con voz espectral.

Los caballeros se abrazaron con palmaditas de euforia, dichosos de reencontrarse —es lo segundo que recuerda la Astróloga de aquella feliz escala. Federico estaba exultante, como si las noches y los días sitiados por el miedo no hubieran retenido en su cuerpo huella alguna. Respiraba una suerte de confortación profunda, ese casi final del viaje en el que había sorteado con éxito los sueños densos y sombríos. Él quería morirse fuera de la mar, como dice en aquel poema de juventud, “El regreso”, que había escrito en un ardiente verano de 1921, y vivir erguido sobre la tierra.

Después de las palmaditas, continuó la Astróloga, el muchacho se convirtió en un mago de la conversación; su nutrido repertorio de temas y anécdotas mantuvo entretenidos a todos, expectantes y fascinados. Los silencios se volvieron incómodos. En realidad, permaneció silencioso apenas unos minutos de las horas que duró la escala en Río, cuando Reyes, con gran sentido del suspenso, lo apartó unos pasos de la comitiva y le entregó, como si de un tesoro se tratara, los primeros ejemplares de Oda a Walt Whitman, que en edición limitada había hecho imprimir en México.

—Alfonso, esto te lo debo a ti —dijo para que cada uno lo escuchara y fuera testigo de que él, don Federico García Lorca, estaba en deuda con su compadre Alfonso Reyes.

Fontanals, según la Astróloga, elogió las excelentes gestiones culturales del embajador, escritor antes que diplomático, para hacer posible que los buenos y sagaces lectores pudieran leer esos versos que el granadino había escrito durante su estancia en América del Norte. En España hubiera sido difícil lograr una edición y mucho más detener a las malas lenguas en tiempos que se iban poniendo cada vez más peliagudos. Federico ya había recibido todo tipo de insultos. ¿Qué es lo que no dirían si se difundiera esa Oda que exalta la erótica del amor entre hombres, la hermosura viril, y habla de los muchachos que juegan bajo los puentes?

Federico comenzó a hablar intempestivamente de las anunciadoras mariposas blancas que revoloteaban en la cubierta del barco, y se dedicó a descubrir otras, enormes y coloreadas, que ilustraran la exuberancia de esa extensa, inagotable región que contenía todos los paisajes y todo tipo de cuerpos inorgánicos y seres vivientes, con tal de distraer a los demás del foco de atención, su poema. Aquello que anhelaba fervientemente revelar y, a la vez, ocultar debajo de un cúmulo de palabras y artificios poéticos, ahora estaba en letras de molde, incrustado en tinta, impreso, a la vista. Era público. Lo más amado, sus versos, se volvieron abominables, acusadores. Reflejaban un grado peligroso de verdad y lo ponían en vergüenza. Algo, un latiguillo interior, debió indicarle (como alguna vez le había aconsejado su antiguo amigo Buñuel, durante las fechorías juveniles en las incursiones a Toledo): a lo hecho, pecho.

Fuera del puerto, y una vez en el coche oficial que lo paseaba con sus amigos por las sensuales calles cariocas, empezó a recitar con voz fuerte, osada, pero también algo temblorosa por la conmoción que le producía exteriorizar sus sentimientos, la parte de la Oda en la que diferencia, según interpretación de la Astróloga, el amor y el sexo entre varones de ese otro que es sólo vicio y corrupción.

Contra vosotros siempre —declamó hacia la calle— que dais a los muchachos / gotas de sucia muerte con amargo veneno. / Contra vosotros siempre...—y con más énfasis, en retahíla—: “Fairies” de Norteamérica, / “Pájaros” de La Habana, / “Jotos” de Méjico, / “Sarasas” de Cádiz, / “Apios” de Sevilla, / “Cancos” de Madrid, / “Floras” de Alicante, / “Adelaidas” de Portugal.

Alfonso, coleccionista de sonrisas, lo animaba a continuar. De tanto en tanto, se daba vuelta desde el asiento delantero del coche (en esa posición se podía ver nítidamente su tupido y señero bigote de barbería mexicana, su frente ancha y despoblada, las entradas de su fértil cabeza) y le decía:

—Mira a tu izquierda, Federico, el bonito litoral de Ipanema te da la bienvenida y también al viejo hermoso Walt Whitman.

El poeta, entre exclamaciones de admiración, continuaba con sus versos para festejar no sólo la belleza de Ipanema y sus lujosas casas y locales, sino todo lo que había visto durante el recorrido por la zona sur de la ciudad: Copacabana y su famosa playa con forma de media luna.

Alentado nuevamente por la comitiva, recitó:

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas! / Esclavos de la mujer. Perras de sus tocadores. / Abiertos en las plazas, con fiebre de abanico / o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

Los hombres que transitaban por la calle, de atuendo y apariencia conservadores, se detuvieran ante el paso del coche y, por asombro o, sencillamente, por seguir el juego, celebraron la simpatía del poeta quitándose el sombrero. Federico comenzó a dar carcajadas y, según la Astróloga, su risa era demasiado contagiosa.

Cuando dejaron de reír, el poeta volvió a elogiar el tamaño y los colores primorosos y exóticos de las mariposas de Brasil. Le parecieron un signo de provocación y libertad que se otorgaba la madre Naturaleza en la margen americana del Atlántico para agasajar los ojos de sus hijos más sensibles.

III

¿Había sido una sirena enredada en plantas extrañas lo que traslucía el mar, ya amodorrado por el oleaje sereno, en la proximidad de su orilla brasileña, o era la imagen de un mascarón de proa que reflejaba en el agua la silueta escamosa, tallada en madera, de ese ser fabulooooso? Sirena asida al bauprés de un viejo buque. Su vaharada empañaba la visión, confundía los esmaltes del agua, que provocaban alucinaciones momentáneas, con los voladizos de la realidad, no menos engañosa y más persistente.

En la realidad de la Astróloga, Lorca y Reyes estuvieron platicando en un saloncito privado de los muchos que había en la residencia del embajador, mientras los demás eran atendidos en otro, amplio y espléndido, por dos indias de uniforme negro y delantales blancos que llevaban sus gruesas y renegridas trenzas recogidas en forma de corona. Un servicio bien surtido con frutos del mar y de la tierra, con tragos largos de cuarenta grados de alcohol impidiendo que la animación decayera.

Federico, a veces niño caprichoso, no permitió que nada lo separara de su visionaria y excéntrica amiga. Estaba convencido de que la Astróloga, informó ésta a Cesca, emitía una vibración bienhechora y quería permanecer dentro de esa frecuencia y de su estela tranquila, al menos hasta pisar suelo argentino.

Mientras los caballeros hablaban de sus cosas, ella, por prudencia, se sentó en un sillón retirado, seguramente el sillón de lectura de Reyes (tenía su energía efervescente), situado en un recodo del saloncito, esquina con buena luz y provista de las comodidades necesarias para un lector habitual. Sobre una pequeña mesa, a la izquierda, se hallaba la típica pirámide de papel que olía a celulosa y tinta de periódico. Diarios, manuscritos, textos mecanografiados y, al alcance de la mano, un recorte de La Prensa de Buenos Aires fechado el 1 de enero. Era un cuento titulado “Avenida de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo” de un tal Juan Carlos Onetti. Regalo de año nuevo para un jovencísimo escritor uruguayo. La Astróloga leyó o hizo que leía algunas líneas de ese cuento y de otras aventuras literarias, pero la conversación entre el español y el mexicano se colaba en sus oídos.

A Federico le interesaba escuchar y Reyes fue en esta ocasión quien más habló. Primero, de las saudades. Su carrera diplomática se volvía, a veces, una especie de exilio; carrera, por lo demás, sujeta a vaivenes de políticos inescrupulosos y contradictorios que, como ya le había sucedido, podían decidir de un momento a otro suprimir el servicio exterior. El estallido de la Primera Guerra Mundial había servido de pretexto para que el presidente Venustiano Carranza disolviera el cuerpo diplomático que se encontraba en Europa. Alfonso tuvo que abandonar París y trasladarse a Madrid. Recordó aquellos días de supervivencia, tal vez los más duros de su vida, cuando debió desplegar sus dotes de periodista y dedicarse a tareas editoriales para generar un sustento que, aunque precario, le permitió sortear las hostilidades más candentes. Pese al dolor y la pobreza de esos años en Madrid, pensaba que habían sido mil veces mejores, por heroicos y claros, que otros más especiosos y, no obstante, convertidos en una escuela de sufrimiento. Casi una década en la que había ejercido todos los oficios inimaginables de la cultura. Recordó su amistad con Amado Alonso y Jorge Guillén y los cursos que impartía sobre literatura española en el Centro de Estudios Históricos, donde uno de sus alumnos, un norteamericano nacido en Chicago y con cierta raíz portuguesa, llamado John Dos Passos, estaba dando los últimos retoques a una novela en la que hablaba sobre su experiencia desilusionada de lo que había sido la guerra y las dramáticas consecuencias sociales que ésta había traído aparejadas. Alfonso había leído, mientras fue su profesor, algunos fragmentos de la obra de viaje Rocinante vuelve al camino, donde Dos, como lo llamaban entonces, manifiesta su admiración por las formas de vida precapitalistas y señala algo de España que también a él le había llamado la atención: el apego a la tierra y la alegría que derrochan sin límite gentes de todas las clases sociales; jolgorio durante el día y, especialmente, por la noche, que es de tertulia y diversión, una alegría que no había visto nunca en otra parte, que estaba en Federico y era incorruptible, pertinaz aun en la desgracia.

En las pausas o cuando bajaban la voz, la Astróloga leía el cuento de Onetti; en realidad sólo saboreaba las palabras, cierta atmósfera. Pensó en cómo serían esos “cielos de quince minutos antes de la lluvia”. Quizá Federico no había visto nunca uno así, como el de Buenos Aires, cargado de nubosidad espesa, oscura, más que oscura, de “luces policromas” que parecían anunciar el Apocalipsis o, en el mejor de los casos, proferir una amenaza tenebrosa. Bajo un cielo así no era raro que “el nivel del miedo” fuera alto, que algunos estuvieran “engrillados de indiferencia” y en otros cundiera la desesperación, esa curva inquietante de la paranoia, y pudieran desear cosas tremendas o, peor aún, expresar ese deseo en un solo grito: “¡Que revienten todos!”

Reyes ahora hablaba de los casi tres años que había permanecido en Buenos Aires como embajador y de los tres que llevaba en Río. Años de tensiones y desánimos. América Latina era un hervidero continuo de pronunciamientos militares, golpes de Estado, rencillas entre facciones políticas. No había acuerdos posibles ni tratados que superaran unos pocos meses de cumplimiento. Todo se desbarataba en un punto inconcebible tras cada infructuoso intento por lograr la integración económica y política entre las repúblicas. Brasil, como separado del continente, incluso de los países más cercanos surgidos del antiguo imperio español, era visto, y se sentía, como otra América. Difícil resultaba establecer lazos cuando, además, el intervencionismo estadounidense acechaba a todos por igual y hacía circular entre las naciones un discurso panamericanista pragmático y falso, enrarecido por intereses que tornaban lívido el cielo de esa extensa región del mundo.

Onetti mencionaba la lividez del cielo en su relato. Esto sorprendió a la Astróloga. Era una casualidad. Sin embargo, pensó que debería haber un mecanismo de orden muy estricto en el universo que relacionaba todas las cosas y hacía posible que unas tuvieran que ver con otras, un mecanismo central o inteligencia superior que operaba eficazmente hasta con lo discontinuo para trazar mapas y, en ellos, itinerarios complejos, asociados e infinitos.

Todo lo que había escrito, contaba Reyes, por mínimo que pareciera (los libros y las notas y artículos publicados en periódicos y revistas como Nosotros, Martín Fierro y Proa), le habían forjado un lugar en Buenos Aires. El escritor había precedido al diplomático. Cuando llegó a las riberas del Plata, su nombre era familiar en el ambiente cultural argentino y esto le permitió sentirse como en su propia casa. Algo bueno en cierto sentido, pero malo para su faceta de escritor. Debió desarrollar una vida social tan intensa, con tanto desempeño burocrático añadido, que la escritura creativa o de reflexión se le tornó escasa, prácticamente inexistente. No tenía tiempo para leer ni pensar y, mucho menos, para escribir. Días en los que había asistido a tres actos públicos. A veces acudía a ellos por compromisos indeclinables de su trabajo como embajador de México. Otras, porque intervenían amigos o conocidos, pero, sobre todo, por la necesidad irrefrenable de comunicarse, sentirse parte y arte de la fiesta.

La ciudad y los porteños eran una suerte de chupadero, absorbían todas las horas. La oferta cultural era amplia, tentadora, y para encerrarse a escribir había que ser un troglodita o pelearse con medio Buenos Aires. En los casi tres años de permanencia en territorio rioplatense, conoció muchas grandes promesas de otros tiempos que, por llevar una vida pública exageradamente activa, habían dejado de escribir por completo. Vivían y seguían existiendo gracias al recuerdo de libros publicados diez años atrás. Escritores de obras exiguas fagocitados por la vidriera social y el enorme tiempo dedicado al debate y las rencillas internas, que les impedían llevar a cabo cualquier proyecto, fuera personal o colectivo, que tuvieran entre manos.

Su buen amigo Pedro Henriquez Ureña, ese dominicano genial que había sido su compañero en el Ateneo de la Juventud, cuando estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de México, y a quien reencontró en Buenos Aires (le explicaba Reyes al poeta con tono confesional), le dijo, con cierto énfasis de advertencia, que se estaba dejando tragar por el “Monstruo Estado”; él lo había visto cargar en la espalda el peso de una inmensa melancolía. Pero no era sólo eso, servir el cargo oficial y desgastarse en obligaciones laborales y sandeces variadas, sino la otra cuestión. Los mayores, los intermedios y también la muchachada solicitaban su presencia, querían dialogar con él, involucrarlo en cada cosa que se les ocurría y participar en las que él quería ejecutar. Los argentinos (ahora era Reyes quien empleaba la admonición) llevaban sus internas a todas partes, lo cual era agotador. Había que estar en alerta para no enredarse en sus batallitas.

Rememoró meses de una densidad insoportable cuando intentó sacar adelante su empeño de crear la colección Cuadernos del Plata, para editar opúsculos de jóvenes autores y libros de escritores hispanoamericanos que ya tenían forjado un nombre. Evar Méndez debía hacerse cargo de la editorial y del coste de las impresiones, mientras él dirigiría la parte literaria. Pero había ocurrido lo inevitable. Advirtió que quien paga se adueña de todo y fue Evar Méndez quien, finalmente, movía una a una las piezas de su creación. No obstante, el proyecto había salido adelante. Pero las reuniones con la muchachada (Borges, Marechal y Bernárdez, principalmente) para llevar a buen puerto ésta y otras ideas, como la revista Libra, reuniones que habían sido animadas y enriquecedoras, siempre tenían un cariz inflamable. No cesaban nunca las pullitas entre ellos y las batallas campales contra otros sectores de la vida intelectual. Los jóvenes argentinos, aunque fueran brillantes, estaban llenos de prejuicios hacia todas las cosas. Eran discutidores natos que ponían a prueba su paciencia y sus dotes diplomáticas. Más de las veces acababan aburriéndolo.

Según la Astróloga, no había en las palabras de Reyes odio ni resentimiento, sólo transmitía su experiencia, que para ella también era aleccionadora, y su opinión sobre el carácter peculiar que se daba en esa orilla del Plata. En realidad, se quejaba de él mismo por no haber escrito todo lo que hubiera querido; por pereza o por la seducción perniciosa que ejercían los salones, las ideas se le iban muriendo adentro.

Si releía los apuntes de su diario escrito en Buenos Aires, eran elocuentes algunos fragmentos sobre el hartazgo que le producían las peleas en el ambiente literario. Parecía como si a nadie le importara de verdad la literatura, sino la politiquería literaria. Era un ambiente espeso, lleno de traiciones entre amigos y conocidos, y entre grupos convertidos en patotas bravas imbuidas de pasiones mezcladas, donde la sangre se derramaba en un río de murmuraciones y sectarismo. Extraño, verdaderamente extraño. Porque hubo para él momentos de goce grande y de charlas jugosas, principalmente esos domingos, cuando recibía a Borges y a otros muchachos en su residencia de embajador y cenaban al fragor de lo que habían leído y de lo que escribirían desde la nueva sensibilidad generada para concebir el hecho estético, que haría posible colocar la producción del subcontinente en la línea más interesante de la literatura mundial.

Como el personaje en el cuento de Onetti, observó la Astróloga, Reyes buscó el refugio de los bolsillos. Esto le permitió descubrir que tenía varias cartas de recomendación para darle a Lorca, aunque sabía, como le dijo, que no las necesitaría para nada. Iban dirigidas a distintas personalidades del variopinto panorama intelectual. Él, por su cargo, le explicó, debía tratar con personajes de disímiles filiaciones políticas, ideológicas y literarias, independientemente de sus propias filiaciones e intereses; y esto no siempre era bien entendido por los argentinos.

Las lámparas, según la Astróloga, empezaron a arrojar largas sombras en el cuarto. Veía el calzado de ambos caballeros brillar inusualmente y se preguntó cómo sería lo que Onetti designaba “la comba de los cordones” en esos zapatos impecables, de fino cuero y hechos a medida que podían disimular cualquier deformidad. Aguzó el ojo un poco más: estaba en el empeine, esa torsión del pie que produce un alabeo especialmente visible en los varones; en el caso de Federico, era más notorio aún. A pesar de los visajes del día y del rumor festivo que provenía de la habitación contigua, de fuerte convocatoria, la conversación siguió adelante. Reyes se esforzaba por demostrar que no había en él odio hacia los porteños, entre ellos se había sentido como en casa, repitió, y, por lo tanto, con el derecho de ser irreverente y crítico con ellos. Lorca, por lo que dedujo la Astróloga, había leído la conferencia “Palabras sobre la nación argentina” que el mexicano publicó en 1930, donde habla sobre las peculiaridades de la tradición nacional y la escasa voluntad de la clase dominante y de sus élites para absorber y aceptar la enorme masa migratoria recibida en las últimas décadas y que aún no había sido totalmente incorporada a la Nación. Creía que, si no se liquidaban las cuentas entre los patricios y el pueblo de procedencia extranjera, la historia pasaría factura. La negatividad que había observado al respecto, comprendía Reyes, se debía, en parte, a la rigidez y a la obediencia sine qua non a las reglas y costumbres heredadas (eran más papistas que el Papa, aclaró) y, sobre todo, a un nacionalismo pedestre, mal entendido y arrogante que pretendía imponer su visión en todas las áreas y facetas, incluso en las más insignificantes de la vida cotidiana. Esto restaba en vez de sumar a lo mejor que tenían: la viveza de la inteligencia, el don de la curiosidad y la ambición por superarse. Pero el culto a las jerarquías los colocaba nuevamente en el ámbito paralizante del conformismo y la obsecuencia. Indignaba que un país que podía jugar un papel clave en el futuro del subcontinente se enredara en la trama de una pelea que había sucumbido a riña de callejón: nacionalismo versus cosmopolitismo. Más todas las puntas que los argentinos le sacaban a esto.

La Astróloga observó que la luz, minutos antes amortiguada, había retornado tras una nube pasajera. Ese cielo, o ese jirón de cielo que veía por la ventana, no era de quince minutos antes de la lluvia. Aún quedaba una parte de bonanza para vivir bajo el resplandor natural del día. Reyes, ahora, le hablaba a Lorca de Brasil, de su belleza epicúrea. En un principio, había sentido más rechazo que atracción. A diferencia de Buenos Aires y México, Río era una ciudad divertida sólo para turistas, con sesgos coloniales muy marcados, inhóspita para un escritor de lengua castellana acostumbrado a los refinamientos europeizantes de los porteños y a una vida literaria activa y asequible. Debió escarbar mucho en esa tierra hasta dar con el magma de una cultura diversa y atractiva que, curiosamente, lo impulsaba al ejercicio creativo. Tenía esa deuda con Río: escribir como no lo había hecho en Buenos Aires. Qué otra cosa podía pedir.

La convocatoria para unirse a la recepción se hizo más clamorosa. Ambos caballeros se disculparon con la Astróloga por haberla apartado durante un rato de su atención. Ella les dijo que no se había sentido sola ni aburrida un solo minuto, absorta, como estaba, en el diseño de una doctrina de felicidad que difundiría en Sudamérica. De inmediato, ambos se pusieron en pie poseídos por una expectación inmensa. Cada uno la tomó de un brazo y, mientras entraban en el salón de fiesta, le pidieron todo tipo de explicaciones sobre los dogmas de esa escuela a la que todos querrían adherirse. Pero ésta es otra parte de la historia.

Por el momento, queda una última apostilla de la Astróloga: Lorca no pudo declinar la tentación, después de pedir permiso al anfitrión y a las propias interesadas, de tocar las trenzas renegridas y brillantes del hermoso peinado corona que llevaban las princesas indígenas, importadas de la capital azteca, que servían a los invitados.

Hay otra más: Sentados en un hermoso canapé de chintz floreado de estilo inglés, que pertenecía al elegante mobiliario de la residencia, Alfonso le prometió a Federico regalarle un estuche de cristal con las más curiosas mariposas de la América tropical. Por lo que sabemos, cumplió la promesa. Las mariposas ocuparían un lugar privilegiado en el piso que el poeta tenía en Madrid.

3 La realidad

Un alto

—¿Quién era la Astróloga?

—Una encantadora de serpientes, una impostora sublime, un personaje típico de la época —recordó Cesca.

—¿De la época?

—Siempre había por ahí, en la calle o en los libros, algún cantamañanas. Linda palabra, ¿no?: cantamañanas. Ayudaban a hacer más corta la espera, a salir de la inercia, a encontrar razones para continuar viviendo o creyendo. Eso es: creer en algo. La Astróloga fue incorporada sin cuestionamiento alguno entre nosotros. Una mujer alta, blanca, que olía bien y era sofisticada. ¿Qué más se podía pedir o pedirle, una fe de vida?

Cesca sonrió con suficiencia, y prosiguió:

—Un día hablaba con un dejo itálico, un fulgor de raíz latina acaramelado y al siguiente con lánguido acento francés que se iba transformando, a medida que avanzaba la conversación, en otro prácticamente irreconocible, más duro y cortante, de entonación anglosajona, nórdica o eslava, como si fuera una mujer que dominaba muchos idiomas y cada uno de ellos fuera su lengua materna.

—¿Nadie le decía nada?

—No le dábamos importancia ni queríamos darnos cuenta. Hablaba así, era rara y punto. Gente como ella sugería una historia y un origen transatlánticos. Fuesen verdaderos o falsos, nos hacían sentir que formábamos parte del mundo civilizado, extravagante, divertido, y que ese mundo podía comulgar con el nuestro.

—¿Entonces la Astróloga era como una endemoniada que hablaba muchas lenguas desconocidas para ella misma?

—Tal vez. Pero yo creo que, en realidad, era una buscavidas. De los muchos idiomas que parecía dominar sólo sabría unas pocas palabras.

—¿Y su lengua primigenia?

—Nunca supimos cuál era ni quisimos averiguarlo.

—¿Qué la diferenciaba de cualquier otro inmigrante de la época?

—Todo.

—¿También el hecho de haber llegado del brazo de Federico?

—También. Aunque siempre me dio la impresión de que ella tenía contactos establecidos desde antes con algunos de los hijos cosmopolitas de nuestras familias ilustres, los que se habían educado en Inglaterra y Francia y volvían a la llanura patria para rebelarse contra las costumbres provincianas de la sociedad en la que habían nacido.

Hizo una pausa y, después de reflexionar, añadió:

—Rebelarse hasta por ahí nomás, hasta donde puede rebelarse un niño bien, que lo tiene todo. Esos nenes de aspecto bohemio que unas noches frecuentaban las tertulias literarias del Café Tortoni, otras se emborrachaban con champán barato en el cabaret Tabarís, junto a sus amigos, los poetas pobres, y al día siguiente fichaban vestidos de señoritos cultos y juiciosos en las mansiones de sus parientes Anchorena, Uriburu o Arenales.

—¿La Astróloga frecuentaba esas familias?

—A ésas, exactamente, no lo sé, pero visitaba muchas casas de ricos. Tiraba las cartas a señoras muy acomodadas socialmente y a las hijas de esas señoras, que acabaron por adoptarla como consejera y amiga espiritual. Se la rifaban por tener una carta astral hecha y pintada por la Astróloga, las dibujaba con cierta maestría a punta de pincel y firmaba B.U.

—¿Cómo se llamaba?

—Le decíamos Bu o Bubú. Una vez le pregunté qué significaban esas iniciales y me respondió entre risas: Baronesa Universal.

—Entonces, ¿habrá sido la Astróloga más solicitada de aquellos años?

—Es posible.

—Ganaría mucho dinero.

—Mucho no, pero sí lo suficiente. Puede que haya sacado un buen pellizco las veces que visitó la Casa de Gobierno y algunas dependencias de las Fuerzas Armadas.

—¿Vaticinó las coordenadas del porvenir político y económico del país? ¿Y se dejaron guiar por ella? ¡No me lo puedo creer!