Cubierta

Margarita Santisteban

Lejos de casa

Cuando una madre asume la adversidad y la transforma en compromiso

TESTIMONIO

A la memoria de mis padres,

Antonio y Lilia Marina, por los valores que me inculcaron que hicieron la persona que soy.

A mi esposo y a mis hijos por su incondicional apoyo.

AGRADECIMIENTOS

“El agradecimiento es la memoria del corazón”.

Lao-Tsé

Debo expresar mi agradecimiento a Matthew McHugh Congressman, Representante en el Congreso de Estados Unidos— por toda la gran ayuda recibida con mi proceso de inmigración y por haberme ayudado a que pudiéramos quedarnos en este país. A Marsha, su secretaria, por su encomiable ayuda. A los abogados Steve Yale Loehr y Hilary Fraser, por toda la ayuda legal que nos proporcionaron gratuitamente.

Mi más profundo agradecimiento a Cecilia Montaner, a Juan Luis Rouanet, y a mi tío Genaro Esteban Palacios Corvalán —quien me estimuló siempre para que yo escriba—, a los tres, mi homenaje in memoriam.

Mis más sinceras gracias a mi primo Christian Nielsen-Palacios, que me ayudó llevándome a todos lados y prestándonos el auto para llevar a Carlos al neurólogo.

A Leonardo Vargas por la generosa hospitalidad, a Guillermo Gabrielli, Francisco Arrillaga y Berta Roundy que me ayudaron muchísimo haciendo de traductores en todas mis visitas o llamados telefónicos a abogados, al Congressman, al departamento de inmigración en la ciudad de Búfalo, a Social Services, Social Security y otros servicios.

Yolanda Protzel me mostró como se trabajaba acá y me dio los dos primeros trabajos que tuve.

A Inés Sigvard de Esteban quiero reconocerle el soporte que me brindó llamándome todos los días, algo que no olvidaré.

Lara Stanton por su ayuda irremplazable, acompañándome a hacer trámites, prestándome muebles para mi nueva casa, con ayuda económica, pagando para la lotería de la green card y prestando un apoyo de todo tipo al instalarme en mi nueva casa.

Roberto y Adita Najle también merecen mi agradecimiento, por toda la ayuda que me dieron antes de mi partida y al regreso a Argentina, cuidando nuestros bienes durante nuestra ausencia, además de la impagable compañía.

De forma muy especial agradezco al personal del Special Children’s Center hoy Racker Center, asistentes sociales y terapistas que me ayudaron a mi llegada con todo lo de Carlos, incluso a inscribir a Lilia Marina en la escuela secundaria.

Muchas gracias a todos los que de una u otra manera me ayudaron incondicionalmente a salir adelante con Carlos Antonio. Sola jamás hubiera podido realizar este sueño.

 

INTRODUCCIÓN

Una vez leí “Las metas son sueños con límite de tiempo”. Me gustó mucho esta frase y me pareció muy cierta. Han pasado muchos años desde la primera vez que intenté comenzar este libro de apuntes, testimonios y vivencias. El motivo que me llevó a hacerlo fue contar algo de mi vida, compartir los cambios en mi familia a partir de la llegada de mi hijo Carlos Antonio, que nació severamente discapacitado.

A fines del año 1991 hice los primeros apuntes en un cuaderno. Después, en la primera computadora que tuvimos, seguí escribiendo. Un día de esos malos que suele haber en la vida de todas las personas, la computadora se quemó, no tenía resguardo y lo perdí todo.

Después de muchos años decidí recomenzar para dejar mi testimonio. No soy escritora, pero he vivido situaciones muy fuertes que me gustaría compartir y que espero sirvan de ayuda para aquellos que tienen en su familia una persona con capacidades diferentes, o para quienes vean en este testimonio un modo de replicar mi búsqueda. Quisiera que mis experiencias les mostrara que vivir con un ser distinto, especial, no destruye la familia, sino que la une, la fortalece.

Mi consejo es que hay que luchar sin descanso por conseguir todo lo que les corresponde, porque nadie conseguirá mejores logros para los más vulnerables que su propia familia. No hay que dejar de luchar nunca, de tocar todas las puertas que sean necesarias hasta que nos escuchen.

Muchos años atrás intenté formar un grupo para pedir ayuda y organizarnos para cuando nuestros hijos se independizaran de sus padres, pero no me siguieron. Si lo hubiéramos hecho entre todos, juntos, el resultado habría sido mucho mejor, y el apoyo que se brindara en conjunto hubiera sido de gran ayuda para los más débiles.

Aceptar, comprender, convivir y cuidar de una persona discapacitada no es algo que se da solamente con el nacimiento de un bebé con “necesidades diferentes”. Es algo que puede ocurrir en cualquier momento de la vida y con cualquier persona de nuestra familia o del entorno: puede pasar por un accidente, enfermedad o simplemente al llegar la vejez. Claro que nadie se prepara para eso. No es fácil imaginar los cambios que se producirán, pero se aprende. Lo fundamental en esta situación es la aceptación, saber que no hay culpables, que no siempre se sabe la causa de los problemas durante la gestación. En algunos casos los problemas son debido a fallas genéticas y, ¿quién puede saber lo que uno trae en sus genes de generaciones anteriores?

El problema de Carlos ocurrió entre el tercer o cuarto mes de embarazo, hubo células que dejaron de reproducirse durante la formación de su cerebro. Tanto en Estados Unidos como en la Argentina los médicos coincidieron en el diagnóstico, pero la causa se desconoce. Teniendo hijas y pensando que algún día podrían tener hijos quisimos saber si el problema era hereditario, por lo que se hicieron los estudios y con los resultados supimos que no lo era.

Se aprende mucho en situaciones así. Uno recibe sorpresas de quien menos lo espera. Varias veces me pasó que gente conocida y amiga cuando se enteraron del problema de Carlos venía a “darme el pésame” abrazándome, conformándome, algunas hasta llorando como si alguien se hubiera muerto. Yo las calmaba y les decía que estaba bien, que no se preocuparan, que era algo diferente. Recuerdo una charla con una amiga que era muy buena madre, sobreprotectora de sus hijos, permisiva y cariñosa, que me preguntó: “¿no se pudo saber durante el embarazo?” y le contesté: “no, me dijo el neurólogo que se hubiera podido saber de recién nacido mediante una tomografía de cerebro” y le pregunté: “¿qué hubiera cambiado haberlo sabido estando embarazada?” y ella me dijo: “lo habrías podido evitar”. Mi respuesta fue rotundamente que no, que jamás lo habría hecho, por ninguna razón, imaginate si uno desechara lo que no nos gusta de nuestros hijos o padres, o de quien fuera, ¿qué sería del mundo? No sólo los discapacitados nos dan trabajo. ¿Qué haríamos con aquellos hijos malos, irresponsables o difíciles? Hay padres que sufren una vida entera con los hijos “normales” que les han tocado, ¿y con esos qué hacemos? Si bien nadie desea una situación así, cuando nos toca, sólo queda aceptarlo y seguir adelante. Muchas veces al ver otros casos nos hemos sentido realmente afortunados de tener a Carlos.

No es fácil imaginarse que nuestra vida daría un giro de ciento ochenta grados después de una conversación con el médico de la familia, ni los cambios que algo así traería a la familia. En muchos aspectos, esto fue como empezar de nuevo, modificar hábitos, costumbres, readaptar todo en base a un nuevo integrante de la familia con necesidades diferentes, especiales, que nunca podrá comunicarse verbalmente con el resto de las personas que conviven con él.

De Carlos sólo puedo decir que transmite paz, alegría, que siempre está feliz y sonriente, que me enseñó mucho y me sigue enseñando. De él aprendí a vivir la vida de una manera distinta, a darle valor, a vivirla. Aprendí a celebrar cada logro que ha tenido por más pequeño que fuera. Aprendí a ver detalles que, de no haber estado en esta situación, quizás nunca me hubiera detenido a mirar, a conocer los sentimientos verdaderos de mucha gente y no a aceptar simplemente lo que mostraban. Aprendí a dedicar el tiempo que fuera necesario, con una paciencia infinita, a todo lo relacionado con su atención y cuidado. Aprendí a leer miradas, gestos, a sentir los sentimientos ajenos, a darle a las vivencias el valor que tienen, a fortalecer a mi familia, a disfrutar de las pequeñas oportunidades, a luchar a brazo partido por todo aquello que fuera importante para su desarrollo y bienestar, a defender sus derechos como ser humano y a expresar eso que él no podría expresar. Tuve que enseñarles a mis hijas una cara diferente de aquella que la vida podría mostrarles y a no claudicar ante nada ni nadie. Debí enseñarles también que siempre deberían luchar por lograr sus objetivos y hacer valer sus derechos sea cual fuere el resultado. De no lograrlo, al menos, les quedaría la tranquilidad de haberlo intentado.

Nadie me enseñó cómo debía hacerlo, lo fui aprendiendo conforme crecía con Carlos y vivía el entorno que lo rodeaba todos los días. Me fui dando cuenta de que todo lo que lograra para Carlos también serviría para aquellas personas que estuvieran en la misma situación. No todos tienen la misma fortaleza para la lucha. Muchos padres renuncian a su responsabilidad de atención y afecto, esto queda demostrado con el abandono mientras delegan todo a los centros que los cuidan. Alguien dijo, “La única discapacidad que hay en la vida es la actitud negativa”.

Lo mío no fue una oportunidad, yo tenía conocimiento de que existía un lugar que podría ser muy bueno para el futuro de Carlos, pero estaba muy lejos de casa. Tuve que decidir y salir a buscarlo. Yo sabía lo que quería, lo que no sabía era si lo lograría. Lo importante es saber lo que se quiere y luchar por ello sin descanso hasta conseguirlo. Sin embargo, los logros más grandes en la vida requieren de los sacrificios más grandes. Hay que esforzarse por hacer lo que queremos, porque aunque no lo consigamos sentiremos una paz interior por haberlo intentado y no tendremos la duda eterna: “¿qué hubiese pasado si lo hubiera hecho? ¿Cómo serían las cosas ahora?”.

YO ME VOY

Un soleado mediodía a fines de octubre, en Tandil, el pediatra de nuestras hijas y amigo nuestro, Jorge Cabana, me llamó y me dijo que vendría a darnos el diagnóstico de Carlos, mi hijo, que entonces tenía poco menos de un año, y que lo haría luego de cerrar su consultorio. Organicé todo y mandé a mis hijas a la salida de la escuela a la casa de su abuela, la mamá de mi esposo, que vivía muy cerca de nuestro departamento.

Sospechaba desde hacía algunos meses que Carlos tenía algún problema, que era un poco más lento que otros niños y que mostraba dificultades para hacer muchas cosas que son normales en un bebé. Después de tener tres hijas, notaba mucha diferencia con respecto a ellas a la misma edad, me habían dicho que los varones eran un poco más lentos en su desarrollo. Había nacido hacía poco en Estados Unidos, en un período en el que mi esposo estuvo trabajando en la Universidad de Cornell.

Acabábamos de volver a la Argentina, de inmediato comenzamos con todos los estudios de Carlos que nos llevarían a conocer su diagnóstico.

Todavía estábamos tratando de reorganizar nuestras vidas, cuando ese día, llegó Jorge, se sentó con nosotros y nos dijo: “Es difícil lo que les tengo que decir. Carlos tiene Hipoplasia de Corpus Callosum, es decir, su cerebro no se ha formado completo, y eso ocasiona un retraso psicomotriz importante que podría ser moderado o severo”. Lo que aprendiera sería por medio de la estimulación, pero nadie sabía hasta donde llegaría. Habría que esperar a que creciera y mientras tanto, estimularlo todo lo que se pudiera.

“La vida de ustedes va a cambiar —nos dijo— ya que Carlos necesitará atención especial. Quizás ya no puedan seguir haciendo todo lo que hacían hasta hoy. Sus vidas ya no van a ser las mismas. No sabemos lo que pasará, ni a dónde llegará. Hay que esperar y ver cómo evoluciona Carlos” —agregó.

Jorge estaba sentado frente a mí, con Guillermo, mi esposo, a mi lado. Él hacía varios días que estaba muy mal, su tristeza era tan grande que se pasaba el tiempo acostado. No podía creer lo que estaba pasando, no encontraba consuelo al oír que ese hijo varón tan deseado no sería “normal”. Era posible que nunca pudiera compartir juegos y cosas con él. Quizá se lo imaginó, ya adulto, veterinario, como su papá y como él. Son los deseos de muchos padres que quieren tener un hijo varón, ver en sus hijos una prolongación de ellos mismos y la del apellido.

Al terminar de oír todo lo que dijo Jorge, lo miré y les dije a los dos: “Yo me voy”. “¿A dónde te vas?” —me preguntó Jorge. “A Estados Unidos” —le contesté. “¿Y a qué?”—me dijo, sonriendo. “Si Carlos algo puede dar, lo va a dar allá y no acá, no hay medios para eso, ni “los normales” tienen todo lo que deberían tener. Imaginate un discapacitado. Soy joven, apenas tengo treinta y cinco años y quiero vivir. ¡Voy a vivir! Haré todo lo que esté a mi alcance para darle lo mejor a Carlos y a mis hijas. No voy a terminar encerrada en una habitación criando a mi hijo con mil necesidades” —le contesté sin titubear.

El sueldo de Guillermo no alcanzaba para eso y, el dinero que tenía, lo había recibido en herencia de mis padres. “Carlos sólo necesitará cuidado y todo nuestro amor y eso lo tendrá” —les dije. “El dinero lo tendría por unos años y después, ¿qué haría? Tengo tres hijas por las que debo velar también” —callé un instante y agregué: “esto de su hermano no debe afectar sus vidas, ni las nuestras, esto no va a afectar a la familia, entre todos lo haremos. Nos tocó algo diferente, nada que no se pueda manejar, solamente es diferente. Yo quiero que crezcan bien, felices, sean profesionales, se casen y tengan sus propias familias sin que esto les deje ningún rastro negativo. Carlos así como es, y llegue donde llegue, será su hermano por el resto de su vida”.

Mi esposo reaccionó mal: “Yo no estudié para ir a vender salchichas” —me dijo. “Ni yo fui criada para estar encerrada todo el resto de mi vida, anulada como persona por tener un hijo diferente”—le respondí. Al terminar esa conversación, entendí inmediatamente que a partir de ese momento yo iba a ver y sentir por mi hijo de ahí en adelante. Como dicen: “Las cosas buenas pasan a quienes las esperan, pero las mejores a quienes van por ellas”.

LOS ORÍGENES

Nací en una hermosa provincia argentina, Misiones, en su capital, Posadas, con su tierra colorada y su inmensa vegetación, su selva, su fauna, su flora increíble, con sus pájaros, sus Ruinas Jesuíticas; con las Cataratas del Iguazú y sus doscientos setenta saltos, que son un paisaje único en el mundo.

Crecí en el seno de una familia de clase media acomodada, con raíces españolas e italianas. Mi padre, Antonio T. Armanini, hombre culto, elegante y muy buen mozo, era hijo de inmigrantes italianos, mis abuelos Desiderio Armanini y Margarita Federicci, que llegaron a la Argentina en busca de un futuro mejor, dada la mala situación económica y social que se vivía en Europa alrededor de 1870. Mis abuelos se radicaron en Buenos Aires, donde formaron su hogar y tuvieron siete hijos. Como casi todos los inmigrantes, aprendieron oficios, aunque algunos ya los traían de su tierra. Mi abuelo se dedicaba a hacer zapatos a mano para la clase más alta de Buenos Aires.

Mi madre, Lilia Marina Palacios, mujer muy educada, distinguida, de gran sencillez y de muy finos modales, era hija de un venezolano de alcurnia, Marcelino Palacios Ribas, pariente de Simón Bolívar Palacios, que se fue a Paraguay en 1907 a hacerse cargo de la administración de un establecimiento agrícola, propiedad de sus primos Herrera Vegas. En Paraguay conoció a la que sería su esposa, Marina Corvalán, con quién se casó y formó su familia. Ellos tuvieron cuatro hijos, pero dos fallecieron muy jóvenes. Vivían entre Posadas y Encarnación y tanto mi madre como mi tío se educaron en la Argentina, país donde tenían varias residencias. Mi abuelo falleció muy joven, mamá apenas tenía nueve años.

Ella obtuvo su título de maestra después de haber sido pupila en el Colegio del Inmaculado Corazón de María Adoratrices en Buenos Aires. Al finalizar sus estudios secundarios quiso estudiar Medicina y su madre no se lo permitió ya que según ella la universidad no era lugar apropiado para una señorita. Regresó a Posadas y se fue a trabajar de maestra, ejerciendo en el monte en una escuelita muy humilde de San Ignacio, Misiones. Ahí conoció a mi padre, un martillero público que se desempeñaba como administrador general de un establecimiento agrícola muy importante, perteneciente a familiares de mi madre. Mi familia era chica, estaba compuesta por mis padres, dos hermanos mayores y un tío soltero, Esteban Palacios Corvalán, hermano de mi mamá, con el cual teníamos una excelente relación. Él fue el único familiar que siempre estuvo cerca de nosotros. La familia de mi papá vivía en Buenos Aires y nos veíamos ocasionalmente, cuando viajábamos.

A pesar de haber sido “hija de la vejez”, tengo los mejores recuerdos de mi infancia. De mis padres guardo lo mejor; sus ejemplos, principios, valores éticos y morales que me inculcaron y que tanto me han servido a lo largo de mi vida; la confianza y seguridad que siempre me demostraron hizo que fuera la persona que soy. Las enseñanzas que recibí de ellos se las pasé luego a mis hijos.

Mi adolescencia fue hermosa, la compartí con mis padres, mis hermanos vivían fuera, estaban estudiando. Mi papá era veinte años mayor que mi mamá y tuve una excelente relación con ellos. Lamento que haya sido muy corto el tiempo que los tuve conmigo. Mi mamá y yo éramos muy compañeras. Hoy que no está, lamento no tenerla, tendría tantas preguntas para hacerle. Entonces vivíamos solos los tres, con las visitas diarias de tío Esteban, que cuando se encontraba en Posadas comía siempre en casa, aunque viajaba mucho por su trabajo.

Siendo todavía muy jovencita, debí asumir responsabilidades en mi casa para ayudar a mi madre, porque tenía serios problemas de salud. No sabíamos el diagnóstico, solo que se mareaba mucho. Este problema de salud lo traía desde su soltería, eran otros tiempos y no existían los estudios que hoy existen. La acompañé mucho. Recuerdo viajes a Buenos Aires, en que la vi ir a todos los médicos que le sugerían. Vio a los mejores especialistas, pero el diagnóstico no aparecía. La verdad se supo el día que tuvo un ataque, que ocurrió durante sus vacaciones y, a pesar de los riesgos que tenía ese estudio en aquellas épocas, se le hizo una arteriografía, prueba que daría su diagnóstico: aneurisma cerebral. Yo todavía estaba soltera. Guillermo y yo habíamos pensado casarnos durante el verano, después de las fiestas, pero lo postergamos a pedido de mamá que quería tomarse vacaciones con papá, luego preparar la casa para recibir algunos invitados y organizar la gran fiesta en el mismo Club Social donde me habían festejado mis quince años. Sin embargo, con su enfermedad, el plan se suspendió y todo pasó muy rápido.

Mi madre fue operada, exitosamente. Horas después, sin embargo, tuvo una caída de presión, que le produjo muerte cerebral. Al preguntarle yo al médico si se recuperaría, él me preguntó: “¿Es creyente?” y le contesté “Sí”. “Entonces espere un milagro” —me dijo. Por primera vez en mi vida, me aferré y esperé un milagro. Pero no se hizo. Su muerte inesperada, siendo una mujer joven, fue el momento más terrible, fuerte y doloroso de mi vida, algo que me marcó para siempre. En esos difíciles momentos, Guillermo estaba a mi lado, acompañándome. Tanto su internación como su traslado a Posadas fueron afectados por los eternos conflictos gremiales y políticos. No se conseguían sueros, ni cosas elementales para un recién operado. Había que recorrer todo Buenos Aires para encontrar algo, tarea que estaba a cargo de Guillermo.

Sus restos fueron trasladados a Posadas en ambulancia, acompañados por mi hermano mayor y Guillermo. No vendían nafta, era muy restringida la venta. Debieron demostrar que viajaban con los restos de una persona para conseguir algunos litros de combustible y poder seguir viaje. Yo fui en avión con mi papá y mi tío. Amigos de la familia ya habían preparado nuestra casa donde se hizo el velatorio. Pasé de golpe a ser la mujer de la casa, el soporte emocional de papá con sus ochenta y dos años y tío Esteban, también mayor. Todos los días los tres compartíamos almuerzo, cena y largos ratos de charla como era cuando vivía mi madre, pero definitivamente algo había cambiado, ella ya no estaba con nosotros.

GUILLERMO

En diciembre de 1967 conocí a quien, siete años más tarde, sería mi esposo, Carlos Guillermo Santisteban. Yo tenía catorce años y él casi diecinueve. Una prima de Guillermo, amiga y vecina de mis padres, y su esposo me llevaron de vacaciones a Mar del Plata a casa de los padres de ella. Tenía una hermana de mi edad con la que pasaba tiempo cada vez que los visitaba en Posadas.

Al año siguiente una amiga de mi familia me invitó a pasar unos días a Mar del Plata con motivo de que yo había cumplido, unos meses atrás, los quince años, que es una fecha muy importante para las chicas. El hotel estaba a dos cuadras de la casa de mi amiga. Íbamos juntas a la playa a pasar todo el día. Cuando Guillermo supo que yo estaba en la costa, viajó inmediatamente a quedarse en casa de sus tíos, el tiempo que yo estuve allí. Ese verano de 1968, comenzamos una relación a larga distancia, cuando yo tenía quince años y él casi veinte.

El noviazgo fue por cartas, porque la distancia era muy grande: ochocientos cuarenta kilómetros nos separaban. Había días en que recibía dos cartas juntas, pero no nos volvimos a ver, seguíamos nuestra relación por carta. Durante ese tiempo tuvimos dos peleas, era difícil estando tan lejos. En esa época era un mundo de opuestos, yo ingresaba al colegio secundario y él ya estaba en el segundo año de la universidad, después de cada pelea él siempre iba al lugar donde yo estaba y continuábamos. Él viajó dos veces a Posadas y en viajes a Mar del Plata que yo hacía con mi familia o a La Plata, donde él estudiaba, nos reencontrábamos y seguíamos, por carta. Juntamos más de trescientas cartas cada uno y, aunque el noviazgo duró cinco años, nos vimos muy pocas veces antes de casarnos. La diferencia de edad influyó mucho al principio ya que siendo tan jovencita no me daban permiso de viajar.

No eran tiempos de Internet, eran épocas difíciles y muy caras para la comunicación telefónica, donde a veces lograr una llamada de larga distancia podía tardar días. Durante semanas, “condicional por líneas mal” podía ser la única respuesta de la operadora. Lo más increíble y gracioso que me pasó en esta relación fue recibir una llamada de mi futuro suegro dándome un mensaje del hijo. Él había llamado al padre para que se comunicara conmigo y me dijera que pusiera la fecha de casamiento que yo decidiera: “¿Qué?”, dije yo y el papá me contó que hacía una semana que trataba de llamarme pero que le había sido imposible comunicarse desde La Plata. Sólo a mí me pasaban estas cosas. Le dije, “Carlitos —así llamábamos a mi futuro suegro— ni idea, ¿cómo voy a decidir yo sola? Tenemos que hablar” —le respondí. Mi futuro suegro me dijo que él nos iba a llamar ese día para saber la respuesta. Recuerdo como si fuera hoy que yo sugería y él decía que estaba bien lo que decidiera. Pensamos en dos o tres fechas posibles pero Guillermo no quería esperar, decía que tenía que ser pronto. Entonces sugerí: “¿Qué le parece el once de mayo?” y él me contestó, muy bien, le diré cuando nos llame: “Te casás el once de mayo”. No debe ser muy común que una novia decida con su futuro suegro la fecha de casamiento, pero a mí me tocó así.

Me encargué de los trámites y el diez de mayo de 1974 nos casamos por el civil y el día siguiente por la iglesia, como se hacía en esa época. Hicimos una reunión muy íntima en mi casa debido al luto que guardábamos por la muerte de mi madre.

En la misma época yo ayudaba a una amiga que se casaba el once de mayo a repartir sus invitaciones. Por correo sólo se mandaban las que estaban fuera de la ciudad. Jamás me hubiera imaginado que yo me casaría el mismo día que ella. A los veinte años, casi dos meses después de la muerte de mi madre, me casé con Guillermo, un hombre excelente, sencillo, de bajo perfil, que había sido muy bien aceptado por mis padres, que lo querían mucho. En sus pocos viajes a Posadas hablaba cordialmente con ellos. Mi mamá enseguida tomó confianza para hacerle chistes, era una mujer muy jovial. A papá le gustaba contarle historias interesantes de sus años vividos en el campo como administrador del establecimiento agrícola en San Ignacio, Misiones, hablaba de sus años como presidente de una compañía de aceites en La Pampa y otras actividades que realizó y cargos que ocupó.

Guillermo nació en Tandil, Provincia de Buenos Aires, y estudió la carrera de Veterinaria. Luego de graduarse en marzo de 1972, continuó sus estudios y obtuvo el título de Bacteriólogo Clínico e Industrial y años más tarde, ya casado y con hijos, obtuvo su Doctorado en Ciencias Veterinarias. Todos los estudios los cursó en la Universidad Nacional de la Plata. En la ciudad de La Plata, justamente, vivimos nuestros primeros años de casados. Fue un destacado y reconocido profesional en su corta carrera de tan solo diecisiete años en nuestro país.

Ha sido un excelente padre y esposo, al que poco le puedo reprochar. Quizá el haberse entregado con tanta dedicación a su profesión, pero al comenzar esta historia de vida que voy a contar, dejó todo y sacrificó su profesión por su familia.