COCAÍNA
ALEKSANDR
SKOROBOGÁTOV
COCAÍNA
Traducción del ruso de
Marta Sánchez-Nieves Fernández
Título original: Кокаин
Ilustración de cubierta: © Rodrigo Chao
Diseño de colección: Cristal Reza
Fotografía de solapa: Sabine Deknudt
Cocaine, © 2017 by Aleksandr Skorobogatov
© De la edición en castellano: Bunker Books, ٢٠١٩
© De la traducción: Marta Sánchez-Nieves Fernández, 2019
Consultoría lingüística: Ekaterina Guerbek
Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña
www.bunkerbooks.es
Este libro ha sido publicado con el apoyo de Flanders Literature
(flandersliterature.be)
Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-120978-6-3
Depósito legal: CO 545-2020
En la novela se utiliza el cuento popular ruso «Lijo el Tuerto» de la selección de Alexandr N. Afanásiev, y publicada por Nikolái I. Vtórov en la provincia de Nizhnedevitsk.
PRIMERA PARTE
1
El niño lloraba, alborotaba en la cama deshecha, se golpeaba la cabeza en los laterales de madera de la cama, abriendo y cerrando convulsivamente unos puños que, con el paso de los días, se volvían cada vez más finos, sufriendo de hambre, ahogado en gritos desesperados, como para insinuar que había que darle de comer, solo que era en vano: los pechos de mi mujer llevaban varios días sin dar leche. No es fácil pasar indiferente junto a un niño tan gritón, no es fácil aparentar durante siete días seguidos que ese aullido mezquino no te molesta para leer el periódico. Los días eran complicados, pero las noches lo eran todavía más. Ese niño perverso parecía tener como objetivo no dejarnos dormir. Yo me tapaba los oídos con algodones, mi mujer se los cubría con parafina, en resumen: esto no podía durar mucho. En un consejo familiar decidimos comprarle leche de fórmula barata. Y, más o menos, así empezó todo. Este fue el triste inicio de una triste historia, una historia tan repulsiva que no quiero ni recordar.
—Baja a la tienda y cómprale al niño una lata de leche en polvo —me dijo mi mujer.
—Sí, claro que sí, querida, ahora.
—Te lo digo en serio. Deja el periódico y ve a la tienda.
—¿Y qué más, a ver, y qué más? ¡Llevas una semana entera sin dejarme descansar! No hago más que llegar a casa del trabajo, cansado como un perro, y ahora que me vaya a no sé qué mierdas. ¡Encima con este tiempo!
El tiempo, en efecto, no era el mejor que se diga: era el tercer día que llovía a mares, o puede que el cuarto. ¡Qué verano tan raro! Qué digo verano, ¡qué vida tan rara! El último domingo, por ejemplo, me fui a pescar. La tarde anterior mi mujer había sacado gusanos de la tierra, me había preparado las cañas, pues no llevaba ni media hora en la orilla y ya me había ido a casa. Un viento húmedo soplaba desde el río, caía una lluvia tan espesa que no había manera de protegerse ni de encender un cigarrillo, a los cinco minutos estaban mojados… Un verano extraño. Una vida extraña.
—Pero si no trabajas —me dijo—. ¿Cómo vas a venir cansado del trabajo?
—Pues eso, por costumbre.
—¿Qué?, ¿por costumbre?
Me había pillado, sí, me había pillado.
—Vale, iré. Iré un día de estos. Pero déjame tranquilo. Déjame leer el periódico. Me termino este artículo y voy.
—¿Y de qué va el artículo?
—De que en África los niños se mueren de hambre —dije con frialdad.
—Imbécil.
—Tú sí que eres imbécil.
Ay, amigos, la vida en familia no es más que una casa de locos. Cómo cambia a las mujeres el matrimonio, las cambia hasta volverlas irreconocibles. Y, encima, añade un niño berreando de hambre toda una semana. No es raro que empieces a cabrearte y a decir todo tipo de chorradas.
—Está bien —dije poniéndome severo unas botas de goma y un gorro—. Dame dinero, y asegúrate de que me llegue para cervezas.
2
Andaba hundiéndome en la nieve casi hasta las rodillas, escondiendo la cara en el cuello subido; la ventisca era tan horrible, con unas rachas tan violentas, que al cabo de media hora la cara me ardía, los ojos me lloraban y no había manera de mover los dedos dentro de los guantes finos. ¿De dónde había salido esa borrasca? Antes de salir había mirado por la ventana. El cielo estaba limpio y las estrellas se veían tan brillantes como si acabaran de frotarlas con unos trapitos de felpa y dentífrico en polvo.
—¿No ha notado nada? —me preguntó de repente un desconocido.
La sorpresa me hizo dar un respingo.
—¿Por? —respondí.
Ya estaba bastante oscuro.
—Algo. Mire, ahí en la parada del autobús hay gente de pie —dije señalando con la mano—. Y ahí una anciana sale de la tienda. ¿Lo ve? Ahora se resbalará y se caerá. Y allí, allí, en el paso entre las casas, debajo de la farola rota, hay unos niños patinando en el hielo.
—No me refiero a eso. Quiero decir que si no ha notado nada extraño.
—Extraño… —repetí pensativo—. Extraño puede que no. Solo que hace mucho frío y que la ventisca ha empezado de repente.
El otro sonrió. No era una sonrisa de verdad: simplemente sus labios cambiaron de posición en la cara seca y amarillenta, se separaron hacia los lados, hacia las orejas.
—Mire a su alrededor.
Lo hice.
—¿Y bien? —preguntó.
—Ya se lo he dicho. —Empezaba a estar molesto—. Ahí sale una vieja de la tienda, ahora se dará un trompazo en los escalones, y allí hay unos niños patinando en el hielo, allí, mire, debajo de la farola rota, en el pasillo entre aquellas dos casas, y hay gente de pie, a todas luces están esperando el autobús.
Había visto a ese hombre en algún lado, comprendí de repente. Lo había visto ya en algún sitio. En especial sus dientes me parecían extrañamente conocidos: sobresalían finos y alargados, muy regulares —como los de un perro— en las encías rosadas.
—Bueno —dije—, creo que me voy.
—¿Tan pronto?
—¿Y por qué no debería?
—Sí, claro.
Y me tendió la mano enfundada en una manopla de doble capa.
La estreché con fuerza.
—Cuídate. Tu gorro es calentito, mira no vayas a perderlo, o te resfriarás.
«Qué raro que se ponga a hablar de repente de mi gorro —pensé al momento—. Quizá sea de esos…».
—Es un gorro normal —dije yo.
—Es un gorro bonito.
—No me quejo.
—¿Lo ha hecho su mujer?
—Sí, claro, como que me lo iba a hacer. Me lo regaló un amigo cuando se fue al espacio.
El desconocido se sorprendió y meneó la cabeza.
—Nunca lo hubiera dicho. Me ha dado la sensación de que lo había hecho su mujer.
—Uf, justo, a mí me lo iba a hacer. ¡Pues no va y me envía enfermo y cansado a la tienda! Estaba leyendo el periódico.
—Lo sé, lo sé —dijo con una sonrisa extraña.
No voy a mentir: en ese momento algo me olió mal. ¿Cómo podía saber tantos detalles un desconocido? ¿Sabía lo del periódico, lo de mi mujer y también lo del gorro? Era verdad que mi mujer me había hecho el gorro, aunque yo lo había ocultado todos estos años.
—¿Y sobre qué estaba leyendo? —dije petrificado.
—Sobre África —respondió secamente—. Sobre que allí los niños caen como moscas por el hambre.
Me quedé parado.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Huy, sé muchas cosas.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros con una sonrisa, exhibiendo sus dientes curvos, rosados.
De improviso, saqué del bolsillo un martillo y un clavo, coloqué el clavo bien cerca de su cabeza y levanté el martillo.
—Habla, rápido —empecé a gritar—, ¡o ya verás! ¡Dímelo, cerdo!
—¡Lo he leído! ¡No la tomes conmigo! —empezó a gritar el otro y, furioso, escupió en la nieve—. Me he leído tu libro en la biblioteca, imbécil. ¡Hasta te quería pedir un autógrafo! Pensé que estaría bien comprarlo, cien rublos no es tanto.
Y volvió a escupir, pero esta vez a mis pies. Y después se dio la vuelta y se alejó.
Existe una palabra: vergüenza. Pues bien, yo sentí mucha vergüenza. Una vergüenza terrible. Una vergüenza como enfermiza. En primer lugar, era un lector. En segundo lugar, había tenido intención de comprar mi libro.
¡Ay, qué mal que salió todo!
Después de levantar de la nieve a la anciana caída y de sacudirle el abrigo, le pregunté en voz baja, mirando a mi alrededor:
—¿Y ahora qué? ¿Sobre qué voy a escribir ahora?
Se puso de puntillas y susurró:
—La gata con los gatitos…
Y después agarró las bolsas y se alejó a toda prisa, mirando a su alrededor, apartando la nieve con unas botas de fieltro grueso…
Corrió todo a lo largo de la tienda, por el camino iluminado por el escaparate y que esa mañana había barrido el viejo conserje; pasó corriendo junto a la parada donde se agolpaba la gente esperando el autobús; pasó corriendo junto a los niños que patinaban en el hielo bajo una farola rota en el paso entre dos casas; se resbaló y se cayó, pero al momento se puso de pie, como si fuera de goma, como si la hubieran inflado con aire comprimido, agarró las pesadas bolsas y siguió corriendo, pasó junto a la parada, junto a la tienda con el escaparate iluminado, junto a la farola con los niños en el hielo, junto a la gente que esperaba el autobús, junto a mí —que seguía su sorprendente carrera con mucho interés—, junto a los niños, junto a la tienda, junto a la parada, junto al peatón desconocido, que mordisqueaba pensativo el extremo de un cigarrillo roto por el viento, que miraba a lo lejos forzando la vista; pasó corriendo junto al tranvía parado enfrente a las tres de la madrugada, junto a mí, junto a sus bolsas —que había dejado en la consigna—, junto a un café con guardarropa y su encargado, que te aceptaba propina, junto a un hotel con el letrero «mir», junto a los niños pobres que se deslizaban debajo de una farola rota por el hielo de un paso entre dos casas levantadas en mi calle, en la misma calle donde yo había crecido y había patinado sobre el hielo debajo de una farola rota, donde había transcurrido mi infancia, donde vive mi madre, donde había vivido la amada que me había dejado, donde ahora vivía la que no me querrá (y que por eso mismo no me dejará), donde estoy sobre un montón de nieve profundo y me cubro la cara con el cuello por culpa de una ventisca terrible, donde ya nadie me recuerda, donde me pusieron un monumento —no muy grande, pero de plata—, donde hay una tienda junto a la que pasa corriendo una vieja zapateando en sus botas de fieltro, respirando con fuerza, dejando tras de sí nubes de nieve, formando torbellinos y unas extrañas corrientes de aire en las que se agitan los niños, la parada del autobús, la farola y las casas, y ella corría agitando las bolsas y respirando con fuerza… directa al metro.
¡Así que ahí era donde iba! Y yo que había pensado…
Una anciana misteriosa a la que había ayudado a levantarse del suelo y a la que había sacudido el abrigo, verduzco, con botones también verduzcos pero más oscuros. Una anciana misteriosa.
3
Por la acera repleta de nieve venía en mi dirección una gata y, tras ella, alternando rápidamente las patitas débiles, avanzaban a pasitos cortos sus crías. Pequeñas, afelpadas para el invierno, lanzaban chillidos enternecedores cuando se hundían en la nieve, y entonces la gata daba la vuelta y las sacaba con los dientes de entre la nieve.
¡Lo que me faltaba!
Tenía que cambiarme de gafas sin falta, porque con estas ya empezaba a ver mal.
El caso es que no había ninguna gata, sino simplemente una rata, repulsiva, una rata de alcantarilla, peluda por el invierno, y tras ella daban pasos cortos sus crías gordas y perezosas.
Había tomado erróneamente sus chillidos por los maullidos de unos gatitos.
Aunque, a grandes rasgos, se parecían.
Y ahí está la rata arrastrándose hasta la carretera y parándose. Intranquila y perpleja, sufría por sus crías y por ella, y esto también era humanamente comprensible: ¿quién tiene ganas de palmarla?
Cuando la rata parecía estar dispuesta a darse la vuelta, le llegó una ayuda inesperada: por la escalera de una garita de cristal bajaba un policía. Arrugando el ceño para disimular que estaba conmovido, salió a la calzada y sacó su palo a rayas que se encendía cual farolillo de Navidad. La rata, tras un primer resbalón en el hielo, sacó las garras y salvó el bordillo hasta la carretera. Sus crías se tiraron detrás; toda la familia meneaba la cola. Una vez en el otro lado, la rata aguardó a que estuvieran todos y saltó a un contenedor, del que quedó colgado su cola peluda para el invierno. Y las crías subieron por ella hasta el interior del contenedor.
Y ahí estaba yo, embelesado.
4
Muy pronto en mi camino surgió un café. Sin vacilar, agarré el tirador macizo en espiral y empujé la puerta. Una campanita sobre la puerta me dio una bienvenida amistosa con la palabrita china «ding».
En el guardarropa trabajaba un hombre mayor muy delgado de cara arrugada, similar a una seta desecada. Lanzaba miradas severas a los visitantes y no hablaba con nadie, conservaba su dignidad. Me quité la cazadora sobre la marcha y se la tendí al encargado del guardarropa. Mientras este la colgaba, me quité el gorro de la cabeza —el mismo gorro de lana tejido por mi mujer que había reconocido un peatón casual— y, cuando el hombre regresó con la ficha, le di el gorro.
Pasó, por decirlo de forma metafórica, toda una eternidad mientras ese gusano meneaba negativamente su sesera de chivo.
—¿No los guardan o qué? Pero si ahí, ahí mismo hay… —señalaba yo con timidez las perchas donde, en efecto, había gorros, pero vaya gorros…
Del mismo modo que la niebla matinal, flotaban en el aire formando nubes ligeras, unos gris azulado, otros más oscuros, bien de piel de cebellina, bien de chinchilla, suaves incluso para la vista, casi inmateriales e increíblemente caros.
Ay, ¿por qué no me fui? ¿Por qué no corrí cual torbellino, mientras él seguía meneando la cabeza? ¿Dónde estaba mi alabada intuición? ¿Dónde ese sentimiento natural de conservación conocido por todo bicho viviente? Tendría que haber salido corriendo, volando, tendría que haberme escondido. No hacía falta, no hacía ninguna falta insistir, pues el sentimiento de angustia, con un desagradable deje metálico en la boca por la catástrofe que se me venía encima, ya me estaba agobiando. Pero me quedé donde estaba.
—¿Dónde quiere que lo cuelgue? —dijo el viejo gusano.
Con un dedo, tembloroso, señalé las perchas.
¿Queréis que os diga qué había en sus ojos?
Desprecio, eso es lo que había en sus ojos.
—Pero es que eso sí son gorros, y de piel —dijo en tono expresivo y fuerte—. Y tú lo que tienes es…
Tenía dificultades para elegir una definición, igual que las tiene el propio autor. Y si las tiene el propio autor, ¿cómo no iba a tenerlas un lamentable guardarropa que no había acabado el colegio y con un pasado laboral difícil, al que le cuesta hasta leer los periódicos (y, en gran medida, se limita a los titulares compuestos de letras grandes) y que cuenta solo hasta trece y, además, en alemán?
—Tú tienes un mosquito.
Eso es lo que dijo, prestad atención. Y esa acusación indignante e infundada —¿qué me dices de un mosquito?, ¡si es un gorro!— era doblemente insultante.
—¡Ja, ja! ¡Ji, ji! ¡Je, je! —zalameros, se echaron a reír a mis espaldas los otros clientes.
—¿Cómo dice?
Estaba aplastado y cubierto de vergüenza.
—Cómo dice, cómo dice… —se recreó en la burla el guardarropa, torciendo su asquerosa jeta—. Pues eso digo.
No me miró más. Había desaparecido para él, como desaparece… pues por ejemplo un mosquito si eres hábil y le das un manotazo. Poco antes, literalmente hace un segundo, volaba pavoneándose, desplegando las alas con gallardía, y, de pronto, ya había desaparecido. Alguien le dio su abrigo al viejo y este se fue a colgarlo, y yo seguía allí parado, mirando torpemente hacia delante; después, entre tropiezos y choques, me fui dentro… No recuerdo haber pedido, pero sí que había perdido el apetito. Me parecía que todos cuchicheaban sobre mí. No llamé a las camareras, y estas siguieron con su trajín de mesa en mesa, ágiles cual gamuzas, experimentadas. Sujetaba con fuerza un cuchillo. Si no me hubiera reprimido en el último momento, me habría lanzado sobre el guardarropa y habría matado a ese cabrón. Todos bailaban. Solo un viejecito conmovedor, encorvado, sin una pierna y, por eso, con muletas, saltaba como podía de mesa en mesa y, cual el gran Nekrásov en sus tiempos de pobreza, tapándose con un periódico, se acababa los restos de los platos.
Rompí a reír a carcajadas.
5
Así eran mis carcajadas:
—¡Ja, ja, ja!
No, quizá no fueran así. A ver así:
—¡Ja, ja, ja!
Aunque esto se parece más a cómo fueron mis carcajadas, al autor —que está recordando su risa como si hubiera sonado hace un momento— esta similitud le parece insuficiente. Al autor le gustaría alcanzar la identidad total. Algo así:
—¡Ja, ja, ja!
No, otra vez me he quedado corto.
Qué raro. Antes, cuando era más joven, si soltaba algo sin pensar, solía salirme bien a la primera. Por lo visto, con los años la pluma empieza a fallar. Pero no hay que desanimarse. Hagamos otro intento.
—¡Ja, ja, ja! —rompí a reír a carcajadas.
¿Lo ves, amigo?, ahora se te ha dado mejor.
—¡Ja, ja!
¿No es cierto que hasta vosotros ya empezáis a sentir la mejoría?
—¡Ja, ja! ¡Ja! —rompí a reír a carcajadas.
Aunque, por otra parte, ¿no sería mejor intentarlo así?
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Él rompió a reír a carcajadas.
¿Quién es «él»? El lector ya se rasca el cogote intranquilo y perplejo: ¿quién será ese enigmático «él»?, ¿a santo de qué ha aparecido en las páginas de la narración?
Tranquilidad, lector, todo se aclarará.
Entonces, seguimos. ¿Dónde nos habíamos quedado?
Nos habíamos quedado en que la vieja se había ido al baño y se había dado una ducha caliente, después se había secado con una toalla nueva y salió al balcón. En principio, este ya es el final.
(Es menester decir que aquí ocurrió lo siguiente: el lector escudriñador había golpeado mentalmente el hombro del autor y, señalándose la sien con el índice, le preguntó: «¿Has perdido la cabeza? A lo mejor deberías dejar esta ocupación: ni te renta ni te granjea la merecida fama, sino que arruina tu ya débil espíritu… ¿O hay que llamar a una ambulancia? Ya sabes, a esas con unos enfermeros fortachones».
«¡No, no! —grita el autor asustado, estremeciéndose—. ¡Por favor, nada de enfermeros! ¡Ya sabemos cómo son esos enfermeros! ¡Apiádese, por favor! ¡Vendrán dos tipos forzudos, se acabarán todo el té, encenderán demasiadas luces, mancharán todo, sacarán los macarrones del armario! Mejor le contaré lo de la pobre ancianita que encerró a su hija, cuando esta era muy pequeñita, en un baúl y que toda la vida le dio de comer por un agujerito…».
Pero el lector, severo, da un puñetazo mental en la mesa: «Nada de viejas, eso es también de otra novela. Da un trago al kéfir, hermano, y sigue con cómo soltabas carcajadas».
«Está bien», respondo con humildad.
Así se hará).
Empecé a reír a carcajadas, sonaban terribles, tanto que se me puso la piel de gallina.
Fijaos cómo eran:
—¡Ja, ja, ja!
(Presten atención a que el autor busca con insistencia y obsesión el único color que dará juego, brillo, belleza y vida a la página. Ya solo por esa insistencia el lector puede adivinar que ante él tiene el trabajo de un auténtico Maestro).
En fin, ¡en marcha, Lector, sígueme!
Así fue como rompí en carcajadas:
—¡Ja, ja, ja!
Por cierto, que siempre se puede definir al dedillo a un hombre en función de su risa. Por mucho que se esconda, por mucho que se oculte detrás de una careta de, pongamos, por ejemplo, un luchador por la libertad o por la salvación del medio ambiente, por mucho que aparente ser un deportista, un maestro de la literatura, o lo que quiera, en cuanto abre la boca y se echa a reír, su risa lo deja al descubierto con todo el equipo. Al autor, por ejemplo, le hablaron de un director de un banco, un hombre respetable, afable, parecía que hogareño, cincuenta años antes nos lo habían lanzado en paracaídas, y una vez se echó a reír y al momento lo descubrieron: no, no eres bueno.
Él se defiende y grita: «¡Tengo los labios agrietados, no puedo estirar la piel! Si no, mis carcajadas habrían sido sinceras».
Y le dicen: «¡Ya sabemos cómo habrían sido tus carcajadas!».
Y él: «Cómo habrían sido, ay, ni se lo imaginan».
Y le dicen: «Lo sabemos, bien que lo sabemos».
Y todos entornaron los ojos.
Y él: «Dejad que me ponga bien y, entonces, ¡ya verán qué carcajadas tan buenas!».
Y a él: «Está bien, chico, ponte bien y luego veremos».
Y él: «Gracias, muchachos, ¡gracias de verdad!».
Y a él: «Ya ves, ¡si no es nada!».
Y él: «No, en serio, ¡ya verán qué carcajadas!».
Y a él: «Mira, ya nos tienes harto, ¡cállate la boca!».
Y él: «No, en serio, si hasta me parece que puedo hacerlo ahora».
Y entonces todos se asustaron, claro; ninguno esperaba un giro así.
Le dicen: «Oye, no estás del todo recobrado, deberías curarte, vete a un sanatorio, ten, una plaza para un balneario, recobra las fuerzas y después podrás deshacerte en todas las carcajadas que quieras».
Pero no hubo manera.
«No, no —decía el otro, el del labio agrietado, con una sonrisa indecente en la cara—, creo que puedo soltar ya las carcajadas».
Y esa frase suya resonó tan siniestra en el silencio sobrevenido que todos se sintieron mal. Y poco a poco se fueron yendo cada uno a su casa, y en casa se encerraron y se metieron debajo de la cama.
E hicieron que sus mujeres vigilaran las ventanas por la noche.
En resumen, que para que nadie pensara nada, yo rompí a reír a carcajadas de la siguiente manera:
—¡Ja, ja, ja!
6
Cual torbellino me lancé al escenario, derribando y girando mesas y sillas a mi paso. Había gente pegándose a mi alrededor. El aire estaba cargado, las mujeres gritaban. Yo bailaba bien. Estaba claro que todos se fijaban en mí. Y entonces junto a mí pasó la bola de los que se pegaban: brazos, piernas, cabezas, jirones de ropa. Al suelo cayó, junto a mis pies, una oreja cortada, o puede que simplemente arrancada. A mí, como escritor y como humanista, me importaba un bledo todo eso.
Un crujido terrible y después un estruendo ahogaron la música; la enorme araña metálica se había desprendido del techo. Al instante todo se llenó de gritos y chillidos, y unos chorros encarnados que olían a acre empezaron a fluir a borbotones por debajo de la araña. Abandonando guitarras y tambores, los músicos se arrojaron sobre la lámpara y, bien pegados al suelo, se pusieron a lamer ansiosos, atragantándose, la sangre.
Al instante siguiente los músicos borrachos de sangre ya estaban de nuevo golpeando las cuerdas, y el torbellino del baile me arrastró detrás de la barra, donde en charcos de cerveza yacían igualitas las camareras-gamuzas, experimentadas y ágiles… Una de ellas no estaba ocupada. Vacié un vaso con algo agrio y me lancé sobre ella, sobre la gamuza.
Los músicos empezaron a tocar una fanfarria.
No iréis a decirme que los escritores somos gente poco práctica que pierde fácilmente la cabeza en los momentos de entusiasmo: conseguí rebuscar en su bolsillo. Hubo un momento en que ella, desconsiderada, se distrajo y apartó la mano que apretaba su bolsillo mugriento. ¡Fueron solo unos segundos!, pero para mí, que soy de reacción fulminante, fue más que suficiente.
No me contuve y exclamé tres veces bien alto: «¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!».
Cuando todo acabó, le di unas gracias moderadas a la camarera y me dirigí a la salida.
7
Ya ni recuerdo cómo acabé en los grandes almacenes de nuestra ciudad, subí a la segunda planta. He de confesar que me encontraba mal. Me parece que me había subido la fiebre. La cabeza me daba vueltas y me dolía, los ojos se me nublaban a ratos y en algunos momentos me fallaban las piernas; me veía obligado a pararme para no caer. Me sentí un poco mejor en la sección con el seductor nombre de «hazlo tú mismo».
Por extraño que parezca, hasta entonces no me había visto ni una sola vez en la tesitura de matar a personas vivas. Es más, en ese momento ni siquiera sabía de qué manera la gente solía matarse entre sí. Era joven, estaba un poco inquieto y no tenía a quién pedirle consejo.
La vendedora —una muchacha de pelo claro como el lino, una muchacha agradable con una bata cortita color verde lechuga— me lanzó una mirada de indiferencia cuando me acerqué para hacer la pregunta que me atormentaba. Afortunadamente, me detuve a tiempo…
En resumen, caía un aguacero terrible cuando me encontré de nuevo en la calle. Estalló un trueno, brilló un relámpago cegador. En la torre Spásskaia de una ciudad lejana el reloj marcó silenciosamente las nueve de la noche. Desde la esquina de la casa que estaba enfrente, yo vigilaba la salida del café. No voy a mentir, no recuerdo cómo salió ese hombre a la calle, cómo empezó y después terminó la persecución, cuándo se acercó a su casa-rascacielos de cristal y hormigón que llevaba el nombre del camarada Jruschov. Había anochecido, nevaba copiosamente y yo apenas podía mover los pies, las ideas se me entremezclaban; no sé cómo me las apañé para no perder el conocimiento.
El viejo golpeó varias veces los pies en la rejilla para limpiar el barro y la nieve adherida a las suelas, abrió la puerta y desapareció. Pocos segundos después también yo entraba al portal, mientras toqueteaba en el bolsillo el clavo que había obtenido de la vendedora. Los pasos resonaban un piso por encima. Por una escalera en penumbras, subí en pos de él.
Los pasos cesaron. Estaba en el descansillo delante de su puerta, sacando las llaves del bolsillo. Tras fijarme en la puerta, retrocedí a las sombras. La puerta se abrió; el canalla pasó a la entrada y cerró tras de sí dando un portazo.
Es extraño que hasta el último instante no me hubiera parado a pensar ni una sola vez en cómo iba a cumplir con mi terrible propósito. Sí, había comprado un clavo y un martillo, pero ¿cómo iba a entrar en su casa? ¿Cómo iba a acercarme a ese gusano para estar a la distancia imprescindible para golpearlo?
Me quité el gorro de la cabeza, lo envolví en una bolsa de celofán y lo até bien con una sirga. Subí. No había timbre en la pared. Llamé a la puerta primero con golpes suaves, después más fuertes.
Durante un buen rato nadie respondió desde detrás de la puerta.
Pero, de repente, me pareció que estaba allí, al otro lado, en su pasillo a oscuras, escuchando. Y así lo veía: gordo, con la chaqueta abierta a la altura de la barriga, sudoroso, presta atención y tiene miedo; con la oreja pegada a la puerta, se rasca el pecho peludo por encima de la camisa.
Estuvimos así un buen rato —yo, en la escalera; él, en el pasillo— escuchando, chupándonos los labios y entornando los ojos de la misma forma y casi al mismo tiempo para oír mejor.
Él lo resistió menos y abrió la puerta que, por alguna razón, tenía la cadena echada.
8
—¿Y cómo es que tiene la cadena echada? —pregunté.
—¿Qué pasa, que no puedo?
Sacó del bolsillo una rebanada de pan con queso, mordió la mitad y, resoplando, empezó a mover la mandíbula, mientras me miraba con cara de pocos amigos. Tenía los ojos marrones, y estaban demasiado cerca el uno del otro.
—Le he preguntado que por qué echa la cadena —volví a preguntar.
—Pues así —respondió él.
—¿Qué es eso de «pues así»?
—Así como así —se echó a reír, pero se atragantó y empezó a toser, y me escupió el pan directamente a la cara.
Le dije lo siguiente:
—Ni siquiera los gatos nacen así como así.
Y repetí:
—¿Por qué ha echado la cadena en la puerta, a ver?
Y me limpié la cara con la manga, sin apartar de él mi mirada tensa.
—Pues sí que le ha dado bien al muy cabezota —dijo el otro entre toses, escupiendo una y otra vez. Resultaba curioso la cantidad de pan con queso que había conseguido meterse en la boca de un solo mordisco.
—Se lo pregunto por última vez, pedazo de basura: ¿por qué ha cerrado la puerta echando la cadena?
Él tosía y escupía, escupía y tosía. Y me miraba como hosco, como con cierto recelo oculto.
—¿Qué pasa, que el cerrojo le parece poco?
Estaba al límite de mis fuerzas. Para no caerme, tuve que apoyarme en la pared.
—Sí —me cortó él y le dio otro mordisco al pan y otra vez empezó a toser.
¿Acaso eso era una respuesta? A las personas cortas se las veía de lejos.
Él tosía.
—Voy a contar hasta tres —dije—. U-uno-o…
Él se puso a doblar los dedos sudados, similares a salchichas.
—Do-os —continué.
Dobló un segundo dedo.
—Dos y un cuarto…
Vaciló un momento y por poco no dobló un tercer dedo.
—Dos y medio.
El gordo dobló el dedo por la mitad.
—Dos y medio y un cuarto.
Su dedo ya casi rozaba la palma de la mano.
—Bueno, ¿qué? ¿Vas a empezar a hablar? No voy a seguir esperando. ¡Habla rapidito, basura! Si no lo haces… Aunque, me la suda. En realidad, he venido por otra cosa.
El gordo suspiró aliviado y se pasó la mano por la frente. Quedaba claro que se había asustado de veras.
En silencio, le tendí la bolsa envuelta con la sirga.
9
—¿Qué es?
—Es un gorro —respondí, y de pronto pensé que habría sido mejor cambiar la voz, para que no reconociera en mí al cliente que acababa de estar en el café.
—Tómelo, por favor —dije con la voz cambiada.
—¿Qué te pasa en…? —no terminó la frase y con una salchicha se señaló la garganta, mientras me lanzaba miradas de sospecha.
—Una mutación en la voz.
—Ajá… —dijo, y prestó atención a la bolsa.
Se embutió en la boca el último trozo de pan y se puso a examinar la bolsa: hizo ruido con el celofán, lo miró a la luz, lo estrujó, lo palpó, mordió un trozo y se quedó pensativo, masticando y haciendo rechinar los dientes de una manera especialmente profesional.
Aguardé paciente el fin del examen pericial.
—No —meneó él la cabeza, al fin.
—¿No lo acepta?
—No —fue su breve respuesta.
Sabía cómo debía actuar: saqué del bolsillo las monedas que tenía preparadas y las pasé por la rendija. Al instante el dinero desapareció tras la puerta, pero seguía viéndose un filtro de recelo en los ojos del viejo.
—Ven mañana, empezamos a las diez. Ven a las diez en punto y te lo cogeré. Sin hacer cola.
—Precisamente mañana a las diez no puedo. Resulta que estoy estudiando. Vamos, que soy estudiante. Y precisamente mañana tengo una tarea importantísima. Vamos, que tengo un examen.
—¿Quizá mañana de todas formas?
—Ahora, ya le he explicado que mañana no voy a tener tiempo… Es un gorro bueno, caro —mentí.
—De acuerdo —el viejo quitó la cadena y abrió la puerta del todo—. Pasa.
Lo seguí por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación en la que había una mesa redonda de patas abombadas, varias sillas, un diván gastado. Dos retratos —una anciana repulsiva con cofia y un aldeano de aspecto enfermizo, con barba y mejillas hundidas à la gran escritor del pasado, Dostoievski— me saltaron a los ojos.
—Vaya nudo —dijo cabreado el gordo, tirando de la cuerda—. A ver, tú deshaz el nudo, que yo voy a traerte la ficha.
El viejo dejó la bolsa encima de la mesa y salió de la habitación.
Rápidamente, fui detrás de él sacando de los bolsillos el clavo y el martillo.
De repente, el viejo apareció en la puerta.
—Oye, ¿eso tuyo no será contagioso?
—¿El qué? —pregunté, sorprendido.
—¡El qué, el qué! Pues lo de la garganta, la mutación…
—Pero ¡qué dice! ¡Claro que no! —me apresuré a tranquilizarlo—. Es algo de la edad, amigo.
—Está bien, espera, ahora te traigo la ficha.
Y volvió a desaparecer en el otro cuarto.
Experimentando una manifiesta impaciencia, me fui tras él.
10
Ya de noche me llamó un amigo al que unos días antes le había dado a leer esta sorprendente novela. Su voz sonaba algo desconcertada.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Nada, ver la tele…
Me estaba dado un poco el pisto, claro, no tengo tele.
—¿Y qué echan?
—No lo sé.
—Ah, a-ah —se demoró un poco—. Qué suerte. Yo no tengo tele.
No sé por qué me mintió, bien sabía yo que tenía televisión.
—No es nada grave, vente aquí, podemos ver la mía.
—¿Es que te has comprado una? —preguntó, ya desorientado.
—No.
—Ah, vale, ya comprendo —dijo—. Bueno, mira, lo que quería decirte… Tu…
Se quedó callado.
—Ya he leído la… tu novela…
—¿Y? Está bien, ¿verdad?
—Ya sabes… Quizá sea mejor que quedemos. ¿Qué podría decirte por teléfono? Así se puede ofender a una persona para siempre, ya sabes.
—¿Ofender? —Me quedé de piedra—. Espera, espera, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado?
—Cómo te lo diría… Últimamente está haciendo un tiempo asqueroso.
—No me líes —dije manteniendo la calma—. Más vale la verdad amarga que una mentira empalagosa. Suelta el golpe.
—Perdóname —dijo mi buen amigo en voz baja—. No puedo.
—Golpea —ordené—. Que no te dé pena.
—Es mejor que quedemos en algún sitio —propuso después de un momento de silencio—. Nos tomamos algo y lo discutimos todo…
—De acuerdo. Apago la tele y salgo.
—Vale. Hasta ahora —dijo mi amigo.
—Hasta ahora, amigo.
—No te pongas triste.
—Pero si no lo estoy.
—Haces bien.
—Pues claro.
Colgamos a la vez. Apagué el televisor, me eché por encima una cazadora, metí el gorro en un bolsillo y salí corriendo del piso.
—Ya lo sabes —tales fueron las primeras palabras de mi amigo—. Tu novela es un tanto extraña…
—Pero, ¡eso es genial! —exclamé y le di una palmada en el hombro.
Él frunció el ceño y se limpió el hombro con la mano.
—No vuelvas a darme palmadas así en el hombro. O te arrancaré la cabeza.
Sabía que mi amigo no estaba de broma.
—Es una sensación absurda: lees y lees y nunca te queda claro qué y para qué. De pronto te parece que lo has entendido, te parece que ya has encontrado un hilo del que tirar… —Me mostró cómo tiraba de ese hilo—. Y das la vuelta a la página y, hale, que te den.
Hizo el gesto con la mano y se lo enseñó a sí mismo.
—De nuevo nada está claro.
—Es un problema —dije.
—En realidad, no entiendo para qué hay que escribir este tipo de novelas, de verdad te lo digo.
Me miró con compasión.
—Yo tampoco.
—¿Sabes qué?, podrías escribir sobre liebres —se alegró por la idea que había tenido.
—¿Cómo?
—Sí, hay dos liebres en una madriguera, marido y mujer, tan suavitos ellos, de color gris… Y la mujer le pone la cabeza en el hombro, se come una zanahoria y frota sus orejas en él. Y él le dice…
—Querida, ¿qué ves tú en ese calendario de la pared? —terminé por él.
—¿En qué «calendario de la pared»? No había ningún calendario en ninguna pared.
—Vale, perdona. Es del capítulo siguiente.
Dio un trago de su copa. Era evidente que mi comentario le había molestado.
—Están en su madriguera, comen zanahorias, se frotan con ternura las orejas…
Mi amigo se quedó callado y se giró un poco; vi que se ponía colorado y que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Y ella le dice: «Cariño —de pronto empezó a hablar con voz de mujer—, ¡qué bien que hayas escogido este claro del bosque para construir nuestra madriguera! Nunca había visto un claro tan bonito». Y él responde: «Estoy dispuesto a hacer todo por ti, querida mía, a arrancarme la puta piel, con tal de complacerte sistemáticamente».
—Ella dice: «Es ponerme a pensar en nuestros niños y me entran ganas de llorar». Y él responde cariñoso, y la mira así, ya sabes, de arriba abajo: «Cariño, eres una madre maravillosa. Quiero hacerte un buen regalo». «¿Y qué regalo es ese?», pregunta ella, poniéndose colorada. «Este verano nos vamos a ir de vacaciones a Niza, palomita mía. Ya tengo reservada una habitación de lujo en un hotel de cinco estrellas». Bueno, y tú ya sabes lo que va después…
Mi amigo se dio la vuelta, se secó discretamente las lágrimas con la manga.
—Alegría, besos, abrazos, palabras dulces… Los niños están durmiendo. Y en ese momento —dijo en tono amenazante—, una inundación.
Miraba al frente con los ojos bien abiertos. Que me corten la cabeza si no estaba viendo la inundación. Sí, en ese momento no estaba conmigo sentado a la mesa, era una sombra, un fantasma, lo que queráis. Él estaba en el claro y con terror mudo vigilaba las olas en aumento.
—Y ahí están las olas, acercándose al borde de su madriguera.
Su voz se había vuelto ronca por la emoción.
—Ella dice: «Cariño, parece como si soplara humedad por algún sitio». Y él responde: «El río está cerca, se ve que el viento sopla desde allí».
Mi amigo apoyó la cabeza en las manos, ocultó el rostro. Noté que sus hombros temblaban. Tuve miedo de romper el silencio.
—Y ella dice: «¿Y qué son esos silbidos del viento?» —dijo con voz fina, con el rostro levantado y cubierto de lágrimas—. «No lo sé, querida. —Ahora en voz baja, firme, de hombre—. Quizá debería ir a echar un vistazo». «No, quédate aquí, hace frío fuera». Tanto se compadeció ella de él —explicó mi amigo con labios temblorosos.
—¿Y qué pasó luego? —pregunté con cuidado.
—Pues después el agua fría de marzo entró violentamente en la madriguera. —Me enseñó con la mano lo horrible que fue el agua colándose en la madriguera—. Y…
—Bueno —dije realmente intrigado—. ¿Qué pasó después?
—Y…
Aguantó un instante más, pero después se derrumbó sobre la mesa, se tapó la cabeza con las manos y empezó a sollozar, estaba destrozado.
Lo consolé como pude.
—Escribiré sí o sí una novela así —prometí al despedirnos—. Y nunca más escribiré de las otras.
—¿Me lo prometes? —preguntó mi amigo, mirándome atentamente a los ojos.
—Palabra de escritor —dije con firmeza.
—Gracias, viejo, me dejas tranquilo. Adiós.
—Adiós —dije y, sin darme cuenta, le di una palmada en el hombro. ¡Y qué palmada! Él, pobre, apenas logró mantenerse en pie.
—¡Te avisé! ¡Te dije que no me dieras más palmadas en el hombro! —empezó a gritar, estirando el cuello y abriendo tantísimo la boca que fácilmente podría haberse metido dentro un melón no muy grande—. ¿Qué pasa, cabrón, que se te ha olvidado?
—No se me ha olvidado. Venga, mejor te cuento lo de la pobre ancianita que encerró a su hija, cuando esta era muy pequeñita, en un baúl y que toda la vida le dio de comer por un agujerito.
Mientras hablaba, retrocedía y miraba a mi alrededor, con la esperanza de ver a alguien y pedir ayuda.
—Deja de mirar, que dejes de mirar, mamón —dijo de malas maneras, y me dio un primer golpe en la cara. Antes de perder el conocimiento, conté novecientos treinta y cinco golpes en el cuerpo y ciento diecisiete en la cara.
Así son los encuentros con los lectores.
Hermano escritor, es mejor que huyas de esa gente, del inseguro pueblo lector, cruel e impredecible. Bien te piden prestado dinero y no te lo devuelven, bien te quitan a las mujeres y no las mandan de regreso. O, simplemente, se lían a puñetazos.
Por otra parte, los escritores son de por sí un pueblo pillo.
Quitan mujeres, cogen dinero, se lían a puñetazos.
Canallas son, y de canallas se rodean.