Primera edición: marzo 2020


© Elba Pedrosa

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Maquetación: Sandra Jiménez

Ilustración de la cubierta: José Luis Montoro

Edición de contenidos: Carme Arrufat

ISBN 978-84-17852-31-3

Depósito legal: B 25061-2019


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Lo que no sabías

Elba Pedrosa





Siempre mar.

Mincha



I

Se derritió en el suelo como un helado dentro de la boca febril de un niño. De repente se desintegró, golpeándose contra la butaca. Quedó allí tirada, expandida. Casi inerte. Adoptó otro estado, otra forma, otro sentir. En un instante cambió de sólido a líquido, desintegró todas y cada una de sus células y la energía. Abatida. También fue sustancia gaseosa durante algún segundo. Con el tiempo, regresó a su cuerpo y retomó la apariencia física habitual en ella. Pero había dejado de ser la misma mujer que siempre había sido.

Recuerdo aquella mañana como el comienzo de otra persona; el nacimiento de una mujer liberada. Ahora sé que todo ocurrió gracias a que otro ser desapareció al mismo tiempo. Por ese motivo, ella pudo empezar de nuevo a vivir.

Su compañero no había regresado. Nos contó que le había esperado en la vía del tren hasta que bajaron los últimos pasajeros, que caminaban con gesto cansado, despacio, y arrastrando los equipajes. Tenía la necesidad de cerciorarse, una vez más, de que no era el tiempo el que tenía la responsabilidad de la desgracia que le había acompañado siempre. Tampoco la distancia tenía la culpa del desamor. Porque por muchos o pocos meses que pasaran separados, nunca surgía el deseo del reencuentro. El único culpable de lo que había ocurrido durante todos aquellos años, en caso de que hubiera alguno, era lo que le decía su corazón.

Ahora ya no tenía dudas; jamás había sentido pasión, ni ganas, ni apenas sueños. Nunca había querido nada con él. Pero le había dado tantas vueltas y lo había intentado de nuevo en tantas ocasiones por no echar a perder también la vida de los demás y hacerles daño, que había perdido su existencia entera sin hacer casi nada de lo que había querido. Le había consumido todo el tiempo.

Sí, puede que desde el primer momento tuviera la sensación de que no le quería y que esto no sería fácil de cambiar; pero no se había atrevido a dar el primer paso, a tomar decisiones e iniciar otro camino con la valentía que exige la soledad y las habladurías. Así que dejó que la iniciativa la llevara el otro, incluso su propio destino. Y ella se calló, cerró los labios y optó para siempre por el silencio y la espera, por dejar que todo pasara por delante de sus miedos y tapar cada agujero del alma con una mentira. Decidió no contar nada y quedarse con todas las verdades escondidas. Eran, además, nuestras verdades. 

Má no dijo ni una palabra al regresar a casa de la estación. Debería de ser muy temprano, pero desde la cama pude escuchar cómo la llave giraba y abría la puerta. Pensé que podría haber ocurrido algo; llegaba sola. Sentí cómo la vida se rompía en pedazos sin apenas poder evitarlo. Sin embargo, tenía tanto frío y cobardía que lo único que hice fue tirar del embozo con fuerza y taparme un poco más. Hasta bien arriba. Oculté también las orejas debajo de las sábanas para aislarme del mundo y no enterarme de lo que pudiera haber pasado. Tampoco tenía edad para hacerme cargo de más problemas que los que yo mismo generaba. Por aquel entonces era un niño de tan solo ocho años, que lloraba cuando veía a su madre llorar; que sufría cuando su madre estaba triste, y que se inflaba como un pavo real cada vez que me daba uno de esos abrazos de madre orgullosa que solo ella sabía dar. Así que decidí quedarme calladito como un tonto y retomar el sueño. Allí dentro de la cama con el calor todo era un poco más fácil. Me desentendí.

Pero, mientras, ella se desplomaba golpeándose con la silla de la cocina. Después cayeron las llaves al suelo, con un estruendo que podría haber despertado hasta a los difuntos que reposaban a doscientos metros de nuestra casa. Y a continuación, cayó su pesado bolso en el que llevaba la fiambrera metálica –con toda seguridad, con un trozo de la empanada preferida de mi padre, la de bacalao con pasas.

Má preparaba la masa y el relleno de la receta con la que más disfrutaba mi padre. Pero no todas las madres sabían hacerla. Ella sí. Picaba las cebollas y los pimientos en trozos muy menudos, después añadía la enjundia y una copa pequeña de albariño. Cocinaba todo a fuego lento mientras amasaba, con el mandil y la cara salpicados de harina, y cantando siempre la misma canción que había aprendido cuando era una cría:

 

Ollos verdes son traidores,

azuis son mentireiros.

Os negros e acastañados

son firmes e verdadeiros.

Na beira, na beira, na beira do mar…

 

Y pasaba toda la mañana cocinando al son de su voz melosa. Con aquellos ojos acastañados tratando de imaginar el mar, ese infinito saco de peces. Con su pensamiento poco verdadero, perdido muy lejos de la orilla, o no sé muy bien dónde.

Mientras, yo observaba con interés todo lo que hacía y jugaba con las piezas del Lego que mi padre me había traído de Alemania. (Lo cuidaba como si fuera un tesoro.) La miraba de reojo desde la mesa de la cocina, como si no me interesara. En alguna ocasión, má horneaba la empanada fuera de casa. La llevaba al horno de la panadería en una bandeja cubierta con un paño de cuadros azules. Otras señoras de la villa también tenían esa costumbre, tal vez el horno de leña cocinaba mejor. Era un truco de expertos, decía má. Pero yo prefería que se quedara siempre en casa y no se fuera a ningún sitio. Que continuase con su cantar alegre «la de los ojos verdes», que tan bien me sentaba escuchar de vez en cuando. 

Eso sí, siempre cataba yo el primer trozo de la empanada. Sabía a gloria bendita.

 



Ese mar de cenizas en el que se encuentran esparcidas las almas de los que algún día se amaron en la vida y también de los que nunca quisieron volver a encontrarse. El mar en el que viajaremos todos, sin fin, mecidos por la energía de las olas.

 

 

 


II 

Si no hubiera sido porque mi padre no regresó con nosotros nunca más, puede que hubiera continuado siendo ese niño solitario y distante del resto de compañeros. El marginado al que nadie le presta atención, más que para burlarse de él. El que no mira a nadie porque le da pánico cruzarse con unos ojos que le miren; el tío raro con quien no se juega, el chaval que no entiende las cosas que pasan en la vida. (Es cierto que tardé un montón en encontrar la verdad y todavía no la entiendo del todo.) Pero en aquel momento, con el tema de mi padre, ese alejamiento de los demás niños terminó y dejé de ser «el mudito», como alguno se refería a mí con desprecio. Hoy en día pienso que fue por lástima, por la compasión que la gente de la villa sintió entonces por nosotros. En todo caso, tuve la fortuna de empezar a disfrutar todo el día de la compañía de unos elementos no sé bien si por decisión propia o porque alguien les obligó a estar conmigo que me hicieron la vida más divertida y ligera. Eso sí, menos silenciosa.

Pronto nos convertimos en una pandilla de esas que nunca se separan y siempre tienen líos. Solo éramos cuatro. Cuatro gatos, como quien dice: «Lo mejor de cada casa». Los dos gatos mayores eran los gemelos Lolo y Pepe, los hijos del fontanero. Y luego Rubén y yo. La gente decía que nunca habían vivido allí niños tan trastos como nosotros. Y eso, de algún modo, nos gustaba; tener fama de malos en parte era bueno. Nos hacía sentir intocables, no unos tontos cualesquiera, y sabíamos defendernos como esos niños de la ciudad que no se callan ni con la cabeza debajo del agua porque son unos chulos. Nunca nos quedábamos callados o amilanados. No había nadie que nos hiciera sentir menos.

Creo que esta fama de gamberros empezó a forjarse después de un día que nos dedicamos a cazar moscas, una de esas tardes en blanco que tiene el verano. Las encerrábamos en un frasco de cristal hasta que las veíamos morir. Después de muchos intentos, los bichitos agonizaban en aquella cárcel transparente en la que también metíamos alguna «hierba para comer». Agotados. Rendidos ante nosotros. Y en ese momento recreábamos la ceremonia completa del entierro, en los bancos del fondo de la iglesia. Allí donde estaba muy oscuro y no pasábamos vergüenza porque nos miraran, con uno de nosotros haciendo de sacerdote y los otros de plañideras llorando de pega. Quién nos diría, con lo felices que éramos entonces, todas las ceremonias y velorios en los que lloraríamos pero de verdad, por difuntos que no serían exactamente aquellos inocentes bichos. Nuestro comportamiento –que a día de hoy pienso que era sin más el propio de unos niños pillos asombraba al resto de compañeros de la escuela. También a los maestros y a los padres de los otros niños, que no veían con buenos ojos aquel síntoma de «pequeños demonios sin escrúpulos» y no consentían que sus hijos estuvieran mucho con nosotros, por si imitaban el mal ejemplo.

Sí, la vida va de bandos, de los malos y de los buenos, y de poner etiquetas ya desde pequeños.

Es cierto que la sensación de poder tener el control de las situaciones en manada, por encima de los que nos miraban pasmados con cierta envidia y que incluso alguna vez nos alentaban, nos hacía sentir superiores. A pesar de todo, la realidad cambió a medida que crecíamos y éramos más conscientes del daño que podíamos hacer a los demás con nuestra actitud, aunque se tratara sin más de un juego. Dejamos esa capa de chulería y de cobardes; pero hacíamos lo que nos daba la gana en cada momento, y si era con follón, mejor. Teníamos bastante sentido.

A Rubén y a mí no nos sentaba nada bien eso de pasar la tarde tirados como papanatas a la sombra en el río, quietos y calladitos; ni tampoco imaginar esas chorradas con las formas de las nubes, como hacían otros para ocupar el tiempo de más calor. Nosotros éramos más de liarla buena. Además, no queríamos silencio y procurábamos hablar y reír todo lo que no estaba escrito. Al menos yo ya había tenido suficiente durante todos aquellos años de la infancia –hasta lo de papá, cuando no encontraba a nadie con quien conversar en el patio o en la plaza, o cuando me daba por pasar algunos días en plan disperso, deambulando ausente del mundo como un zombi. Y desde que má había llegado aquella madrugada sola a casa, para mí el silencio sería para siempre lo mismo que la muerte. 

Después de meses de espera a mi padre, que faenaba en alta mar sin saber cómo iban nuestras vidas ni qué pasaba en la villa, má se quedó sola, llorosa y callada como una tumba. Con la cara teñida por la pena del luto y con un silencio que la embebió durante demasiado tiempo. Aquella mañana estaba más confuso aún que nunca, con el convencimiento de que en mi casa siempre ocurrían cosas que me escondían. Había secretos, verdades o mentiras, que no sabía.

Silencio siempre será muerte. Lo detesto. 

 


III 

Todas las noches antes de acostarse bebía un remedio que le preparaba su abuela. Agua caliente con miel y limón, revueltos hasta mezclarse bien en una taza de barro. Tal vez me aclare la voz, decía, y es que para cantar en el coro de niños de la escuela, no podía parecer un hombre. 

-¿Quién fue?

Todos nos callábamos al mismo tiempo cuando el director insinuaba que algo no le sonaba bien.

-¡Que no deje nadie de cantar! –ordenaba.

Bajaba dando un salto del cajón de madera que usaba para dirigirnos y comenzaba a dar paseos para intentar identificar la voz discordante. Primero miraba al conjunto difuso y después se acercaba a la víctima por la espalda con mucho sigilo, como si su oreja ultrasónica le arrastrara el resto del cuerpo y lo condujera directamente hacia el malhechor. Todos nos poníamos muy nerviosos. De repente paraba a la altura de Rubén. Casi siempre a su lado.

-¡Repita solo! Pienso que es su voz de nuevo –le espetaba.

Y Rubén cantaba suave para disimular. Sin embargo, el director enseguida reconocía que la suya era la voz del delito.

-No sé qué voy a hacer contigo. Echarás a perder la función de fin de curso –se alteraba.

Además de desafinar, en parte por los cambios hormonales de la edad, la voz de Rubén no armonizaba con el coro. Era bajo de estatura, pero cuando hablaba conseguía echarse años encima. Dos al menos. ¡Y menos mal! Porque si las chicas supieran cuál era su verdadera edad, seguro que no le perseguirían tanto. En las villas y los pueblos, a las chicas les gustaban los tipos mayores para poder formar una familia. Para mí, un mal sueño. 

 

Mi hermana había sido siempre muy noviera y le gustaban los hombres que le sacaban cinco o diez años. «Esos amigos que tienes y los tíos de mi edad son muy insípidos y lo único que quieren es mirar», pensaría ella. Lo que era cierto es que los hacía sentir inferiores. Se quedaban parvos, callados, mirándola fijamente como si jamás hubiesen tenido a un ser del sexo opuesto tan cerca. Tenía un halo especial, una mezcla de energía y belleza. Pero no quería perder tiempo con chiquilladas. «Quiero casarme y salir cuanto antes de esta aldea», recuerdo que decía cuando aún era bastante joven. Desde pequeña tuvo todo muy clarito; algo por lo que yo –siempre consumido en dudas existenciales e inseguridades la envidiaba. Decidir y actuar. Con fluidez, sin divagar. Sin tan siquiera dar tiempo para analizar y, de ningún modo, para dar marcha atrás. Cabeza alta, el cuello erguido como los cisnes y a por otra batalla.

Cuando era muy joven, un día se maquilló tanto que en vez de despertar el deseo de los chicos, consiguió que todos se rieran de ella. Sentí mucha pena, porque todavía era una cría con físico de mujer madura. Se escapó corriendo por el campo de la feria, como si quisiera huir perseguida por el demonio. No pude pararla y consolarla. La encontré de nuevo al llegar a casa. Abrazada a má y llorando. Enseguida se retocó en el baño el maquillaje, que se había estropeado con las lágrimas, y salió por la misma puerta por la que había entrado unos minutos antes. Otra vez era el cisne blanco del cuello alto. Estaba acostumbrada a resurgir de las cenizas siempre por su propia cuenta.

Para salir de la villa había que emplearse en la casa de alguno de los muchos gallegos retornados de América, algún indiano, o echarse un novio hecho y derecho y mejor con estudios. Justo lo que mi hermana se había propuesto y a lo que cada mañana aspiraba cuando se levantaba con el sol. 

Pero la ausencia de mi padre también hizo que mi hermana cambiase mucho. 

 

Lolo y Pepe eran de esos típicos gemelos tan iguales que casi ni su santa madre, que de verdad digo era muy buena, podría diferenciar. Hacían todas las trastadas escritas y las que estaban pendientes de imaginar. Pero eran buena gente. Solamente había algo que diferenciaba a estos dos hermanos de manera inequívoca: la piel. Lolo tenía la piel más fina que Pepe, pero además la tenía especialmente fina. Esa peculiaridad de su físico, le condicionaba tanto que le dejaba en evidencia muchas veces. Si alguien le decía algo de su agrado, Lolo se ponía colorado. Si alguien le preguntaba con insistencia y le clavaba la mirada en sus ojos azules, Lolo también se ponía rojo. Y si le sorprendían en un momento de solitaria reflexión –algo que tampoco era muy habitual en él–, Lolo también se encendía como un camarón. Mientras, el pillo de su hermano, Pepiño, se aprovechaba y escapaba airoso de todas las trampas en las que terminaba como cabeza de turco Lolo. Y así, todos nos arriesgábamos a idear y llevar a cabo las más divertidas andanzas, porque sabíamos que quedaríamos siempre impunes. Libres. Nos daba igual, porque iban a pillar a Lolo. Le llamábamos Ameixa.

-¡Lolo, como te pille un día, te agarro por la oreja y recoges las patatas el resto del verano! –gritaba la vecina.

-¡No sé qué dice, Saladina! Sería el cura –le respondía entre risas-. Pregúntele a él que es un buen elemento. ¿No ve que estoy de paseo?

-¡Eres un gamberro! Ahora verás –le enganchó por el brazo–. Esta vez se lo cuento a tu madre. Le daré la idea de que os aliste en el ejército y así nos desharemos de vosotros una temporada. –Lolo estaba más colorado que nunca y Saladina le reñía cada vez más–. Y suerte que no os hagan disparar en alguna guerra. Aprenderíais a no burlaros de los mayores.

De repente se escucharon unas risas desde la copa del roble. Y acto seguido cayó un cubo de agua encima del cesto con las verduras que Saladina había recogido en la huerta, sobre Lolo y sobre aquella santa mujer. Todo su trabajo arruinado; no podría llevar aquel género para ganar algo de dinero en el mercado. Y Pepe, Rubén y, por último, yo rodamos también entre las ramas del árbol hasta caernos encima de ellos. Todos en el suelo magullados y calados. Nos escapamos de allí corriendo. Dejamos a la vecina con la bata y las zapatillas mojadas, enfadada y gritando todo lo que podía. Con Lolo como rehén. Otra vez le había tocado pagar el pato.

 

El mayor del grupo, solo por unos meses de ventaja, era yo, Rober. Y a mis 13 años no hacía nada más que pensar todo el rato en las chicas. Día y noche. Sobre todo en una. Durante las clases ideaba cómo se plantearía el verano, o qué podría hacer para verla, o si vendría a la villa con alguna amiga. Pensaba en todas las posibles opciones. Y alguna vez, las menos, también imaginaba cómo serían sus bragas que escondía bajo su falda; cómo sería eso de besar con lengua. Y me ruborizaba al darme cuenta de que estaba pensando en esas cosas. 

 

-Roberto, preste atención. ¿Podemos saber por dónde viaja hoy su cabecita? –golpeó en la mesa el director de la escuela, Don Emilio. Y a continuación atizó con su mimbre y con bastante fuerza en mis manos.

-¡No me pegue! –gemí de dolor–. Estoy practicando cálculo con unas raíces.

-¿Las raíces de la magnolia, verdad? Ya me enteré de las gamberradas que hace al salir de aquí, en vez de ayudar en casa –continuó malhumorado–. Parece mentira, con las que habéis pasado en esa familia. Un alumno tan aplicado no se puede echar a perder por las mujeres. Se arrepentirá. 

 


IV 

Má tuvo una vida solitaria, acompañada por la frecuente soledad que padecen las viudas. La tristeza y la amargura siempre caminaban junto a ella, y no conseguía ahuyentarlas. A pesar de que estuviéramos juntos, y por mucho que disfrutara de jornadas alegres en las que parecía olvidar sus penas entre risas y bromas, al poco rato su mirada estaba de nuevo perdida y vacía. 

La abuela nos dejó después de la Candelaria, la misma fecha de febrero en la que los días empiezan a crecer y los pájaros se enamoran y dejan de volar en solitario. Ella, sin embargo, quiso volar sin nosotros. Enfermó a causa de una gripe. Y a pesar de los años que sumaba, en el fondo soñábamos con su recuperación. Era un ser con una presencia discreta y siempre observaba desde el silencio, sin protestar apenas.

Cuando Don Tomás, el médico de la parroquia, nos pidió que nos sentáramos en la salita, todos intuimos cuál era el paso siguiente. 

-Vayan a buscar al sacerdote. La familia puede pasar a darle el último adiós. No pude hacer más por ella. Lo lamento. 

El doctor se vistió la capa negra, se caló el sombrero y montó a caballo. Parecía perderse en el paisaje que olía a pinos y mimosas. Má se incorporó con la poca energía que le quedaba y se dirigió a su cuarto. Parecía una muerta. La abuela, ahora, ligera y leve; apenas era aire. Un fantasma. Recuerdos. Silencio.

Don Tomás, el médico, era una de esas personas que, si hubiera querido, podría darse el capricho de comprar un automóvil o cualquier otra cosa que quisiera. A pesar del prestigio de su familia, no era ostentoso ni nada semejante. En la puerta de la solariega casa en la que residía, lucía un escudo en piedra que daba fe del linaje y la fortuna de sus ancestros. El alcalde había pedido a los propietarios del pazo colocar también una placa en un lugar visible de la entrada. Se la había encargado al único herrero que todavía trabajaba el bronce en una aldea de la zona, El Maestro le llamaban.

 

Á familia Val de Verde, dos seus veciños e alcalde,

en agradecemento ao seu bo facer e á grandeza de espíritu.