Roxanne Dunbar-Ortiz. San Antonio (EE.UU.), 1939
Creció en una zona rural de Oklahoma, hija de un granjero arrendatario y de una mujer de ascendencia india. Ha participado en el movimiento indígena internacional durante más de cuatro décadas y es conocida por su fuerte compromiso con los problemas de justicia social nacionales e internacionales. Dunbar-Ortiz se graduó en el San Francisco State College en 1963, especializándose en Historia. Comenzó sus estudios de posgrado en el departamento de Historia de la Universidad de California en Berkeley, pero se trasladó a la Universidad de California en Los Ángeles para completar su doctorado en Historia en 1974. Además de este, obtuvo el diploma de Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Instituto Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo, en 1983; así como un máster de Escritura Creativa en el Mills College en 1993. También fue profesora en el recién establecido programa de Estudios Indígenas de la Universidad Estatal de California en Hayward, y ayudó a fundar los departamentos de Estudios Étnicos y Estudios de la Mujer. Su libro de 1977, The Great Sioux Nation, fue el documento fundamental de lo que sería la primera conferencia internacional sobre pueblos indígenas de las Américas, que fue celebrada en la sede de las Naciones Unidas en Ginebra. Dunbar-Ortiz es también autora o editora de otros siete libros. Actualmente vive en San Francisco.
Título original: An Indigenous Peoples’ History of the United States (2015)
© Del libro: Roxanne Dunbar-Ortiz
© De la traducción: Nancy Viviana Piñeiro
Edición en ebook: abril de 2020
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La historia indígena de Estados Unidos
Hoy en día en Estados Unidos hay más de quinientas naciones indígenas reconocidas por el Gobierno federal que comprenden casi tres millones de personas, descendientes de los quince millones de nativos que habitaban esas tierras. El programa genocida que los colonos desarrollaron durante siglos ha sido omitido en gran medida de la historia, pero ahora, por primera vez, la historiadora y activista Roxanne Dunbar-Ortiz nos ofrece una historia de Estados Unidos contada desde la perspectiva de los pueblos indígenas. Abarcando más de cuatrocientos años, nos revela cómo los nativos americanos, durante siglos, han resistido activamente la expansión del imperio estadounidense, y desafía el mito sobre la fundación de Estados Unidos, exponiendo cómo la política contra los pueblos indígenas era colonialista y estaba diseñada para apoderarse de los territorios de los habitantes originales, desplazándolos o eliminándolos. Una política que, por cierto, fue muy elogiada en la cultura popular, a través de escritores como James Fenimore Cooper o Walt Whitman, así como desde las instituciones gubernamentales y militares más importantes.
Índice
Portada
La historia indígena de Estados Unidos
Nota de la autora
Introducción. Esta tierra
01. Por la senda del maíz
02. Cultura de conquista
03. El culto del pacto
04. Huellas sangrientas
05. El nacimiento de una nación
06. El último mohicano y la república blanca de Andrew Jackson
07. De un radiante mar al otro
08. «Territorio indio»
09. Triunfalismo estadounidense y colonialismo en tiempos de paz
10. La profecía de la Danza de los Espíritus
11. La doctrina del descubrimiento
Conclusión. El futuro de Estados Unidos
Agradecimientos
Lecturas sugeridas
Bibliografía
Sobre este libro
Sobre Roxanne Dunbar-Ortiz
Créditos
Nota de la autora
Como estudiante de Historia, y habiendo realizado un máster y un doctorado en esa disciplina, estoy agradecida por todo lo que aprendí de mis profesores y de los miles de textos que estudié. Pero la perspectiva que presento en este libro no proviene de los profesores ni de mis estudios: es externa a la academia.
Mi madre era en parte indígena —lo más probable es que fuera cheroqui—, nacida en Joplin (Misuri). Sin escolarizar y huérfana —perdió a su madre por tuberculosis a la edad de cuatro años, y tenía un padre irlandés nómada y alcohólico—, creció desprotegida y a menudo sin hogar junto a un hermano menor. Recogida por las autoridades en las calles de Harrah (Oklahoma), el pueblo donde mi padre había reubicado a la familia, mi madre terminó en hogares de acogida donde abusaron de ella, en los que pretendían usarla de sirvienta y de los que solía escaparse. A los dieciséis años conoció a mi padre, un descendiente de colonos escoceses-irlandeses, y se casó con él. Por ese entonces, él tenía dieciocho años y era un estudiante desertor que cuidaba el ganado en una extensa hacienda en la nación osage. Fui la última de sus cuatro hijos. Como éramos una familia de aparceros del condado de Canadian (Oklahoma), nos mudábamos de una hacienda a otra. Crecí entre comunidades indígenas rurales del antiguo territorio de las naciones cheyene y arapajó del sur, que había sido parcelado y entregado a los colonos a finales del siglo XIX. Cerca de allí estaba el internado federal para indígenas de Concho. En los pueblos, iglesias y escuelas negras, blancas e indígenas de Oklahoma, regía una estricta segregación, es decir, que yo interactuaba poco con estos últimos. Mi madre se avergonzaba de ser medio indígena. Murió a causa del alcohol.
En California, durante la década de 1960, participé activamente en los movimientos contra el apartheid y la guerra de Vietnam y a favor de la liberación de la mujer y, por último, en el movimiento panindígena que algunos denominaron Red Power (Poder Rojo). En 1970, Oso Loco Anderson, el destacado dirigente tradicionalista tuscarora, me convocó para trabajar en asuntos indígenas; insistía en que yo tenía que asumir mi herencia indígena, por muy débil que esta fuera. Aunque dubitativa al principio, después de la toma de Wounded Knee en 1973 comencé a trabajar a nivel local, en distintos lugares del país y en el extranjero con el Movimiento Indígena Estadounidense y el Consejo Internacional de Tratados Indios. También fui perito en causas judiciales, entre ellas, la de los acusados de Wounded Knee, que me permitió formar parte de debates con ancianos y activistas del pueblo siux lakota. Durante ese periodo volátil e histórico vivía en San Francisco, terminé mi doctorado en Historia en 1974 y luego comencé a dar clases en un nuevo programa de Estudios Indígenas Estadounidenses. Dediqué mi tesis a la historia de la tenencia de la tierra en Nuevo México, y entre 1978 y 1981 fui directora invitada del programa de Estudios Indígenas Estadounidenses de la Universidad de Nuevo México. Allí trabajé en la creación de un instituto de investigación y un seminario sobre desarrollo económico en colaboración con el All Indian Pueblo Council, la nación apache mescalera, la nación navaja y los Servicios Legales del Pueblo Dinébe’iiná Náhiiłna be Agha’diit’ahii (DNA), así como con estudiantes, miembros de la academia y comunidades indígenas.
He convivido con este libro durante seis años. Lo comencé una decena de veces antes de definir el hilo narrativo. Cuando me invitaron a escribirlo para la serie ReVisioning American History [Revisar la Historia Estadounidense], me dieron algunas pautas: debía tener rigor intelectual, pero, a la vez, ser relativamente corto y de lectura accesible para atraer a públicos diversos. Tuve serias dudas después de aceptar el proyecto. Si bien tenía que ser una historia de Estados Unidos según la han vivido los habitantes indígenas, ¿cómo podía hacerle justicia a esa experiencia tan variada que se extiende a lo largo de dos siglos? ¿Cómo hacerla comprensible para el lector general, que probablemente tenga pocos conocimientos sobre historia indígena, por un lado, pero, por el otro, tal vez tenga, de manera consciente o inconsciente, una narrativa establecida sobre la historia de Estados Unidos? Dado que estaba convencida de la importancia intrínseca del proyecto, persistí, leí o releí libros y artículos de académicos, novelistas y poetas indígenas de Norteamérica, además de tesis no publicadas, discursos y testimonios: en verdad, un cúmulo de trabajo extraordinario.
Llegué a darme cuenta de que se necesita una nueva periodización de la historia estadounidense que rastree la experiencia indígena, en contraposición a la división estándar: las etapas colonial, revolucionaria y jacksoniana, guerra civil y Reconstrucción, Revolución Industrial y Era Dorada, Nuevo Imperialismo, Progresismo, Primera Guerra Mundial, Depresión, New Deal, Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría y guerra de Vietnam, seguidas de las décadas contemporáneas. Alteré esa periodización para reflejar mejor la experiencia indígena, pero no con la radicalidad necesaria. Se trata de un tema muy debatido entre los investigadores de temas indígenas estadounidenses.
También quise dejar a un lado la retórica de la raza, no porque la raza y el racismo no tengan importancia, sino para destacar que los pueblos nativos fueron colonizados y despojados de sus territorios en cuanto que pueblos diferenciados, es decir, cientos de naciones, no como un grupo étnico o racial unificado. Colonización, desposesión, colonialismo de asentamiento, genocidio: son estos los términos que perforan hasta el núcleo de la historia de Estados Unidos y llegan a la fuente misma de su existencia.
La imputación de genocidio, que hasta hace poco era inaceptable entre las clases dominantes del mundo académico y político estadounidense, ha venido ganando terreno a medida que las pruebas comenzaron a acumularse, pero es demasiado frecuente que esta imputación venga acompañada de una presunción de desaparición. Entonces, me di cuenta de que era crucial poner en claro a lo largo del libro la realidad e importancia de la supervivencia de los pueblos indígenas. Esta supervivencia como pueblos es consecuencia de siglos de resistencia y de una narración oral transmitida de generación en generación, y he intentado demostrar que se trata de una supervivencia dinámica, no pasiva. Sobrevivir al genocidio, por los medios que fuere, es resistencia; algo que deben aprender los no indígenas para comprender mejor la historia de Estados Unidos.
Espero que este libro sea un trampolín para sumergirnos en un diálogo sobre la historia, la realidad actual de la experiencia indígena y el significado y el futuro de Estados Unidos.
Una nota terminológica: a lo largo del texto utilizo indistintamente los términos indígenas, indios y nativos. Los individuos y pueblos indígenas de Norteamérica por lo general no consideran ofensivo el término indio.[1] Por supuesto, todos los ciudadanos de las naciones indígenas prefieren que se empleen los nombres en su propia lengua, como diné (navajo), haudenosaunee (iroqués), tsalagi (cheroqui) y anishinaabe (ojibwe o chippewa). He usado algunos de los nombres correctos junto con opciones más difundidas, como siux y navajo. A menos que provenga de una cita, no uso el término tribu, sino comunidad, pueblo y nación. También me abstengo de recurrir a América y americano para referirme solo a Estados Unidos y sus ciudadanos. Esos términos de un flagrante imperialismo son molestos para el resto de los habitantes del hemisferio occidental, que también son americanos; en lugar de ellos uso Estados Unidos y estadounidense.
[1] Por lo general, en el mundo de habla hispana la denominación «indio» se considera ofensiva. Por este motivo, se la ha evitado cuando no es parte de una cita textual o un término específico, como «territorio indio». (N. de la T.).