© Título: Vagos y maleantes
© Ismael Lozano Latorre
ISBN: 978-84-121228-5-5
Depósito Legal: GC 70-2020
Primera edición: Febrero 2020
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado y Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Nareme Melián
Maquetación: David Márquez
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En memoria de todos
los superhéroes sin capa
que lucharon por
nuestros derechos.
PRÓLOGO
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida. Lo tenía asumido: iba a morir y no podía hacer nada para evitarlo, solo llorar y suplicarle que la dejara tranquila, pero aquel malnacido no la iba a olvidar, estaba dolido, enamorado y pensaba que ella le pertenecía.
—Suéltame, por favor —le rogaba, pero sus garras enfermizas la sujetaban y le ponían las cadenas.
Presa, indefensa, cautiva, encerrada en esa habitación sin poder escapar. No importaba que gritara o golpeara la puerta. Aunque la oyeran, nadie la ayudaría. Ella no era nadie, no era nada, y sus intentos de resistirse solo lo excitaban más. Aquel ser demoniaco disfrutaba con su sufrimiento, y con el tiempo aprendió que lo único que podía hacer para sobrevivir era someterse y dejar que hiciese con ella lo que quisiera.
Al maniaco le gustaba atarla y arrastrarla de los pelos. A veces se divertía poniéndole una soga en el cuello, ahorcándola y viendo cuánto tiempo aguantaba sin respirar; otras veces simplemente la violaba, la penetraba con su sexo o con cualquier objeto oxidado que encontrara en el lugar. Todo valía, todo estaba permitido. Ella lloraba, mientras al otro lado de la puerta, la vida continuaba sin inmutarse, aunque sabían lo que estaba sucediendo.
—Eres mía —le susurraba al oído, poniéndole la punta de una navaja en el cuello—. Eres mía, me perteneces y puedo hacer contigo lo que quiera.
Las sesiones podían durar una hora, dos o tres, dependiendo de lo sádico que el hombre se sintiera en ese momento. A veces, acudía a buscarla una vez al mes, otras veces, al trimestre, y en ocasiones esporádicas regresaba varias veces a la semana. Ella nunca sabía cuándo volvería y la arrastrarían a esa celda.
—Eres una zorra desagradecida y esto es lo que te mereces.
Llorar, llorar y doblegarse tragándose sus lágrimas. Cerrar los ojos y desear que todo acabara. Permitirle que le pegara, que la insultara, que la humillara, que la quemara con cigarrillos en el pecho y en las nalgas.
Sus visitas siempre terminaban igual: el hombre eyaculaba en su cara ensangrentada y pedía que fueran a recogerla; ella se quedaba inmóvil, sin respirar, acurrucada en una esquina como una rata asustada; los funcionarios entraban en la habitación y la tendían en la camilla.
—Ya ha terminado, ya ha terminado… —le decían para tranquilizarla, y ella los maldecía en voz baja por permitir que aquello pasara.
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida.
Ella sabía que iba a morir, pero hacía años que la vida le daba más miedo que la muerte.
PARTE I
VAGOS Y MALEANTES
UNO
Sentado en una silla de ruedas junto a la ventana, con un cigarro en la mano y una bolsa para la orina entre las piernas, miraba por la ventana y contemplaba el sol, pero el paisaje volcánico que veía desde su casa había desaparecido, ahora solo había un patio interior con una fuente seca rodeada de ancianos marchitos.
Una calada al cigarro, dos, tres… Aspirar el humo y expulsarlo lentamente, disfrutar del sabor del alquitrán, mientras la nicotina recorría sus terminaciones nerviosas.
El pañal le apretaba y le dolían las piernas, los pies habían empezado a hinchársele y deseaba ponerlos en alto, pero no podía, los tenía colgando en la silla, los miraba con sus zapatillas de paño y calcetines de lana y parecía que no eran suyos, que no le pertenecían.
Hacía calor, la calefacción estaba demasiado alta o quizá había vuelto a subirle la fiebre.
—Bendito veneno —susurró inhalando humo mientras un golpe de tos lo sacaba de sus ensoñaciones.
Al anciano le gustaba quebrantar las normas, cumplir las pautas que marcaban las gerocultoras, lo aburría. Él no había llegado a los ochenta para portarse bien, ya lo había hecho demasiados años, había sido sumiso, obediente, y ahora que el tiempo se agotaba, quería disfrutar, y ese era uno de los pocos placeres que todavía podía permitirse.
—¡Don Manuel! ¿Otra vez fumando? —le riñó una voz conocida desde la puerta—. ¿Cuántas veces tengo que decirle que aquí no se puede fumar? El tabaco mata ¿Es que quiere que le dé otro ataque de asma?
El anciano, azorado, apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y lanzó la colilla al patio. Había tenido suerte, era Encarna; si llega a sorprenderle Úrsula, otro gallo habría cantado.
—No estaba fumando —mintió, y la mujer, divertida, entró en la habitación agitando la mano como si tuviese que apartar el humo para pasar.
—¡No me haga regañarle, don Manuel! ¡Que ya no es un crío! —le pidió—. El tabaco no le hace bien a nadie ¡Y menos a usted! ¿Es que quiere que me chive a las «gero»?
Encarna era pelirroja y de caderas anchas. Todas las mañanas iba a su habitación a vaciarle la papelera y repasar el baño. Pasaba poco tiempo con él, pero una vez a la semana limpiaba el cuarto a fondo y disponían de tiempo suficiente para bromear. A ella le gustaba su compañía, decía que don Manuel tenía la sabiduría de las personas que habían vivido demasiado.
—No se lo digas a Úrsula, por favor —le suplicó el anciano preocupado, y ella, pícaramente, le golpeó el hombro con la bayeta para que supiera que estaba bromeando.
—No me chivo, a cambio de que me confiese quién le vende los cigarrillos —le propuso la mujer, y él negó con la cabeza.
—Soy una tumba —le contestó—. Tengo demasiados enemigos en esta residencia como para quedarme sin aliados.
Encarna vació el contenido de la papelera en una bolsa grande de basura y puso una nueva. Sus ojos castaños lo observaban y sintió que el anciano estaba más pálido que de costumbre, que se estaba apagando. Había visto aquello más veces y sabía cómo acababa, pero en este caso sentía que su partida le iba a afectar más de la cuenta.
—De todos modos —le informó la mujer—, ya no tiene que temer por Úrsula; no le va a reñir más.
Manuel, extrañado, movió las ruedas de su silla con las manos para aproximarse a ella.
—¿Y eso? —le preguntó preocupado.
—La han llamado del Hospital General y le han hecho un contrato de seis meses. Dudo mucho que vuelva.
El anciano, sorprendido, negó con la cabeza.
—¡No puedes ser! —exclamó.
Encarna dejó lo que estaba haciendo y lo miró con extrañeza.
—¿No pasó por aquí para despedirse? —le preguntó.
Manuel, apesadumbrado, desvió la mirada al suelo.
—No.
La limpiadora, entristecida, intentó disculparla.
—Seguro que se le olvidó —le explicó—. La pobre… Tendrías que haber visto cómo lloraba al despedirse de las chicas en el cuarto de gerocultores… Pero va a estar mejor allí… Se gana más dinero y los turnos son mejores. Es lo que ella quería. Cuando venga a visitarnos seguro que se despide de usted como se merece.
—¿No dijo nada sobre mí? —insistió el anciano compungido.
Encarna, intrigada, negó con la cabeza.
El juramento, el juramento… Aquello era importante para él… ¿Cómo se había ido sin decirle nada?
El anciano, decepcionado, suspiró. Se alegraba por Úrsula, era una chica amable, lista y válida, se lo merecía y era un reconocimiento justo, pero la gerocultora y él habían hecho un pacto, ella le había prometido que lo ayudaría si se portaba bien. ¡Y él había cumplido su parte! ¿Tan poco significaba para ella?
—¿Quién va a ocuparse ahora de mí? —preguntó contrariado.
Encarna, que a veces parecía de la oficina de información en vez de la encargada de limpieza, se acercó a él y lo miró como si estuviera deseando hablar del tema.
—Un chico nuevo —le explicó—. ¡Empezó ayer! Tiene veinticuatro años y un nombre raro. ¡Es de fuera! Creo que de tu tierra —continuó—. Y al parecer, es la primera vez que trabaja en una residencia. Mari Puri dice que se le ve un poco alelado, pero seguro que es solo al principio. Todos llegan bastante verdes y les cuesta al comenzar. ¿No te acuerdas de Andrea? La pobre lloraba todas las tardes agobiada en el baño.
Andrea… Había pasado tanta gente por allí en esos años que a él le costaba recordar sus nombres.
—Pero estoy segura de que a ti te va a gustar —vaticinó.
—¿Y eso? —le preguntó Manuel desconcertado.
Encarna, haciéndose la interesante, se paseó por la habitación moviendo descaradamente las caderas e hizo una pausa antes de continuar.
—Porque el chico es un bombón —le confesó.
Manuel, con el sabor de la nicotina todavía reposando en sus labios, rio en voz baja como si le pesaran los bronquios.
—¡No digas boberías! —protestó divertido—. ¿De verdad piensas que a mi edad me interesan los chicos guapos?
Y Encarna, sin dejar de pavonearse por el cuarto, le sacó la lengua y guiñó un ojo.
—Si algo he aprendido en este trabajo es que a todos, con independencia de la edad que tengamos, nos encanta alegrarnos la vista.
DOS
Antía cerró la maleta sabiendo que finalizaba así la parte más inocente de su vida. Atrás quedaba su infancia, que permanecería atrapada para siempre en aquella habitación entre los osos de peluche y las muñecas que decoraban las estanterías.
Era una tarde oscura y sombría, las nubes habían conquistado el cielo y amenazaban con tronar. Antía tenía los vellos de punta, siempre le ocurría: antes de que el primer rayo cayese lo sentía en su cuerpo, atravesaba su piel.
—Eso es porque eres muy receptiva —le había explicado su madre una noche de tormenta—. A la abuela Isabela, que era un poco meiga, también le pasaba, tenía una sensibilidad especial para los fenómenos meteorológicos.
Sensible. Valiente. Emotiva.
Antía sentía en ese momento mil emociones distintas. Sus manos, inseguras, tiraban de la maleta sin atreverse a salir de la habitación en la que había dormido toda su vida.
Un último vistazo, volver la vista atrás y observar su cuarto sin poder decir adiós. No estaba preparada para abandonarlo.
Su mesa, su cama, su silla, aquellas cortinas rosas con aviones azules que antes tanto le gustaban pero que ahora parecían demasiado infantiles, la lámpara-cohete, la jarapa que su padre le trajo de La Alpujarra, los libros que había ido almacenando durante los últimos años, su despertador, el perchero… ¿Por qué se sentía tan apegada a aquellas cosas? Solo eran objetos… recuerdos.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo? —se preguntó a sí misma en voz baja, pero no obtuvo respuesta.
El salón estaba vacío y en la mesa de la cocina aún descansaban los restos del almuerzo. No había quitado el mantel y había comido sola, sus padres estaban trabajando y no llegarían hasta las nueve o las diez de la noche. Siempre llegaban tarde, muy tarde. Trabajaban demasiado. Quizá ni se dieran cuenta de que ya no estaba allí.
—No digas tonterías —se riñó a sí misma por pensar así.
Enfadada, Antía estaba cabreada, furiosa. Había tenido una discusión muy fuerte con sus padres la noche anterior y el veneno de las palabras que había pronunciado aún quemaba su boca. No se sentía orgullosa de lo que había dicho, se avergonzaba, se arrepentía, pero ellos habían conseguido sacarla de sus casillas y ella había terminado explotando.
¡No entendía por qué actuaban así! Le imponían sus criterios sin tener en cuenta su opinión, se olvidaban de que ya era adulta y tomaba sus propias decisiones. ¡No iba a hacer siempre lo que ellos quisieran! Se habían pasado de la raya, era intolerable.
—¿De verdad pensáis que voy a haceros caso? —les había chillado furiosa—. ¿Por qué iba a hacerlo? Vosotros ni siquiera sois mis padres.
«No sois mis padres».
«No sois mis padres».
Una puñalada. Una puñalada profunda y dolorosa. La más oscura, la más traicionera.
Ojos vidriosos. Bocas que se abren para decir algo pero que no pueden hablar. Unas manos que se alargan para abrazarla y que ella esquiva. Un portazo. Gritos. Todo se había desmoronado.
Era la primera vez que lo pronunciaba en voz alta.
«No sois mis padres».
Desde que lo había descubierto, el secreto siempre había estado ahí, latente, escondido, durmiendo en la sombra. La abuela Isabela se lo había confesado antes de morir porque creía que era lo más justo, la niña ya era mayor y debía saberlo, era su vida, ¡su historia!, pero sus padres desconocían que tenía esa información.
«Estaré bien, no os preocupéis».
Una nota en la nevera, un trozo de papel adherido a la puerta con el imán del viaje que hicieron juntos a Nueva York.
Solo eso. No había despedida ni disculpa, aunque se arrepentía de lo que les había dicho no pensaba dar marcha atrás, su decisión era inmutable.
—No sois mis padres. ¡No sois mis padres! No tengo por qué someterme a vuestros deseos. No tengo por qué acatar vuestras órdenes. No tenéis razón. ¡No! No la tenéis. Yo debo elegir mi camino.
—Mientras estés bajo nuestro techo tendrás que hacernos caso.
Nuestro techo. Nuestro techo.
—¡No quiero vuestro techo!
Su padre la había llamado al teléfono dieciocho veces durante el día y no le había respondido. Su madre le había mandado wasaps y mensajes de texto, pero con el mismo resultado. Estaban preocupados, pensaban que ella seguía enfadada pero que se le pasaría, creían que cuando llegaran a casa esa noche hablarían y solucionarían las cosas. Una nota en la nevera.
«Estaré bien, no os preocupéis».
—Es lo correcto,—repetía mientras avanzaba por la casa arrastrando la maleta con lágrimas en los ojos—. Ya soy mayor, debo tomar mis propias decisiones y asumir las consecuencias.
Lo correcto. «Estaré bien, no os preocupéis».
¿Estaba segura de eso? ¿Cometía un error? ¿Se estaba equivocando?
—Mientras estés bajo nuestro techo tendrás que hacernos caso.
Si hacía lo correcto, ¿por qué tenía un nudo en el pecho que no la dejaba respirar?
TRES
La primera semana siempre es complicada: acudes al trabajo con ilusión, pero también preocupado. Es una mezcla heterogénea de emociones que varía en proporciones gigantescas según avanza la jornada. Por un lado estás obsesionado por hacerlo bien, pero por otro no quieres destacar en ningún sentido, analizas al milímetro los movimientos de tus compañeros para repetirlos, tienes miedo, estás inseguro.
«Aco, no la cagues».
Acoydan necesitaba una buena nota en las prácticas para obtener el título de Grado Medio de Técnico Auxiliar de Geriatría y Dependencia. Los exámenes los había aprobado, pero no tenía una media brillante. El director de la residencia le había hecho un contrato de dos meses y le había dicho que si obtenía la titulación podría optar a quedarse.
—Solo hay una plaza —le había informado—. Y sois cuatro estudiantes, así que tendrás que esforzarte para ser el mejor.
Competir, hacerlo bien, ser amable, superarse… Eran demasiadas pretensiones para una semana en la que ni siquiera sabía con exactitud cuáles eran sus funciones. Una cosa era la teoría y otra la práctica. El trabajo real era muy distinto a como venía definido en los libros.
Dirígete a los usuarios siempre por su nombre, el trato con ellos debe ser siempre de respeto, no debe confundirse el cariño con tomarse demasiadas confianzas, aunque algunos tengan las facultades mentales disminuidas debes tratarlos como adultos, está terminantemente prohibido gritarles o levantarles en exceso la voz, debes hablarles mirándoles a los ojos y con una sonrisa, está prohibido aceptar regalos o dinero de ellos, debes tener paciencia, mucha paciencia, darles las instrucciones de una en una y otorgarles tiempo para asimilar conceptos y contestar, si alguno presenta delirios no lo contradigas, no te enfades porque influirás en su estado anímico y en la relación con ellos en el futuro…
Normas… Pautas de actuación…
Hacer las camas, recoger las sábanas, llevarlas a la lavandería, dar de comer a los usuarios, asearlos, realizar cambios posturales a los que no se mueven, supervisar que se toman la medicación, limpiar utensilios…
—¿Todos los días es así? —preguntó agobiado, y el gerocultor que lo supervisaba asintió sin ocultar la sonrisa.
—Y puede ser peor… Hoy es un día tranquilo —le contestó—. ¡Así que ve haciéndote a la idea! Los «gero» cobramos una mierda y no paramos ni un segundo, siempre faltan medios y personal, pero no nos quejamos, hay residencias mucho peores que esta.
La Residencia Cumbres Doradas era considerada de gama alta dentro de la comunidad de Madrid. Sus profesores del grado le habían dicho que había tenido mucha suerte por haber sido seleccionado para las prácticas allí.
—No todo el mundo va a centros como el que te ha tocado a ti —le había explicado su tutora—. Vas a tener la oportunidad de quedarte en una de las mejores residencias de la zona, ¡así que tienes que esforzarte! Trenes así no pasan todos los días.
Esforzarte…
Oportunidad…
Trenes así no pasan todos los días…
—Lo más importante son los usuarios —le había dicho la jefa de gerocultores en la reunión inicial—. Nuestro trabajo consiste en ayudarlos a realizar las actividades que no pueden hacer ellos solos, suplir sus carencias. Los lavamos, los alimentamos, les damos paseos… Pero debemos aprender a ser algo más, administrarles un trato personal y suplir también sus necesidades afectivas.
Necesidades afectivas, necesidades afectivas…
—Cuando entráis por esta puerta, los usuarios son lo primero, vuestros problemas y preocupaciones deben quedarse atrás. Aquí venimos a cuidarlos y a hacerlos sentirse mejor, no para contaminarlos con nuestras «mierdas». En esta casa no puede haber ni un mal gesto ni una mala cara. ¿Comprendido?
Acoydan, silencioso, asintió con la cabeza.
—Y tampoco quiero quejas ni faltas injustificadas. Los gerocultores tenemos demasiado trabajo y no podemos perder el tiempo ocupándonos de los niños de prácticas.
CUATRO
Remedios no sabía que aquel martes, 3 de abril, iba a cambiarle la vida. Había salido de trabajar a las cinco y cuarto y se había puesto un vestido azul que su prima Encarna le había hecho imitando uno que llevaba Sara Montiel en una de sus últimas películas.
Estaba muy guapa. La joven se había ahuecado el pelo y se había puesto unas gotas de perfume en la nuca, sus labios pintados de rojo le sonreían al mirarse al espejo.
—Pareces una actriz de Hollywood —se piropeó coqueta—. Esta tarde a Ramiro se le va a caer la baba.
Remedios estaba enamorada y para ella su novio era la esencia de su vida. Llevaban dos años viéndose a escondidas y al pensar en él se estremecía de los pies a la cabeza. Aunque vivía un amor prohibido, se emocionaba soñando con un futuro en común, un futuro que no tendrían pero que ella anhelaba por encima de todas las cosas.
—Me gustaría casarme de blanco en la Macarena —le había confesado a su prima aquella mañana—. Tú podrías hacerme el vestido y quizá también el traje de él. Seríamos los novios más guapos que haya visto jamás Sevilla. Todo el mundo acudiría a vernos y mi velo sería el más largo que se haya hecho jamás. ¿No te haría ilusión coserlo?
Encarna la miraba con ternura y tristeza a la vez.
—¡Estás loca, Remedios! —le reñía intentando que pusiera los pies en la tierra—. Confórmate con lo que tienes, que ya es mucho más de lo que pensabas que ibas a tener.
Remedios suspiraba y se dejaba querer.
—Lo sé,—musitaba—. Pero permíteme, aunque sea, hacerlo realidad en mis sueños.
Ramiro la esperaba, como cada tarde, en el callejón que había detrás de la tienda. Vestía un pantalón gris y una camisa blanca con varios botones desabrochados. El chico era fuerte, robusto, atractivo, con una nariz prominente, más grande de la cuenta, que le daba un aspecto misterioso y tierno a la vez. Al verla llegar, hizo un mohín de disgusto con la cara y tiró al suelo la colilla del cigarro que se estaba fumando.
—Siempre llegas tarde —la reprendió malhumorado, y ella, divertida, sonrió como si aquella protesta formara parte de su protocolo diario.
—Las señoritas siempre tardamos más —se disculpó, y él le indicó con la cabeza que lo siguiera porque se estaban retrasando.
Ramiro comenzó a andar y ella caminó varios metros detrás de él. Nunca paseaban juntos ni la cogía de la mano, siempre actuaban igual, el mismo juego, las mismas reglas, callejones oscuros por donde no pasaba nadie, solo ellos, una pareja que vivía en las sombras porque nadie debía averiguar que estaban juntos.
—Algún día me gustaría ir al cine contigo —había comentado la chica una tarde después de hacer el amor, y Ramiro, horrorizado, se había levantado de la cama bruscamente y puesto la camiseta.
—¿Estás loca? —le preguntó escandalizado—. ¿Es que quieres que nos tiren piedras?
Remedios agachó la cabeza avergonzada y tapó su cuerpo con las sábanas.
—No te estaba pidiendo hacerlo —le explicó entristecida—. Solo comentaba que sería bonito poder hacer cosas normales contigo.
Ramiro, dándose cuenta de que su reacción exagerada había sido una metedura de pata, se acercó a la cama y acarició su mejilla con ternura.
—Sabes que no podemos hacerlo —le contestó—. Pero si pudiéramos yo te llevaría de la mano hasta la puerta del cine y te comería a besos delante del revisor.
Remedios, divertida, se sonrojó de los pies a la cabeza.
—Te quiero —le confesó enternecida, y él la miró como solo sus ojos sabían mirarla, viéndola a ella más allá de su piel.
—Y yo a ti —le contestó.
Ramiro entró en el edificio primero y ella quince minutos después. Los zapatos de tacón le apretaban y se le había hecho una carrera en la media.
—¡Mierda! —masculló.
El portal era oscuro y olía a bolitas de alcanfor. Remedios tocó con su mano la pared para buscar el interruptor. Un zumbido pequeño, después dos. La bombilla del techo encendiéndose y la anciana del primero B apareciendo por las escaleras y mirándola con asco y odio a la vez.
—No hables con ella —le había pedido Ramiro la primera vez que visitaron el edificio—. Si te cruzas con la vecina, intenta ignorarla y pasar desapercibida. Era amiga de mi abuela y es muy cotilla. Nadie puede saber que venimos aquí.
La anciana, con su rebeca de lana y ojos febriles, levantó su dedo tembloroso y la señaló como si hubiese visto a un fantasma, abrió la boca para decir algo, pero Remedios no la escuchó, agachó la cabeza y avanzó por el pasillo lo más rápido que pudo, actuó como si lo que acababa de pasar no hubiese sucedido, aquella señora desequilibrada no estaba allí.
—Remedios, ¿estás bien? —le preguntó Ramiro al abrir la puerta.
La mujer, con labios temblorosos, asintió con la cabeza, aunque no podía sonreír.
—Sí, estoy bien —le contestó—. Es solo que me he encontrado a la loca en el portal.
El rictus de Ramiro se tensó.
—No le hagas caso —le pidió—. Ya sabes que no le gusta que nadie entre en el edificio. Desde que murió mi abuela es la única que vive en el bloque y piensa que es suyo.
—Quizá deberíamos buscar otro sitio para vernos —propuso Remedios asustada—. Este piso cada vez es menos seguro y en el almacén de mis padres podríamos quedar.
Ramiro, que todavía no se había quitado la ropa, miró al suelo afligido y negó con la cabeza. Estaba muy raro, su rostro preocupado escondía una noticia que no se había atrevido a compartir.
—Remedios… en realidad… yo quería hablar contigo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Remedios se había levantado aquella mañana con un mal presentimiento: aquel 3 de abril iba a cambiarle la vida y algo le decía que no iba a ser bueno.
El oxígeno faltándole.
Su velo, el velo de su traje de novia elevándose en el cielo más allá del campanario de la basílica de la Macarena, arroz cayendo al suelo y lágrimas también.
El río Guadalquivir mirándola, observándola.
Raro, Ramiro estaba raro. Lo había notado desde que se habían encontrado en el callejón. No había habido un roce ni una caricia, solamente había torcido el cuello y le había pedido que lo siguiera, ni siquiera la había piropeado por su vestido nuevo y eso que ella se había pasado treinta minutos frente al espejo poniéndose guapa para él.
—¿Qué ocurre, Ramiro? —lo interrogó angustiada—. Me estás asustando.
El apartamento a oscuras, las cortinas cerradas y las persianas también, la cama donde solían hacer el amor con las sábanas revueltas. El chico agachando la mirada y observando la puntera desgastada de sus zapatos.
—Me trasladan a Canarias —se limitó a decir.
Remedios, sobrecogida, se encogió de hombros como si no lo comprendiera.
Canarias… Ella no había terminado la escuela y no sabía exactamente dónde estaban ubicadas las islas, pero eso sonaba demasiado lejos.
—¿Canarias? —repitió aterrada.
Ramiro, agachó la cabeza y dejó que ella se acercara.
—¡¿Cuándo te vas?!
Los ojos del chico tristes, marchitos.
—El miércoles que viene.
Temblor en las piernas, en el alma.
El velo cruzando el río, surcando los montes, perdiéndose en el horizonte.
Se va… Se va… Ramiro se iba…
El tiempo paralizándose mientras su corazón se resquebrajaba, lo escuchaba crujir perfectamente, primero una grieta, después dos, pequeñas hendiduras se apoderaban de sus entrañas hasta dejarlo reducido a cenizas.
No podía ver, no podía respirar. Sus pulmones se encharcaban de miedo y tristeza.
Se va… Se va… Ramiro se iba…
El chico observándola, sus manos ásperas acercándose y buscando las de ella. Iba a hablar, estaba moviendo la boca, aunque ella no podía escucharlo, iba a decir algo importante, tenía que concentrarse.
—¿Te vendrías conmigo?
Esa pregunta, esa simple pregunta saliendo de sus labios hizo que sus ojos se inundaran y gritara de felicidad.
—¡Sí! ¡Sí! —chilló entusiasmada, aunque no tenía ni idea de dónde sacarían el dinero para pagar su pasaje.
CINCO
La habitación 112 estaba al final del pasillo, en una zona despejada, tranquila, fuera del bullicio y el ruido. Acoydan, aliviado, marcó una X en el control interno y empujó el carro. Aquel usuario era el último de su ronda… atrás quedaban ocho horas de nervios y las dudas que lo habían asaltado en todo momento.
Pantalón blanco y bata sanitaria celeste con zuecos anatómicos a juego: ese era su uniforme. El joven avanzaba por el pasillo como si temiese que en cualquier instante la jefa de gerocultores pudiese aparecer en una esquina y regañarle por lo que estaba haciendo.
—¿Es que no te han enseñado nada en clase? —le había reñido Mari Puri al descubrir que el joven no sabía cumplimentar los registros—. ¡Trae! —le pidió, arrebatándole los papeles que le había entregado—. ¡Es muy fácil! Están los datos del usuario, el historial, el registro de incidencias, el de actividades terapéuticas… ¡Solo tienes que prestar un poco de atención! No es tan complicado…
La jefa de gerocultores lo observaba mientras Acoydan se disculpaba una y otra vez. A pesar de lo indeciso y lento que era, sabía que de los cuatro chicos de prácticas que habían entrado ese mes, él era su única esperanza. ¡Siempre le ocurría! Mari Puri tenía un don natural para descubrir a las personas que servían para ese trabajo y pensaba que Acoydan, aunque estaba muy verde, tenía aptitudes suficientes para empatizar con los ancianos, aunque había que espabilarlo, y por eso debía ser dura con él.
—Espero que el trato con los usuarios se te dé mejor, porque en la parte administrativa eres un desastre.
Un armario de dos puertas, una mesita de noche, la caja fuerte, una televisión de pantalla plana en la que no se veían todos los canales y una mecedora: esas eran todas sus pertenencias. En la pared, un cuadro con cinco molinos de viento en el que podía leerse «Campos de Criptana».
—Manuel Artiles Fajardo —susurró—. Paciente parapléjico con principio de alzhéimer. Ochenta y dos años, homosexual, soltero y sin familia. No recibe llamadas ni visitas. Nacido en Teguise, Lanzarote. No le gusta hablar de su pasado y puede resultar violento en algunas ocasiones.
Violento, violento…
A simple vista el bulto canoso que se escondía bajo las sábanas no parecía muy peligroso. La habitación olía sudor, tabaco y orines secos. El sol entraba por la ventana e iluminaba las baldosas del suelo. El anciano estaba de espaldas, parecía que dormía, así que el joven entró de puntillas para intentar no despertarlo.
«No la cagues, Aco, no la cagues».
El sonido de su respiración, lento, acompasado… El usuario dormitaba y no tenía intención de despertarse.
—Don Manuel, soy Acoydan, su nuevo ayudante —anunció en voz baja tal y como establecía el protocolo—. He venido a asearlo y a sacarlo a dar un paseo por el patio si a usted le apetece.
El anciano, de espaldas, no hizo ningún movimiento, ni el más leve ruido. Acoydan, preocupado, avanzó hacia él temiendo que en su primer día de trabajo tuviera que encargarse de un fallecimiento.
—Don Manuel —le preguntó angustiado—, ¿se encuentra bien?
Flequillo canoso, rostro arrugado, una hilera de babas cayendo de la comisura de sus labios hasta empapar el colchón, camiseta blanca, la sonda saliendo del pañal y la bolsa de orina enganchada a la cama.
Esponja jabonosa, guantes, palangana, jarra con agua templada, toallas de diversos tamaños, champú… Todo preparado. Acoydan cerró la puerta para que no hubiese corriente.
—Don Manuel —insistió, acercando su rostro al suyo—. Despierte por favor, tengo que asearlo, no es la hora de la siesta.
Olor a tabaco, tabaco negro, Krüger, así olía su aliento. El joven, indeciso, no sabía cómo actuar. ¿Qué era mejor? ¿Despertarlo o apuntar en el parte que no había podido hacer su trabajo?
—Como llame a la jefa de gerocultores para preguntarle esto me la va a montar…
Los molinos de viento del cuadro mirándolo, retándolo como si fuesen gigantes maléficos que se hubieran aburrido de atormentar a Don Quijote y ahora hubiesen decidido atacarlo a él.
—Don Manuel, por favor —le pidió sacudiendo levemente su almohada, y los ojos del anciano se abrieron sobresaltados como si no pudiesen creer lo que estaba viendo.
Silencio.
Sorpresa.
Estupefacción.
El octogenario había abierto los párpados y lo miraba como si hubiera visto una aparición, sus pupilas amplias, dilatadas y su mano temblorosa se levantó de la cama dirigiéndose hacia él, intentando acariciarlo.
—¡¿Lorenzo, eres tú?! —le preguntó asombrado.
Nervios.
Desconcierto.
Su rostro escudriñándolo sorprendido y emocionado a la vez. Acoydan, paralizado, no sabía que pasaba ni qué hacer.
—Lorenzo —repetía conmocionado.
Sudor, escalofríos…. El anciano lo había confundido con alguien y por la sonrisa de su boca se intuía que se alegraba mucho de verlo. Su actitud desprendía ternura y miedo a la vez.
—No me lo puedo creer, Lorenzo —continuó impresionado—. Me dijeron que te habías ido a Argentina y que no ibas a volver.
¿Qué decía el protocolo de actuación? No contradecirlos. Si algún usuario presentaba delirios, no había que llevarle la contraria, ya que intentar hacerlo entrar en razón podía enfadarlo e influir en su estado anímico.
Violento, violento, en ocasiones podía ponerse violento.
—¡Pensaba que habías muerto! —continuó Manuel sin poder contener las lágrimas—. ¡Y mírate! ¡Estás igual! No has cambiado nada en todos estos años.
Sus manos temblorosas aproximándose para acariciarlo y él dejándose acariciar.
—Dios mío, Lorenzo —suspiraba—. ¡No te imaginas lo feliz que me hace verte!
Sus dedos recorriendo su frente, tocando su nariz, rozando sus labios, su boca… Un gemido escapándose de unos ojos emocionados que no podían dejar de mirarlo.
—Pensaba que estabas muerto —repetía—. Muerto…
Una bruma misteriosa cubría su conciencia y no le permitía discernir lo real de lo incierto.
Lágrimas.
Suspiros.
El anciano, aturdido, intentó incorporarse en la cama y sintió cómo la sonda que tenía introducida en la uretra le daba un tirón. Miró hacia abajo despreocupado y su rostro cambió por completo: la duda y la confusión se apoderaron de él. Había olvidado que estaba en un hospital y, al descubrirlo, se puso muy nervioso; no comprendía qué estaba sucediendo.
Miedo.
Terror.
Desconfianza.
Su mano convulsa agarró la bata del chico y comenzó a gritar como si lo estuvieran torturando.
—¡¿Qué ocurre, Lorenzo?! ¿Qué pasa? —le preguntó aterrado—. ¿Qué me han hecho esos hijos de puta? ¿Por qué no me puedo mover? ¿Ha sido el general Oramas? ¿Ha sido él? ¿Me ha convertido en una babosa?
Acoydan tenso, Acoydan asustado. El joven inexperto se alejó de él.
—Don Manuel, creo que me está confundiendo con alguien —balbuceó sin saber si hacía lo correcto—. Yo no soy Lorenzo, soy Acoydan, su nuevo ayudante. He venido a asearlo y a sacarlo de paseo, estoy sustituyendo a Úrsula.
Confuso, desorientado. Las brumas que lo habían trasladado al pasado comenzaban a disiparse y la realidad le había escupido en la cara toda su crudeza.
Alzhéimer, alzhéimer…
El anciano clavó en él sus ojos castaños y lo miró como si fuera el responsable de su desdicha.
—¡Vete de aquí! —vociferó fuera de sí—. ¡Vete de aquí si no quieres que te parta la boca! —insistió, avergonzado de que lo vieran en ese estado—. ¡No quiero que me toques ni que te acerques!
Temblor en las piernas, nudo en la garganta, el joven, angustiado, dio otro paso hacia atrás, tropezó con la silla de ruedas y estuvo a punto de caerse. Su cadera golpeó la mesita de noche y algo que había sobre ella se precipitó al vació y se rompió en mil pedazos.
—¡Veeeeeeeete! —le chilló Manuel endemoniado, y Acoydan, aterrado, salió corriendo de la habitación.
SEIS
Era una tarde fría de finales de octubre en la que las hojas de los árboles se habían teñido de amarillo y luchaban por no caerse de las ramas. Antía y sus padres habían comprado un picnic en la Quinta Avenida y se dirigieron a Central Park aprovechando los primeros rayos de sol que se escapaban de las nubes.
—Es por la falta de luz —le había explicado su padre—. En otoño, los días son más cortos y cambia la producción de pigmentos de las hojas, por eso adquieren esas tonalidades…
Antía, sentada en una bolsa sobre el césped, lo miraba llena de admiración. Le encantaba escuchar a su padre. A veces pensaba que era el hombre más inteligente de la Tierra.
—Ten cuidado, cariño —le pidió su madre—. Intenta no salirte de la bolsa de plástico, que te vas a manchar el pantalón vaquero.
A su madre no le gustaba el campo ni la hierba. Cuando su marido había sugerido comer en el parque se había quejado porque decía que si la hubieran avisado con tiempo habría traído un mantel y se habría vestido más adecuadamente para la ocasión. Caminar con tacones por Sheep Meadow no era fácil, los zapatos se hundían y la hacían sentirse fuera de lugar, pero Antía se divertía y eso compensaba cualquier sufrimiento.
—… las hojas se vuelven amarillas cuando desaparece la clorofila —prosiguió don Ignacio—. Marrones cuando lo hacen los carotenoides, y las antocianinas tienen la culpa de los tonos rojizos…
Pan de centeno, fruta, coca cola light, varias piezas de sushi y ensalada de pasta.
Los rascacielos asomándose sobre las copas de los árboles como si quisieran escapar del bullicio de la ciudad y sumergirse en aquel refugio bucólico donde las familias se reunían y los niños corrían felices.
—…pero también influyen otros factores como la humedad, la temperatura y las condiciones del suelo en otoño.
El sonido de un claxon la hizo regresar al presente. El imán de la nevera, con el que les había dejado el mensaje, la había hecho viajar en el tiempo.
«Estaré bien, no os preocupéis».
La maleta de ruedas, la luz verde del taxi y el conductor bajándose del vehículo para abrir el portaequipaje ¿Había cogido suficiente dinero?
Central Park, Nueva York, las conversaciones con su padre…
Antía se montó en el coche con lágrimas en los ojos. Aunque intentaba aparentar que estaba bien, no lo conseguía. Sabía que iba a echarlos mucho de menos, que su madre iba a morirse de preocupación esa noche cuando llegara a casa y ella no estuviera.
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó el taxista.
Y ella asintió con la cabeza.
—Es por la falta de luz —respondió—. Cambian los colores de las hojas y me pone triste.
SIETE
–Alzhéimer.
El doctor había pronunciado esa palabra lentamente, como si al articular cada una de las sílabas se hubieran enredado en sus labios, pero el anciano no reaccionó, se limitó a encogerse de hombros y asentir con la cabeza como si estuviera acostumbrado a que todas las desgracias del mundo se cebaran con él y ya solo pudiera resignarse.
—¿Se encuentra bien, don Manuel? —le preguntó el médico preocupado ante la ausencia de respuestas.
El paciente, observando a aquel doctor de treinta y pocos años que podría ser su nieto, sonrió para dejar al descubierto una amarillenta dentadura donde faltaban algunas piezas.
—Sí, estoy bien —le contestó—. Con ochenta y dos años, cuando vas al médico no esperas nunca buenas noticias. Solo tengo que mirarme al espejo para saber que estoy más cerca del otro barrio que de aquí, pero no esperaba que la cabeza también empezara a fallarme. Por ahora era lo único que se mantenía intacto.
El doctor, enternecido con la naturalidad con la que don Manuel se había tomado la noticia, sonrió.
—No debe asustarse, señor Artiles —continuó intentando ser lo más amable posible—. Está en la etapa inicial y con un tratamiento y ejercicios adecuados se puede ralentizar el avance de la enfermedad. ¿Sabe en qué consiste?
Don Manuel, sin estar muy seguro, negó con la cabeza.
—Una de cada diez personas mayores de sesenta y cinco años padece alzhéimer —prosiguió el médico como si comentar que es un mal de muchos pudiese hacerle sentir mejor—. Es una dolencia cuya principal consecuencia es la pérdida de células nerviosas del cerebro, lo que provoca problemas de memoria. El enfermo va olvidando sus recuerdos y, en la fase final del proceso, ignora su propia identidad y llega incluso a perder el lenguaje y a no reconocer su entorno.
Tranquilizador, lo que se dice tranquilizador, no estaba siendo el discurso.
—Pero esto no tiene por qué suceder… —se apresuró a decir el médico al ver cómo su rostro se contraía y se ponía tenso—. Afortunadamente, hemos pillado la enfermedad a tiempo y, aunque es un proceso degenerativo y la pérdida de células nerviosas es irreversible, se puede conseguir, con el tratamiento adecuado, que la enfermedad avance lentamente.
Lentamente… Acercarse despacio al barranco del olvido… Una mancha negra, oscura, profunda… ¿En eso iba a convertirse su memoria?
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —le preguntó asustado.
El doctor, observándolo con sus ojos grises a través de la montura plateada de sus gafas, asintió como si fuese una buena pregunta.
—La enfermedad suele durar entre siete y quince años, pero depende del paciente.
Olvidar.
Había muchas cosas que prefería olvidar, pero otras en cambio le aterraba que se borraran. Cuando uno llega a cierta edad, lo único que le quedan son sus recuerdos ¿También iban a arrebatarle eso?
La sonrisa de Lorenzo flotando por la habitación… No quería olvidarlo… Quería retenerlo en su pecho para siempre y que nada ni nadie lo separase de él.
—Un hombre sin memoria no es nada —comentó en voz baja, y el doctor lo miró sin saber qué responder.
OCHO
El Guadalquivir se secó y del firmamento se cayeron las estrellas. Cuando Ramiro se fue, el cielo se volvió gris y el sol se oscureció para siempre.
Remedios no dejaba de llorar. Se pasaba la mañana en la tienda, detrás del mostrador, intentando contener las lágrimas, pero no lo conseguía. Su madre la miraba preocupada, pero no sabía qué hacer para consolarla.
—Compórtate —le pedía—. No puedes actuar así delante de las clientas.
Pero, aunque Remedios lo intentaba, cualquier cosa que veía le recordaba a él, a sus manos, a sus ojos, a su pecho… Su ausencia era insufrible, la sentía en cada rincón de su piel.
—Llevo mes y medio sin verlo —se lamentaba a su prima—. ¡Mes y medio! Y cada día que pasa me siento más lejos de él.
Encarna la acariciaba con ternura e intentaba tranquilizarla.
—Pero te ha escrito una carta, ¿no?
Remedios, con los ojos encharcados, afirmaba con la cabeza.
—Sí, una carta, pero solo una. Por lo visto está muy ocupado y no puede escribir. Yo le escribo todos los días.
Su prima, enternecida, cogía un cepillo del baño y peinaba su melena para tranquilizarla.
—¿Te falta mucho dinero para el pasaje?
Remedios, desesperada, se llevaba las manos a la cara y ocultaba su dolor.
—Con lo que gano en la tienda necesitaría trabajar dos años para pagarlo, y Ramiro tampoco tiene dinero.
Angustia, sufrimiento… Remedios se tumbaba en la cama y no se quería levantar.
—Quizá… ir a Canarias no es tan buena idea —le aconsejó su prima, intentando hacerla entrar en razón—. Aquí tienes familia y trabajo ¿Allí de qué vas a sobrevivir?
La chica, enfadada, puso los brazos en jarra y la miró acusadora, como si hubiera dicho una blasfemia.
—Buscaré trabajo —le contestó ofendida—. ¡Algo me saldrá!
Su prima, que la amaba con locura y no le gustaba hablarle de esa manera, agachó la mirada antes de continuar. Sabía que lo que iba a decirle era horrible, pero era mejor ser franca y mostrarle la realidad.
—Remedios… ¿de verdad piensas que va a contratarte alguien? —le preguntó entristecida—. Aquí porque tienes la tienda de tus padres, si no…
La joven, furiosa, se levantó de la cama y se fue al salón. ¡No quería seguir escuchándola!
—¡Haré lo que sea! ¿Sabes? ¡Lo que sea! —gritó irritada—. ¡Haré cualquier cosa por estar junto a él!
NUEVE
Silencio.
A veces los silencios pueden son más dolorosos que cualquier sonido o reproche.
El silencio es el ruido que produce la soledad, mudo, cortante.
Cuando llevas demasiado tiempo sin oír nada, la congoja te anuda el pecho y te impide respirar.
No hay nadie.
Nada.
Estás solo.
La luz de la habitación apagada y la luna enganchada en las cortinas. Don Manuel miraba al techo en silencio y las sombras huían de su mirada.
Solo.
Él era el único usuario de la residencia que no recibía visitas ni cartas ni llamadas.
Nada.
El trato con los gerocultores era lo más parecido que tenía a un amigo o al encuentro con un familiar.
Solo.
«Monstruo, enfermo, desviado. ¡Arderás en el infierno!».
Voces del pasado que regresaban a su mente y lo hacían estremecer. Insultos que creía olvidados se adherían a su cuerpo y recorrían su piel.
«Invertido, violeta, sarasa...».El viento entrando por la ventana, paredes sucias, techo mugriento, el barracón cochambroso olía a sudor y sufrimiento, petates tirados en el suelo, cuerpos anémicos con casacas grises que se quejaban al menor movimiento.
«No llores, mi niño, no llores», le pedía una voz amiga. «No les des el gusto de verte llorar».
Miedo. ¡Vergüenza!
Polvo, montañas rojizas y ansiedad.
Las aspas del molino girando.
Golpes, insultos, latigazos.
Langostas, langostas voraces destruyéndolo todo.
«Intenta no destacar, ser invisible, transparente».
Silencio.
A don Manuel le daba miedo el silencio porque le hacía regresar a lugares en los que tenía prohibido pensar.
Pánico, rabia, desesperación… Aunque habían pasado muchos años, esos sentimientos que albergaba su alma todavía lo atormentaban y lo hacían tiritar.
«Cuando la herida es muy profunda no cura del todo», le había dicho un compañero. «Puede cicatrizar, pero no sana… El veneno se queda dentro de la piel para siempre».
Solo.
Don Manuel se encogía y tapaba su cabeza con las sábanas.
«¡Coge el mazo, maricón! ¡Levántate del suelo y empieza a picar! ¡Ponte a trabajar si no quieres que te rompa el culo ahora mismo!».
Miedo.
Terror.
El silencio era el sonido mudo que producía su soledad.