farrés, pablo
mi pequeña guerra inútil / pablo farrés. - 1a ed. - río tercero : nudista, 2018.
libro digital, EPUB
archivo digital: descarga y online / isbn 978-987-1959-66-2
1. narrativa argentina. 2. novelas de suspenso I. título.
CDD A863
ficha técnica
fotografía de tapa - ever román
diseño y edición - martín maigua
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Pablo Farrés nació en 1974. Publicó El punto idiota (pánico el pánico, 2011), Literatura Argentina (Pánico el pánico, 2012), El reglamento (Letra Viva, 2013) y El Desmadre (Pánico el pánico, 2013).
despiértenme cuando sea de noche - fabio martinez (cuentos)
1027 - eloísa oliva (poesía)
el mundo no es más que eso - martín maigua (poesía)
vida en común - pablo natale (poesía)
casa de viento - antología personal - osvaldo bossi (poesía)
newton y yo - marcelo daniel díaz (poesía)
cielos de córdoba - federico falco (nouvelle)
unos días en córdoba - juan terranova (diario-crítica)
la pared - irene gruss (poesía)
el tiempo en ontario - eloísa oliva (poesía)
el loro que podía adivinar el futuro - luciano lamberti (cuentos)
orquídeas - margarita garcía robayo (relatos)
avenida de mayo - silvio mattoni (poesía)
K I K I 2 - cuqui (diario)
los pibes suicidas - favio martinez (novela)
los centeno - pablo natale (novela)
villa olímpica - carlos surghi (poesía)
romper la vida /antología existencial/ - alejandro schmidt
experimentos con seres humanos - carlos schilling (relatos)
razones personales - franco boczkowski (poesía)
la vertiente - sergio gaiteri (novela)
el asesino de chanchos - luciano lamberti (cuentos)
lima y limón - antonio jiménez morato (novela)
las noticias - hernán arias (novela)
el momento de debilidad - bob chow (novela)
donde empieza a moverse el mundo - carina radilov chirov (cuentos)
yo soy aquel - osvaldo bossi (novela)
la cabeza del monstruo - agustín ducanto (cuentos)
un oso polar - pablo natale (cuentos)
acá había un río - francisco bitar (cuentos)
EL ÁGUILA HA LLEGADO - bob chow (novela)
los niños de renoir - mariana robles (poesía)
el resto de los días - natalia ferreyra (cuentos)
firket misión tropical - marcelo miceli (novela)
disfrazado de novia - carlos schilling (relatos)
anzoología - leopoldo castilla (poesía)
viento caribe - leopoldo castilla (poesía)
ngorongoro - leopoldo castilla (poesía)
los impuros - analía giordanino (relatos)
luces de navidad - francisco bitar (relatos)
historia universal de santiago del estero - andrés navarro (poesía)
mi pequeña guerra inútil - pablo farrés (novela)
las siete maravillosas antologías contemporáneas - pablo natale (poesía)
cometa de la noche negra - diego vigna (novela)
dioses del fuego - fabio martinez (cuentos)
la tarde de los profetas - juan revol (poesía)
lecciones de romanticismo alemán - carlos surghi (poesía)
hikaru - mario flores (novela)
el montaje obsceno - claudio rojo cesca (cuentos)
detrás de las imágenes - daniel medina (novela)
una tristeza decente - salvador marinaro (cuentos)
C6 C7 - fernando callero (novela)
el teru teru xy - jorge brondo
baltasar - leopoldo castilla (poesía)
monte - julio salgado (poesía)
el apocalipsis según asmar - lucas asmar moreno (novela)
poeta surfera y otros éxitos - meliza ortiz (poesía)
casa grande - cecilia romero messein (poesía)
el sabor de la sangre - maría belén davil (cuentos)
la última piel del mundo - leopoldo castilla (poesía)
el don del alabado - leopoldo castilla (poesía)
las pasiones alegres - pablo farrés (novela)
literatura argentina - pablo farrés (novela)
Reconocí rápidamente las coordenadas de mí mismo: mi dormitorio, el olor del pino artificial con el que mi mujer ordenaba embadurnar el aire de la casa, el espejo frente a la cama y en el espejo la figura estropeada por los voltios que aquella pesadilla había descargado sobre mi cerebro.
Nunca fui de soñar pero, desde que había sido designado como nuevo interventor y comandante de los destacamentos ingleses en las Islas Malvinas, no dejaba de perseguirme una misma y única imagen con sus mínimas variantes: me llamaba Gerónimo Elbosco, era un soldado argentino que había sido enviado a las Malvinas para asesinar al interventor y comandante de los destacamentos ingleses.
El sueño era absurdo —las Malvinas se habían transformado en un parque de diversiones psicotoxicológico—, pero no por ello dejaba de ser tenebroso: quizás los monos sueñen ser hombres, las ratas ser conejos y los gatos tigres de bengala, pero difícilmente un tigre de bengala sueñe ser gato, y el conejo rata y el hombre un mono sin despertar con los testículos en la garganta.
Imposible entonces comunicar qué puede sentir un teniente coronel del ejército inglés que ha soñado ser un soldado argentino.
Imposible comunicar en general, incluso comunicar que es imposible comunicar algo: por ejemplo esto mismo.
Por ejemplo comunicar cómo son los testículos de una rata, incluso los testículos de una rata en la garganta de una rata.
En fin: me desperté o creí despertar desesperado debido tal vez a que ese mismo era el día en que finalmente debía embarcarme en el avión que me llevaría a las Islas.
Por las hendijas de la persiana husmeaba la claridad de la mañana y el sonido de los pájaros desde los árboles del parque traían la promesa de algo mejor. Hice dos pasos alejándome de la cama y pisé la mierda del perro de Mary.
Esa cosa blandita y caliente.
Otra vez esa cosa blandita y caliente.
No sé qué le daba de comer, pero cada vez defecaba montañitas más grandes, más calientes e invariablemente blanditas.
En verdad sabía lo que le daba de comer: cada noche un caldo de verdura, banana y polenta. El perro no tenía otra posibilidad que cagar endemoniadamente su cosa blandita y caliente. Al principio le decía que debía darle otro tipo de comida porque sino el perro se le iba a morir, pero ella no le daba ninguna importancia a mis palabras y seguía dándole ese caldo vomitivo; pasado el tiempo ya no le dije nada acerca de la comida que le daba a su perro porque entendí claramente y sin necesidad de que ella me lo dijera, que la finalidad de aquellos caldos de verdura, banana y polenta no era alimentar a su perro sino cagarme el dormitorio, cagarme la mañana, cagarme la existencia.
Sé que ella se lo ordenaba, y el perro era verdaderamente un perro fiel: no había mañana que no despertara con su montaña de mierda a mi lado, y yo sabiéndolo, sabiendo que ese olor penetrante que acompañando el amanecer se metía en mis narices y escarbaba mi cerebro era el de la mierda del perro de Mary, de manera invariable la pisaba embadurnándome desde los dedos hasta el talón.
La claridad de la mañana por las hendijas de la persiana, el canto de los pájaros y mi pie embadurnado de la mierda de Jack —así se llamaba el bendito perro—. Fui hacia el baño, me lavé el pie, tomé el papel higiénico y la botella de lavandina, volví al cuarto y limpie la mierda de Jack. ¿Era yo el que había decidido marcharse de esa casa para no volver nunca más o era esa mujer la que me estaba echando? Ya no tenía la menor importancia, sólo importaba irme cuanto antes. Terminé de preparar el bolso y me vestí con mi uniforme de teniente coronel. El auto del ejército debía pasarme a buscar para llevarme al aeropuerto.
Mary debía estar como siempre en la cocina, por lo que me encaminé en dirección contraria, hacia el comedor, intentando que ella no escuchara mis pasos y me obligara a la palabra y algún tipo de despedida. Para mi mal, ella estaba despatarrada en el sillón del comedor como si estuviera esperando que yo pasara por allí.
Hablaba por teléfono, se reía y no sé de qué se reía.
Sí tenía claro con quién estaba hablando. No su nombre, nunca quise saber los nombres de los tipos con los que Mary se encamaba cada vez que yo me iba de viaje a alguna misión o quedaba acuartelado en Londres.
Lo sabía porque era ella la que me lo decía. No sus nombres, nunca me decía sus nombres, solamente hacía mención de que se trataba de un negro —acaso se trataba de un solo negro que la complacía como si se tratara de un pelotón de negros, pero a mí se me daba por pensar que se trataba de un pelotón de negros que en la cabeza de Mary funcionaban todos en conjunto como un mismo y único negro.
No podía recriminarle que se encamara con el que quisiera, en el fondo sabía que aquello era mi culpa. Desde hacía mucho yo la incitaba a encamarnos con un tercero, y ella siempre se había negado. Un día accedió, aunque ciertamente no había accedido sino de mala gana y seguramente forzada por las pastillas que había metido en su copa de champagne durante cierta fiesta que habíamos organizado en casa. Tres o cuatro copas después, tres o cuatro pastillitas allí disueltas, y nos encontrábamos en la cama: ella con los ojos vendados, las manos atadas detrás de la espalda, con la cabeza contra el colchón, de rodillas y con la cola levantada; yo sobándole el ano hasta dejarlo lo suficientemente dilatado como para que un camarada que yo había seleccionado para la cuestión solamente tuviera que introducir su pene y sodomizarla. El camarada sodomizó a mi mujer y mi mujer no dijo nada. Desde entonces comenzamos un raid en busca de tipos con los que encamarnos. La segunda o tercera vez que lo hicimos la escena había perdido magia. Los dos lo sabíamos, pero ella había tomado el mando de la nave y me obligaba a continuar. Todo iba en decadencia, no sólo el deseo, sino también los lugares y los tipos: de boliches swingers super ambientados y racionalizados para el encuentro de clientes que compartíamos el mismo target, fuimos derivando en el puro nomadismo nocturno por los barrios bajos de Londres al acecho de cualquier tipo que por más apestoso y reventado que se presentara le sirviera a Mary para mostrarme de lo que era capaz. Sabía yo que aquello era su venganza, pero no esperaba la crueldad que me tenía reservada: la siguiente fase, la fase superadora, fue un negro. Había sido el día del festejo de mi cumpleaños —todos se habían marchado, Mary me había llevado a la cama, había apagado la luz del cuarto, me había atado boca arriba contra los barrales, se había subido arriba mío y ya había empezado a moverse; de pronto vi que su cabeza estaba dirigida hacia un lado y que su cabeza se movía como un pájaro carpintero contra el árbol y que su boca se metía dentro la pija de un negro. No dije nada, nada podía decirle, aunque en verdad me hubiese gustado decirle que ya era suficiente, que la cortara con aquello, que sabía que los negros a mí no me gustaban, que me daban alergia y que me parecía mejor coger con un mono que coger con un negro. Eso es lo que me hubiese gustado decirle y no le dije cuando el negro la tomó del pelo, le sacó la verga de la boca, se subió arriba de la cama y la sodomizó de una, así como si nada.
Asco es la palabra —¿es comunicable la palabra asco o el asco ya es la expresión física y directa, efecto orgánico del hecho de sentir asco?—, asco no sólo de tener al negro ahí sodomizando a mi mujer sino enseguida asco también de la cara del negro acercándose a mi cara, mirándome como si estuviera escarbando en mi cerebro, metiéndome finalmente su lengua de mono colonizado dentro de mi boca apabullando mi propia lengua, enroscándola con sus movimientos de serpiente. Entonces ocurrió lo que Mary debió haber proyectado. El negro se paró y zarandeó su pija delante de mi boca. No podía haber nada más humillante. La desesperación me ganó. Me quité las cuerdas con las que me habían atado, empujé al negro, y le di un cachetazo a Mary. Mary golpeó su cabeza contra la pared. Me llamó “puto”. Le di otro cachetazo. Volvió a llamarme “puto”. Le di una piña en la cabeza, y luego una patada en las costillas. Después…, no sé qué pasó después. Pero ¿puedo decirlo?, ¿vale decirlo? Sé que a Mary no le gustaban los negros, no podían gustarle los negros. Era una cuestión biológica, orgánica. Sé de dónde ella venía, y de donde venía era imposible que un negro tuviera mayor entidad que una garrapata, incluso que una garrapata negra. Era a propósito, siempre había sido a propósito, sólo se encamaba con negros para humillarme y que todo el mundo se enteraba que la mujer de un teniente de los ejércitos de la corona se encamaba con negros.
En fin, esa vez Mary estaba despatarrada sobre el sillón hablando con unos de sus negros, mientras yo me encaminaba hacia la puerta buscando mis Malvinas. En el momento en que tomé la manija, Mary me chistó como si yo fuera el negro con el que se comunicaba. Tenía el brazo levantado en mi dirección con un sobre que tomaba entre las yemas de sus dedos, como si aquello le diera el mismo asco que a mí me daban sus negros.
—Es para vos —dijo, alejándose por un instante del teléfono. A propósito, hoy ni se te ocurra volver antes de las ocho de la noche. Voy a estar ocupada.
Tomé el sobre, nada le respondí, pero me gustó la idea de que ella todavía pudiese esperar que yo volviera alguna vez, después de las ocho de la noche o cuando fuera. Me gustó no decirle que ya no volvería a verla, que se quedara con todos los negros mugrientos que descendieran de los árboles para aparearse en sus entrañas.
Abrí la puerta y salí. En la vereda estaba estacionando el auto oficial. Rápido subí al asiento trasero, acomodé mi bolso, y luego levanté la vista hacia el espejo retrovisor: ¡dios mío, otro negro!, otro negro y encima trabajando para el ejército.
“Londres apesta”, le dije al negro sin que el negro me escuchara, o quizás el negro me escuchó pero no era capaz de comprender cuestiones del lenguaje tan básicas como el enunciado “Londres apesta”. Digo porque encima se trataba de un negro esforzado, no sólo porque el tono oscuro de la piel verdaderamente debió haberle demandado un buen tiempo de concentración física y espiritual acumulando noche, sino fundamentalmente porque era un negro peludo que parecía no tener ningún problema con ostentar su condición de mono.
Me sorprendió porque en general a los negros les gusta el camuflaje, y como todo el mundo sabe, al menos todo el mundo que vive en Londres y es como mínimo teniente coronel del ejército inglés, sabe que los negros son monos depilados, muy depilados, esforzadamente depilados.
Y se sabe además que los monos depilados se depilan para no parecer monos y al menos contentarse con ser negros.
Aunque también los negros tienen su propia épica y una vez que dejaron de ser monos quieren también dejar de ser negros, y entonces se vuelven latinos pero los latinos tampoco quieren ser latinos y hacen de todo para no parecerlo y entonces se transforman en argentinos.
Pero claro está, las ínfulas del argentino intentando trascender su condición de latino, negro y mono chocan contra las fuerzas inglesas que los devuelven a su condición verdadera.
Todo soldado inglés ha sabido que matar a un argentino siempre significa matar a un negro y con ello desde luego matar a un mono.
Por eso ganamos la guerra.
Porque la guerra es una cuestión zoológica.
Porque la guerra siempre es entre el animal y el hombre.
Incluso los argentinos saben de su condición de monos depilados que parecen negros y por eso cada tanto envían al sacrificio a sus monos más negros y peor depilados.
Pero, bueno, allá ellos. En la otra punta del planeta: nosotros —nosotros con nuestros negros y la pregunta ¿por qué tanta guerra en vano, tanta muerte dando vuelta para que a pesar de ello Londres se nos llenara de monos que incluso tienen el tupé de integrar el ejército de la corona y manejar autos oficiales que trasladan a tenientes coroneles?
Quité la vista del espejo retrovisor y del mono peludo que tenía por chofer, e intentando olvidar aquello perdí la mirada en el paisaje de las calles londinenses para encontrarme, claro está, con monos peludos caminando de aquí para allá vestidos con trajes, jeans, polleras, blusas, zapatos, manejando autos, vendiendo diarios, haciendo de policías.
Y cuando digo monos, digo monos de verdad, monos peludos, sin ningún tapujo de andar así como monos, monos que ya no necesitaban esconderse bajo el disfraz de un negro, monos que ya no necesitaban hacerse los latinos ni menos aún travestirse en argentinos, monos, simples monos.
Cerré los ojos. Aquella visión me excedía.
No era la primera vez que pasaba: últimamente a la realidad se le daba por cometer esos trucos de magia y donde estuviere, todo en derredor se me transformaba en la jaula de monos de un zoológico fantástico.
Ya no era un problema de políticas liberales multiculturalistas y todo eso, sino concretamente de alucinaciones que se inscribían en el forro interno de mi cerebro. Incluso soñar tan fuertemente ser un soldado argentino, y por lo tanto un soldado negro, y por lo tanto un mono depilado que pretendía retomar la guerra en un parque de diversiones, no podía sino ser parte de lo mismo.
No, no podía más conmigo mismo. Ni Mary me quedaba. Oh, Mary, ¿por qué me hiciste eso?
Mary, la carta.
Todavía tenía entre mis dedos el sobre de la carta que Mary me había dado. La abrí sólo para olvidar lo que me rodeaba y acaso con la esperanza de que Mary se hubiera dignado a ofrecer sus disculpas y rogar que comenzáramos todo de nuevo ya sin negros dando vueltas en nuestra cama.
Saqué el papel del sobre. La fecha era de ese mismo día. También habían escrito la hora y los minutos: 11 y 46. Miré mi reloj, eran las 11 y 46.
No pequeño, ese fue un primer asombro. Enseguida me sorprendió que la letra fuese tan parecida a la mía, incluso tendría que afirmar que era absolutamente idéntica a mi letra.
La carta estaba escrita en mi nombre y dirigida a mi persona.
Debía estar muy loco como para escribirme a mí mismo como si yo fuera otro.
Debía estar muy loco como para leer esa carta y no recordar siquiera haberla escrito.
“Nos conocemos y no nos conocemos. Mi nombre es Gerónimo Elbosco. Ese no es mi verdadero nombre. No lo es porque vos y yo somos el mismo, vos viniendo hacia mí, yo esperándote llegar. Me espero a mí mismo en mi propia llegada. Ese es mi estilo. También será el tuyo”.
Así comenzaba la carta.
Pensé, claro está, que me estaban haciendo una broma que todavía no lograba comprender.
Alguien, acaso Mary enterada de que me iría de paseo por Malvinas, había escrito aquello sólo para reírse de mí y de mi cara leyendo aquellas palabras. Quizás calculó el momento en que la iría a leer y escribió una hora y unos minutos posibles. Conocía mi letra, bien podía haberla copiado.
¿Pero cómo podía saber que yo desde hacía meses soñaba que era un soldado argentino llamado Gerónimo Elbosco?
Nunca se lo había dicho a nadie. Nadie podía saber que existía un engendro fantasmal que cada noche aparecía en mi cerebro con ese nombre.
Esa fue mi primera reacción: la del rechazo.
Sin embargo enseguida se dio un asombro mayor: el tal Gerónimo Elbosco no sólo afirmaba que éramos la misma persona sino que además contaba el contenido exacto y detallado de lo que yo venía soñando: que siendo argentino había sido reclutado para participar en la guerra de Malvinas con la misión de asesinar al Teniente John Anderson, que había viajado a Puerto Madryn, que se había embarcado en un buque llamado El Pichi, que las Islas se habían mudado, que tuvieron que atravesar la Patagonia y las montañas de Los Andes con el barco a cuestas, que cuando llegaron a las Islas se encontraron con un Parque de Diversiones, que en el Parque de Diversiones había sido fusilado y luego, por vaya uno a saber qué azares del destino, había revivido con el nombre de John Anderson, teniente coronel del ejército de la corona.