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UN MATADERO

1

Mi madre —paralítica, con problemas graves de astigmatismo— no podía alcanzar los libros de la biblioteca y si los alcanzaba tampoco podía leerlos. Entonces llamaba a mi padre y le decía “Hoy quiero que me leas algo de Borges”. Mi padre le contestaba: “Bien, hoy leeremos algo de Borges”, sin embargo, bajaba de los anaqueles el Manual de Conducción Política de Perón y se lo leía empezando por cualquier parte. Mi madre, en su silla de ruedas, no podía ofrecer mayor resistencia que algunos insultos. Luego tenía que soportar la lectura hasta el final, es decir, cuando a él se le ocurría. También pasaba con otros libros y siempre se trataba de la misma lógica, mi madre le pedía uno y mi padre le traía otro. Ella decía: “A veces me pregunto si sos un idiota o lo haces a propósito, pero, pensándolo bien, no hay diferencia, si lo harías a propósito serías un idiota; en definitiva, pensar que podrías hacer algo a propósito es inútil, tengo que aceptarte como sos, es decir, como un idiota”.

Para elegir algo —decía mi padre— necesariamente tiene que existir alguna alternativa. Mi madre nunca le había dado ninguna. De la relación con esa mujer terminó aprendiendo algo que nunca olvidó: cuando la palabra promete la muerte —y todas las palabras prometen la muerte— inevitablemente se abre un espacio interminable en el que todas las palabras quedan en suspenso esperando su redención. En ese lapso las palabras significan cualquier cosa y las cosas cualquier palabra.

Cuando mi padre le hacía caso y le leía lo que le había pedido, mi madre lo trataba de cínico: “cuando me lees a Borges porque yo te lo pido, de ninguna forma lees a Borges porque yo te lo pido, sino porque vos tomás la decisión de no leer a Perón, entonces no me estás leyendo a Borges, simplemente no estás leyendo a Perón”. Mi padre podía explicarle que en verdad tenía ganas de leerle a Borges y no a Perón, pero ella insistía hasta alcanzar el borde de su propia argumentación: “Cuando decidís leerme a Borges porque así lo querés, en verdad no estás haciendo más que someterme a tus decisiones, y sólo por ello, sólo porque vos lo decidís, leer a Borges significa leer a Borges, pero del mismo modo, cuando a vos se te ocurre lo contrario, leer a Borges significa leer a Perón”.

Cuando mi padre se cansaba de escucharla le decía que iba a morir como a una perra. Pero ella nunca se cansaba y a las palabras de mi padre respondía: “crees decidir lo que a vos se te ocurre, pero no podés decidir qué significa ‘vas a morir como una perra’, y ¿sabés por qué?, porque sos un cagón, un conchita demente, y sólo porque sos un cagón y un conchita demente ‘vas a morir como una perra’ significa que de ninguna manera voy a morir como una perra”.

Mi padre nunca creyó que ella sufriera de una verdadera parálisis. Estaba seguro de que podía caminar y que no lo hacía sino para crearle los más altos e insalvables obstáculos en la realización de su obra: convertirse en escritor. Los libros que ella amaba, como los de Borges por ejemplo, estaban ubicados en la parte más alta de la biblioteca. Mi padre los dejaba allí para respetar el orden alfabético de la biblioteca, aunque posiblemente lo hiciera para que ella no pudiera tomarlos por sí misma. Sin embargo, solía ocurrir que los libros de Borges aparecieran en los anaqueles más bajos y por ende al alcance de mi madre. “¡Dejé los libros en la parte más alta y vos te subiste a un banco para agarrarlos!” —la acusaba mi padre. “¿No ves que estoy en silla de ruedas?, no toqué ningún libro, ¿y quién te crees que me dejó paralítica?” —respondía ella jugando siempre con la culpa. Enseguida, mi padre arremetía con mayor furia: “No sos más que una perra mentirosa que finge estar inválida sólo para echarme la culpa, un día me vas a obligar a que te pegue un tiro en la cabeza”. Entonces mi madre estallaba en carcajadas. “¿De qué te reís?, decíme, ¿de qué te reís?” —se defendía mi padre. “De vos me río, ¿de qué otra cosa me voy a reír?; sí, tenes razón, vivo esperando que me pegues un tiro en la cabeza, ¿y sabes por qué?, para corroborar en ese mismo momento que sólo sos un conchita que no puede hacer otra cosa que obedecerme”.

Porque todos los días, por más de veinte años, mi padre vistió una camisa que cerraba en el primer botón, apretándole la garganta de la forma que a mi madre le gustaba y lo exigía; mi madre lo insultaba y humillaba porque no podía elegir por sí mismo qué tipo de camisa quería usar. Pero también ocurría que cuando mi padre se presentaba con la camisa abierta en sus dos primeros botones, con el pecho descubierto, mi madre se reía a carcajadas diciéndole que no era más que un conchita demente que no podía elegir lo más mínimo e insignificante por sí mismo.

Cuando mi padre se encerraba en su cuarto para escribir y comenzar su carrera literaria, mi madre lo interrumpía diciéndole que se comportaba como un borrego snob que sólo intentaba justificar con la literatura su incapacidad para con la vida. Pero si mi padre dejaba de escribir diciendo que ya no quería ser escritor porque la literatura no le interesaba en lo más mínimo, mi madre volvía a reírse tratándolo de borrego idiota que no podía elegir nada por su propia cuenta.

Según mi padre, cuando se habla de ley se debería únicamente hablar de la estafa de la ley, porque cuando nos exigen elegir, en verdad, sólo nos muestran la imposibilidad de toda elección. Aun cuando pueda elegir no elegir, siempre lo haré dentro de la estafa de la ley —decía mi padre. Cuando mi padre se presentaba con la camisa cerrada hasta el primer botón, era humillado con el insulto de conchita demente, y a la vez, cuando se presentaba con la camisa abierta, el pecho descubierto, volvía a ser humillado como un conchita demente. Nunca se ha tratado de elegir libremente, decía mi padre, porque elegir libremente es parte de la farsa.

El día en que mi padre arrojó a aquella mujer desde el balcón del primer piso de la casa Rodenlan, no estaba eligiendo. Entender, según mi padre, que arrojar por el balcón a aquella mujer era un modo de elegir, es no entender nada. No sólo elegir, sino incluso elegir el modo de elegir, no es más que parte de la misma estafa. Acusarlo —como lo hacía mi madre— de haberla dejado paralítica, decir que pudiendo realizar algún tratamiento para volver a caminar él se lo impidió y terminó encerrándola en la casa con el fin de ocultar lo que había pasado, era, según mi padre, no comprender absolutamente nada. Ella nunca hubiese entendido qué significa no estar ahí donde estamos, no decir lo que estamos diciendo, no hacer lo que estamos haciendo, ni menos aún elegir lo que estamos eligiendo.

2

Con respecto a nosotros, mi madre lo acusaba de habernos adiestrado con la única finalidad de humillarla. Mi padre le respondía que si él no hubiese estado atento a cada gesto, movimiento y reacción de cada uno de nosotros, para en el momento indicado hacer sonar su silbato, entonces todos —mi madre, los asistentes de mi padre, incluso mi padre mismo— hubiesen sido atacados y despedazados, en cualquier instante, por cualquier mínima acción.

El silbato de mi padre no emitía ningún sonido que el oído humano pudiese captar. Sus órdenes nunca eran demasiado claras y en cierto sentido resultaban más bien inexistentes. Él soplaba su silbato pero ninguno de nosotros escuchaba ningún sonido. Lo único que sabíamos era que si se llevaba el silbato a la boca entonces estaba dirigiéndonos una orden que debíamos cumplir, pero no sabíamos cuál era esa orden. Parecía contentarse con el simple hecho de que realizáramos cualquier acción sin importar cuál. Soplaba su silbato y nosotros, cada uno por separado, hacíamos algo, cavábamos pozos con las manos, nos echábamos en la tierra, corríamos, nos tirábamos patas arriba, adoptábamos ciertas posturas de vigilancia, atacando determinado objetivo o deteniendo el ataque. Entonces anotaba en su libreta los movimientos y las acciones que ejecutábamos, y atendía al modo en que cada uno de nosotros siempre, ante el único y mismo sonido de su silbato, reaccionaba de forma diferente.

Sólo cuando mi madre se negaba a quedarse sola en medio del parque, mi padre nos dejaba entrar a la casa. Al ver a mi madre y su actitud negativa para con nosotros, nos poníamos nerviosos y alterados; sin embargo, en términos generales, ninguno la atacó sin la orden previa del silbato de mi padre.

Mi padre le decía que si él lo ordenaba, ella quedaría destrozada. Como mi madre se le reía, él hacía sonar el silbato obligándonos a abalanzarnos de modo violento sobre la silla de ruedas. Un mínimo instante antes de ser lastimada, mi padre volvía a emitir otro silbido de su silbato paralizando en el aire a los que se habían arrojado contra ella. En otras ocasiones —las menos—, el sonido del silbato no llegó a tiempo para detenerlos.

Sin embargo, porque era absolutamente necesario que mi padre estuviese atento a cada gesto, movimiento y reacción, porque era absolutamente necesario que hiciese sonar su silbato en relación a nosotros, no hacía sonar su silbato. Y a la vez, sólo porque era absurdo e inútil utilizar su silbato en relación a mi madre, utilizaba su silbato a cualquier hora, incluso a insólitas horas de la madrugada, en relación a mi madre.

En realidad, las veces que usó su silbato en relación a nosotros lo hizo porque era fundamental determinar de forma exacta si la ejecución del sonido de su silbato era anterior a nuestros aullidos, o si nuestros aullidos aparecían antes que el sonido del silbato. Tal interrogación definía de modo radical la posibilidad de su obra. Los aullidos invariablemente aparecían en un mismo instante, yuxtapuestos e indiferenciables al silbato; no obstante, debía existir una diferencia, al menos una milésima de segundo, entre uno y otro. Si el sonido del silbato era anterior a los aullidos, entonces su obra acerca de la Voz y las voces tenía sentido, ya que toda experimentación y observación durante esos años se habría entendido como una experimentación controlada por su voluntad (lo que implicaría a su vez nuestro absoluto sometimiento a sus decisiones). Sin embargo, si los aullidos eran anteriores a la emisión del sonido, él mismo habría estado sometido a nuestra voluntad, reaccionando ante el terror y el pánico que esos aullidos imponían en su existencia de forma automática, acaso como defensa, haciendo sonar su silbato (si verdaderamente esto último fuese así, se revelaría, según mi padre, el carácter demencial y ridículo de su obra).

Para mi padre, la vida se hacía en la batalla entre la boca y el cerebro, entre el órgano de las profundidades y el órgano de las alturas. En mi madre, la boca terminaría ocupando el lugar que su cerebro —el cráneo bien redondeado, gigante y maravilloso de mi padre— había sabido conquistar. Por eso mi madre no podía andar sino arrastrándose. Cuando mi padre le quitaba la silla de ruedas, le gustaba esconderse detrás de la puerta del comedor y ver cómo ella se arrastraba por el piso, porque con ello le parecía confirmar sus ideas.

La verticalidad impuesta por la jerarquía de su cráneo era el polo opuesto a la horizontalidad de mi madre. La misma que la de los gusanos cuando la boca se impone sobre el cerebro. Siempre le sorprendió la capacidad de aquella mujer para sobrevivir a la falta de alimentos que él mismo se negaba a ofrecerle. De pronto se olía en toda la casa un tufo mierdoso que todo lo invadía; pero, al rato, cuando mi padre le cambiaba los pañales, nunca encontraba ni un poquito de mierda. Entonces mi padre le recriminaba el haberlos lamido y mordido a escondidas, antes de que él se los sacara. Se cagaba encima a toda hora y en cualquier lugar, pero, según mi padre, nunca había mierda en sus pañales, era como si su ano y su boca se hubiesen liberado de los mandatos del cerebro, como si la boca y el ano hubiesen creado un sistema autónomo, arruinando toda jerarquía y control. Como en todo gusano, la boca se había impuesto como un sistema de cloaca, de introyección y extroyección, formando un único sistema boca-ano, por lo que lo defecado se repetía en lo tragado. Lo que en su vida era la línea vertical del pensamiento abstracto, en mi madre la línea se transformaba en el círculo del retorno de lo tragado y defecado. Lo que en su cerebro era la pura ontología de la Voz, indeterminada en su abstracción, indiferenciable de la nada, en mi madre se transformaba entonces en una ontología amorfa en la que la Voz, el ser, no difería de la mierda.

Según mi padre, sólo él sabía lo difícil que resultaba alcanzar ese lugar y encontrar los modos de sostener la renuncia al trato con la propia mierda de modo constante. La evolución, la escala y las jerarquías debían hacerse todos los días y a cada instante, decía mi padre. La batalla que libraba el cerebro contra la boca-ano, el puro pensamiento de la Voz contra el mero hundirse en la mierda, se daba en el campo del lenguaje. Una lucha que siempre estaba al borde de transformar la lengua en un alimento excremental. Por eso, según mi padre, siempre estamos amenazados por una afasia originaria, por eso no podemos sacarnos de encima el devenir gusano, la propia y constitutiva degradación hacia la invalidez y la postración.

El lugar que nosotros ocupábamos en la escala de la naturaleza que organizaba mi padre, no estaba ni en las alturas de la abstracción ni en las profundidades de un organismo que tendería a tragarse a sí mismo, sino en la evanescencia de las superficies. Entre un polo y otro, los perros eran el campo de la batalla entre la boca-ano y el cerebro. Siempre en el medio y por el medio, ni totalmente verticales como el hombre ni completamente horizontales como los gusanos y mi madre, sino más bien en el desfasaje de las coordenadas, como si el lomo siguiera la horizontalidad de la tierra que busca arrastrarse sobre ella, y el cráneo buscara la verticalidad del cielo. Como si ese extravío físico nos condenara a nunca terminar de librar la batalla animal entre la Voz y el murmullo, entre el ser y la mierda, entre el cerebro y la boca.

Para mi padre, los animales tienen voz. Hay un momento, decía mi padre, en que el animal que muere revela una voz y esa voz ya no es el ruido animal, más bien es la voz de su muerte. No dice nada, no tiene palabras, pero no es ruido, no es el aullido de un perro, no es el chillido del chancho. No dice nada, pero a la vez, así sin palabras, significa algo, significa muerte, aniquilación y nada. Es la lengua muerta, la pura intención de significar, el ya no del mero ruido animal y el todavía no del significado.

Mi madre le respondía que era ridículo que los chicos que mantenía en los jardines de la Casa Rodenlan hablaran. No pretendo que hablen, decía mi padre, sino descubrir la Voz del animal mudo. No son animales, decía mi madre, o sí son animales pero no tanto, no sé lo que son. Se necesita escuchar los aullidos de esos chicos, decía mi padre refiriéndose a nosotros, para comprender que si los animales no tienen palabras sin embargo tienen voz, no la voz del hombre sino ese agujero en el lenguaje por donde pasa todo el lenguaje.

3

Entiendo que mi padre estaba en lo cierto: cuando alguien ya siempre ha dejado su humanidad pero todavía no llega a ser otra cosa, sólo puede hablar de su propia naturaleza en términos de lo que no es. Voy a intentar ser claro. Lo verdadero y lo falso son fáciles, porque ya están establecidos de una vez y para siempre; en cambio, la ficción conlleva un trabajo constante, un esfuerzo desmesurado en sostener aquello que se da en el espacio evanescente del simulacro.

No se trataba de engaño alguno sino del esfuerzo de persistir, como si ser lo que nos era dado hubiese sido un trabajo más ligado a la destrucción que a la construcción. Digo esto porque la tarea de tener que ser lo que nos era dado remitía más bien a concentrarnos en nuestras incapacidades e impotencias que en nuestras capacidades o potencialidades. Esto se notaba constantemente en cada uno de mis compañeros, tanto al sostener la posición de cuatro patas como en la intención de ladrar, gruñir o aullar. Lo que fui comprendiendo es que todos los chicos que mi padre criaba podíamos hablar, teníamos una lengua. Desde la distancia, pero no muy alejados, si se hubiese prestado la suficiente atención cuando los niños perros aullábamos en el parque de la casa, habrían escuchado que cada aullido era una palabra, a veces también un nombre. Nadie lo hubiese escuchado del todo claro, pero habrían entendido perfectamente que los chicos aullaban palabras.

No sé cómo, quizá hubo quienes antes de ser entrenados como perros niños ya estaban atravesados por una lengua compartida, o bien simplemente el lenguaje se nos daba como una posesión biológica. No lo sé, pero lo que sí me resultaba evidente era que podíamos hablar y que algunos murmuraban cosas para sí mismos sin ni siquiera darse cuenta. Incluso cuando dormíamos, más de uno pronunciaba palabras y nombres claros pero sueltos. Hablábamos solos, más bien rumiando palabras incomprensibles pero que suponían alguna articulación. Si podíamos hablar, entonces nuestros ladridos no eran una capacidad, más bien lo contrario, nuestros ladridos eran el resultado de la tarea que nos habíamos dado a nosotros mismos: hacernos incapaces de hablar. Se trataba de concentrarnos en nuestra impotencia y esa concentración demandaba el esfuerzo de dejar de ser. Cuando se escuchaba a alguno de nosotros ladrar, lo que se escuchaba era un efecto tardío. Cuando se escuchaban los aullidos de los niños perros nadie podía omitir que esos aullidos eran palabras, pero dichas desde la impotencia alcanzada. Es fácil hacer como si aulláramos, lo difícil es aullar desde la impotencia de hablar, porque entonces el aullido no es un aullido, es otra cosa, no responde ni a una posibilidad ni a una capacidad, sino al trabajo de la renuncia.

Sé que ante situaciones de amenaza parecíamos gruñir como cualquier animal. Pero en el fondo el gruñido era una respuesta lingüística y acaso discursiva. Éramos perros y los perros nunca tienen palabras, pero los perros niños teníamos el instinto de decirlas y a la vez la incapacidad de pronunciarlas. El efecto de la negación de esas ganas de hablar era el gruñido. Se me ocurre comparar la situación con el miembro fantasma. De algún modo, ninguno de nosotros había perdido la intención, el hábito o el impulso de hablar; pero habíamos perdido la capacidad de hacerlo, tal como le ocurre al que perdió el brazo hábil y tiende constantemente a tomar los objetos que lo rodean con la mano que ya no tiene. Pero decir que perdimos la capacidad de hablar es reducir nuestro heroísmo antropológico a un mero accidente, ahí donde en verdad lo que descubrimos fue el resplandor de la impotencia (digo, la impotencia como trabajo, la impotencia que se aprende y se debe sostener cotidianamente). No es fácil dejar de hablar, no es fácil no hablar cuando se puede hablar, ni tampoco andar en cuatro patas cuando se puede alcanzar alguna verticalidad.

Entiendo también en este sentido el acto de comer los cadáveres de la especie o comer la propia mierda, porque, creo, no se trataba tanto de dejarnos atravesar por el goce sino de persistir cada instante un instante más en la propia náusea. Los perros en general hacen esas cosas, se comen los cadáveres y su propia mierda, pero lo hacen con alegría, la alegría de saber que no pueden hacer otra cosa. En cambio, nuestro esfuerzo de ser perros nos revelaba que no éramos perros y el trabajo de hacer de perros se volvía una tortura. No era el goce de la muerte ni de la propia mierda sino el goce de la propia náusea de la muerte y la mierda. Gozar del descubrimiento de la propia inhumanidad, lo que evidentemente era la aniquilación de la posibilidad del goce; era eso, era gozar de la aniquilación del goce. Lo sé, sé que nos comíamos entre nosotros con asco, sé incluso que los que se entregaban a la muerte lo hacían entendiendo de qué se trataba, entendiendo la necesidad de morir para el otro y morir para el asco del otro. En la dificultad estaba el goce, la dignidad de la tarea.

Sólo ahora lo entiendo cuando ha pasado tanto tiempo. Los hombres hablan y los perros ladran, pero los dos están absolutamente determinados a hacerlo como cualquier otro animal está determinado y por lo tanto humillado por la naturaleza. Lo que ahora entiendo es que nuestra lucha era una batalla contra la naturaleza entera, y que sólo nosotros en esa lucha podíamos saber qué es la libertad. Los perros ladran y los hombres hablan, y ninguno tiene la posibilidad de no hacerlo. Cuando nosotros ladramos no estamos ladrando, cuando hablamos no estamos hablando. Descubrir la posibilidad del no, simplemente de no, no hacerlo, no decirlo, no pensarlo, no vivirlo, es la lucha contra la naturaleza de la que hablaba, y en cuanto tal, en cuanto batalla contra todo lo que es, nuestro aprendizaje no ha sido otro que el de la ficción: vivir como animales siendo hombres, pero también vivir como hombres siendo animales. Visto de afuera todo resultaba una gran farsa, chicos haciendo de perros, incluso una farsa pobre donde a cada instante se escuchaba la palabra soplada, donde nos olvidábamos de dar el pie constantemente —visto de afuera hacíamos de perros y lo hacíamos mal, ladrábamos mal, mordíamos mal, cogíamos mal, pero visto de afuera no se ve nada, ni siquiera que no hacíamos de perros ni hacíamos de niños, simplemente porque no éramos perros pero tampoco éramos niños y sabíamos lo que no queríamos porque sabíamos no querer y sabíamos no poder.

Seguramente mi padre habría tomado nota de la posibilidad de que la conducta de sus perros niños no era consecuencia del adiestramiento sino más bien la revelación de cierta naturaleza desnuda. Pocas veces había golpes o castigos, simplemente actuábamos de esa forma, más bien copiándonos unos de otros. No sé cómo habrán sido los primeros adiestramientos pero seguramente una vez instalado cierto sistema de códigos y conductas su continuidad debió haber sido más sencilla. Se podría decir que sus imposiciones se limitaban a mantenernos encadenados la mayor parte del día. Para nosotros no resultaba violento sino la señal de que llegaba la hora de la comida y luego del descanso. Era un modo de cuidarnos, no lo entendíamos de otra forma. Se negaba a que sus asistentes nos dieran de comer y entonces él mismo lo hacía hirviendo pedazos de carne mezclados con arroz blanco en una enorme olla que traía (desde dentro) de la casa. Mi padre se detenía ante cada uno de sus perros niños, metía un cucharón en la olla y llenaba nuestro plato. Tirados en el pasto o parados en cuatro patas, mientras metíamos la cabeza dentro, mi padre acariciaba el lomo de cada uno de nosotros. Nos dejaba largo rato mordiendo la carne pegada a los huesos e incluso nos permitía cavar pozos donde enterrarlos y esconderlos, mientras él, casi siempre de noche, se sentaba en medio del parque contemplando el vaivén de las hojas de los árboles iluminadas por las luces de la casa. Cuando llovía nos ataba a todos juntos bajo el alero, y él mismo se quedaba con nosotros para calmar nuestros temores. Esa preocupación se manifestaba más claramente en Navidad y Año Nuevo, cuando nos llevaba al sótano y se quedaba toda la noche intentando preservarnos de los estallidos de los cohetes y los tiros que sonaban a lo lejos generando cierto terror acaso incomprensible por el que no dejábamos de gemir y aullar.