Relatos de la guía de Dios en la vida de sus hijos
Eduardo F. Sakim
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
¿Qué Dios como tú?
Eduardo F. Zakim
Dirección: Pablo M. Claverie
Diseño de tapa e interior: Carlos Schefer
Ilustración de tapa: Shutterstock
Libro de edición argentina
IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina
Primera edición, e - Book
MMXX
Es propiedad. © Asociación Casa Editora Sudamericana 2020.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-164-3
Zakim, Eduardo F. ¿Qué Dios como tú? / Eduardo F. Zakim / Dirigido por Pablo M. Claverie. - 1ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020. Libro digital, EPUB Archivo digital: Online ISBN 978-987-798-164-3 1. Vida cristiana. I. Claverie, Pablo M., dir. II. Título. CDD 248.4 |
ublicado el 05 de mayo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
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A Dios, en primer lugar, por su bondad al permitir que las experiencias vividas junto a mi familia en más de cuarenta años de andar en sus caminos pudieran ser plasmadas en este libro.
A Vicente Castelo, a quien Dios utilizó como excelente instrumento para que la verdad llegara a mi conocimiento.
Al pastor Carlos Gill, quien fue un gran motivador para que este libro pudiera llevarse a cabo.
A todos los que me alentaron y oraron por este emprendimiento.
Y a Irene, mi esposa actual, que siempre me alienta en la vida espiritual al colocar cada día a Dios en primer lugar.
Las pruebas habían llegado a mi vida. Y, junto con las pruebas, un inmenso dolor: había perdido a mi esposa –con quien compartí 43 años de vida– y a mis dos hijas, quienes fallecieron con 27 y 33 años respectivamente.
Solo me quedaba la esperanza. Entonces, decidí volver a leer, una vez más, la Biblia de principio a fin. Pero, en esta ocasión, lo hice únicamente para recopilar sus promesas que me ayudaran en la vida de cada día. Necesitaba esas palabras divinas luego de semejante devastación.
Aunque hay miles de promesas en las Escrituras, seleccioné 976 que me encantaron. Las hice mías. Creo en cada una de ellas, y deseo que tú también puedas confiar plenamente en nuestro maravilloso Dios y ver en cada adversidad una oportunidad para testificar.
Son dos las razones por las cuales decidí contar las historias que narro en este libro.
La primera de ellas es que siento el deber de testificar. Hago mía la orden que Jesús dio al endemoniado gadareno: “Cuéntales [a las personas de tu entorno] cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo” (Mar. 5:19).
La segunda razón por la que escribo este libro es que, tras cuarenta años como cristiano, estoy convencido de que tanto jóvenes como adultos no hemos visto más milagros de parte de Dios en nuestra vida por no haber confiado en medio de la prueba. Su palabra dice, en el Salmo 25:3: “Ciertamente ninguno de cuantos esperan en ti será confundido”. Si Sadrac, Mesac y Abed-nego no se hubieran mantenido de pie en la llanura de Dura frente a la imagen de oro, las páginas de la historia bíblica no contendrían la poderosa historia del milagro en el horno de fuego (Dan. 3). De la misma manera, si Daniel hubiera cerrado sus ventanas para orar o si, simplemente, hubiera dejado de comunicarse con Dios durante ese mes, la protección divina en el foso de los leones tampoco habría existido.
La pregunta es: ¿Por qué en la vida de muchos hijos de Dios no hay testimonios poderosos de la intervención del Señor? La respuesta es clara: porque no confiamos plenamente en él. Bajamos muy pronto el brazo de la fe, que debería quedar extendido hasta que el que no miente cumpla su promesa.
En síntesis, a través de las siguientes historias, deseo motivarte a confiar plenamente en Dios. A que podamos tomar sus promesas y aferrarnos de ellas hasta ver su intervención salvadora. Oro para que, frente a la próxima prueba, podamos mantenernos fieles al Señor. Y para que en cada alma que se cruce en nuestro camino veamos una persona para el cielo.
Los nombres de algunas personas que aparecen en las historias de este libro pueden haber sido modificados para preservar sus identidades.
Los textos bíblicos citados en el presente libro pertenecen a la versión Reina-Valera 1960.
La esperanza es lo que da sentido a la vida. Esa es la razón por la que Dios regó las Escrituras con pétalos de esperanza.
Mi mayor esperanza nació en 1978, cuando entré por primera vez en una iglesia adventista. Al ingresar al templo, los hermanos cantaban un himno titulado “Dios os guarde”. Su letra decía: “Al venir Jesús/ nos veremos/ a los pies de nuestro Rey/reunidos todos seremos […]”. Mientras la gente cantaba, sobre la pared se proyectaba una imagen de la segunda venida de Cristo. Algo ardió en mi corazón. Entonces, desde lo más profundo de mi alma elevé, casi sin saberlo, mi primera oración: “Señor, por favor, ¡que mi familia esté allí ese día…!”
Ana –con quien ya estaba casado– y yo nos bautizamos, y años más tarde lo hicieron nuestras dos hijas, Cinthia y Noelia. Formamos un precioso hogar cristiano, que leía la Biblia y el Espíritu de Profecía todos los días. Los años transcurrieron. Nuestras dos hijas se diplomaron en la Universidad Adventista del Plata y, finalmente, se casaron. Todo era felicidad.
Cuando mi teléfono celular sonó aquel 25 de febrero de 2007, no imaginaba la tragedia de la cual estaba a punto de enterarme. Era mi yerno, quien desesperado y llorando, me gritaba: “¡Cinthia se murió!” Inmediatamente, oré a Dios: le pedí que me diera evidencias de que Cinthia había sido guardada para salvación. Dios me sostuvo mientras trataba de animar a mi yerno en medio del dolor. Luego, completamente conmovido, invité a mi esposa a arrodillarnos y agradecimos a Dios por los 27 años durante los cuales nos había dado a nuestra hija, quien, en el momento de pasar al descanso, estaba embarazada de cinco meses.
Recuerdo los testimonios de hermanas y hermanos de la iglesia que recordaban a Cinthia con tanto amor; las palabras de padres de alumnos que contaban cuánto querían los chicos a Cinthia por lo dulce y cariñosa que era.
Por otro lado, en su bondad y misericordia, Dios contestó sobradamente mi necesidad de saber que Cinthia estaba guardada en la bendita esperanza de la segunda venida de Cristo. Recuerdo una noche en que la que estaba quebrado, me esforzaba para no estallar en llanto, pues no quería despertar a mi dulce Ana. El enemigo había traído dudas a mi mente, con la intención de desanimarme en relación con la salvación de Cinthia. Entonces, desde lo profundo de mi alma, clamé a Dios. Él me contestó inmediatamente: vino a mi mente, como si bajara del cielo justo para esta ocasión, el pasaje de Juan 10:28, donde Jesús asegura que nadie arrebatará a sus ovejas de sus manos. Esto llenó de paz y seguridad mi alma. Volví a llorar, pero esta vez de gratitud.
Es cierto, la paz que Dios me dio no quitó el dolor de no poder ver más a Cinthia en esta vida. No obstante, ahora sabía que un día la volvería a abrazar.
Dios siguió con nosotros. Tal como cuento a lo largo de los capítulos de este libro, en el desarrollo de mi vida cristiana y la de mi familia, el Señor hizo muchos milagros, nos cuidó y nos usó para ganar decenas de almas para Cristo. Además, en su bondad, nos permitió vivir en un lugar de ensueño: una casa en la ladera de la montaña, en El Bolsón, en la provincia argentina de Río Negro. Estábamos muy felices, veíamos la mano de Dios en respuesta a nuestras oraciones de cada día. Con Ana, siempre orábamos tres veces por día juntos, recordando la promesa de Mateo 18:19: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos”. Habíamos visto la mano de Dios conduciéndonos en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Pero una prueba gigante se interpondría en nuestra carrera cristiana.
Una mañana, Ana sintió un fuerte dolor en un costado del cuerpo. Fuimos al médico, le hicieron todos los estudios, y finalmente entregaron un diagnóstico que invitaba a la desesperanza: ella tenía cáncer en la cabeza del pulmón derecho, con metástasis en cuatro zonas del cuerpo. Los médicos le dieron tres meses de vida. Escogimos, con oración, un método alternativo a la terapia médica tradicional: alcalinizar la sangre con alimentación crudívora. Gracias a esto, ella vivió, con mucho vigor y bienestar, durante casi tres años más, hasta que durmió en Jesús. Era febrero de 2015. Jamás lo hubiera imaginado: teníamos planes, proyectos; todos con oración. Pero el Dios de los cielos lo veía de otra manera… Y “¿quién le dirá: ¿qué haces?” (Job 9:12).
En medio de esta batalla de casi tres años, Ana jamás tuvo un dolor. Quedó dormida cuatro horas después de que nos arrodilláramos con Noelia y su amigo Fernando, para rogar a Dios que, si no iba a sanarla, permitiese que descansara.
Ana siempre alentaba a todo aquel que la visitara. Ella tenía claro que Dios sabía qué es lo mejor para sus hijos, y aceptaba dócilmente la voluntad divina. Su ejemplo de confianza, amor y esperanza repercute en los corazones de todos aquellos que tuvieron el privilegio de conocerla.
En el caso de Ana, no tuve la necesidad de reclamar a Dios ninguna evidencia de que dormía en Jesús: los 43 años que habíamos pasado juntos –5 de novios y 38 casados– demostraban sobradamente la belleza de vivir con un ser lleno del Espíritu divino. Ella siempre fue un ejemplo de amor, pureza e inocencia.
Los meses siguientes, llenos de soledad, fueron difíciles. Mi hija Noelia vivía a ochocientos kilómetros, en Caleta Olivia, en la provincia de Santa Cruz. Cada vez que tenía un fin de semana largo venía a casa para hacerme compañía. Cada noche me llamaba y orábamos juntos.
Noelia tenía previsto visitarme para finales de julio de 2015, cuando en la Argentina muchos toman vacaciones de invierno. Para esa ocasión, le había preparado algunas comidas especiales y las había guardado en el freezer. Pero, una semana antes de la fecha prevista para su viaje, me llamó y me dijo que tenía un dolor en el costado izquierdo del cuerpo, por debajo de las costillas.
Se hizo ver en la provincia en la que residía, pero como no podían descubrir qué era, ya que todos los análisis salían bien, la derivaron a Buenos Aires, la capital argentina, donde fue atendida maravillosamente en la Clínica Bazterrica. Un mes después, descubrieron cuál era la raíz de su dolor: tenía cáncer en el músculo psoas.
A los pocos días de aquel diagnóstico, me llamó Fernando para preguntarme cuándo pensaba viajar a Buenos Aires para ver a Noelia. Le contesté que tenía previsto hacerlo la semana entrante. Él, delicadamente, me sugirió que lo hiciera antes. Entendí enseguida: unas horas más tarde estaba subido a un avión.
Mientras volaba, lloré a Dios en mi asiento y, entre lágrimas, le rogué que me permitiera llegar a tiempo para poder hablar con Noelia. Quería tener la certeza de que ella estaba enfrentando la situación escondida en Dios y confiada en él. Cuando llegué a la clínica, corrí a la habitación 418 y la vi sentada. Tenía unos veinte kilos de más por la retención de líquidos, pero estaba sonriente como siempre. La abracé, y pedí estar a solas con ella. Pensé en qué palabras decirle para animarla, y quedé sorprendido al escucharla a ella animándome a mí:
–Papá –me dijo–, Dios sabe todas las cosas. Él tiene poder sobre la enfermedad, pero no sobre la decisión; y yo ya decidí. Él puede sanarme, si quiere. Pero nosotros sabemos que esta no es la vida; la vida será cuando Cristo venga a buscarnos. Así que, tú, papi, quédate tranquilo.
Aquel viernes por la noche, Noelia recibió la visita de un pastor y fue ungida. Al día siguiente, muy de a poco, se iba apagando. Casi no se sentaba, hablaba menos, aunque escuchaba todo.
Cuando yo le leía, de El conflicto de los siglos, acerca de la Segunda Venida y la Tierra Nueva, y me detenía para descansar, ella me decía: “¡Más, pa...!” Entonces, seguía leyéndole.
Mientras pasaban las horas, no pude menos que quedar profundamente impresionado por el amor de todos aquellos que se acercaron a ver a Noelia. Y ellos quedaron aún más impresionados al presenciar la paz y la tranquilidad con las que Noelia enfrentaba esto. Yo vi en esa habitación lo que jamás había imaginado: todo el ambiente era de paz y plena confianza… ¡Había una esperanza cierta!
Me quedé al lado de mi hija durante toda la noche del sábado, y al amanecer del domingo, desde lo más profundo de mi alma, clamé a Dios para que me hablara. Necesitaba que lo hiciera.
Después de orar absolutamente quebrado y rogándole a Dios que me hablara, entonces al terminar la oración quise abrir la Biblia más o menos por el medio (normalmente he buscado en los Salmos ayuda). Pero, al querer hacerlo, se abrió en dos partes, y una de ellas, haciendo un movimiento ondulatorio, venció sobre la otra y quedó en las páginas 670 y 671 de mi Biblia, en Isaías 29:22 y 23: “Por tanto, Jehová, que redimió a Abraham, dice así a la casa de Jacob: No será ahora avergonzado Jacob, ni su rostro se pondrá pálido; porque verá a sus hijos, obra de mis manos en medio de ellos, que santificarán mi nombre; y santificarán al Santo de Jacob, y temerán al Dios de Israel” (énfasis agregado).
Oré y agradecí con profundas lágrimas a Dios. El pasaje me decía a mí lo siguiente: “Por tanto, Jehová que redimió a Abraham, dice así a la casa de Zakim: ‘No será ahora avergonzado Eduardo, ni su rostro se pondrá pálido, porque verá a sus hijas, obra de mis manos, en medio de ella...’ ”
Lo que Dios me estaba diciendo era que mis “hijas” alabarían un día a Dios, que las oraciones y el tiempo dedicados a ellas para que llegaran al cielo no habían sido en vano porque el gran Artesano había consumado su obra con su intervención poderosa.
Mientras lloraba lleno de gratitud, mi mente comenzó a analizar los hechos transcurridos desde que había llegado a Buenos Aires. Pensé en el aliento de mi hija frente a la muerte. Repasé la entereza con la que, cuando recibió la noticia de que era cáncer –y no del “bueno”–, expresó a quien entre lágrimas se lo había comunicado: “No llores: si estamos orando y Dios permite esto, él tiene algún propósito”.
El hecho de que jamás haya pronunciado una sola queja, sino solo sonrisas y expresiones de constante gratitud a quienes la cuidaban, todo me hablaba de la “obra de las manos de Dios en ella”. Vino a mi mente la forma tierna y alegre en la que ella había cuidado de su mamá durante los últimos dos meses de su vida: su trabajo incansable; su amor en el servicio; su paciencia. Todo tomó otro color. La esperanza se convirtió en certeza en mi corazón.
A la tarde de ese día, reuní a todos los que estaban en ese momento acompañando en la clínica, y oré con ellos. Rogamos a Dios que, si no sanaría a Noelia, permitiera que ella descansara. A las tres horas, Noelia dormía en Jesús.
Una hora antes, me había acercado a su oído y le había dicho: “Noe… qué maravilla: si Dios no te sana, cerrarás tus ojos y dormirás. Entonces, a la voz de Jesús los volverás a abrir, y allí tu ángel te extenderá la mano, te levantarás, y tus ojos verán al Rey en su hermosura. Y verás a Mami y a Cinthia. ¡Qué maravilla, Noe! Y ora por mí, porque viviré sirviendo y estaré con ustedes sobre el mar de vidrio, hija. ¡No faltaré!”
La gente que me ve piensa: “Perdió a toda su familia”. Pero no es así: los hijos de Dios no pierden a sus amados que descansan en Jesús. Sus amados están guardados por aquel que guía a sus hijos “aún más allá de la muerte” (Sal. 48:14). Yo tengo guardada a mi familia para el gran día. Esa esperanza cierta ¡es combustible para mi alma!
Querido lector, ¿pensaste alguna vez en que el último lugar en esta Tierra en que vemos a nuestros amados es en un velatorio? Si tan solo la vida terminara allí, todo sería como un libro de terror. Pero Jesús ha agregado una página más a nuestra vida, la página más importante: la de la esperanza. Porque él prometió que “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Yo espero ese día que está delante de mí; un día grande en el que abrazaré con toda mi alma a esas tres mujeres maravillosas. Esa es la esperanza que me sostiene en medio del dolor.
Hoy, veo contestada mi primera oración, la que hice al entrar al templo: “Señor, por favor, ¡que mi familia esté allí ese día...!”
Celia era de estatura baja, tenía algunos kilos de más y, sobre todo, un carácter fuerte. La conocía desde que era niño y me había mudado con mi familia a Núñez, por entonces un tranquilo vecindario del norte de la ciudad de Buenos Aires.
Celia se había hecho amiga de mis padres, especialmente de mi papá, con quien le gustaba charlar durante horas. Ella era una persona muy preparada culturalmente, pero, a la vez, muy soberbia: siempre creía tener la razón.
El tiempo pasó. Mi padre murió y, nueve años más tarde, a los 23, yo estaba casado y ya tenía una hija. Celia, sin embargo, ostentaba la misma personalidad engreída.
¿Cómo hablarle?
Hacía poco tiempo que las verdades de la Palabra de Dios habían llegado a mi vida y, aunque siempre compartía con todos la esperanza que había llenado mi corazón, nunca lo había hecho con Celia. En mi mente, esto no hubiese sido una buena idea. En primer lugar porque ella era una ferviente creyente de otra religión, muy aferrada a sus tradiciones. Pero, sobre todo, porque su conocimiento me intimidaba. ¿Cómo hablarle a alguien que cree saberlo todo y siempre tener razón?
Celia había participado en uno de esos programas culturales de preguntas y respuestas de la televisión. Y, aun cuando había sido eliminada en una instancia temprana de aquel programa, ella no admitía ningún error: decía que había sido víctima de fraude y de “arreglos manipuladores”.
No era una persona fácil para discutir. Y menos, pensaba yo, sobre religión. Anhelaba que ella pudiera conocer las verdades de las Escrituras, pero no me sentía capaz de hablarle. Sin embargo, Dios tiene mil formas, muchas de las cuales jamás podemos imaginar.
Un día, esta vecina me trajo de regalo una feta de fiambre de cerdo de unos dos centímetros de espesor para que la comiera junto con dos huevos fritos. Aunque no podía recordarlo, en algún momento había sido impresionado en la televisión con un desayuno estadounidense de aquel tipo y se lo había contado.
Mientras ella desenvolvía el fiambre frente a mí, en mi mente se libraba una intensa batalla. Quise convencerme de que podía “despedirme” del cerdo con aquel desayuno al estilo estadounidense. Pero, gracias a Dios, me puse firme y le expliqué a mi vecina que no podía aceptar el regalo, ya que no lo iba a consumir. Me preguntó por qué. Entonces le expliqué que estaba estudiando la Palabra de Dios y que descubrí que él se interesa mucho en nuestra salud. Le conté que en la Biblia había consejos en cuanto a qué alimentos consumir y cuáles no consumir, entre los que estaba la carne de cerdo. Ella me dijo que le interesaría ver esos consejos, ya que en la iglesia a la que ella asistía jamás le habían dicho nada al respecto. Entonces, abrimos la Biblia y le mostré distintos pasajes que muestran el interés de Dios por nuestra salud, incluido el capítulo 11 del libro de Levítico, donde se diferencian los animales que Dios permite y no permite comer. Por primera vez en mi vida, la vi con la boca abierta.
Aquel incidente, que podría considerarse algo menor, despertó la curiosidad en Celia. Ella me preguntó qué más había aprendido sobre lo que dice la Biblia. Entonces, le comenté que mi corazón se llenó de esperanza al saber que Jesús volvería pronto a buscarnos. Otra vez, le mostré en las Escrituras los pasajes que confirmaban esta creencia (Juan 14:1-3; Hech. 1:8-11; Heb. 9:28; 1 Tes. 4:13-18). Nuevamente, ella quedó sorprendida.
Aproveché entonces la oportunidad que se había planteado, para, tímidamente, invitarla a estudiar conmigo los temas de la Biblia que yo estaba aprendiendo. Para mi sorpresa, ella aceptó gustosamente.
No podía creerlo. Aquella señora, a quien yo siempre había considerado como autosuficiente y soberbia, accedía a ser instruida por un joven al que conocía desde niño.