Quiero expresar mi agradecimiento a las personas e instituciones que me han facilitado su apoyo para que este libro pasase de ser una idea vaga en mi mente a una realidad impresa. En particular al Fridtjof Nansen Institute, que me permitió recorrer sin reservas su sede, la que fue «Polhøgda», la casa familiar de Nansen, y penetrar en su sanctasanctórum, su despacho en la torre, donde de alguna manera todavía se siente su presencia flotar entre sus objetos personales.
A Marit Greve, la última nieta viva de Nansen, con quien mantuve unas interesantes e íntimas conversaciones sobre su abuelo.
A Anders Bache, uno de los grandes especialistas sobre Amundsen, que tuvo la amabilidad de enseñarme «Uranienborg», la casa donde vivió Amundsen y desde donde salió el Fram para su histórico viaje a la Antártida, entre cuyas paredes y rodeados por sus muebles mantuvimos una apasionante charla sobre la personalidad del explorador noruego.
A Geir Kløver, director del Museo del Fram, por sus eruditas explicaciones durante mi última visita al Fram; cuando me permitió llegar hasta lo más recóndito de sus bodegas, allí donde sólo los miembros del museo, y en su día los exploradores, pueden bajar.
Una vez más, a mi ahijada, Gracia Iglesias, que como en mis anteriores libros sometió el borrador de éste a su pormenorizado escrutinio, después del cual el texto renació rico en matices y con nuevos destellos poéticos. Y a mi mujer, que, un libro más, me ha visto desaparecer días enteros en el piso de arriba, enfrascado entre lecturas, papeles y sueños.
A mi editor y amigo Javier Fórcola, que de nuevo volvió a confiar en mí cuando al terminar el libro de Nansen le sugerí este otro; y que inmediatamente aceptó publicarlo, incluso cuando le manifesté que sería un cambio de tercio en mi forma de escribir.
Y cómo olvidar la deuda de gratitud que tengo con mi amigo Miguel Ángel Morillo, el artífice de las magníficas ilustraciones del libro, que asumió –con el entusiasmo y la meticulosidad que le caracterizan– mi petición de «hacer algún dibujito» y que su generosidad ha multiplicado, convirtiéndolo en el apoyo visual y emocional a mis palabras. Gracias a su contribución, el libro está «todo controlado».
A todos ellos, y a muchos más que han contribuido con su apoyo, GRACIAS.
Mis primeros recuerdos son borrosos, es posible que fueran sus sueños y temores. Corrientes oceánicas empujando grandes masas de hielo que le llevaban en volandas a la gloria; hielos entrechocando, destruyéndolo todo y hundiéndole en un mar de dolor y olvido; cantos de alabanza de multitudes y gritos desgarradores de su familia. De repente, mientras abría unos frutos secos, surgió un pensamiento que captó toda su atención. Ambiciones, fantasías y angustias, todas pasaron a un segundo plano porque una oleada de serenidad se había apoderado de su ser.
No fueron tiempos fáciles para Nansen. Si bien disponía de una elevada cantidad de dinero para organizar su expedición, le faltaba algo. Viajaba de un sitio a otro, se entrevistaba con personas diversas que escuchaban respetuosamente su, para él, brillante idea de un barco a prueba de hielo con la forma de una cáscara de nuez. Pero el entusiasmo y la seguridad que desplegaba chocaban contra un muro de cautela y desconfianza por parte de quienes le recibían. Nadie se atrevía a materializar aquella quimera por miedo al fracaso. La nuez saltaba de una mano a otra infructuosamente hasta que finalmente alguien le dio el nombre de un armador, Colin Archer, de familia escocesa afincada en Noruega. Era su última oportunidad y, aunque yo no lo supiese, también la mía.
El encuentro entre ellos dos cierra ese período de recuerdos vagos e imprecisos. La nuez volvió a danzar entre sus dedos, pero esta vez noté un destello en la mirada de su interlocutor. Cuando al final se dieron un fuerte apretón de manos supe que mi futuro estaba sellado.
Durante semanas, en compañía de Otto Sverdrup, hablaron, discutieron y negociaron. Uno tras otro, los croquis meticulosamente dibujados terminaban, tras infinitas deliberaciones, llenando las papeleras; los cálculos cubrían las pizarras hasta que algo hacía que los borrasen y volvieran a empezar. Fue un período arduo y pesado para ellos y en algún momento hasta tenso; pese a todo yo notaba que las dificultades se iban solventando. Los bocetos ya no se tiraban con desdén, rabia e impotencia, sino que eran modificados; y las cuartillas llenas de números ya no se rompían sino que se corregía una cifra aquí y otra allá. Hasta que un día intuí que todas aquellas reuniones en aquel despacho pequeño abarrotado de maquetas y planos habían concluido y comenzaba una nueva etapa. A ellos se les notaba satisfechos y yo, en el limbo en el que aún me hallaba, siendo todavía una idea nacida de una cáscara de nuez, me encontraba expectante por saber qué vendría a continuación.
Acostumbrado como estaba a simples pensamientos o, como mucho, a las voces de Nansen, Archer y Sverdrup, tuve que afrontar una nueva etapa de mi vida mucho más bulliciosa. Docenas de personas se movían en todas direcciones, carros tirados por ruidosas y apestosas caballerías amontonaban troncos y tablones, grúas y cabestrantes movían grandes vigas de un lado a otro y por todas partes se escuchaba el chirriar de las sierras, el rasgar de la garlopa y el rítmico golpear de los martillos sobre los formones al tallar la madera. Creo que me hubiera vuelto loco en aquel maremágnum de no ser porque comenzaba a sentir algo. Sé que puede parecer una locura, pero notaba que comenzaba a vivir. Aquellos montones de madera informe eran inspeccionados concienzudamente por ojos expertos que no dejaban de rebuscar hasta encontrar el trozo que iban buscando; hábiles manos trabajaban cada una de las maderas seleccionadas hasta darles la forma precisa y luego, como si se tratase de un gigantesco rompecabezas, las iban encajando en una estructura inmensa que, de alguna manera, presentí que era yo.
Parecían buenos profesionales, que habían hecho aquellos mismos movimientos muchas veces antes, sin embargo yo sentía que, en esta ocasión, conmigo había algo especial. Utilizaban materiales cuya calidad ellos mismos no dejaban de elogiar, se sorprendían de la forma que iba tomando mi esqueleto y hablaban con orgullo del fin para el que iba a ser destinado.
Durante meses aquel ejército de operarios, en agotadoras jornadas de trabajo, fue ejecutando las órdenes que Colin Archer, a modo de director de orquesta, les iba impartiendo. Recorría la estructura que iba surgiendo, palpando las vigas, comprobando la exactitud de los ensamblajes y verificando la calidad de los acabados. Me gustaba sentir sus manos callosas, había profesionalidad en aquellos gestos, aunque también ternura y orgullo. Alguna vez he llegado a pensar que me consideraba como un hijo, y me gustaba ese sentimiento porque yo a él sí le consideraba como un padre.
De vez en cuando aparecía el doctor Nansen, como le llamaban todos; venía a visitarnos y a comprobar los progresos, siempre con la nuez en el bolsillo. En una de esas ocasiones le noté muy triste, luego escuché decir que su mujer había tenido un niño y que había muerto al poco de nacer. Aquello me impactó. Yo había empezado a sentir cómo el suave aliento de la vida me recorría desde la quilla hasta la cubierta, pasando por las cuadernas y el entramado de los compartimentos interiores, y me aterrorizó pensar qué sería la muerte.
Un día llegó acompañado de un inglés al que trataba con gran deferencia, alguien dijo que era sir Clements Markham y que venía representando a la Royal Geographical Society, en esa época la institución más prestigiosa del mundo en exploración polar. Me recorrieron de un extremo a otro mientras le explicaba con orgullo que, para conseguir la elasticidad y resistencia necesarias, habían utilizado unas maderas especiales cuyo proceso de curado había llevado más de treinta años. Le comentó que el casco estaba formado por tres gruesas capas de roble impermeabilizadas cada una por separado, de tal manera que podría seguir navegando incluso si el hielo destruía las dos exteriores. Todo eso, según le contó, estaba firmemente anclado por una telaraña de cuadernas, vigas y refuerzos de la mejor calidad.
Durante horas visitaron las cubiertas, las bodegas, la sala de máquinas, la cocina, el salón y los alojamientos. El visitante parecía impresionado por las soluciones que habían sabido dar a los problemas surgidos en otras expediciones. Lo que más le sorprendió fue que todo el casco, incluidas proa, popa y quilla, tuviera formas redondeadas para, según le dijeron, evitar que el hielo pudiera encontrar donde agarrarse y presionar los costados hasta destrozarlo. Durante unos segundos pareció no entenderlo, hasta que el doctor Nansen sacó la nuez del bolsillo y la presionó entre el índice y el pulgar y la hizo saltar. Entonces el inglés lo entendió. Y yo también.
Una mañana, que no se diferenciaba en nada de muchas otras, observé que aquellas personas que habitualmente trabajaban sobre mí llegaron vestidas de una forma especial. Los pantalones, chaquetas y delantales que usaban a diario y que estaban gastados, sucios y rotos habían sido sustituidos por sus mejores prendas. Hasta uno de los operarios, famoso por su fuerte olor corporal, se había lavado y no parecía el mismo. Enseguida comenzó a llegar más y más gente, oí decir que miles, que para ver mejor fueron ocupando posiciones en una colina próxima. A mi alrededor un reducido número de personas escuchaban con atención las explicaciones que les daban. Paseando entre ellas destacaba la figura de Colin Archer, su barba larga y blanca le hacía inconfundible; todos se acercaban muy respetuosos a saludarle. Se le veía tranquilo, radiante y orgulloso.
Más tarde aparecieron el doctor Nansen y Eva, su esposa. Durante un buen rato charlaron animadamente con unos y otros. Luego ellos dos solos se subieron a una plataforma próxima a mi proa. El silencio se extendió sobre la multitud, todos tenían los ojos clavados en la pareja. Ella se adelantó, levantó una botella y la arrojó con fuerza sobre mi casco, al tiempo que pronunciaba en alta voz unas misteriosas palabras: «Te llamarás Fram»1. La botella, que estaba sujeta a la borda con una cinta, describió un arco y fue a estrellarse contra mi casco. En aquel momento, en el mástil principal se izaba una bandera con esas cuatro letras en blanco sobre fondo rojo.
De inmediato soltaron amarras y varios trabajadores comenzaron a golpear con grandes mazos unas piezas de madera. Mientras escuchaba los golpes me fijé en la pareja que seguía en la plataforma. Parecían encontrarse en una encrucijada de sus vidas, los dos temían el futuro que se les acercaba y en el que yo, sin todavía darme cuenta, iba a tener un protagonismo especial.
Hubiera querido indagar un poco más en sus sentimientos, pero cuando el último golpe cesó, noté que me caía. Esa sensación era nueva para mí. Sin poder evitarlo, me deslizaba sin control hacia atrás. Quizás hubiera podido dominar mi inquietud, pero según aumentaba la velocidad comenzaron a escucharse gritos de pánico entre el público y me dejé arrastrar por el miedo. Tal vez eso era la muerte de la que había oído hablar.
De repente sentí el impacto. Mi popa se hundió en una masa acuosa que amenazaba con engullirme por completo. No fue así, ese mismo líquido que parecía querer acabar conmigo me empujó con vigor hacia arriba y, durante unos segundos que se me hicieron eternos, oscilé en todas direcciones. Hasta que esos movimientos convulsivos cesaron y me encontré flotando plácidamente. La multitud había estallado en aplausos y vítores y yo sentí que ese fluido que me rodeaba me mecía con delicadeza extrema. Nunca hasta ese momento me había sentido más a gusto. En aquel instante supe que había llegado a mi hogar, y una dulce sensación de paz me invadió.
Permanecí varios días bamboleándome con suavidad en aquellas aguas, sintiendo cómo la humedad penetraba y se transmitía por toda mi estructura provocando la readaptación del maderamen. Otra vez aquellos hombres volvieron a trabajar sobre mí. Ya me había acostumbrado a sus pasos, voces y bromas. Todo volvía a ser igual que antes. Pero un día les sentí tristes, incluso tuve la sensación de que alguno apoyaba su mano sobre mi armazón y lo acariciaba de una manera especial, como despidiéndose. No presté mucha atención a ese pensamiento hasta que, poco después, con fuertes maromas me engancharon a otro barco y éste comenzó a remolcarme. Con desesperación comprendí que me estaba alejando de todo lo que conocía, de aquella pequeña bahía donde estaba el astillero que me había visto crecer y de todos los que me habían construido. Nunca hasta ese momento me había encontrado tan solo y desgraciado. No podía hacer nada, era una masa flotante inerte e impotente que otros movían a su capricho.
Por fortuna esa tortura no duró mucho, me llevaron a un lugar parecido donde otros hombres volvieron a trabajar dentro de mí. El hueco de la sala de máquinas se llenó con una caldera de grandes dimensiones y con artefactos y tubos de distintas formas y tamaños; instalaron el sistema de navegación y llenaron todo de equipos y aparatos. Los pequeños mástiles que llevaba fueron sustituidos por otros tres más altos y fuertes –el mayor medía 40 metros– de los que pendían un sinfín de cabos, aparejos y velas.
Durante meses, cuadrillas de operarios se encargaron de dar el acabado final a la cocina, al salón comedor y a los camarotes, cuatro individuales y dos de cuatro camas agrupadas en literas. Hasta que un día encendieron la gran caldera, soltaron las amarras que me tenían sujeto al muelle y, sin ayuda de nadie, comenzamos a navegar. Aquello fue algo increíble; nadie tiraba de mí, yo solo era capaz de moverme, de acometer el agua y de avanzar cada vez más rápido. Me sentía fuerte y poderoso, pero lo mejor llegó cuando el capitán Sverdrup ordenó «largar trapo».
Durante unos momentos no pasó nada. Luego, cuando se desplegaron todas las velas y afianzaron los cabos, sentí que un nuevo impulso se transmitía por todo mi ser. La fuerza del viento henchía las lonas, éstas tiraban de los mástiles y toda mi estructura se movía con una energía silenciosa e imparable. Volaba sobre las olas levantando surtidores de espuma en la proa y dejando tras de mí una estela blanca que se perdía en la distancia. Fueron momentos de una felicidad embriagadora, sentía que podía hacerlo todo, enfrentarme a cualquier tempestad, sortear cualquier peligro y alcanzar el fin de mundo. Entonces recordé una frase de aquel caballero inglés que nos había visitado tiempo atrás, cuando todavía estaba en el astillero. Refiriéndose a mí, había dicho que era el barco mejor y más fuerte que había conocido. Y tenía razón porque yo era el Fram.
Después de aquellos días de navegación para probar los motores y el velamen volví a pasar una larga temporada en el muelle. Estaba impaciente por salir del puerto, enfrentar las corrientes, dejarme llevar por los vientos y sentir de nuevo la caricia del agua al deslizarse mansamente por mis costados. Sin embargo, nadie parecía compartir mi ansiedad, estaban muy ocupados llenando mis bodegas con todo tipo de cosas. De la mañana a la noche había un continuo flujo de hombres con cajas y bultos desde los almacenes del puerto hasta la estrecha pasarela que daba acceso a la cubierta.
Allí les esperaba el doctor Nansen, que parecía saber lo que contenía cada paquete y les indicaba en qué lugar de la bodega debían colocarlo. Llegaba muy temprano, solía ser el primero, y permanecía hasta que los últimos trabajadores se hubieran marchado a sus casas. Después, todavía durante un rato seguía revisando largas listas y, cuando parecía haber terminado, se apoyaba en la borda, agotado por completo, y así permanecía por tiempo indeterminado.
En aquellos momentos sus pensamientos volaban. Se veía avanzando sobre un mar helado, realizando grandes descubrimientos científicos y clavando con dignidad la bandera de su país en el Polo Norte. Imaginaba su regreso oyendo los vítores de sus compatriotas, recibiendo honores en otros países y siendo acogido con ternura por su mujer. Aunque muchas veces esos sueños se tornaban en negras pesadillas en las que el hielo nos engullía y la espera de Eva era larga y dolorosa.
Por esas fechas el doctor Nansen se convirtió en padre. Podía sentir cómo una oleada de orgullo, satisfacción y ternura le invadía cuando pensaba en su pequeña hija. A partir de entonces se quedaba menos tiempo conmigo, quería volver cuanto antes a su casa. Sabía que pronto iba a separarse de ella, perdiéndose sus primeras palabras, sus primeros pasos, el despertar de sus ojos y su mente al mundo. Aquello le dolía más que dejar atrás a su esposa, familia y amigos. La gloria y el reconocimiento que tanto ansiaba se le hacían nada cuando veía la sonrisa de su pequeña. Y era consciente de que su expedición le obligaría a estar alejado de ella durante años, o quién sabe si para siempre.
Por fin todo estuvo listo. Llevábamos en las bodegas alimentos para más de cinco años, por todas partes había instrumentos científicos y la tripulación ya había embarcado. La mayoría eran marineros curtidos, otros no lo eran tanto y había algunos que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de participar en la aventura. Como Johansen, un magnífico esquiador y atleta que había llegado a formar parte del equipo olímpico noruego y que aceptó el puesto de fogonero aunque no sabía nada de barcos.
El 24 de junio de 1893, día en que estaba previsto zarpar, el cielo amaneció triste y cubierto de grises nubarrones que acabaron convirtiéndose en lluvia. Pese a la inclemencia del tiempo, una multitud se congregó en los muelles para despedirnos. Desde primera hora de la mañana una de nuestras barcas se había acercado al embarcadero de la casa del doctor Nansen para recogerle y partir. Yo llevaba horas esperándole. La tripulación pensaba que tenía trabajo pendiente, pero la verdad era que le estaba costando mucho dejar a su mujer y su hija. Por fin la barca regresó y él subió a bordo. Entre salvas de artillería, vítores y saludos, zarpamos. Todo parecía euforia, sin embargo yo notaba el drama que se escondía detrás de sus caras, pese a que tratasen de aparentar alegría. Sabían que les esperaban tiempos duros, tanto para ellos como para las familias que dejaban atrás.
Durante unos días fuimos bordeando la costa noruega. La tripulación estaba sorprendida porque al pasar por las ciudades, pueblos e incluso granjas, sus habitantes habían puesto banderas en las casas y salían a saludarnos. Los hombres de Nansen –como algunos les llamaban– pensaban que su viaje sólo les importaba a ellos, a sus amigos y a unos cuantos curiosos de la capital, pero estaban comprobando que todo su país estaba pendiente de sus pasos y orgulloso de su proyecto. Finalmente abandonamos la seguridad de la costa noruega y nos internamos en aguas poco frecuentadas, casi desconocidas. Había comenzado nuestro gran viaje y noté la tensión en el ánimo de todos.
Unos días más tarde fondeamos en una pequeña población de la costa rusa para recoger un encargo que habían hecho: treinta ruidosos perros, que subieron a bordo y se instalaron en cubierta como si estuvieran en su casa. Aquellas bestias salvajes no hacían más que pelearse unas con otras y ensuciar todo con sus excrementos. Pensar que tendría que convivir con ellos durante años me acongojó.
Navegábamos con precaución. Primero tuvimos que atravesar el estrecho de Yugor por aguas sin cartografiar y de bajo fondo, que nos obligaron a llevar un bote por delante sondeando la profundidad. Después entramos en el mar de Kara, famoso porque sus hielos habían hundido a más de un barco. Se les notaba preocupados. En mi caso era todo lo contrario, tenía ganas de conocer a ese enemigo tan terrible; me habían preparado para hacerle frente y lo estaba deseando. Sin embargo ellos no eran de la misma opinión y hacían todo lo posible por evitar el encuentro.
Días después fui consciente de que aquello había sido una ingenuidad por mi parte. Una violenta tormenta de viento y nieve nos zarandeó durante horas. Con una visibilidad pésima tuvimos que maniobrar entre grandes bloques de hielo que me hubieran destrozado en un choque frontal. Entonces comprendí los temores de los hombres. El hielo es un enemigo poderoso con el que hay que eludir la confrontación directa. Pasamos momentos malos, el viento y las olas nos golpeaban sin cesar y yo tenía que hacer grandes esfuerzos para mantener la estabilidad y la dirección que me fijaban con el timón, de ello dependía evitar el encontronazo con aquellas moles duras como piedras.
Si tengo que ser sincero, debo reconocer que disfruté. Fue mi primera tempestad y quería saber de lo que era capaz. El viento silbaba en el aparejo y agitaba peligrosamente el mar cuajado de pequeños trozos de hielo; las olas golpeaban con furia el casco y levantaban cascadas de agua y espuma que saltaban la borda y se precipitaban sobre la cubierta barriendo todo a su paso. Me gustaba sentir esas embestidas escorándome para amortiguarlas y recuperar el equilibrio para hacer frente a la siguiente. No me importaba que los torrentes de agua que seguían a cada golpe de mar lo inundasen todo; al revés, sentía ese flujo de agua sobre mí como la caricia de una mano amiga, porque por mucho que se encrespase el mar, ése era mi elemento y sabía moverme en él.
Los humanos no debían de ser de mi misma opinión porque procuraban no salir, y cuando no tenían más remedio lo hacían con mil precauciones. Los que sufrieron lo indecible fueron los perros. En cuanto comencé a bambolearme se marearon y vomitaron toda la comida; luego, al hacerse los movimientos más fuertes, resbalaban por la superficie mojada hasta que llegaban al límite de la longitud de sus cadenas y un tremendo golpe, que parecía que iba a partirles el cuello, les paraba en seco; y cuando con gran esfuerzo lograban incorporarse, comenzaban a deslizarse en dirección opuesta con el mismo resultado. Por si fuera poco, estaban empapados hasta los huesos y tenían que evitar tragarse las avalanchas de agua, espuma y pequeños trozos de hielo que circulaban por la cubierta. Pobres bestias, no era de extrañar que ladrasen de esa forma tan lastimera.
Fram2
Al cabo de un rato subió el capitán Otto Sverdrup. Los perros, aunque les había costado bastante, habían logrado callarse y trataban de dormir un poco más. Del salón todavía llegaban risas y voces. Durante unos minutos, el capitán se quedó mirando el sol que acababa de despuntar por el horizonte, luego se apoyó en la borda y la palmeó mientras sonreía satisfecho. En aquel momento supe que habíamos hecho historia.