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Palabras que son vida

Abanico. Diminutivo de «abano», y este del latín vannus, nombre que en el léxico agrícola latino recibía un utensilio para cribar el cereal, aventándolo, y como fuelle para avivar el fuego. «Abano» se utiliza hoy, no muy a menudo por cierto, para designar ese aparato en forma de abanico que, colgado del techo, sirve para hacer aire y que asociamos con tabernas malayas de dudosa reputación o con sofisticados restaurantes vietnamitas que evocan la presencia francesa en Indochina antes de Dien Bien Phu. Pero la palabra que ha subsistido en la lengua común es el diminutivo «abanico», que sigue siendo ese complemento insustituible del atuendo femenino cuando las condiciones climáticas lo aconsejan, que es cuando hace calor. Pero el abanico desprende tanta y tan encantadora frivolidad que ni siquiera es preciso enarbolarlo con pretensiones de aliviar el sofoco, sino en toda circunstancia galante, pues es el objeto más rabiosamente dieciochesco que conozco y, por lo tanto, representa a la perfección el espíritu del ancien régime. Se ha escrito y divagado mucho sobre el lenguaje del abanico, que es como un código Morse del flirteo a distancia. Cualquier cosa puede transmitirse, con tal que pertenezca al área de lo sensual, a través de un abanico bien esgrimido por su dueña. Junto a su función principal como máscara capaz de desplegarse o replegarse a voluntad de su propietaria, el abanico puede señalar disponibilidades o reticencias mediante tal o cual determinado movimiento. Existe todo un cuerpo doctrinal sobre el uso del abanico. Junto con Drácula de Stoker, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos (1782) es para mí la mejor novela epistolar de las letras universales. Si hubiese un símbolo capaz de resumir lo que se cuenta en sus cínicas y apasionadas páginas, sería un abanico.

Alquimia. Del árabe al-khimiya, compuesto por el artículo al- y por la palabra griega khumeía, «mezcla de varios líquidos» con la finalidad de producir oro a partir de esa mezcla, que es lo que se obtendría con la llamada «piedra filosofal» (en árabe al-khimiya). Curiosamente en castellano ese término desembocaría en «alquimia», una pseudociencia que perduraría hasta el Siglo de las Luces, y en «química», la ciencia que estudia la composición, estructura y propiedades de la materia. Recuerdo un libro delicioso de Isaac Asimov, titulado algo así como Breve historia de la química, en cuyos primeros capítulos se estudiaba la historia de la alquimia para pasar después a la de la química, heredera de aquella. Solo pronunciar la palabra «alquimia» supone un aterrizaje en un mundo mágico que nos traslada a un mundo paralelo donde todo es posible. La literatura está llena de inolvidables alquimistas, desde The Alchemist de Ben Jonson hasta el Zenón del Opus nigrum de Marguerite Yourcenar. La mera pronunciación de «alquimia» y «alquimista» opera sinestésicamente en nuestro cerebro con un alboroto de alambiques, matraces y redomas que huele y sabe a sueño incumplido de los hombres en busca de riqueza y de poder. Porque todos los inútiles procesos que conducen a la obtención del oro por mezcla de fluidos conducen a la misma desilusión colectiva, al mismo desaliento compartido. Nos quedará, eso sí, la otra alquimia, la buena, la que funde palabras hermosas y verdaderas en un mismo crisol: la alquimia consoladora y feliz de la literatura, único bálsamo en las llagas de nuestro agotador y brevísimo tránsito por la vida. La alquimia de los hexámetros de Homero y de Virgilio, la del mar (¡thálassa, thálassa!) al fondo de la extenuante retirada de los diez mil en la Anábasis de Jenofonte, la de los amores de Angélica y Medoro en el Orlando furioso de Ariosto, la inolvidable alquimia de Valle-Inclán en las Sonatas o de Joyce en Dublineses, el resplandeciente oro verbal forjado por los grandes autores de la literatura universal.

Amapola. En el diccionario de la RAE «amapola» remite a «ababol», procedente del árabe hispánico happapawr[a], y este del latín papaver, «adormidera», con influencia del árabe habb, «semilla». De la adormidera es sabido que se extrae el opio. Los campos de amapolas son también, a su manera, floridos campos tanto de paz como de exterminio. De paz, porque derivados del opio como la morfina y la heroína se han utilizado contra el dolor con resultados terapéuticos muy satisfactorios. De exterminio, porque su uso como origen de esas transformaciones químicas, tan pertinentes en el área médica, ha traído consigo el horror de la drogadicción más severa. Para mí, las amapolas serán siempre esas flores que crecían, salvajes, en el camino de ronda que conducía al cementerio de San Isidro, en Madrid, por donde mi abuela María de la Presentación y yo caminábamos —tendría yo seis o siete años— en dirección a la tumba de mi abuelo Alberto. Mi ofrenda floral consistía precisamente en un puñado de esas amapolas silvestres, que iba arrancando conforme avanzábamos por aquel camino (que hoy se me antoja angosto y situado al borde del abismo, pero de ese recuerdo imaginario solo tiene la culpa el paso del tiempo). Sucintamente vestidas de rojo, aquellas amapolas que yo depositaba sobre la sepultura de mi abuelo contrastaban con el ramo de espléndidas rosas, también rojas, con que mi abuela perfumaba el recuerdo de su difunto esposo. Eran modestísimas actrices secundarias de un escenario en que las rosas de mi abuela ejercían, soberbias, de indiscutibles protagonistas. Pero, a pesar de todo, yo sentía que aquellas amapolas silvestres eran tan importantes como las rosas, pues habían crecido solo para que yo pudiera recogerlas y ofrecérselas a mi querido abuelo.

Arcano. Del latín arcanum, que ya en latín tenía el mismo significado que nuestro «arcano», o sea, «misterio, secreto». Ese territorio misterioso es lo que convierte el mundo en un lugar menos hostil, más transitable, menos salvaje y sobrecogedor. Resulta paradójico que algo recóndito, arcano, imposible de gestionar por la razón humana, sea portavoz de una suerte de paz íntima, aunque tan solo sea un fenómeno inducido por nuestros miedos, por nuestro desamparo. De cualquier forma, reivindico con entusiasmo el puesto que ocupa lo oculto, lo impenetrable, lo enigmático en nuestras vidas cotidianas. Sin el misterio no se completa el puzle de lo humano. Sin la sumisión a lo incognoscible que deriva del contacto con lo esotérico no valdría la pena estar vivo, asistir al espectáculo diario del amanecer y el ocaso, del día y de la noche, de la pleamar y la bajamar, de los solsticios y los equinoccios. Somos lo que somos porque en nuestra contextura albergamos arcanos cuyo estricto significado desconocemos, pero cuyo contenido, por ignoto que sea, nos resulta salvífico, alentador, ilusionante. Una de las representaciones del universo más sencillas y manejables, dentro de su complicada simbología, son los naipes del tarot, la baraja adivinatoria cuyas raíces se hunden en las selvas del más remoto pasado. Son 78 cartas en total, repartidas en 22 arcanos mayores y 56 arcanos menores. Los arcana maiora, por decirlo en latín, llevan un número romano, desde el I, el Mago, hasta el XXI, el Mundo, con una carta sin número, que es el Loco (precedente del Joker o comodín de la baraja francesa convencional). Siempre me ha encantado pasear mi vista por las cartas de los tarots. En ellas cabe el universo entero.

Asombro. La palabra «asombrar» no procede de un antiguo verbo latino, sino que es una creación moderna, generada en la lengua castellana, compuesta del prefijo español a-, derivado del latín ad, y del término «sombra», derivado del latín umbra a través del latín vulgar subumbra. La idea que expresaría «asombrar» sería la de «asustarse» o «espantarse» ante algo, como los caballos se espantan al ver sombras alrededor, pero también la de poner a alguien en la situación de sentirse invadido por la oscuridad (umbra), con el consiguiente pasmo o susto por parte de ese alguien. Del «asombro» que surge ante esa apoteosis de sombras que es el mundo nace, entre otras cosas, el pensamiento filosófico. En griego «asombrarse» se dice thaumádsein, un verbo a caballo entre la sorpresa y la admiración que traduce la necesidad por parte del hombre de encontrar respuestas sólidas a las innumerables preguntas que plantea el universo. Fueron los filósofos presocráticos, con Tales de Mileto como referencia fundacional, quienes buscaron alternativas al asombro ante un mundo que se ofrecía por vez primera a especulaciones exegéticas más o menos elaboradas. Se trataba de ver, en primer lugar, cuál podía ser el origen o principio de todo, que para Tales era el agua, para Anaxímenes el aire y para Anaximandro el ápeiron, o sea, lo indeterminado, lo que carece de límites. Y así, de asombro en asombro, de filósofo en filósofo, hemos ido construyendo la fortaleza conceptual, almenada de angustia y desconsuelo, donde nos refugiamos de las inclemencias que dicta la condición humana. Un castillo de sombras permanentes que avalan nuestro asombro de náufragos perpetuos y explican la pulsión de nuestra especie por inundar de luces salvavidas el inquietante océano de las tinieblas.