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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1997 Val Daniels
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio con condiciones, n.º 1597 - julio 2020
Título original: Marriage on His Terms
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-705-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
RECIBIÓ la llamada de su madre a las dos de la tarde; el envío anónimo le fue entregado ese mismo día al anochecer.
Cuando el mensajero puso en sus manos el paquete expreso, Nick Evans sintió un súbito temor. No incluía ningún mensaje, como tampoco el nombre de quién lo enviaba.
La cinta de vídeo que encontró dentro del sobre acolchado no contribuyó a tranquilizarlo. Mientras lo abría, Nick intuyó que el envío tenía algo que ver con la muerte de su abuelo.
Puso la cinta en el aparato y durante los siguientes diez minutos contempló un montaje de su vida. En una serie de fotos fijas se vio a sí mismo cuando era un bebé en brazos de su madre, muy joven entonces. Luego, a los tres años, muy sonriente en el carrito de un supermercado. En otra, a los seis o siete años, mientras jugaba en un parque cubierto de nieve. Y más tarde, en diversas fotografías tomadas en la época del colegio: en una, jugando al fútbol en el instituto y en otra, en la ceremonia de entrega de diplomas, al concluir la enseñanza secundaria.
Las últimas fotografías habían sido hechas no más de unos seis u ocho meses atrás. En una de ellas se le veía en el momento de salir de su camión, con el logotipo Evans Home a un costado del vehículo, en una de las obras de la empresa constructora de su propiedad. Hacía solo seis meses que la había adquirido. Otra fotografía mostraba a su madre en la actualidad, en el momento en que entraba en su coche y, sonriente, hacía un gesto de despedida a una amiga.
Si esas fotos las había hecho su abuelo, era evidente que el viejo loco siempre había estado al tanto de sus vidas. La única persona que faltaba en ellas era su padre.
En ese momento lo recordó con una gran nostalgia. La intensidad del dolor de su pérdida se había apaciguado en los cinco años transcurridos desde su muerte. Los recuerdos que tenía de él eran todos felices. Había sido un hombre excelente y Nick siempre lo admiró. Sin embargo, fue una bendición que su padre dejara de padecer el sufrimiento de los últimos meses de su vida. Pero el hecho de que su abuelo hubiera borrado al padre de sus vidas, como si nunca hubiera existido, le producía un agudo dolor.
En ese momento, apareció en la pantalla la figura de su anciano abuelo. Nick se levantó del sofá con la intención de apagar el aparato y mandar al viejo al olvido también, como él había hecho con su padre, pero la curiosidad por saber quién había enviado el vídeo lo inmovilizó y volvió a hundirse en el asiento.
–«Te he echado mucho de menos, Marsha –comenzó el abuelo, como si la madre de Nick estuviera en la habitación–. Estoy seguro de que lo sabes, por tanto no es probable que estas fotografías te sorprendan».
¡Maldición! De improviso Nick se dio cuenta que se le parecía mucho. Había heredado del viejo un pequeño remolino rebelde justo detrás de la oreja, así como la nariz larga y recta y el mentón cuadrado. Pero a la vez sintió un gran placer al recordar que su cuerpo era igual al de su padre. Mucho más alto que el abuelo, de anchos hombros y delgadas caderas. Los ojos del anciano eran azules, pequeños y fríos. En cambio él tenía los mismos ojos de su padre, oscuros y cálidos.
De pronto ciertas palabras del abuelo lo obligaron a prestar atención.
–«Siempre deseé que no te faltara nada, incluso cuando te casaste con ese hombre. Veremos si ahora eres capaz de aprovechar la segunda oportunidad que te ofrezco de poseer algunos bienes después de todos esos años en que tuviste que vivir al borde de la pobreza».
–Eso no es cierto –dijo Nick a la figura de la pantalla.
La verdad era que su padre les había dado una vida bastante confortable.
–«Por tanto, para que puedas disfrutar de lo que te he dejado en mi testamento, tendrás que confiar en Chet. Y ese eres tú, Nicholas –el rostro de la pantalla parecía mirarlo fijamente, con una sonrisa indulgente–. Espero que estés allí con mi hija. Debiste haberte llamado Chet, como yo, si ella se hubiera casado con Paul Donovan, como era mi deseo… Te gustará Christine, mi querido nieto. Espero que seas feliz con ella. Christine es encantadora. Haréis una buena pareja. Y tú, mi querida Marsha, podrás disfrutar de lo que mereces después de tantos años de privaciones –Chester Celinski hizo un guiño a la cámara y esbozó un saludo con la mano–. Adiós, hasta vernos en el otro mundo…»
La imagen se mantuvo unos segundos en la pantalla y luego desapareció.
¿Qué había dicho el viejo? Con una maldición Nick rebobinó la cinta hasta llegar a la parte en que su abuelo comenzaba a hablar, furioso por haberse dedicado a examinar los gestos y la figura del viejo bastardo en lugar de prestar atención a lo que decía.
–«La casa, todas mis inversiones financieras, mi parte de la empresa Celidon serán tuyas, Marsha, si tu hijo está dispuesto a casarse y formar una pareja estable con la nieta de Wylie. Christine está de acuerdo, porque además de ser muy atractiva, no es tonta. Ella quiere heredar los bienes de Wylie, que pasarían a tus manos en caso de que rechace la proposición de matrimonio de mi nieto. Pero mis bienes, que serán tu herencia, pasarán íntegramente a ella si tu hijo rechaza mi proposición. Y no intentes desafiar al destino, hija. Mis abogados aseguran que todas mis disposiciones son perfectamente legales, a menos que Nicholas ya esté casado cuando escuche este mensaje. Comprenderás que me disgustaría mucho ser culpable de la ruptura de un feliz matrimonio».
¿Quién diablos era Christine?
Su abuelo era rico. «Asquerosamente rico», como una vez le había confiado su padre. Era una de las pocas cosas que Nick sabía de ese hombre, porque su madre casi no hablaba de él. Era el padre quien contestaba las preguntas casuales de su hijo.
Nick miró la cinta de vídeo. ¿Quién la había enviado? Posiblemente alguien que quería advertirle de la situación en que se encontraba con su madre.
Christine. Estaba claro que no quería casarse con una extraña elegida por un viejo sádico con el fin de controlar a la gente que lo rodeaba.
En ese momento el sonido del teléfono lo hizo saltar. Era su madre.
–¿Tienes hecha la maleta?
–En eso estoy –contestó al tiempo que miraba el reloj.
–¿Así que podrás madrugar para acompañarme? –la voz de su madre sonaba frágil, un tono de voz al que no estaba acostumbrado. No cabía duda que había sido un dia muy duro para ella desde que lo había llamado a primera hora de la tarde para darle la noticia.
–Estoy casi listo y dispuesto, mamá. ¿Cómo lo llevas?
–Estoy entumecida. He estado recordando el pasado y sinceramente desearía haber obrado de otra manera. Debí haber intentado acercarme a mi padre y borrar las desavenencias entre nosotros.
–Lo hiciste más de una vez. ¿Crees que el viejo bastardo te habrá dejado algo? –preguntó intencionadamente.
–Cuida tu lenguaje, hijo –lo amonestó maternalmente antes de responder a la pregunta–. No tengo idea. Quizá las joyas de mi madre. Sé que voy a heredar algo porque el señor Vaughn insistió en que estuviera presente durante la lectura del testamento después del funeral. Y tú también.
–Ya me lo dijiste –le recordó–. ¿Te molestaría si tu padre hubiera dejado a una persona extraña todo lo que legítimamente te corresponde?
A pesar de su reticencia hacia el hombre que vivía allí, la madre siempre había hablado con mucho afecto acerca de su vida en la casa donde se había criado.
–Es un poco tarde para esas conjeturas, ¿no te parece? Hice una elección hace treinta y cinco años. Me gustaría haberle podido ahorrar el dolor que le causé. Siempre pensé que… –la voz se le quebró. Su madre lloraba por ese hombre.
Era difícil consolarla con sinceridad cuando la amargura en contra del viejo le hervía en la garganta.
–No llores, mamá –se aventuró a murmurar.
–No era por esto por lo que te llamaba, hijo –al cabo de un instante oyó su voz triste, aunque más serena–. Necesito que me hagas un favor. Te lo pido porque aquí las tiendas ya están cerradas. Mañana, cuando vayas camino al aeropuerto, ¿podrías detenerte en uno de esos supermercados que están abiertos día y noche?
–Claro que sí. Haré lo que tú quieras, mamá –afirmó. Excepto casarse con la mujer que su abuelo le había elegido–. ¿Qué deseas?
–Que me compres unos pantys.
–Lo haré –aseguró.
–Gracias, Nick.
–¿Sabes, mamá? Me gustaría tener una varita mágica y hacer que todo fuera perfecto para ti.
–Nick, la única magia que deseo de ti es que me acompañes al funeral. No sabes cómo apreciaría tu gesto.
–No te dejaré sola, mamá.
–Sé que harías cualquier cosa por mí. Y ahora termina de hacer tu maleta. Ah, y no te olvides de los pantys –dijo antes de cortar la comunicación.
En ese instante Nick comprendió exactamente las intenciones de su abuelo. Mediante ese extraño testamento, Chester Celinski había intentado interponer una barrera entre él y su madre, de la misma manera que lo había hecho con su propia hija.
Si Nick no se casaba con Christine, su madre nunca sería dueña de lo que había perdido. Ni más ni menos que su patrimonio. ¿Y cómo podría no sentirse ofendida? Aunque estaba seguro de que Marsha Evans nunca albergaría resentimientos contra su hijo, sabía que de alguna manera eso afectaría sus relaciones.
Y si él cometía un acto tan estúpido como casarse con la desconocida Christine para que su madre pudiera heredar, en el fondo se sentiría agraviado. Como fuere, la barrera se alzaría entre ellos, destruyendo lo que siempre había sido una excelente relación.
Por lo tanto aquello no era un legado, era una trampa y una maldición.
Nick miró la exposición de pantys que había en la sección de medias y calcetines y se preguntó si no existiría una conspiración para volverlo loco. La falta de sueño y la imposibilidad de elegir entre tanta oferta le nublaron la vista. El único dependiente que veía en la tienda era hombre, por tanto sospechó que no le sería de gran ayuda.
Había pantys de todos los colores y variaciones de tonos imaginables, así como de las tallas más diversas.
Pero de pronto apareció el milagro al otro extremo del pasillo. Un cliente. Y mujer para su alegría.
Ella sabría qué elegir, pensaba Nick con gran alivio mientras la miraba. Desde que se había levantado al amanecer, por primera vez sus ojos semidormidos eran capaces de focalizar con precisión. El café caliente que se había bebido de un trago antes de salir de casa no era nada estimulante comparado con la hermosa visión que tenía ante sus ojos. Se acercó a ella como un depredador ante su presa.
De pronto la joven se percató de su presencia y con una mirada alerta sacó una bolsa de comida para perros de la estantería y se alejó rápidamente hacia la caja, situada a la entrada de la tienda.
–¡Espere! ¿Podría ayudarme? –llamó Nick al tiempo que casi corría para alcanzarla.
El sensual balanceo de las caderas bajo los tejanos, aparentemente gastados y deslucidos, lo distrajeron un instante hasta que recordó la desesperada situación en que se encontraba.
Ella lo miró sobre el hombro.
–No –respondió escuetamente.
Nick odiaba implorar, pero tuvo que hacerlo.
–Por favor –rogó.
Finalmente ella se detuvo al ver que el dependiente estaba cerca y los miraba. A las cuatro de la madrugada ninguna mujer en su sano juicio aceptaría insinuaciones de un extraño en una tienda que no cerraba en todo el día, aunque el extraño vistiera su mejor traje, como ese hombre.
¿Cómo podía uno pedirle a una mujer maravillosa como aquella que lo ayudara a elegir unos pantys para su mamá?
–¿Podría ayudarme a elegir unos pantys para mi madre, por favor? –tartamudeó.
Los grandes ojos verdes se abrieron de par en par, con una chispa de curiosidad y sorpresa.
–¿Cómo dice?
–Verá, cuando mi madre me lo pidió, pensé que sería algo tan sencillo como elegir un paquete y marcharme. Pero al ver el despliegue que hay allí, creí volverme loco –dijo con un rictus desolado en la sonrisa, como la de un niño perdido.
–De acuerdo –concedió ella después de mirar otra vez al dependiente.
Volvieron juntos al fondo de la tienda.
–¿Qué tipo de ropa suele llevar su madre? ¿Ropas en tono pastel o de colores brillantes?
–Lleva mucho el blanco y el negro. Aunque creo que esta vez necesita los pantys para un traje negro.
–¿Y cuál es su talla? –preguntó; pero al notar su expresión, agregó con una sonrisa–: Me refiero a su estatura. ¿Es pequeña o alta como usted?
–Más bien es como usted… aunque más delgada –dijo pensando en que su madre no era tan generosamente proporcionada en ciertas zonas de su anatomía, que nada tenían que ver con los pantys.
La sonrisa se esfumó del hermoso rostro de la joven. ¿Por qué las mujeres eran tan sensibles a todo lo relacionado con su peso?
–Esta es la talla apropiada y puede elegir cualquiera de estos colores –dijo con cierta irritación al tiempo que elegía dos paquetes–. Le sugiero que lleve los dos . Así estará más seguro –agregó al tiempo que se alejaba por el pasillo.
–Oiga, muchas gracias –casi gritó.
–No hay de qué –respondió ella sin volverse.
Tras contemplar con admiración el cuerpo de la mujer, sus largas piernas y la hermosa melena color castaño con reflejos dorados que se mecía a su paso, Nick miró el reloj con un suspiro. Había perdido veinte minutos en la tienda.
Al acercarse a la caja, la chica cruzaba las puertas de cristal hacia la calle.
Cuando Nick guardaba el cambio en el bolsillo, oyó un grito y ambos se volvieron a la puerta.
Alcanzaron a ver a la joven junto a un coche blanco, pálida, con la boca abierta por la sorpresa, las llaves del coche en una mano y la otra gesticulando en el aire.
No lejos de ella, un hombre de mal aspecto, bajo y delgado, sostenía el bolso de la joven apretado contra el pecho.
Nick cruzó las puertas como una exhalación, pero el hombre ya se encontraba en medio del estacionamiento cuando salió al aire libre. Al verlo, el individuo echó a correr. Y empezó la cacería.
A diferencia del ladrón que llevaba zapatillas deportivas, los zapatos de Nick no se prestaban para correr a tanta velocidad.
Nick rodeó la esquina del edificio por donde el ladrón había desaparecido y se lanzó sobre él al verlo aparecer de repente en dirección contraria. El hombre trastabilló y ambos rodaron por el suelo, pero Nick alcanzó a sujetarlo de un tobillo.
–¡Maldición! ¡Hijo de perra! –gritó mientras intentaba zafarse.
Con un fuerte tirón, al fin se vio libre de la mano que lo apresaba como una garra y huyó a toda velocidad.
Nick se puso en pie y empezó a quitarse el polvo del traje.
–¡Maldición! –profirió al ver un desgarrón en un bolsillo y otro en la pernera del pantalón.
De pronto recordó que había dejado los pantys en el mostrador y que iba a perder el avión. Se volvió en dirección a la tienda a toda prisa y de pronto tropezó con un objeto. Se agachó a mirar y vio que era el bolso de la joven. Tal vez se le había caído al ladrón cuando huía de Nick.
Ella seguía en el mismo lugar donde la había dejado.
–¡Lo conseguí! –exclamó Nick al tiempo que enarbolaba el bolso orgullosamente.
–¡Oh, Dios! ¿Se encuentra bien? –preguntó temblorosa cuando Nick llegó a su lado.
–Bastante bien. Pero no pude agarrar a ese bast… –se interrumpió cohibido.
–Estaba aterrorizada, créame. No valía la pena arriesgarse tanto –exclamó presa de los nervios.
–Tranquila. No ha sucedido nada –dijo Nick al tiempo que le rodeaba los hombros con un brazo y le entregaba el bolso.
–Gracias –sonrió débilmente–. Le aseguro que fue una locura. Pero aprecio mucho el gesto de haberse arriesgado por mí.
Lo miró todavía conmocionada y Nick sintió la tentación de acurrucarla entre sus brazos para tranquilizarla.
–Ahora estoy arriesgando mucho más. Se supone que debo tomar un avión. Si pierdo el vuelo le aseguro que mi madre me va a castigar –dijo con una sonrisa mientras se aproximaba a su coche y buscaba en el bolsillo del pantalón–. ¡Maldición! Las llaves del coche se han escurrido por el bolsillo roto. Lo siento, no quiero ser grosero y dejarla sola, pero tendré que tomar un taxi.
–¿Y va a dejar las llaves?
–No tengo tiempo para buscarlas –dijo al tiempo que recordaba los pantys de su madre.
Se encaminó rápidamente hacia la tienda, mientras la mujer corría a su lado.
–Déjeme llevarlo hasta el aeropuerto –ofreció ella al tiempo que lo tiraba del brazo–. Es lo menos que puedo hacer por usted. ¿A qué hora parte el avión? –preguntó al tiempo que consultaba el reloj.
–A las seis menos veinte.
–Si nos damos prisa, llegaremos a tiempo –lo alentó la joven.
–De acuerdo –dijo al tiempo que ella le abría la puerta del coche. Pero al momento se detuvo–. Los pantys. Tengo que llegar con ellos, o no llegar.
–Entonces corra a buscarlos –dijo la mujer con una sonrisa.
Tras asentir con la cabeza, Nick echó a correr hacia la tienda.