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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Nación Stasi
Título original: A Darker State
© David Young, 2018
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España
© De la traducción del inglés, Carlos Jiménez Arribas
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-17216-88-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Glosario
Nota del autor
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para Stephanie, Scarlett y Fergus
Diciembre de 1976.
Al oeste de Polonia.
La perra tiraba de él, y así atravesaron el monte bajo que crecía en Wyspa Teatralna: las ramas heladas se quebraban con facilidad, soltaban un crujido seco que marcaba el avance de la pareja. Había caído una gran helada, aunque estaban todavía a principios de invierno. El río alrededor de la isla del Teatro ya se había congelado, de parte a parte, por todas sus orillas. Kazimierz Wójcik no sabía lo gruesa que sería la capa de hielo. ¿Aguantaría el peso de una persona? ¿El de un coche o el de un tanque? Lo había visto antes así, muchas veces, pero siempre cuando ya estaba avanzado el invierno: a finales de enero, o en los primeros días de febrero.
—¡Śnieżka! ¡Śnieżka! —gritó, y tiró con fuerza de la correa. Pero el animal estaba en su elemento con un clima tan frío: era una perra de trineo de raza siberiana, el instinto de tirar de algo se le había desatado, y Kazimierz no tenía casi fuerza para oponer resistencia con el único brazo que le quedaba sano. Ya hacía bastante con sujetarla y no caer al suelo. Intentaba evitar que Śnieżka echara a correr por la orilla y llegara al agua helada.
No quería perderla.
Ya había perdido bastantes cosas en la vida.
Si no, que se lo dijeran a los alemanes, al otro lado del río, que se llevaron de recuerdo su brazo izquierdo y le dejaron aquel, amojamado. Esos amiguitos socialistas que teníamos.
O que decían que teníamos. Porque Kazimierz y más hombres y mujeres de su edad, los que quedaban, no los veían así: amigos suyos no eran, ni de nadie de su generación. Los Szkopy alemanes, esos carneros castrados, según los llamaban los polacos como él, tenían que rendir cuentas por muchas cosas.
La perra se paró de golpe en lo alto del promontorio que bordeaba el río: tenía las orejas de punta y el pelo erizado, de color blanco, a juego con el bigote y la barba de Kazimierz.
El viejo y la perra se quedaron por un momento como una estatua, imitando las ruinas de piedra del teatro que daba nombre a la zona. Solo perforaba aquel silencio el zumbido de la maquinaria en la fábrica de lana que los alemanes tenían al otro lado del río; eso, y el aliento entrecortado del propio Kazimierz. Las nubes de vapor se transformaban en hielo nada más entrar en contacto con las puntas de su vello facial.
Śnieżka había visto algo, allí donde acababa el cauce helado del río y empezaba la playa de guijarros.
Kazimierz siguió la mirada de la perra con los ojos, miró más allá de su propio bigote, cubierto de escarcha, y se fijó en algo oscuro, apelmazado. Había perdido mucha vista desde aquellos tiempos en los que trabajó de relojero en Leszno, antes de la guerra, justo al lado de la antigua frontera. Luego lo reasentaran en esta nueva linde, cien kilómetros más al oeste; olvidada ya toda posibilidad de dedicarse a la relojería, con el brazo izquierdo consumido.
El bulto parecía un abrigo de pieles. «A lo mejor lo puedo poner a secar y venderlo», pensó Kazimierz. Pero estaba arrebujado en un guiñapo, y sintió náuseas al caer en la cuenta de lo que, con toda probabilidad, había debajo del abrigo.
Un cuerpo.
Un cuerpo inmóvil y muerto.
Kazimierz tiró con fuerza de Śnieżka. No quería problemas, así que se olvidarían de aquello que habían visto. Era mucho más seguro.
Hay que ir con la cabeza gacha; ir por la vida evitando siempre meterse en líos. Así había sobrevivido Kazimierz todos estos años, y no iba a cambiar ahora.
Pero la perra tenía otra idea en la cabeza.
Empezó a tirar de la correa y llevó a su amo a rastras por el bancal hasta el lecho del río. A Kazimierz no le quedó otra que seguirla, mientras iba trastabillando y tiraba frenéticamente de la correa para que no se le soltara su fiel compañera.
Al final, la tuvo que dejar por imposible, para no caerse, y empezó a llamarla a voces. Pero Śnieżka se quedó clavada nada más llegar al fardo de pieles.
Se quedó clavada y empezó a aullar.
Un quejido terrible que indicaba pánico o lamento. Y Kazimierz comprendió que en apenas un instante se había esfumado todo intento de mantener en secreto aquel hallazgo.
Finalmente, los ojos y el cerebro del viejo asimilaron lo que era el bulto.
No era un cuerpo, eran muchos: cuerpos de ratas muertas.
Estaban contorsionados, fundidos en una masa de pelo oscuro ribeteada de blanca escarcha. Y lo que hizo que temblara fueron las colas.
Decenas, montones de colas sin vida, sujeta cada una a su propio y peludo cuerpo.
Septiembre de 1976.
Strausberger Platz, Berlín Oriental.
La fresca brisa de septiembre le daba a la Oberleutnant de la Policía del Pueblo Karin Müller en plena cara, un rostro al que se le había pegado un poco el sol. Tuvo que apartarse con la mano las puntas de pelo rubio, para que no se le metieran en los ojos al mirar el reloj por tercera vez en un minuto. Ya pasaban cinco minutos de la hora, y no había señales todavía de su jefe, el Oberst Reiniger. Y eso que él le había insistido que llegara a tiempo.
No se sentía muy «Oberleutnant» precisamente en este momento. De hecho, aunque no habían pasado muchos meses desde su último caso, que la llevó hasta Halle-Neustadt, una ciudad al sur de la capital del Estado, ya casi ni se acordaba de lo que era ser policía; y mucho menos de dirigir una brigada de homicidios. Llevaba semanas desempeñando a tiempo completo el papel de madre que se queda en casa; cosa rara en la pequeña república, en la que a los bebés los mandaban a la guardería casi nada más nacer, y a las madres, de vuelta al puesto de trabajo.
Ahora, parada en la salida norte de la estación de metro de Strausberger Platz, sintió que echaba de menos horrores a los bebés mellizos que había dejado en casa. Casi como si le desgarraran las telas del corazón. Tenía la desagradable sensación, además, de que, fuera lo que fuera lo que quisiera Reiniger, la vida familiar que acababa de empezar no iba a salir muy bien parada: aquellos dos milagros de criaturas, Jannika y Johannes, los bebés que todos los médicos consultados le habían dicho siempre que no podría tener.
Tragó saliva, se llevó la mano a la frente para hacer de visera y miró al este, a Karl-Marx-Allee, maravillada de su esplendor. Sí que era verdad que la República no era un país perfecto. Los métodos del Ministerio para la Seguridad del Estado que salieron a la luz en una investigación anterior, en la que tuvo que ocuparse de los reformatorios para adolescentes, sumados a la búsqueda de bebés desaparecidos en Halle-Neustadt, le habían metido el miedo en el cuerpo al ver cómo se las gastaba el Estado para el que trabajaba. Pero esta magnífica avenida, jalonada a ambos lados de hermosos edificios, revestidos de planchas de hormigón, daba fe de lo mucho que de bueno tenía el sistema socialista. Vivir en apartamentos como aquellos en París costaría un ojo de la cara. Puede que aquí, los que ocupaban los puestos altos en el Partido tuvieran prioridad, pero también había trabajadores normales y corrientes. Las mujeres que efectuaron la labor de desescombro, por ejemplo; ocupadas en limpiar heroicamente toneladas y toneladas de escombros en las ruinas de Berlín después de la guerra, para así arrimar el hombro en la construcción de una nueva capital del Estado: a ellas les habían dado prioridad a la hora de elegir esos apartamentos. Palacios de alquiler, así los llamaban, y Müller veía bien por qué.
Giró sobre los talones y encaró el lado opuesto, volvió a mirar en dirección al centro de Berlín y la torre de la televisión, y más allá, a la Barrera de Protección Antifascista, pasada la magnífica fuente que había en el centro de Strausberger Platz, cuya agua, azotada por el viento, dejaba una fina capa de vapor dispersa por toda la plaza. Aspiró una bocanada de aire húmedo y dejó que las partículas microscópicas de espuma le impregnaran la cara. Había arcoíris en miniatura allí donde el sol hendía el agua. Nunca llegaba a formarse el arco completo, sino que se deshacía al ritmo pautado por los chorros de la fuente.
Entonces, al trasluz de uno de los arcoíris, vio que se acercaba un hombre obeso de mediana edad. Iba con la cabeza gacha, y recordaba un poco a un pingüino al caminar. Cada pocos pasos, se quitaba las gotas de agua de las charreteras, sin duda, para llamar la atención sobre el rango que ostentaba, más que para limpiárselas. O, al menos, eso era lo que sostenía Tilsner, el ayudante de Karin. Al Unterleutnant Werner Tilsner, el coronel de la Policía del Pueblo le parecía pretencioso y aburrido. Sin embargo, a Müller le caía bastante bien, y según se acercaba a ella, lo recibió con una amplia sonrisa.
—Tiene buen aspecto, Karin —dijo, y le sonrió también con franqueza, mientras le estrechaba con fuerza la mano que ella le tendía—. Le sienta bien la maternidad, no hay más que verlo.
—Yo no estoy tan segura, camarada Oberst —dijo Müller, y se echó a reír—. Ya lo oyó usted mismo por teléfono anoche: el apartamento es un caos en este momento. —Reiniger la había llamado a su apartamento por la línea directa de la Policía, justo cuando estaba en pleno desbarajuste doméstico porque los bebés se habían cogido cada uno un berrinche. Además, el piso de un dormitorio en el que vivían ya no daba de sí para Müller, su novio, Emil Wollenburg, que trabajaba de médico en el hospital, los propios mellizos y Helga, la abuela de Müller, de cuya existencia se acababa prácticamente de enterar.
Reiniger blandió un brazo, como si al hacerlo, los problemas de Müller fueran a desaparecer por arte de magia.
—Habrá que ver qué se puede hacer con lo de su alojamiento. Puede que haya encontrado la solución, y siento haber tardado tanto, pero ya sabe cómo es esto. Tuve una reunión en el café Moskau y pensé que me vendría bien dar un paseo cuando acabó. De hecho, la persona con la que me reuní me preguntó por usted.
—¿Ah, sí? —Müller se alegró de que sus colegas de la Policía del Pueblo no se hubieran olvidado del todo de ella en el tiempo que había estado de baja por maternidad—. ¿Quién era?
—Una persona que, si acepta usted mi pequeña proposición, va a volver a ver bastante otra vez.
Había algo en la sonrisita de Reiniger que hizo que a Müller le saltaran las alarmas en el acto. «Va a volver a ver bastante otra vez», había dicho, como dando a entender que sería algo que iba a pasar, lo quisiera ella o no.
Müller fue consciente de cómo le cambiaba la cara, aunque había intentado no mudar la expresión de sus rasgos. Pero lo que dijo Reiniger a continuación no la sorprendió.
—Era su antiguo contacto en el Ministerio para la Seguridad del Estado, el Oberst Jäger.
Jäger, el coronel de la Stasi de finos modales y pinta de presentador de televisión de la República Federal Alemana.
Un manipulador que no dudaba en utilizar su mucha influencia: un hombre de cuidado.
Al parecer, Reiniger no tenía prisa en ir al grano. Por eso se pasó lo que duró la comida en la terraza del restaurante, ubicada en el semicírculo umbrío de la Platz, hablando de niños, intercambiando con Müller historias de cuando fue padre por primera vez, hacía ya años, y de cómo había revivido todo eso al ser abuelo, apenas hacía un año.
Para ser sinceros, la conversación fue tan amena que a Müller casi se le había pasado el miedo que le había entrado antes, al oír otra vez el nombre de Jäger. Tampoco es que odiara al oficial de la Stasi; se mostraba ambivalente al respecto. Tenían métodos, él y la agencia para la que trabajaba, que pecaban de despiadados, crueles, turbios. Pero fue Jäger quien encontró a su abuela, Helga; y eso le permitió a Müller echar raíces, o algo parecido, después de haberse sentido como un bicho raro en su familia adoptiva, durante los años de su niñez y primera juventud que pasó en las boscosas colinas de Turingia. Y puede que, si Jäger acabara otra vez siendo parte de su vida laboral, lo convenciera para que averiguara algo sobre su padre biológico, quien, por lo que ella sabía, tuvo que ser un soldado soviético del ejército vencedor que dejó a su madre embarazada de ella cuando era adolescente, en los últimos días de la guerra o poco después.
Al final, Reiniger soltó un eructo que esparció los efluvios de lo que había comido por toda la mesa y que, regado con el olor de la cerveza de trigo, dio contra la cara de Müller. Ella hizo como que no se enteraba. Luego, su superior se pasó la servilleta por la boca, escupió en ella, repitió la operación y examinó los tropezones de salsa rojinegra con cierta mirada de satisfacción.
—En fin, espero que le haya gustado la comida tanto como a mí, Karin.
—Mucho, camarada Oberst. Una no tiene la oportunidad de comer todos los días en un restaurante de este nivel.
—Me alegro, me alegro. Así podemos pasar ahora a la segunda parte de esta excursioncita suya. ¿No tendrá que volver hoy antes, no?
—Para nada. —Müller recordó los lloriqueos de Jannika y Johannes de la noche anterior, y cómo Helga se las apañó para calmarlos. La abuela podía perfectamente ocuparse de los dos ella sola.
—Muy bien, pues entonces, vamos por los abrigos. Iremos a ver algo que creo que le va a gustar.
Reiniger sacó su propia llave para entrar en el portal de un bloque de apartamentos pegado a una de las torres que dominaban las cuatro esquinas de Strausberger Platz. Todo allí era de un blanco reluciente y limpio; nada que ver con su derruido bloque de apartamentos en Schönhauser Allee.
El ascensor se elevó con rapidez, sin dar tirones, hasta el piso que Reiniger había seleccionado en una hilera de botones de metal, enmarcados por una luz verde de neón. Era el sexto. Cuando salieron, vio que el suelo y los detalles arquitectónicos guardaban el mismo gusto por la opulencia. Era hormigón pulido, y los diseñadores se habían esmerado en hacerlo pasar por mármol o piedra blanca. Müller albergaba la sospecha de que al menos una parte era de verdad, aunque sabía que el efecto logrado en el exterior de todos los edificios de la Allee se debía al inteligente empleo de piezas de cerámica.
El llavero de Reiniger tintineó como el sonajero de un niño cuando lo sacó del bolsillo y metió una de las llaves en la cerradura de una pesada puerta de roble. La abrió y le hizo señas a Müller para que lo siguiera dentro, sin decirle todavía a qué venía aquel pequeño recorrido por el edificio.
Cuando ya estaban dentro, Reiniger abrió los brazos con otro de aquellos gestos que recorrió el espacioso pasillo, en el que cabía una mesa de comedor, tal y como Müller podía comprobar con sus propios ojos. La que allí había parecía sacada de una tienda de antigüedades. Lo más probable era que el apartamento fuera de un alto miembro en el aparato del Partido. Pero, si tal era el caso, ¿por qué le ofrecían a Müller aquella visita guiada?
—¿Qué le parece? Impresionante, ¿a que sí?
—Vaya si lo es, camarada Oberst. —A estas alturas, Müller ya habría dejado a un lado la mención del rango que ostentaba su superior, por muchas estrellas que tuviera; pero sabía que a Reiniger le gustaba que le recordaran, tantas veces como fuera posible, lo alto que había llegado en la escala de mando. Y no iba a ser ella la que lo dejara con las ganas.
—Mire a su alrededor. Es un apartamento de tres dormitorios, y no se ven muchos. Por eso mismo, hay cola para solicitarlos. Me parece que puede incluso que hayan juntado dos pisos en uno.
Müller entró primero en el salón, decorado con muebles ultramodernos: una mesa de madera con formas curvas, un sofá de cuero de imitación muy original, todo blanco, con armazón de cromo reluciente. Lo más impresionante eran los amplios ventanales, que inundaban de luz cada rincón de aquel espacio. Müller se acercó despacio para asomarse. Por ponerle pegas, se podría decir que la vista abarcaba solo un lateral de Strausberger Platz, así que no se veía toda la plaza desde allí. Pero sí bastante: la fuente y la fina nube de vapor que la rodeaba, en la que entraban y salían dos niños a todo correr; las torres imponentes del lado este de la plaza; el inicio de Karl-Marx-Allee, largo y majestuoso, que dejaba atrás la entrada del metro y seguía durante varios kilómetros hasta convertirse en la carretera del este de la República Democrática Alemana, y más allá, hasta Polonia.
La abrumaba tanto lujo. Y hacía que se sintiera un poco culpable también, porque ponía de manifiesto algunas de las desigualdades existentes en lo que, en teoría, era una sociedad igualitaria. ¿De verdad eran las Trümmerfrauen, las mujeres que llevaron a cabo la labor de desescombro, las que tenían a su alcance el alquiler de apartamentos como aquel?
Müller volvió al pasillo, del que salían todas las piezas del apartamento. Se veía un rincón de la cocina, amueblada con armarios ultramodernos. También estaba abierta la puerta del baño, provisto de todo tipo de detalles.
Reiniger se sentó a la mesa del comedor en mangas de camisa, cosa rara en él, y dejó la chaqueta, con sus charreteras de relucientes estrellas, colgada en el respaldo de la silla. Tenía delante unos papeles, extendidos en el tablero mismo de la mesa, y un bolígrafo al lado.
—Venga —dijo, y señaló la silla que tenía enfrente—. Tome asiento y desglosaré para usted todo el proceso.
Müller arrugó el entrecejo.
—¿Cómo que todo el proceso, qué proceso?
Reiniger lucía una sonrisa franca en el semblante. Tenía los dientes de un blanco que no era normal en una persona de su edad. Müller sabía que, al igual que ella, no fumaba, y miraba con cara de pocos amigos a Tilsner cada vez que encendía un cigarrillo. Pero, aparte de eso, seguro que se pasaba su tiempo sacándoles brillo a los dientes, tal y como hacía con las estrellas de las charreteras. Si no, es que había dado con un dentista muy bueno. Reiniger cogió el bolígrafo.
—Sí, está el tema del alquiler, y hay que explicar alguna cosilla.
Müller notó que se ponía blanca, y sintió un temblor que le nacía en lo más hondo del estómago.
—Yo…, bueno, ni siquiera entre los dos… podríamos permitirnos nada como esto, camarada Oberst. El sueldo de una teniente de la Policía no da para tanto, ni con el de un médico del hospital, por mucho que le sumemos la pensión de mi abuela.
—Le sorprendería, Karin. Esto no es mucho más caro que cualquier otro piso en la República Democrática Alemana. De hecho, es más barato que otros. No llega ni a cien marcos al mes. Seguro que puede con eso, ¿no?
Müller notó que el corazón le iba a cien. Pues claro que podían con eso. Prácticamente costaba lo mismo que el apartamento de Schönhauser Allee. «Tiene que haber letra pequeña. Siempre la hay». Empezó a pasear la vista con aire furtivo por todo el apartamento. Reiniger la miraba con ojos de zorro.
—Si está haciendo lo que me parece que está haciendo, Karin, no hay de qué preocuparse. Es un apartamento de la Policía. Ha sido registrado palmo a palmo, buscando cámaras y micrófonos. Está limpio.
Reiniger le dio la vuelta a uno de los documentos y, de un empujoncito, se lo puso delante a Karin. Ella vio su nombre impreso en el contrato de alquiler, sin firmar todavía. Pero detectó en el acto un error del texto mecanografiado que aguardaba su firma. Pasó el dedo por la graduación que precedía a su nombre.
—Me temo que aquí hay un error, camarada Oberst. Pone «comandante». Pero yo no soy comandante, soy teniente.
—Bueno, sí, eso podría resultar un problema. Pero eche un vistazo a la otra firma que lo refrenda.
Reconoció la letra angulosa de Reiniger encima de su nombre impreso.
—¿Usted cree que yo iba a firmar un documento que tuviera un error tan garrafal, Karin? Porque si lo cree es que no me conoce.
—No…, no entiendo —dijo Müller.
—Pues es que hay un problema. O lo había, más bien. Y es que un apartamento como este solo lo puede alquilar un oficial de la Policía con rango de comandante y de ahí para arriba.
—Entonces…
—Entonces, por lo general, como simple Oberleutnant, eso sí, muy valorada, no podría optar a un piso así. Sin embargo, las cosas han cambiado desde que está de baja por maternidad. Lo hemos discutido mucho. Nos damos cuenta de que le resultaría difícil volver al trabajo y, a la vez, cuidar de los mellizos; aunque deduzco, de su situación personal, que su abuela le podría ayudar mucho, vamos que podría ocuparse de los mellizos a tiempo completo, ¿es así?
Müller asintió, pero no dijo nada: de la conmoción, se había quedado sin palabras.
—A su vez, los de la Policía del Pueblo queremos sacar de usted todo el potencial que tiene, y nos damos cuenta de que no puede ir por ahí dando vueltas de un lado para otro al frente de una brigada de homicidios.
A Müller le entró miedo de pronto. Lo que tenían pensado para ella iba a ser ponerla a rellenar papeles. Papeleo pero del bueno, como encargada de un equipo de chupatintas. Pues si se trataba de eso, lo que iba a decir era que no, y punto. Aunque dejó, por el momento, que Reiniger siguiera, sin interrumpirle.
—Lo que ha habido ha sido una especie de reorganización. No solo para buscarle acomodo a usted, aunque es parte de lo mismo. Hace ya tiempo que nos preocupa que haya brigadas de homicidios que trabajan por su cuenta y riesgo en las distintas regiones del país; nos consta que no les falta buena fe, pero también que opera cada una según su idiosincrasia. No podemos permitir que eso siga siendo así en los casos que más repercusión tienen, así que vamos a crear un departamento paraguas que se ocupe de los delitos más graves. Tendrá su base en Keibelstrasse, y trabajará en estrecha colaboración por arriba con otras agencias y ministerios. Seguro que no tengo que darle muchos más detalles, porque usted misma ha trabajado así en los dos últimos casos.
Trabajar en colaboración con la Stasi. Reiniger se refería a eso. Y ahí entraba Jäger en escena.
Reiniger seguía embalado, aunque había bajado la voz, por mucho que dijera antes que el apartamento estaba «limpio».
—No le habrá pasado desapercibido que el Ministerio para la Seguridad del Estado mostró evidente interés en usted en sus dos últimos casos. De lo que puede que no se haya percatado, dado su rango anterior, es de que en circunstancias similares, a la Policía del Pueblo se la deja al margen de las investigaciones y toma el control lo que se conoce como MFS, la brigada de operaciones especiales de la Stasi.
Müller arrugó el ceño. La conversación tomaba un derrotero inquietante. El tono jovial de Reiniger había dado paso ahora a una seriedad que se podía cortar en el ambiente.
—Por lo general han sido casos con connotaciones políticas, o casos de los que el Ministerio ha juzgado oportuno que el ciudadano de a pie no averigüe más de lo que necesita saber. Hasta el punto de dejar en la inopia, en ocasiones, a las propias familias de las víctimas.
Reiniger se miró primero un hombro y luego el otro, como para admirar las estrellas de las charreteras, olvidando por un momento que había dejado la chaqueta del uniforme colgada en el respaldo de la silla. O como para asegurarse de que realmente era coronel de la Policía, de que estaba de verdad al mando. Müller empezaba a albergar serias dudas.
Su superior carraspeó.
—En fin, que como se puede imaginar, si esto continúa así, si se extiende a más casos, la Kripo acabará perdiendo muchas de sus competencias a la hora de enfrentarse a los delitos graves e intentar resolverlos.
Müller vio cómo Reiniger se retorcía las manos. Luego la miró fijamente.
—Así que por eso estamos creando este departamento nuevo. Para dar un golpe de timón, si se puede decir así. Nos será entonces más fácil defender la necesidad de contar con nuestro propio equipo de especialistas, para asumir el control de los asesinatos más graves, y no tener que ver cómo nos los quitan de las manos y se los dan sin más a la Stasi.
Müller notó que se le tensaba todo el cuerpo hasta constreñirle la garganta. Tenía la sensación de que le estaban preparando el terreno para que volviera a fallar, de que tendría a la Stasi en contra desde el minuto uno. Porque si ese era el caso, solo habría un ganador.
—Será un equipo pequeño —siguió diciendo Reiniger, que cogió el contrato de alquiler y le dio la vuelta—. Pero tendrá competencias no circunscritas a una zona única del país, y supervisará todas esas investigaciones de asesinato. Sobre todo las que puedan, vamos a decir, sacarle los colores a la República Democrática Alemana. Vamos a ascender a Werner Tilsner para que se una a este equipo y trabaje como ayudante suyo. Hay letra pequeña, sin embargo. Seguro que sabía que la iba a haber. Y es que tiene que empezar ya mismo y dar por terminada su baja de maternidad.
Müller estaba a punto de decir que no. Los mellizos solo tenían seis meses. No sentía que estuviera preparada, por mucho que se lo adornaran. Pero, antes de que abriera la boca, Reiniger volvió a la carga.
—No diga nada apresurado. Escuche lo que tengo que ofrecerle. Tanto usted como Tilsner se saltarán un par de tramos en la escala de mando. Él ya está trabajando en su nuevo puesto, aunque no sabe nada del suyo, en caso de que acepte. Será su Hauptmann, y usted será la comandante Karin Müller de la Policía del Pueblo. —Esa carta era el triunfo de Reiniger, e hizo ostentación pasando un dedo por debajo del nuevo rango de Karin estampado en el contrato de alquiler—. Mire a su alrededor, Karin. ¿Sería justo que le negara todo esto a su familia? No va a tener otra oportunidad como esta jamás en la vida. No es un trabajo para estar con el culo pegado al asiento, si es eso lo que teme. Será trabajo de policía del bueno, labor detectivesca de verdad. Y se la ha elegido por su experiencia previa en sus relaciones con la Stasi. Pero también será la jefa, y podrá solicitar el apoyo que le haga falta. Le puedo asegurar que, de esa manera, podrá seguir cuidando de su familia como usted quiera. —Reiniger levantó el bolígrafo de la mesa y extendió el brazo para ofrecérselo a Müller.
Ella alzó una mano, como para cogerlo, pero la dejó a medio camino, suspendida en el aire.
Porque, ¿qué quería en realidad? ¿Estar separada de los hijos que tanto había deseado, y a tan tierna edad?
¿Tener a la Stasi otra vez siguiendo cada uno de sus movimientos, lo que con total certeza harían?
Septiembre de 1976.
Senftenberger See, Bezirk de Cottbus.
Al presentarse y darle la mano al capitán de la Kripo, a Tilsner casi se le olvida el rango que ostentaba ahora.
—Unt…, perdón…, Hauptmann Werner Tilsner, camarada.Había ascendido a Hauptmann, ya no era un simple Unterleutnant. No es que le importara mucho el cargo, ni constatar que el Oberst Reiniger le había puesto en bandeja un ascenso doble que se saltaba dos rangos y dejaba atrás los de Leutnant y Oberleutnant. Lo que le importaba a Tilsner era saber por qué. Por qué lo habían mandado otra vez sin previo aviso a un punto perdido en el mapa de la República, teniendo que dejar atrás su amada Berlín. En este caso, a la ribera de un lago artificial en pleno cinturón industrial de Lusacia, rodeado de lignito.
—Un sitio precioso, ¿a que sí? —dijo su homónimo de la Policía local, que había malinterpretado la mirada de pasmo en los ojos de Tilsner por una de admiración. Tilsner, siendo como era, ya se había olvidado del nombre del oficial, así que se limitó a asentir, para no liarla. Retumbaba dentro de su cabeza lo que le habría dicho Karin: «¿A que si hubiera sido una mujer no te habrías olvidado del nombre, eh?».
Karin, o, para ser más exactos, la Oberleutnant Karin Müller. Él no esperaba que se incorporara de nuevo al trabajo, nada menos que con un par de mellizos recién nacidos a los que tenía que criar.
En este punto, el viento que erizaba la superficie del lago batió repetidamente contra la lona de la carpa montada por la Policía local. A un lado, los barquitos del club de vela varados en la playa se sumaron al fragor, y las velas a medio plegar y los acolladores batían al ritmo sincopado que les marcaba Eolo. Tilsner se llevó la mano a la frente y la dejó ahí un instante, luego se la pasó por el pelo. Se avecinaba migraña, y la veía venir.
Hizo un esfuerzo por concentrarse.
—Disculpa, ¿camarada Hauptmann…? —El nombre no lo recordaba, pero el cargo sí que se lo sabía al dedillo.
—Schwarz. Helmut Schwarz —respondió el otro. Y si Schwarz sentía que era desconsiderado por parte de Tilsner olvidar dos veces cómo se llamaba, lo disimulaba bien, porque se le dibujó una leve sonrisa en la cara—. ¿Querías ver el cadáver o has venido nada menos que desde Berlín para quedarte mirando un punto en el vacío?
Ahora fue Tilsner el que esbozó una sonrisa. Schwarz parecía buena gente. Mejor compañía que Jonas Schmidt y sus miserias, el de la Policía Científica que había viajado con Tilsner en el Wartburg y no había dicho ni media palabra en todo el viaje. Por lo general, Tilsner daba gracias cada vez que Schmidt ponía fin a uno de sus tediosos monólogos. Pero la nueva versión callada del forense era todavía peor. Algo le pasaba, eso saltaba a la vista, aunque el Kriminaltechniker no daba señal alguna de que fuera a contarle a Tilsner qué era.
Schwarz levantó un faldón de la carpa para que entrara su colega de Berlín. Tilsner no sabía cómo se sentía su anfitrión con aquella iniciativa de las altas esferas que Reiniger había sido el encargado de implementar: mandar al equipo de Tilsner, un tándem formado por Schmidt y él mismo, para ponerse al frente de las investigaciones.
Se apartó una mosca de la cara de un manotazo, irritado por el zumbido del insecto.
Del cuerpo solo alcanzaba a ver la parte inferior de las piernas, de una palidez y una hinchazón casi obscenas después de llevar tanto tiempo debajo del agua. Lo rodeaba un pequeño ejército de agentes, fotógrafos de la Policía y forenses, y no dejaban ver mucho más.
Schwarz buscó la oreja de Tilsner, como si estuviera a punto de revelarle un cotilleo sabroso.
—Le pusieron peso para que no saliera a la superficie. Lo hemos encontrado de milagro. Alguien no se esmeró lo suficiente y, al final, el cuerpo debe de haberse liberado de lo que fuera que lo retenía allí abajo. A lo mejor el agua corroyó lo que lo ataba al lastre y acabó saliendo a flote.
Eso ya lo sabía Tilsner. Reiniger lo había puesto al día con todo lujo de detalles. Pero no pensaba hacerse el listillo con la Policía local. Porque tendría que echar mano de ellos en cualquier momento.
Ocupó el sitio que le dejaron en el corro y vio que Schmidt hablaba con unos y con otros y asentía con la cabeza, justo enfrente de él.
—¿Así que no sabemos todavía la causa de la muerte? —preguntó el orondo Kriminaltechniker, desde detrás de las gafas de culo de vaso que usaba.
—Soy patóloga, no maga —replicó la mujer de mediana edad y mirada fiera que se inclinaba sobre el cadáver, en el otro extremo.
—Pero ¿sabemos cuánto tiempo estuvo el cuerpo en el agua? —siguió diciendo Schmidt.
—Lo remito a mi anterior respuesta —dijo la mujer, en tono cortante, y expulsó todo el aire del voluminoso pecho que no pasó desapercibido a Tilsner—. Si me deja usted seguir con mi trabajo, camarada, a lo mejor lo averiguo y todo. Aunque no podré afirmar nada con total certeza hasta que no le hagamos la autopsia.
Tilsner vio cómo la mujer hurgaba en la cara del joven con un instrumento que parecía un espéculo y se apartaba alguna mosca que otra de las que le revoloteaban a ella por el pelo, sin brillo, de un negro azabache que tenía que ser teñido, seguro. Corría prisa por levantar el cadáver y meterlo en la cámara de refrigeración. Menos mal que la autopsia pensaban hacérsela esa misma tarde, eso le dijeron. En cuanto acabara este examen externo inicial, podrían llevar el cuerpo a la vecina ciudad de Hoyerswerda.
Como no había logrado sonsacarle ninguna información valiosa a la patóloga, Schmidt miró a Tilsner como pidiendo disculpas, pero su compañero le hizo señas con la cabeza para que cejara en el intento.
—Tú deja que se ocupe ella por el momento, Jonas —susurró—; que no parece muy simpática la mujer.
Tilsner se volvió para decirle a Schwarz, en voz baja:
—¿Por qué no lo intentas tú? Aquí la doña a lo mejor atiende mejor a las preguntas de alguien que ya conozca.
Schwarz esbozó una sonrisa conspiratoria y asintió con un leve movimiento de la cabeza.
—Venga, Gudrun, podías ser un poco más simpática con las visitas que tenemos de Berlín. Tiene que ser un caso importante para ellos si los han mandado venir desde tan lejos. Tienes la gloria al alcance de la mano.
La patóloga levantó la cabeza y fulminó a Schwarz con la mirada, luego siguió centrando toda su atención en el cadáver.
—No más de dos semanas —gruñó.
—¿Que no hace más de dos semanas de qué? —preguntó Schwarz.
—Pues de que lo tiraran al agua, ¿de qué va a ser si no?
—¿Y en qué se basa para decir eso? —preguntó Tilsner.
Esta vez fue el detective berlinés el que recibió una mirada glacial.
—¿Este quién es, Helmut? ¿Otro fisgón?
—Es el camarada Hauptmann Werner Tilsner. Ya te he dicho que ha venido nada menos que desde Berlín, Gudrun. Así que te agradecería que le hicieras partícipe también a él de las ganas de ayudar y cooperar que te caracterizan.
—¿Dos capitanes de Policía en un mismo caso? ¿No será eso demasiada munición hasta para vosotros?
Tilsner se echó a reír.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Seguro que el camarada Schwarz se habría apañado perfectamente él solo, camarada Gudrun… —Tilsner le tendió la mano. La patóloga la estuvo mirando unos segundos, luego dejó a un lado sus utensilios. Se limpió la mano derecha en el mono blanco, sin quitarse el guante, y estrechó con firmeza la de Tilsner.
—Fenstermacher. Doctora Gudrun Fenstermacher. Nada de camarada, si no le importa.
A Tilsner le sorprendió que la mujer quisiera prescindir tan a las claras del saludo que la ligaba a un compañero miembro del Partido Comunista. Pero es que no tenía pinta de ser de las medrosas; más bien parecía encantada en el papel de verso libre, sin pararse mucho a pensar en las consecuencias.
—«Ciudadana», si me quiere designar usted con esa tontuna de nombres, pero camarada nunca. —La patóloga le sostuvo la mirada al oficial venido de Berlín—. Lo que me lleva a afirmar que el cadáver no ha estado más de dos semanas en el agua es el estado de las manos y los pies. Muestra arrugas, como se podrá usted imaginar. —Levantó el brazo izquierdo del joven, a modo de ilustración de lo que decía, y le dio un poco la vuelta, para que Tilsner y el resto vieran las pequeñas estrías formadas en la parte inferior de una mano pálida de ceroso aspecto. Luego cogió el dedo índice con dos de los suyos—. Pero la piel todavía no se ha desprendido del todo —siguió diciendo, sin soltar el dedo del cadáver—. Eso suele ocurrir entre la primera y segunda semanas de inmersión, ya sea en agua salada o, como en este caso, en agua dulce. Es decir, que no llevaba aquí más de dos semanas. Cuando le hagamos la autopsia completa esta tarde, podré darles una estimación más aproximada. Ahora mismo, yo diría que una semana.
—Impresionante —dijo Tilsner con una sonrisa—. Gracias.
—De impresionante no tiene nada. No es más que ciencia. Y yo no hago más que mi trabajo. Con una como yo vale, no hace falta que tengan que venir de dos en dos, como es el caso de ustedes y sus policías de la Científica. —Le dirigió a Schmidt una sonrisa sarcástica.
—En cualquier caso, nos es de gran utilidad —dijo Tilsner—. Ya sé que estamos al principio de las investigaciones, pero si hubiera algo, lo que fuera, que nos pudiera decir…
—Pues me choca un poco una cosa. Y es que no presenta los síntomas típicos de ahogamiento. Por lo menos, no todos juntos.
—Es decir, que sea quien sea la víctima, ¿lo mataron antes de que cayera al agua?
—Puede. ¿Ve estas marcas que rodean la zona del estómago? —La mujer dibujó con los dedos un círculo en el aire, a unos milímetros del cadáver, allí donde la piel estaba un poco más oscura y formaba dos líneas concéntricas—. Puede que se las hicieran con una cuerda o algo parecido, lo que fuera que utilizaran para atarle el peso al cuerpo y que bajara al fondo del lago. Pero, por el momento, todo son suposiciones.
»Y supongo que la muerte fue por asfixia —siguió diciendo—. Pero no por ahogamiento. No presenta moratones en el cuello, o sea que, en este estadio de la investigación, yo diría que tampoco fue por estrangulación.
—¿Y entonces? ¿Le taparon la cara con una almohada? —preguntó Tilsner.
La mujer alzó los hombros con indiferencia.
—Pues no lo sé… todavía. —Levantó entonces el brazo izquierdo del cadáver y señaló la muñeca. Luego hizo lo mismo con el brazo derecho—. ¿Ven esas marcas de ahí?
—¿Le ataron peso ahí también? —preguntó Schwarz.
La mujer negó con la cabeza.
—Son ligaduras. Y le abrasaron la piel cuando el pobre muchacho quiso quitárselas.
Tilsner arrugó el ceño.
—¿O sea que lo torturaron?
La mujer alzó una mano.
—No lo sé, no lo sé. Y vale ya de tanta pregunta, si no les importa. Les he contado lo que sé por el momento.
—Es decir, ¿que no sabemos quién era este joven, ni tampoco por qué a los que cortan el bacalao en Keibelstrasse les ha parecido oportuno mandarnos a Schmidt y a mí aquí abajo? —Tilsner no sabía muy bien a quién dirigir aquella pregunta.
Schwarz dijo que no con la cabeza. Luego se le iluminó la cara.
—Ah, no. Hay otra cosa, por otro lado. ¿Se lo puedes enseñar, Gudrun?
La patóloga levantó otra vez el cuerpo, tirando del brazo izquierdo, lo volvió un poco para que quedara expuesta la parte inferior, a la altura del omóplato, cerca del hombro. Un tatuaje. El joven muerto tenía grabado en la piel de manera permanente una especie de emblema en tinta negra.
—No tenemos ni idea de qué es —dijo Schwarz—. Se parece un poco a la letra griega pi.
Schmidt, que se había sumido en un huraño silencio, muy parecido al que lo embargó en el Wartburg, abrió ahora la boca.
—Tiene más pinta de ser cirílico, al ser aquí en la República, ¿no creen? Se parece un poco a la letra ele. Pero no acaba de tener la misma forma.
Tilsner guardó silencio. No había ayudado a sus hijos a hacer los deberes de ruso y, en el colegio, no lo había estudiado. De hecho, con todo el asunto de la guerra, en el colegio no es que hubiera hecho gran cosa. Pero eso no quería decir que no le diera a la mollera. Y había algo en ese tatuaje que le resultaba conocido.
—Pues claro —dijo la patóloga—. Porque está a medio hacer.
—¿A qué te refieres con que está a medio hacer? —preguntó Schwarz, y dejó traslucir en la voz cierto tono de fastidio—. Eso no lo habías dicho antes.
—No, porque lo he visto mejor ahora. En esta parte del cuerpo sí que se ha desprendido la piel. O bien los peces le han dado algún mordisco. O…
—¿O qué? —preguntó Tilsner.
—O le han cortado adrede parte del dibujo.
—¿Para que parezca otra cosa?
—Puede —respondió Fenstermacher—. No puedo aducir ningún motivo.
—Pero ¿cuánto falta del dibujo?
Fenstermacher no había soltado todavía el cadáver, pero con los brazos musculados que tenía, no parecía que le costara mucho tenerlo en vilo.
—No sabría decir cuánto. Solo que, si miran ambos extremos de nuestra ele cirílica, o la pi griega, o lo que sea, verán que la parte de arriba, la de abajo y el lado izquierdo son un poco curvilíneos.
Schmidt se animó de repente, como si, por un momento, aquel entusiasmo que lo caracterizaba fuera más fuerte que el lastre que lo había sumido en la negrura.
—Tal y como están las cosas, camaradas, yo diría que lo que nos queda es el tercio izquierdo del dibujo. Y que tiene que ser, con toda seguridad, un círculo, del que faltan los otros dos tercios.
Hacía horas que Tilsner no se sentía reconciliado con su colega el Kriminaltechniker, pero ahora, volvía a tenerle el mismo afecto de siempre. Porque había logrado que viera la luz de repente: tuvo conciencia de la imagen y vio a las claras de qué se trataba.
Era una ciudad pequeña al este de la República, justo en la frontera con Polonia, a orillas del río Oder. Lo más cerca que se podía estar del mausoleo de Lenin en Moscú, sin abandonar los confines de la Deutsche Demokratische Republik. O sea, que sí, que a lo mejor la ele cirílica que había intuido Schmidt tenía algo que ver en todo aquello.
Aunque no era una ele.
Ni una pi.
Tilsner sabía que lo que el dibujo mostraba en realidad eran dos iniciales entrelazadas en cursiva, no una. Y que eran latinas, no griegas, ni cirílicas.
Y sabía también cuáles eran las letras que faltaban. Pero no pensaba dar a entender que conocía la solución del enigma. Por mucho que los otros se rascaran la cabeza y arrugaran el ceño.
Tilsner y Schmidt habían dejado atrás la orilla del lago y, a unos treinta minutos, vieron una hilera detrás de otra de Plattenbauten, bloques de apartamentos construidos con planchas de hormigón que se elevaban de la campiña de la Alta Lusacia. Era casi como volver unos meses atrás en el tiempo, al caso previo, en Halle-Neustadt. Otra ciudad socialista modélica surgida de la nada, aunque esta servía de dormitorio para los mineros del lignito, mientras que la otra hacía lo propio para los trabajadores de las plantas químicas.
Tilsner le dio un manotazo al volante del Wartburg.
—¿Lo ves, Jonas?, si nos hubiera dado por la minería del carbón, tendríamos pisos a estrenar igual que esos.
Schmidt no respondió. «Sigue de morros», pensó Tilsner.
Tilsner iba siguiendo el coche de Schwarz, hasta que lo perdieron en un cruce, al poco de pasar Senftenberg. Pero el capitán de la Policía local le había explicado con todo detalle cómo llegar al depósito de cadáveres y en ningún momento se perdieron. Tilsner albergaba la secreta esperanza de que su colega se animara un poco al ver cómo rajaban un cadáver en canal. Los forenses disfrutaban de lo lindo con ese tipo de cosas. Y fuera lo que fuera lo que agobiaba a Schmidt, no debería consentir que afectase a su trabajo.
Cuando llegaron al depósito de cadáveres del hospital de la zona, pudieron comprobar que Fenstermacher no había perdido el tiempo y se había puesto ya manos a la obra. Pero había más sorpresas; porque Tilsner vio allí también una cara que le resultó conocida: la de su antigua jefa.
—¿Qué haces aquí? —susurró Tilsner, y se acercó furtivamente a Müller, que no quitaba el ojo de las incisiones que la patóloga estaba haciendo en el cuerpo del joven—. Yo pensaba que te habías hecho niñera ya de por vida.
—Querrás decir: «Yo pensaba que se había hecho usted niñera, camarada comandante».
Tilsner se frotó el entrecejo.
—¿Cómo que «comandante»? ¿Qué pasa, que ahora regalan los ascensos?
Por un momento, sintió una punzada de irritación: pensaba que iba a ser el macho alfa de esta nueva y especializada brigada de homicidios. Y resulta que seguía siendo el ayudante de Karin, solo que ahora ambos ostentaban nuevos rangos. Y, si tenía que ser sincero consigo mismo, por él, encantado. Porque, cuando se tiene demasiada responsabilidad, se suele acabar asumiendo también el exceso de culpa si las cosas salen mal.
—Tú ten cuidado, camarada Hauptmann. —Müller soltó una sonrisa irónica y luego añadió en voz baja—: En mi mano está revocar tu ascenso si me da la gana, así, como el que no quiere la cosa. —Chasqueó los dedos para dar énfasis a sus palabras.
El chasquido les granjeó una mirada de pocos amigos de la patóloga.
—Una agradece que haya silencio cuando está trabajando, ¿saben? Me ayuda a concentrarme, sobre todo cuando empuño uno de estos. —Señaló con la cabeza el bisturí que esgrimía con una mano.
Entonces Fenstermacher volvió a inclinarse sobre el cuerpo y empezó a hacer una incisión en la parte superior del cuello del joven. Cuando le pareció del tamaño apropiado, metió la mano dentro de la cavidad.
—¡Ajá! —exclamó con una alegría que a Tilsner le pareció fuera de lugar—. Tal y como yo pensaba. —Tenía en la mano un trozo de algo rojo, cubierto de moco y sangre seca, y lo blandió con gesto triunfal—. No acababa de entender cómo este joven pudo morir asfixiado si no presentaba las típicas señales de ahogamiento ni estrangulación. Aquí, damas y caballeros, está la respuesta.
—Y esa respuesta, camarada Fenstermacher, ¿qué es exactamente? —preguntó Müller.
—No podía respirar. Y por eso murió. Y no podía respirar porque tenía este calcetín incrustado en la tráquea.
Tilsner tuvo ganas de llevarse la mano al cuello también, pero se aguantó y respiró hondo varias veces. No solían afectarle las muertes violentas, había visto cosas mucho peores en la guerra, cuando era adolescente. Pero notó que Müller también estaba pálida de la impresión.
—¡Hostia! —exclamó el Hauptmann—. Vaya forma de irse al otro barrio.
—Sí, muy desagradable —apuntó la patóloga—. Y no pudo hacerlo él solo, porque es imposible tragarse algo así sin que intervenga el efecto reflejo de las arcadas. O sea que ya tenemos la respuesta; y es muy posible que todos ustedes, señores oficiales de la Policía, no hayan hecho el viaje en balde. Porque, con toda certeza, a este chico lo asesinaron. Y lo hicieron de una forma que llama la atención por lo sádica que fue.