Edición en formato digital: junio de 2020
Título original: Tales of the Greek Heroes
En cubierta: ilustración de © Carlos Arrojo
Colección dirigida por Michi Strausfeld
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
Original English language edition first published
by Penguin Books Ltd, London
© Roger Lancelyn Green, 1958
The author has asserted his moral rights
All rights reserved
© De la traducción, José Sánchez Compañy
© Ediciones Siruela, S. A., 2007, 2020
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18245-81-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Nota del autor
Dioses y diosas de la Antigua Grecia
Mapa con la ruta de los argonautas
RELATOS DE LOS HÉROES GRIEGOS
1. La llegada de los Inmortales
2. Hermes y Apolo
3. La historia de Prometeo
4. De cómo Zeus y Hermes fueron de visita
5. Tifón el Terrible
6. Las aventuras de Dioniso
7. Perseo, el matador de la Gorgona
8. El nacimiento de Heracles
9. La elección de Heracles
10. El comienzo de los Trabajos
11. La historia de Admeto
12. Los viajes de Heracles
13. Las Manzanas Doradas y el Perro del Infierno
14. Las aventuras de Teseo
15. La búsqueda del Vellocino de Oro
16. El retorno de los argonautas
17. Meleagro y Atalanta
18. La primera caída de Troya
19. La guerra de los Gigantes
Epílogo
Las historias de los mitos y leyendas de la Antigua Grecia se han contado y vuelto a contar en innumerables ocasiones, y de todas las formas posibles: desde breves poemas hasta novelas de gran extensión. Las aventuras de los Héroes se pueden encontrar en infinidad de libros, el más famoso de los cuales quizá sea Los héroes, de Charles Kingsley, o Los cuentos de Tanglewood, de Nathaniel Hawthorne.
Sin embargo, en este libro he querido presentar los viejos relatos de forma diferente. Mis predecesores han cogido historias independientes y las han reelaborado de diversas maneras, aunque en general dejándolas aisladas. Mi pretensión ha sido dar coherencia a los relatos de la Edad Heroica fundiéndolos en uno solo, que es como concebían los antiguos helenos su mitología.
El resultado, que lleva la historia desde los mitos de la creación del universo hasta la muerte de Heracles, ha sido la reunión en una secuencia de algunos de los relatos más famosos del mundo. Como aquí no se trata de presentar un bosquejo de mitología griega, las historias han crecido o perdido importancia según se iban entrelazando unas con otras. De esta forma, los grandes ciclos heroicos, como los de Perseo, Teseo o los argonautas, han exigido capítulos dedicados a ellos en exclusiva; mientras que otras aventuras más breves, si bien famosas, como las de Orfeo y Eurídice o la del rey Midas, se han convertido en incidentes incrustados en historias más extensas. A pesar de ello, no creo haber dejado fuera muchos de los episodios más conocidos, como las desgracias de Edipo y las subsiguientes expediciones contra Tebas; o algunas de las «metamorfosis», como las de Narciso o Jacinto, que serían en realidad epígrafes de un diccionario clásico, aunque haya narradores que basándose en Ovidio los desarrollen en historias autónomas.
Pero sí que falta una serie completa, la más importante de todas: «La historia de Troya». Ocurre que al ser un ciclo de tal importancia y longitud, me ha parecido procedente darle su propio tratamiento aparte, y se puede encontrar en el libro La historia de Troya (Siruela, 2006), en esta misma colección. La muerte de Heracles marca una línea divisoria lógica en los mitos de la Edad Heroica; las epopeyas posteriores forman parte de la gran saga de Helena de Esparta, el sitio y la caída de Troya, y los viajes y retornos de Odiseo y de los demás Héroes, lo cual demanda un volumen aparte.
Estaría fuera de lugar una lista detallada de mis fuentes: se trataría de un vasto elenco de autores y referencias que recorrería los dos mil años de literatura griega que separan a Homero de Eustacio. Unas veces los diálogos siguen los originales griegos, y otras son producto de mi imaginación, aunque he intentado, en la medida de lo posible, basarme honestamente en mis numerosas fuentes. He seleccionado, aunque quiero pensar que sin falsificar los originales. Puedo haber inventado diálogo, pero sin añadir ningún incidente; tampoco he alterado ninguna leyenda, a pesar de haber omitido los detalles que me han parecido inoportunos.
Hay dos pequeñas excepciones a esta regla. La primera es la supresión del nombre de la «esposa-hechicera» que trata de envenenar a Teseo a su llegada a Atenas: si se hubiera tratado de Medea, Teseo difícilmente hubiera podido contarse después entre los argonautas. La segunda es que he seguido a Kingsley al permitir que el viejo criado, el único hombre que se ajustaba exactamente a la Cama de Procrustes, advirtiera a Teseo; quizá Kingsley dispusiera de una autoridad para este detalle, pero yo no he sido capaz de encontrarla.
Por lo demás me he atenido rigurosamente a las autoridades clásicas para este libro. De hecho, aunque a veces he utilizado a un autor latino para alguna descripción o aspecto menor, puedo afirmar que tengo una fuente griega antigua para cada uno de los episodios, excepto el de Caco.
Finalmente, casi resulta innecesario indicar que he recurrido a los nombres propiamente griegos para los dioses de la Antigua Grecia. La costumbre de utilizar sus equivalentes latinos se ha superado completamente durante los últimos cien años, aunque perdure en las reimpresiones de Hawthorne. No obstante, en deferencia a la tradición literaria general, he usado las transcripciones latinizadas —Febo Apolo en lugar de Feibo Apolo; Eurídice en lugar de Eurídike, y así sucesivamente—. He añadido una lista con las versiones latinas de los nombres de los dioses y diosas, para evitar a los lectores posibles confusiones al encontrarse con estas formas extrañas.
Pero sin duda los dioses y héroes de la Antigua Grecia jamás deberían resultarnos ajenos. Sus historias forman parte del patrimonio de la humanidad, son pieza básica de nuestra literatura, nuestro lenguaje y nuestro pensamiento actual. Ni podemos empezar con ellas demasiado pronto, ni jamás deberíamos dejarlas atrás según pasamos de este tipo de versiones adaptadas a la lectura de los autores griegos auténticos, al principio en las traducciones inglesas de Lang, Murray o Rieu; y luego, si tenemos suerte, a los hermosos ecos del griego original. Una vez encontrada, la mágica maraña de los viejos mitos y leyendas griegos es nuestra por derecho, y nuestra de por vida... en lo bueno y en lo malo.
Viejas figuras de canciones que no mueren
Hechizarán los salones de la memoria.
ROGER LANCELYN GREEN
GRIEGO / LATINO
Afrodita / Venus
Ares / Marte
Artemisa / Diana
Asclepio / Esculapio
Atenea / Minerva
Crono / Saturno
Deméter / Ceres
Dioniso / Baco
Eos / Aurora
Hades / Plutón o Dis
Hefesto / Vulcano
Helio / Sol
Hera / Juno
Heracles / Hércules o Alcides
Hermes / Mercurio
Hestia / Vesta
Perséfone / Proserpina
Poseidón / Neptuno
Rea / Cibeles
Selene / Luna
Zeus / Júpiter
Apolo, Pan1 y Hécate reciben el mismo nombre en las dos tradiciones.
1 Algunas tradiciones identifican al dios griego Pan con el romano Fauno. (N. del T.)
Dedicado a la memoria
de Emily y Gordon Bottomley
Un tiempo hubo en que cruzamos los mares, en el Argo
navegando en pos del Vellocino,
el lejano fulgor y el canto prevaleciendo
sobre los dragones guardianes de antaño.
Hemos vagado entre islas donde aún reverbera
el fragor antiguo del Egeo,
y arrancado los capullos sin ajar que para nosotros
brotan en la colina de las Musas.
Basado en Eurípides, Hipsípila
¿Qué formas son estas que se acercan
tan blancas a través de la sombra?
¿Qué vestidos, que aventajan
el brillo de la retama de dorada flor?
Cantan primero al Padre
de todas las cosas, y luego
al resto de los Inmortales,
la acción de los Hombres.
MATTHEW ARNOLD, Empédocles en el Etna
Si alguna vez tienes la fortuna de visitar la hermosa tierra de Grecia, encontrarás un país hechizado por más de tres milenios de historias y de leyendas.
Imponentes montañas que bajan resbalando por empinadas laderas hasta el más azul de los azules mares. Y entre las montañas, valles adornados de verde y plata con las hojas de un millón de olivos, dorados de trigo al comienzo del verano y luego pardos y blancos cuando el ardiente sol todo lo seca. Hasta los anchos ríos se convierten en rumorosas corrientes que dudan por los lechos de piedras grises y amarillas.
En invierno y al comienzo de la primavera los montes se adornan de nieve, la bruma oculta las tierras altas y los ríos se vuelven torrentes que rugen hacia los grandes golfos y bahías: entrantes del mar que dividen Grecia en regiones aisladas con la misma contundencia con que lo hacen las montañas.
Al recorrer el territorio griego cuando termina la primavera, al dejar atrás las bulliciosas ciudades, retrocedes a los días antiguos. En las verdes cuestas que remontan hasta las elevadas cimas de los más altos picos: el Parnaso, el Taigeto o el Citerón, puedes sentarte e imaginar que retrocedes a la época en que no era extraño dar con un Inmortal arriba de un monte, entre los campos de olivos o en un valle solitario.
A lo lejos un cabrero toca su flauta para el rebaño, las mágicas notas flotan en el cálido silencio. Seguro que es Pan, mitad hombre y mitad cabra, protector de los primeros pastores.
Entre las hojas de olivo se vislumbran los restos de un templo con sus columnas grises, doradas o blancas. Cada montón de ruinas tiene su propia historia: leyenda o relato inventado, quién lo sabe, basado quizá en algún olvidado suceso.
Por el mar azul, con sus bandas del color del vino púrpura, se ven las islas esparcidas en la distancia. También ellas tienen algo que contar. ¿Será aquella Delos, tal vez? Nadie vive allí ahora, pero los vestigios de ciudades y templos, de puertos y teatros, salpican la costa y la cima de la colina en que nacieran Apolo, el Centelleante, y su hermana Artemisa, la Doncella Cazadora. ¿O puede que sea la abrupta y rocosa Ítaca? La isla de la que zarpó Odiseo hacia la guerra de Troya, y a la que volvió tras diez años de vagar por extraños mares preñados de quimeras.
Con la sobrecogedora belleza de Grecia como marco, no es de extrañar que los antiguos griegos creyeran que las montañas y los valles, los bosques y los ríos, el mismísimo mar, estuvieran habitados por Inmortales. Ninfas del bosque que bailaban entre los árboles, o ninfas del agua que se deslizaban en las rumorosas corrientes: hadas de tamaño humano que no morían y que tenían poderes vedados a los hombres. También ninfas marinas —sirenas, aunque no todas tuvieran cola de pez— y extraños seres de las ignotas profundidades tan crueles y feroces como el mismo mar cuando se desataba la tormenta. Y también un rey, más poderoso aun que las ninfas, el Inmortal llamado Poseidón, que surgía de entre las aguas en su carro tirado por caballos de blanca espuma, blandiendo su tridente: la lanza de tres puntas que era su cetro, el emblema de su poder.
En la tierra también había poderes Inmortales. Apolo, refulgente como el sol, señor a la par de la música y la poesía; Artemisa, la Cazadora, protectora de todas las cosas salvajes; el feroz Ares, el señor de la guerra, cuyo temible alarido resonaba en el fragor de la batalla, cuando volaban las lanzas y las espadas de bronce o hierro chocaban contra escudos y yelmos; Atenea, la Inmortal Señora de la Sabiduría; la amable Diosa Madre, Deméter, que hacía crecer el trigo y nacer a los jóvenes corderos, con su hermosa hija Perséfone, obligada a pasar la mitad del año en el Reino de los Muertos mientras el oscuro invierno se extendía sobre la tierra.
También estaba Afrodita, Señora Inmortal del Amor y de la Belleza, con su hijo Eros, que disparaba las flechas invisibles que desataban la pasión en los jóvenes pechos; estaba Hefesto, más diestro que ningún mortal forjando el bronce, el oro y el hierro, cuya fragua se hallaba en la isla de Lemnos, con un volcán como su horno-chimenea; estaba Hermes, el de alados talones, el veloz mensajero, más astuto que cualquier humano; y Dioniso, que insuflaba tal poder a las uvas que se podían fermentar en vino para gozo y descanso de la humanidad; y la tranquila Hestia, Señora del hogar y guardiana de su fuego, pues la lumbre era el corazón de la casa en los días en que no era fácil hacer brotar la primera llama.
Estos y algunos más eran los Inmortales, y grandes eran sus poderes, aunque también ellos estaban sometidos a leyes y tenían un señor que se las imponía. Y este no era otro que Zeus, el Rey del Cielo y de la Tierra, que blandía la centella y que era el padre de los Mortales y de los Inmortales. Su Reina era Hera, Señora del Matrimonio y protectora de los niños. Zeus tenía poder sobre todos los Inmortales, aunque rara vez lo ejercía sobre sus dos hermanos: Poseidón, Señor del Mar; y Hades, Señor de los Muertos, cuyo reino de sombras se extendía por debajo de la tierra.
Los «Dioses», llamaban los griegos a estos Inmortales, y los adoraban ofreciéndoles sacrificios en sus templos: a Zeus en Olimpia, a Apolo en Delfos, a Atenea en Atenas, y así con todos ellos. Cuando empezaron a contar sus historias, tenían una idea muy vaga de cuál podía ser su aspecto, y de forma natural los imaginaron parecidos a ellos mismos, aunque mucho más poderosos, hermosos y libres. Tampoco les resultaba extraño que dioses y diosas pudieran ser crueles o mezquinos, falsos, egoístas, celosos e incluso malvados, según nuestras propias ideas, tal como ellos mismos lo hubieran sido de haber disfrutado de sus prodigiosas facultades.
Otra cuestión es que los griegos de cada pequeño reino y ciudad, y de cada una de las islas, tejían su propia red de relatos, sin conocer las que se contaban al otro lado del mar o más allá de las montañas. Más tarde, cuando los aedos empezaron a viajar de lugar en lugar y la escritura se fue haciendo más común, la gente trabó contacto con los habitantes de otras partes de Grecia, percatándose entonces de que muchas historias no coincidían.
«Hera es la esposa de Zeus», proclamaban los habitantes de Argólide. «¡Tonterías!», replicaban los de Arcadia, «¡se casó con Maya y de su unión nació un hijo llamado Hermes!». «¿De qué estáis hablando?», protestaban los de Delfos o los de Delos, «¡Leto se llama la esposa de Zeus, y tuvo con ella dos hijos, Apolo y Artemisa!».
Y bien, solo había una solución posible para tanta confusión. Acordaron que Zeus debía haber tenido muchas esposas. Pero Hera, siendo la más importante de las Inmortales, era obviamente la auténtica Reina del Cielo y, como le hubiera sucedido a cualquier mujer en esas circunstancias, sentía unos celos terribles.
En aquellos primeros tiempos los griegos tenían varias esposas, igual que los habitantes de Egipto, o los de Turquía y la India hasta muy recientemente. Sin embargo en Grecia solía haber una única esposa legítima, las demás eran siervas, mujeres capturadas en la guerra que cada vez más eran consideradas como meras esclavas; bien tratadas, pero forzadas a hacer lo que se les ordenaba.
De esta forma no era difícil concebir a Zeus o a Apolo comportándose igual que Teseo, rey de Atenas; y por supuesto, ahí estaban los reyes de Asia, que siempre habían dispuesto de harenes bien surtidos. En Asia se encontraba Troya, y lo más normal era que el rey Príamo tuviera cincuenta hijos, siendo Hécuba, la reina de Troya, tan solo la principal de sus esposas.
Cada una de las pequeñas polis griegas, o ciudades-estado, tenía su propia familia real; y a cada una de ellas le gustaba hacer remontar sus ancestros hasta uno de los dioses. Lo mismo sucedía en Inglaterra hace mil años: a Alfredo el Grande le gustaba imaginar que descendía de Odín, que para sajones y daneses ocupaba el mismo lugar que Zeus había tenido en el panteón griego. De hecho, si atendemos a los cronistas medievales, ¡la propia familia real inglesa, hasta la soberana reinante hoy en día, puede trazar su ascendencia por una parte hasta Odín y por otra hasta Antenor, pariente del mismísimo rey Príamo de Troya!
¡Ciertamente Hera tenía motivos para estar celosa! Y bien que lo estaba —o por lo menos eso cuentan las historias— de las compañeras mortales de Zeus, quien parecía tener una amante en cada reino, ¡igual que se decía de los marineros y sus amores portuarios!
Los griegos no estaban aún muy civilizados cuando empezaron a elaborar sus relatos de dioses y diosas, por lo que dichas leyendas les parecían perfectamente verosímiles. Con el transcurrir del tiempo, y según iban progresando en su pensamiento y saber, algunos griegos empezaron a reflexionar sobre aquellas historias, y se dieron cuenta de que en realidad solo había un único Dios, un dios magnánimo y justo, mejor que el más bueno de los hombres.
Seguro que ese Dios no podía ser otro que Zeus, por lo que el mismo Zeus tenía que haber ido creciendo en bondad, de modo que, gracias al sufrimiento, había llegado a entender la auténtica importancia de la Misericordia.
Entonces los contadores de historias se dieron cuenta de que esta idea se ajustaba bastante bien a los relatos primitivos de los dioses ya que, en los primeros tiempos, antes del advenimiento de Zeus, habían existido otros dioses muy diferentes, criaturas terribles que apenas si mostraban el más mínimo rasgo humano. Estos seres primigenios eran tan brutales y despiadados como lo puedan ser tempestades o terremotos, las olas más devastadoras o los volcanes en erupción. Estos entes terroríficos eran los hijos del Cielo y de la Tierra, según las primeras de todas las leyendas, aquellas compuestas por nuestros más primitivos ancestros en el albor de los tiempos. Eran Gigantes y Titanes, ogros y monstruos pavorosos de muchos brazos o con descomunales colas de serpiente. La más horripilante de aquellas pesadillas se llamaba Crono, y era el padre de los verdaderos dioses, de Zeus, Poseidón y Hades, y de las diosas Hera, Hestia y Deméter.
No podemos imaginar el aspecto de Crono. Los griegos que soñaron sus leyendas no se atrevieron a hacerlo. Su nombre significa «Tiempo», pero no fue hasta la época de los romanos cuando llegaron a concebirlo como una figura amable y paternal, el Padre Tiempo, con su guadaña y su reloj de arena.
El Crono original era muy diferente. Blandía una guadaña, ciertamente, o por decir mejor, una hoz, ¡mas la usaba para arrancar pedazos de su propio padre, Urano, el Cielo!
—¡Has conseguido imponerte al fin —le dijo el Cielo—, pero has de saber que tus hijos te tratarán como tú nos has tratado a nosotros, o aun peor! ¡Te encadenarán en una terrible prisión y uno de ellos regirá el mundo en tu lugar! —y lo que decía el Cielo lo mantenía también la Tierra, y Crono sabía que la Tierra no puede mentir.
—¡Ya veremos! —rugió Crono, y empezó a devorar a sus hijos en el instante mismo en que iban naciendo... igual que hace el Tiempo tragándose los años, uno detrás de otro. Primero se comió a Hestia, luego a Deméter y a Hera; y después a Hades y a Poseidón.
Esto era excesivo para su esposa y madre de aquellos dioses, Rea, a pesar de ser una criatura de la misma naturaleza que Crono. Por eso, en el momento en que nació Zeus, lo escondió en una cueva en la isla de Creta.
—¿Dónde está el niño? —exigió el desaforado Crono, y Rea le entregó una enorme piedra envuelta en ropas de recién nacido... y Crono la engulló, creyendo que se tragaba al último de sus hijos.
Mas Zeus permanecía seguro en Creta, protegido por las ninfas de las montañas, las hijas de la amable Madre Tierra. Cuando hubo crecido lo suficiente, buscó consejo de la Titánide Metis, también llamada Pensamiento, que le proporcionó una hierba mágica que Zeus puso en el vino de Crono. El Titán sintió unas náuseas terribles y vomitó los hijos que había devorado, que seguían estando muy vivos y poseídos ahora por una furia terrible.
También vomitó la piedra, que hoy en día se puede contemplar en el lugar en el que fue a caer, en Delfos. Junto a ella hay otro gran peñasco que Zeus colocó allí para señalar el centro de la tierra; para calcularlo soltó dos grandes águilas, una desde cada uno de los dos confines del mundo, y las dos se fueron a encontrar exactamente en ese lugar de Delfos.
Luego, durante diez años, Zeus y sus hermanos batallaron contra Crono y los Titanes, a los que por fin consiguieron derrotar con el auxilio de los Cíclopes. Estos eran gigantes de un solo ojo situado en medio de la frente. Los Cíclopes forjaron rayos que Zeus arrojó contra sus enemigos; y también fundieron el tridente con el que Poseidón encrespaba el mar para ahogar a sus enemigos; y fabricaron un yelmo de invisibilidad para Hades, quien, mientras lo llevaba puesto, podía deslizarse sin ser visto a la espalda de los Titanes.
Cuando concluyó la guerra, Zeus encerró a Crono y a los demás Titanes en el Tártaro, una prisión de fuego situada debajo de la tierra. Con el tiempo las almas de los hombres malvados también fueron enviadas allí para sufrir tormento junto a ellos.
Zeus y sus hermanos echaron suertes para determinar quién debía regir el aire, quién el mar y quién el mundo subterráneo; y de esa forma Zeus se convirtió en Rey del Cielo; Poseidón, en Señor de las Olas; y a Hades le correspondió el Reino de los Muertos.
Entonces hubo paz, y Zeus ordenó que se construyeran los palacios de los dioses. Pero si su palacio dorado estaba en el Monte Olimpo al norte de Grecia, o en alguna otra montaña coronada de nubes entre los cielos, los griegos nunca fueron capaces de determinarlo.
A continuación Zeus empezó a curar las heridas de la pobre y maltratada tierra, pues los Titanes habían destrozado incluso las montañas más grandes utilizándolas como proyectiles, llevando la desolación allá por donde fueron.
No todos los Titanes habían participado en aquella guerra, pues las historias cuentan que Helio, que conducía el carro del Sol, era un Titán; igual que Selene, la Luna; o incluso Océano, la personificación del agua. Y estaban Metis, el Pensamiento; y Temis, la Justicia; y Mnemósine, la Memoria, madre de las nueve Musas, que vivían en el Monte Helicón. Las Musas, por supuesto, se ocupaban de las Artes: Historia, Poesía Lírica, Comedia, Tragedia, Danza, Poesía Amorosa, Himnos, Épica y Astronomía; y eran las compañeras especiales de Apolo.
Uno de los Titanes prisioneros en el Tártaro era Jápeto. Tenía tres hijos, dos de los cuales ayudaron a Zeus de muchas formas. El tercer hijo, el único con apariencia de Titán, era Atlante, que luchó contra Zeus y que, como castigo, fue condenado a soportar sobre sus hombros el peso del cielo, puesto en pie sobre el monte Atlas, en el norte de África.
Los dos hijos de Jápeto que ayudaron a Zeus fueron Prometeo y Epimeteo. El primero de ellos constituye una de las figuras más importantes de toda la cosmogonía griega.
Allí, junto a los rocíos a mi vera,
contempla el paso gallardo de un joven,
con tocado de plumas en la frente,
que empuña un báculo dorado.
Con labios donde baila la risa
pero que ni una vez responden,
y pies que vuelan alados,
y vara de serpientes rodeada.
A. E. HOUSMAN, El guía risueño
Ya antes de la gran guerra contra los Titanes vagaban los hombres por la faz de la tierra, y esa época fue la Edad de Oro, cuando el trigo crecía sin necesidad de siembra o de arado, y todos los animales vivían de la fruta o del pasto. La Edad de Oro vino y se fue, pues hombres y mujeres no hacían sino comer y beber, holgando por el maravilloso jardín del mundo y muriendo sin que nacieran niños.
Luego vinieron los hombres de la Edad de Plata, y con ellos el mal y la perfidia por culpa de Crono y los Titanes. Estos hombres también fueron barridos de la superficie del mundo y aprisionados en el Tártaro con sus malvados hacedores.
Cuando por fin Zeus estableció su trono en el Olimpo, con lo que concluyó la gran guerra entre dioses y Titanes, hizo venir a su presencia a Prometeo, el Titán bueno.
—Ve —le ordenó— y con arcilla moldea al hombre. Dale la figura misma y la apariencia de los Inmortales, que yo le insuflaré la vida. Luego le enseñarás todas las cosas que necesite conocer, para que pueda rendir pleitesía a los Inmortales y erigir templos en su honor. Mas tendrá una vida breve, tras la cual descenderá al reino de Hades, mi hermano, para someterse a él.
Prometeo cumplió lo que se le había encomendado. Fue hasta un lugar de Grecia llamado Panopeo, no muy lejos de Delfos, al nordeste, y con arcilla roja dio forma al hombre. A continuación Zeus insufló su hálito vital en estos hombres de arcilla, y dejó que Prometeo les enseñara cuanto precisaran para su existencia.
—Les proporcionarás todo cuanto te parezca procedente —le advirtió Zeus—, mas no debes entregarles el fuego, pues la llama sagrada está reservada para los Inmortales. ¡Si me desobedeces, tu destino será más terrible que el de los demás Titanes del Tártaro!
Con estas palabras, Zeus se fue a la pedregosa tierra de Arcadia, al sur de Grecia, para habitar allí un tiempo con la ninfa Maya, una de las Pléyades. Ocupaban una cueva en el hermoso monte Cileno, donde nació un maravilloso infante al que llamaron Hermes. Ninguno de los Inmortales conocía el paradero de Zeus, ni en qué andaba ocupado, hasta que Apolo lo descubrió de una extraña manera.
Apolo poseía un rebaño de magníficos bueyes del que cuidaba Helio, el Titán que conducía el carro del Sol. Este, desde su elevada trayectoria, veía todo lo que sucedía sobre la superficie de la tierra a lo largo del día.
Una mañana Helio envió un mensaje a Apolo: «¡Tus bueyes han desaparecido! Ayer por la noche pastaban pacíficamente en un verde valle de Arcadia, y hoy no queda ni rastro de ellos».
Loco de rabia, Apolo los buscó por toda Grecia, lanzando espantosas amenazas contra el ladrón y prometiendo magníficas recompensas a quien pudiera darle razón de su ganado. En Arcadia se topó con una banda de Sátiros, unos seres medio salvajes habitantes del bosque, supervivientes residuales, quizá, de la Edad de Oro. Eran individuos cobardes y poco inteligentes, duchos eso sí en todo tipo de tretas y artimañas, e inclinados a pasárselo bien a cualquier precio. Tenían cuernos y orejas puntiagudas, y su jefe, Sileno, era gordo y estúpido.
—¡Nosotros hallaremos tus reses! —farfulló Sileno—. ¡Confía en nosotros, mi señor Apolo; siempre estamos dispuestos a echar una mano, tenemos buenos ojos... y no le tenemos miedo a nada!
—¡Bien! —exclamó Apolo con su tono autoritario—. ¡Encontrad mis bueyes y sabré recompensaros!
Apolo siguió su camino y los sátiros empezaron su búsqueda a lo largo y ancho de los valles de Arcadia. Tras husmear aquí y allá, encontraron trazas de las pezuñas, mas para su gran sorpresa ¡las huellas se dirigían hacia los pastos de los cuales habían desaparecido los animales!
—¡Están locas, o quizá embrujadas! —fue la conclusión de Sileno—. Y alguna criatura terrible debe conducirlas: ¡observad su rastro!
Los sátiros se arremolinaron en torno a él y contemplaron las marcas del cuatrero: unas huellas grandes, redondeadas y difusas, carentes de talón y de dedos, llenas de líneas y arañazos entrecruzados.
Mientras hablaban todos a la vez, llegó hasta ellos un rumor proveniente de la colina, un murmullo nuevo y maravilloso que en un primer instante les llenó de terror. Era el sonido de la música, los acordes suaves y dulces de la lira, un instrumento de cuerda parecido a una cítara o a una pequeña arpa.
Tras una acalorada discusión y varios intentos de huida por parte de Sileno, que no deseaba enfrentarse a ningún monstruo junto al resto de sus compañeros, los sátiros empezaron a hacer todo el ruido que podían a la entrada de la cueva de la que provenía la melodía, y de la que provenían las huellas del ganado.
—¡Va a salir, va a salir! —aullaron al cabo los sátiros, aterrados—, ¡y se va a asustar tanto al vernos que, si del cuatrero se trata, se va a desmayar de la impresión en cuanto nos ponga el ojo encima!
Apenas acababan de decirlo cuando la puerta de la cueva se empezó a abrir lentamente. Sileno se dispuso a echar a correr y los demás sátiros siguieron su ejemplo. Pero, en lugar de un engendro espantoso, de la cueva salió una hermosa ninfa de montaña.
—¡Criaturas salvajes! —les dijo con voz suave y gentil—. ¿Por qué hacéis tanto ruido, turbando a la gente que mora en esta tierra dichosa? Al oír vuestros alocados berridos y el patear de vuestras pezuñas en el umbral de mi cueva, he salido para enterarme de por qué importunáis así a una pobre ninfa.
—No te enojes, hermosa niña —suplicó Sileno—. No venimos como enemigos con intención de lastimarte. Mas ese sonido, ese eco maravilloso y extraño que así nos sobrecoge, ¿qué es y quién lo produce?