Índice
Cubierta
Portadilla
Las chicas Van Apfel han desaparecido
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Epílogo
Notas
Créditos
Para mis padres.
Y para Andy, por supuesto
El fantasma apareció a la hora del desayuno, invocado por el ruido estertóreo de la caja de cereales.
Llegó caminando. Descalza. Con las piernas desnudas, los puños apretados con fuerza y un camisón que se le pegaba a las pantorrillas y que, ladeado con el desenfado de un sombrero, dejaba un hombro al descubierto. Tenía el pelo húmedo de haber sudado durmiendo ―¿y quién no ese verano?― y algunos mechones apelmazados enmarcaban su rostro de trece años como anteojeras atadas a un potro.
Cuando llegamos ya había recorrido medio callejón. Su mirada perdida y su paso cansino, arrastrando los pies a la espera de que alguien la detuviera, la habían llevado hasta allí, y es posible que hubiera llegado aún más lejos de no haber sido por el coche que se quedó atravesado en su camino con el motor al ralentí, en un ángulo recto perfecto hecho con sus imperfecciones.
El conductor, con un codo acusador que sobresalía por la ventanilla, se asomó y gritó a los vecinos que iban llegando:
―¡Ha salido de la nada!
Como si ese fuera el delito de la joven. Esa joven que había aparecido como por arte de magia.
Salimos disparadas al oír el chirrido de los neumáticos. Llegamos corriendo a la calle y entonces la vimos, iluminada por la calima y los faros, que no habían servido de nada y, en cualquier caso, no eran necesarios porque ya había amanecido.
―¡Cordie! ¡Es Cordie van Apfel!
―Dios Santo. ¿Es sonámbula?
―¿Puede oírnos? ¿Crees que puede vernos?
Fue entonces cuando apareció el señor Van Apfel, avanzando con los brazos extendidos y las manos abiertas hacia el cielo como si viniera de los jardines del Señor. Por un momento tapó el sol. Entonces dio un paso más y terminó el eclipse; la luz del día volvió a bañarlo todo, tan siniestra como antes.
―Se acabó el espectáculo, amigos ―dijo con su voz sosegada de predicador laico―. Se acabó el espectáculo.
Crepúsculo. Ese limbo. Y el mundo desdibujado por la lluvia de Baltimore. Las ventanillas del taxi estaban empañadas por la suciedad y la porquería se mezclaba con la lluvia que las rociaba, de modo que, cada vez que los limpiaparabrisas pasaban por el cristal, dejaban un arco grasiento, como un amanecer viscoso. El taxista olía a tabaco y a caramelos Tic Tac de menta, y al entrar en el taxi me había preguntado educadamente si me encontraba mejor.
―¿Mejor que cuándo?
―Que antes.
Eso nos dejó desconcertados a los dos.
Pensé que me habría confundido con otra persona; el tipo de persona a la que podía curarse.
―El hospital ―dijo, y señaló más allá del crucifijo dorado que colgaba del espejo retrovisor, en dirección a la resplandeciente torre de cristal azul celeste que se erigía bajo la lluvia, al otro lado de la acera―. Viene del hospital.
―De trabajar ―le expliqué―. Trabajo en un laboratorio. En el hospital.
Alcé el montón de ensayos preclínicos que llevaba en las manos, ahora ya mojados y reblandeciéndose. Pero el taxista no me miraba a mí. Miraba fijamente la torre, en la que casi todas las ventanas tenían una luz encendida, y el conjunto ―la brillante torre azul y la cuadrícula de ventanas iluminadas― semejaba una llama de gas a pesar de la lluvia.
Recorrimos el centro de la ciudad lentamente bajo la lluvia dentro de aquel taxi cargado de humedad. Avanzamos palmo a palmo por la autopista detrás de un autobús escolar cuyas ruedas lanzaban chorros de agua a su paso. El interior del autobús parecía desprovisto de vida, a excepción del conductor, al que no alcanzaba a ver. Nuestro taxi giró a la izquierda por West North Avenue, donde nos encontramos más tráfico. Tres carriles que avanzaban perezosamente. Delante del Burger King se estaba iniciando una pelea, pero saltaba a la vista, incluso a esa distancia, que no le ponían muchas ganas.
Pasamos por delante de la boca de metro; de la casa de empeños («¡Compramos oro! 411-733-¡Dinero en metálico!»); del Mini Mart abandonado; de la Union Temple Baptist Church, con sus arcos, sus torrecillas y su letrero roto, despojado de sus dos últimas letras y de las cuatro primeras. Hubo un tiempo en que ese letrero debió de animar a los pecadores a sentirse «Bienvenidos». Ahora simplemente les lanzaba una orden: «venid». Pasamos por delante de gigantes de ladrillo rojo y cementerios de coches; excavadoras que derramaban terrones de tierra bajo la lluvia; casas adosadas de color caramelo y la tienda de caramelos, blanca como un mausoleo.
Y allí es donde la vi.
Allí. Allí. Balanceando una bolsa con la mano. El abrigo hinchado por el viento. La melena ondeando como una cometa. El pasado pavoneándose por West North Avenue a la hora punta de entrada a la estación de metro. (El «metro», así lo llaman aquí. Solo los turistas y los australianos preguntan en Maryland cómo llegar al subterráneo de Penn-North). Sí, allí. Se mezcló con la multitud que entraba en tropel en la estación de Penn-North, aunque, al mismo tiempo, no se mezcló en absoluto. Porque su forma de caminar no había cambiado lo más mínimo en todos aquellos años. Parecía flotar ligeramente por encima del suelo.
―¡Pare!
El taxista me miró sorprendido.
―¿Aquí? ¿Quiere que...?
―¡Pare, por favor!
Era la primera vez que nos dirigíamos la palabra desde que habíamos tomado la avenida, y ahora, sin decir nada más, dio un volantazo hacia el bordillo. El crucifijo colgado del retrovisor osciló bruscamente, amenazando con sacarle un ojo a alguien.
―Se va a mojar ―me advirtió, pese a que la llovizna había cesado; el final de aquella tarde gris se la había llevado consigo.
Le pagué y salí del taxi, escudriñando la acera. Pero, en el tiempo que habíamos tardado en parar, le había perdido la pista entre la multitud. Traté de mantener la calma, de controlar la respiración. A mi izquierda, el estruendo del tráfico; a mi derecha, bloques industriales. Acomodé mi paso al de dos hombres vestidos con traje barato que caminaban a buen ritmo hacia la estación de metro mientras se quejaban de alguien que trabajaba en su oficina.
―Es una farsante.
―Y que lo digas ―convino su amigo―. Una embustera de cuidado. Se comporta como si fuera distinta, pero, a la hora de la verdad, es igual que los demás.
Vi la parada más adelante. La señal que indicaba la entrada era del mismo color que las del hospital: el azul reglamentario de Baltimore. Pasamos por delante de los postes rayados giratorios de una peluquería. Cruzamos juntos una calle lateral, los de los trajes baratos y yo.
Y justo entonces la vi, a unas diez cabezas por delante de mí. Atajó por el camino que pasa por el parque North and Woodbrook, espantando a los cuervos. Haciéndolos volar como una humareda negra por encima de los árboles. El corazón me dio un vuelco.
―¡Cordie! ―la llamé―. ¡Cordie, soy yo!
No me oyó. Era imposible que me hubiera oído porque no miró atrás ni una vez.
―¡Cordie! ―volví a gritar―. ¡Cordelia!
Cruzó la calle delante de mí y recorrió rápidamente la pequeña plaza pavimentada antes de desaparecer por la boca de labios azules del metro. Empecé a correr, crucé la calle y la plaza y entré en la estación tras ella.
Dentro alcancé a verla un segundo, antes de que fuera engullida de nuevo y arrastrada al abismo de la escalera mecánica.
―¡Cordie! ¡Cordelia!
Me abrí paso a empujones entre la gente.
―¡Cordie!
―Cierra el pico de una puta vez ―murmuró alguien.
Ya en el andén: suelo húmedo, azulejos húmedos. Vigas en el techo goteando como en una selva. Los viajeros esperaban hombro con hombro mientras el panel con los horarios marcaba la cuenta atrás hasta el próximo metro. Me quedaban dos minutos, y después solo uno, para encontrarla.
―Perdón, perdón. ―Fui avanzando por el andén, arrastrando los pies por el lado prohibido de la feroz línea amarilla―. Disculpe. Lo siento, necesito...
Y de pronto... allí estaba. Apoyada en un pilar al final del andén. El abrigo ya desinflado; el pelo oscurecido por la lluvia tapándole la cara; el bolso bajo el brazo.
―¡Cordie! ―grité, un segundo antes de llegar hasta ella y tocarla.
En ese mismo instante, el tren irrumpió en la estación. Una ráfaga de aire caliente me golpeó en la espalda y me impulsó hacia delante. Me aferré a ella y se dio la vuelta, sorprendida.
―Lo siento ―tartamudeé―. Me he equivocado. Lo siento mucho.
Hizo un gesto con la mano restándole importancia ―no pasa nada― y cogió su paraguas, lo cerró y pasó por mi lado para entrar al tren en cuanto las puertas se abrieron con un siseo.
Desapareció en el interior del vagón sin mirar atrás.
―Te he confundido con una persona a la que no veo... ―le expliqué a gritos, pero mi voz se quedó corta; se perdió por el hueco entre el vagón y el andén―. Una persona a la que no veo desde hace mucho.
Para ser exactos, esa semana hacía veinte años.
He visto a tantas Cordies a lo largo de los años que se ha convertido en un tic nervioso. Veo su nuca. La reconozco entre una multitud. La he visto haciendo cola en la caja del supermercado, poniendo gasolina, en el dentista. La he visto aparecer en el carril contiguo al mío de la piscina, con una brazada poco eficiente pero bonita.
Al principio resultaba perturbador. De pequeña me asustaba. Pero, a medida que fui creciendo, empecé a encontrarlo reconfortante. En cierto modo, me tranquilizaba, y me suponía una desilusión cuando pasaba mucho tiempo de una vez a otra. Cuando iba a un examen o a una entrevista de trabajo o a una cita a ciegas organizada por alguna de mis amigas, combatía los nervios intentando encontrar a Cordie.
Y era Cordie, siempre Cordie. Nunca Hannah o Ruth. Cordie era la que volvía. Quien aparecía y al momento se esfumaba delante de mis narices. Salía de la nada. A menudo no era más que una vista de perfil, o un movimiento del pelo. Pero a mi cerebro le bastaba con eso para dar el salto. Me acercaba a ella y le preguntaba, y ella se daba la vuelta y me miraba con gesto extrañado. ¿Nos conocemos? ¿Puedo ayudarte? ¿Nos hemos visto antes?
Y era entonces, al darse la vuelta, cuando la ilusión se hacía pedazos en un segundo. «Lo siento, te he confundido con otra persona», farfullaba yo. Y ella sonreía, se encogía de hombros y volvía a desaparecer, dejándome plantada en mitad de la calle mientras me preguntaba dónde habría aprendido ese truco.
Vivía en un barrio de casas adosadas venido a menos de Baltimore. Ladrillo rojo, ventanas de marcos blancos. Mi casa se apoyaba en las casas contiguas como si fueran muletas. Llovía tanto y tan a menudo que algunos días, al volver del trabajo, esperaba encontrarme con que toda la hilera de adosados se había ido por la alcantarilla y había bajado por la colina hasta la bahía de Chesapeake.
Aunque seguramente yo no hubiera estado en casa para verlo. Me pasaba de lunes a viernes en el laboratorio, de ocho y media a seis, y más fines de semana de los que me gustaba reconocer. Allí observaba el mundo a través del ojo de cristal de mi microscopio, colocando cosas bajo mi objetivo. Trabajaba como técnica auxiliar de laboratorio en un centro de investigación médica, ingeniándomelas para crear células y después conseguir que sobreviviesen. Lactobacillus acidophilus, Bifidobacterium lactis, Streptococcus thermophilus. Las cultivaba en tubos de leche esterilizada, las bautizaba con baños de agua y, cuando se convertían en cuajada, las disponía en frotis en placas de agar de plástico para comprobar su pureza.
En un buen día, podía revisar unas ciento veinte placas. De pie, con la cadera apoyada en la mesa del laboratorio, un pie delante y el otro detrás, preparando frotis. De pie, ignorando el dolor sordo en el tendón de Aquiles, las punzadas en las corvas. De pie porque ―a pesar de lo que el agente superior Mundy nos había ordenado hacía tantos años― nunca le he cogido el tranquillo a lo de sentarme. («Quedaos ahí sentadas», nos había dicho después de la desaparición de las chicas, y más o menos habíamos obedecido. No habíamos hecho otra cosa en veinte largos años).
Tardaba cuarenta y ocho horas en incubar cada placa. A continuación, las dejaba suspendidas en leche esterilizada y las pasaba a pequeñísimos criotubos que después eran apilados, almacenados, congelados ―miles de viales minúsculos, como ladrillos en una pared― y enviados a otros laboratorios más grandes del campus. Iban a otros departamentos, donde otros investigadores estudiaban el efecto de diversas cepas en enfermedades crónicas; investigadores que escribían artículos, presentaban simposios y se acostaban con sus doctorandos; investigadores que daban respuesta a preguntas cruciales. Mientras tanto, lo único que yo aprendía era a tener paciencia. (Disponía la vida en minúsculas placas de agar, mientras mi propia existencia se escapaba silenciosamente).
Pero eso era en los días buenos. En los malos ―y hubo unos cuantos―, me distraía y dejaba vagar mi imaginación. En esos días, la cuajada derramada formaba en el suelo un charco en el que flotaban astillas de plástico.
En diciembre los días malos siempre superaban en número a los buenos. El aniversario de la desaparición me dejaba alterada. Había días ese mes en los que parecía que acababan más células desparramadas por el suelo que a salvo en los criotubos.
A veces me pasaba días, e incluso semanas, sin pensar en las hermanas Van Apfel. Aunque, al principio, hasta eso me preocupaba. Como si temiese lavar mis culpas. Pero enseguida comprobé que no tenía de qué preocuparme. El dolor, la vergüenza: podía hacerlos aparecer en un momento, con la misma certeza e infalibilidad con que se cultivan bacterias en un laboratorio. Escherichia coli y toda una vida de remordimientos. Podía disponerlos en placas de agar para comprobar su pureza. Podía almacenarlos en tubitos minúsculos hasta formar pilas altísimas.
Las cosas habían empeorado hacía seis meses, al principio del verano en Maryland. Martes, 12 de junio de 2012 ―tengo el recorte pegado al frigorífico―. Fue cuando el caso Chamberlain volvía a aparecer en los telediarios, esta vez por el fallo del juez de instrucción. En junio fue cuando corrigieron el certificado de defunción para reconocer lo que todo el mundo sabía: que un dingo se había llevado y había matado a Azaria Chamberlain, una bebé de nueve semanas, hacía más de treinta años. Y, como bien señaló el propio juez de instrucción, eso significaba que también hacía más de treinta años que la madre de la niña, Lindy Chamberlain, había sido declarada injustamente culpable del asesinato; que había sido condenada a cadena perpetua y había cumplido tres años en una prisión del Territorio del Norte, antes de que se encontrara la chaqueta de la niña en la entrada de la guarida de un dingo. Fue entonces cuando a Lindy Chamberlain por fin se le revocó la condena.
Está considerado el caso más famoso de la historia australiana. El caso Chamberlain fue el telón de fondo de toda mi infancia. El papel pintado que revestía las paredes de nuestras casas. En la calle teníamos letreros de «Casa segura» con caritas sonrientes atornillados a los buzones. Todas las casas eran seguras. Todas eran un refugio. Mientras tanto, el juicio de una madre acusada de asesinar a su hija se retransmitía todas las noches, a la hora de mayor audiencia, en la sala de la televisión.
Y aunque Azaria Chamberlain desapareció doce años antes que las hermanas Van Apfel, y a casi tres mil kilómetros de donde lo hicieron ellas; aunque el caso Chamberlain se resolvió, mientras que lo ocurrido a Hannah, Cordie y Ruth sigue siendo un misterio, los dos sucesos están tan estrechamente ligados en mi cabeza que no puedo pensar en uno sin obsesionarme con el otro.
Y desde que había pasado caminando por delante de una tienda de electrónica hacía seis meses y había visto una pared de Lindy Chamberlains mirándome (todavía con las gafas de sol puestas, todavía con el pelo corto, si bien más desenfadado y de punta), había sentido esa sensación familiar de pavor.
Nunca se quedaba enterrada mucho tiempo.
Era de noche cuando mi avión aterrizó en Sídney. Un cielo negro, sin estrellas e inmaculado. Habían pasado veinte años desde la desaparición de las hermanas y seguía programando mis vuelos para llegar por la noche.
En el trayecto en coche desde el aeropuerto estuve a punto de pasarme el cruce elevado que lleva a casa de mis padres. Ese puente no existía cuando me marché a Baltimore y, de algún modo, en mi ausencia había emergido, brillante, confiado y geométricamente satisfactorio, del fondo del valle. Colgaba a cuarenta metros del suelo, conectando nuestra montaña con el resto del mundo con una amplia sonrisa invertida. Esa combadura se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista desde la casa de mis padres.
Pero había venido a ver a mi hermana, no el puente.
No obstante, cuando miré por el espejo retrovisor del coche de alquiler, con una mano en el volante y la otra buscando a tientas el intermitente, vi a lo lejos el puente curvarse detrás de mí como la cola de algo horrible.
Solíamos hacer bromas sobre colas. Y sobre dientes y garras y ojos. Un aliento cálido en la nuca. A menudo intentábamos asustarnos la una a la otra con historias sobre cosas salvajes que vivían en el valle. Una pantera. Una pitón. Un bunyip1 que arrastra a la gente al fondo del río y la destripa con la misma facilidad con que se pela una gamba. (Como si lo que nos inventábamos en nuestras pequeñas tiendas de campaña plantadas en el jardín pudiera ser peor que lo que merodeaba por allí abajo).
La gente también veía cosas. Cada pocos años, el periódico local informaba del avistamiento de un enorme gato fantasma y publicaba la foto de una huella con un encendedor al lado para apreciar su tamaño. O un tiburón toro le daba un buen susto a alguien en el río. Una vez, la corriente arrastró a medio perro hasta el manglar y el periódico afirmó que había sido un tiburón. En aquel momento pensé que habría sido fácil comprobarlo porque lo que quiera que se hubiera comido al perro se había tragado la mitad en la que estaba implantado el microchip. Pero papá me lo explicó: no, que llevase un microchip no quería decir que pudiéramos localizarlo, sino que, en caso de tener el chip, podía averiguarse el nombre del perro y la dirección de sus dueños.
En otra ocasión, el periódico publicó una serie de fotografías tomadas con una cámara de visión nocturna que demostraban la presencia de una pantera. Unas manchas oscuras con ojos cristalinos miraban al lector desde la portada, pero, después de que el periódico hubiera sido impreso, doblado y lanzado desde la ventanilla de un coche por alguno de los Tooley, que eran los encargados de repartirlo cada jueves después de comer, resultaba imposible determinar si aquello era un gran felino o una mancha de salsa de bocadillo.
Cuando llegué, la casa estaba iluminada como el minibar de una habitación de hotel. Parecía más pequeña y endeble de lo que recordaba. En el camino de entrada, la angophora enorme que se cierne sobre el garaje sacudió sus hojas hacia mí. La fragancia de eucalipto me golpeó como un puñetazo en el estómago.
―¡Has llegado! ―Mamá me abrazó en el umbral―. ¡Ha llegado, Graham! ¡Está aquí! ¡Tikka está en casa!
Me cogió una bolsa del hombro y otra de la mano y después me empujó con la cadera para obligarme a avanzar por el pasillo y entrar en la cocina amarilla.
―¿Qué tal ha ido el vuelo? ―me preguntó―. ¿Has comido algo? Siéntate y te prepararé una taza de té. Papá descargará tus cosas del coche. ¿Cómo? ¿Solo esas bolsas? ¿Nada más? ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
»Hemos estado toda la tarde en casa de los Heddingly ―me dijo―. ¿Te has enterado de que Jade Heddingly va a casarse? Y se ha vuelto a vender la casa de los Van Apfel. La señora McCausley puede decirte por cuánto.
Completó rápidamente la lista de cosas que seguramente se había propuesto no mencionar: ¿Cuánto tiempo iba a quedarme? Otra boda. Los Van Apfel. En la mesa de la cocina, un viejo libro de recetas de Women’s Weekly, muy manoseado y con las esquinas dobladas, esperaba su momento.
Papá entró tranquilamente en la cocina y me envolvió en un abrazo.
―Me alegro de verte, Tik ―dijo, y me revolvió el pelo. La tetera se quejó desde la encimera―. ¿Ha ido bien el vuelo? ―Se sentó a la mesa de la cocina, con los brazos cruzados y las gafas un poco torcidas―. Lo he estado siguiendo en Flight Tracker.
Flight Tracker era su aplicación favorita por entonces.
―Habéis despegado con un poco de retraso ―me contó, como si yo no hubiera ido a bordo―, pero habéis recuperado el tiempo perdido mientras sobrevolabais el Pacífico.
―Eso ha sido cuando nos han pedido que nos inclinásemos hacia delante en el asiento. Para ir más rápido ―le expliqué.
―Graciosilla descarada.
―Es una política de ahorro de combustible.
―¿Por eso era tan barato el vuelo? ―preguntó con sorna.
Porque puede que hubiera sido idea mía venir a ver a Laura, pero el vuelo lo habían costeado mis padres.
―Entre otras cosas ―respondí avergonzada.
Mamá llevó a la mesa tres tazas de té y las dejó encima de unos posavasos de corcho. Una vez jubilados, mamá y papá habían comprado una caravana pequeña y aquellos posavasos eran recuerdos de las atracciones turísticas que habían visitado por todo el estado. «¡El gran plátano! ¡El gran toro! ¡El gran merino!», gritaban los posavasos.
―Gran ruta para una caravana pequeña ―observé.
―Bébete eso ―dijo mamá, haciendo caso omiso de mi comentario, y señaló con la cabeza el té caliente que me había puesto delante. La taza era tosca y pesada. El té estaba tal y como a mí me gusta―. Voy a hacerte unas tostadas, Tik. Tienes pinta de no haber comido en meses.
Todos nos quedamos mirando mi holgada sudadera con capucha, mis medias negras descoloridas y mis pies, enfundados en calcetines de vuelo. Soplé el té para que se enfriase.
―¿Dónde está Laura?
―Durmiendo ―dijo mamá.
―Se cansa ―explicó papá.
―¿Cómo está? ―pregunté con vacilación.
Mamá se sentó enfrente de mí e inspiró hondo. Papá le puso la mano en la rodilla y, para mi sorpresa, rompió a llorar.
―¿Qué pasa? ¿Es más grave de lo que me habéis dicho? Es más grave, ¿verdad? ¿Qué me habéis ocultado?
―No te hemos ocultado nada, Tik ―dijo mamá―. Empezará pronto con la quimio y el pronóstico es esperanzador. Gracias a Dios, esa cosa no se ha extendido.
Papá se enjugó los ojos con el dorso de la mano. Volvió a ponerse las gafas, despegó la barbilla del pecho y dijo:
―Uno espera esas cosas a nuestra edad. Esperas que tus amigos se pongan enfermos, o ponerte malo tú mismo. Pero no debería ocurrirle nunca a un hijo... ―Se interrumpió al notar que la voz se le quebraba de nuevo.
Mamá pasó un brazo por el mantel, alisando arrugas invisibles. Tenía el dorso de la mano salpicado de manchas de vejez.
―Mi preciosa Laura ―dijo con un suspiro.
Laura me había llamado hacía apenas una semana para decirme que era cáncer. Linfoma de Hodgkin. Había adoptado un tono frío, pese a referirse a ella misma, y yo me la había imaginado vestida con su bata de enfermera mientras hablaba conmigo por teléfono.
―Voy a ir a casa ―le dije―. Me sacaré el billete hoy mismo.
―¿Para qué? ―respondió―. No puedes hacer nada.
―Voy a ir de todas formas. Tengo ganas de verte.
―Puede que no esté en mi mejor momento ―me advirtió.
Recibí su llamada cuando iba en el tren, camino del laboratorio. Al otro lado de la ventanilla, el desfile de edificios de ladrillo rojo era incesante, igual que el golpeteo de la lluvia en el cristal. Mi hermana nunca me llamaba tan temprano ―allí era poco más de medianoche―, así que supe, aun antes de oír su voz, que algo iba mal.
―Puede que se corte la señal. Voy en el tren ―le avisé.
―Mi vida acaba de derrumbarse ―respondió.
La primera vez que la vi aquella noche, después de llegar del aeropuerto, fue cuando entró en la cocina como un alma en pena, con un raído albornoz azul y una expresión acorde. Se puso a fisgonear en la bolsa que había dejado encima de la mesa.
―Vaya, compras libres de impuestos ―dijo.
Dejé a un lado mi té y la rodeé con los brazos, hundiendo la cara en su cuello y aspirando su olor.
―Hermana.
―No deberías haber venido ―dijo con brusquedad―. No tenías por qué hacerlo.
―Claro que sí ―respondí, y le alisé la parte del pelo que se le había despeinado mientras dormía.
A cambio, ella se inclinó y remetió la etiqueta que sobresalía por la espalda de mi sudadera.
―Somos como chimpancés ―observó―, acicalándonos una a la otra.
―Lo serás tú, en todo caso ―repliqué con malicia―. Con esa cara, podrías pasar por uno.
―Tú tienes aliento de mono.
―Y tú un moco colgando.
Sonreí burlonamente y pegué mi mejilla a la suya.
Pasó una semana antes de que alguna de nosotras mencionase la desaparición de las hermanas Van Apfel, e incluso entonces lo hicimos con mucha reserva.
―¿Se lo has contado a alguien? ―me preguntó mi hermana con toda tranquilidad, como si no le preocupase mi respuesta. Como si no pudiera darme cuenta de que aguantaba la respiración.
―¿Y tú?
―Yo he preguntado primero ―insistió, como si tuviera otra vez catorce años.
Como si yo me hubiera quedado en los once para siempre.
Perdimos a las tres hermanas ese verano. Dejamos que se desvanecieran como la letra de una canción medio olvidada; y, cuando una de ellas volvió, ni siquiera era la que habíamos estado intentando recordar.
La primavera también se marchó. Se escabulló entre la maleza y su lugar lo ocupó un verano que chamuscaba el aire, nos abrasaba las ventanas de la nariz y preservaba los malos olores. Como las tapas de las fiambreras en las que llevábamos el almuerzo.
―Jade Heddingly dice que, si se calienta lo suficiente, tu sombra entra en convulsión espontáneamente ―le informé.
―¡Se dice en combustión! ―respondió mi hermana en tono burlón―. Jade Heddingly es idiota, igual que tú, y, en cualquier caso, tu sombra no entra en combustión ni en convulsión ni en nada. Tu sombra está siempre ahí, boba.
―En la oscuridad no.
Mamá tenía razón: no puedes ver tu sombra en la oscuridad. Estaba de pie delante del fregadero de la cocina truncando cabezas de calistemo. Flich, flich, flich. Quitaba las flores muertas tronchándolas por el cuello y las tiraba al fregadero, donde sus finísimos pelos tenían el mismo color rojo ferroso que las costras que nos arrancábamos de las rodillas. Era el año en que terminó la Guerra Fría. El año en que dejaron de fabricar para siempre la Atari 2600. Yo tenía once años y un sexto, pero no era suficiente. Para entonces habíamos aprendido que las sombras se desvanecen en la oscuridad.
―¿Qué más te ha dicho Jade? ―me preguntó Laura.
Esperó a que mamá se metiera en el lavadero para preguntármelo, de modo que estuviéramos las dos solas en la mesa de la cocina, donde fingíamos hacer los deberes.
―¿Sobre sombras?
―Sobre cualquier cosa. Venga, ¿qué más te ha contado?
Jade Heddingly tenía catorce años, lo que significaba que era lo bastante mayor para llevar aparato en los dientes, pero no tanto como para que dejase de decir, con esos dientes, con su lengua y con el resto de su malvada boca, «plegunta» en vez de «pregunta». Seguía diciéndolo mal mucho después de que los demás hubiéramos dejado atrás «esparatrapo», «abuja» y todas esas palabras mutantes que decíamos cuando éramos pequeñas. «¿Por qué no me pleguntáis mi opinión?», se quejaba. Como si alguna vez eso fuera a hacernos cambiar de parecer.
―¿Qué más me ha dicho Jade? ―repetí.
―Sí.
Me incliné hacia ella antes de responder:
―Me ha dicho que, para esconder un cadáver, tienes que enterrarlo a dos metros de profundidad, y después enterrar un perro un metro por encima.
―¿Por qué?
―Porque así los perros rastreadores de la policía escarban solo hasta llegar al perro muerto y no encuentran el cuerpo que hay debajo.
―¡Qué asco! ―chilló mi hermana.
―Bueno, has pleguntado tú.
―¿Y eso es verdad?
―No lo sé ―reconocí.
―¿Te ha contado algo más? Ya sabes, algo sobre… Ya sabes.
―No, nada.
―¿Estás segura?
―Sí, estoy segura ―dije a la defensiva―. Jade no sabe nada de eso.
No sabía nada sobre nada.
Lo que todos sabíamos ―ya a aquella edad tan temprana― era que el valle apestaba. Dios, era un olor asqueroso. Olía a úlcera. Como si hubieran extraído algo malo y hubieran vuelto a coser el cielo; un cielo bajo, magullado y sofocante.
Nunca llegaron a averiguar por qué.
Aunque no era culpa de Ruth. Ese valle olía mal desde mucho antes de que ninguna de las hermanas Van Apfel desapareciese allí. Incluso desde nuestra casa, en lo alto del margen occidental, se notaba el hedor, que subía por el barranco y nos abofeteaba en los días secos y calurosos. Y todos eran secos y calurosos desde que había terminado la Guerra Fría.
Aquel verano fue el más caluroso que se recuerda.
Por aquella época, el valle solo se había desarrollado en pequeñas parcelas. Lo habían diseccionado con una zanja por donde una delgada carretera de dos carriles lo atravesaba serpenteando, cruzaba el río y después se escabullía por el otro lado, pero el auténtico trabajo de excavación lo había hecho mucho tiempo atrás algo mucho más primitivo que nosotros. El valle era ancho y profundo. Las dos paredes estaban cubiertas de árboles. De la vaguada surgían casuarinas débiles y raquíticas que absorbían la luz del sol y refrenaban la corriente de agua con sus agujas. Más arriba había cayeputis y árboles de té con su fragancia alcanforada a limón. A continuación, los banksias de horquilla, las rosas caninas y eucaliptos de todo tipo: woollybutts, blackbutts, bloodwoods y craven grey boxes, justo encima de las angophoras anémicas que se extendían por la cresta, retorcidas y mutiladas.
En el colegio llamábamos al valle «la raja del culo»2.
Evitábamos a los Pryder y a los Callum y a todos esos chicos que vivían en las chabolas repartidas en grupos a lo largo del valle. Pero lo más extraño de aquel sitio no eran los chicos que vivían allí. Tampoco el silencio, ni la forma en que la luz del sol lo bañaba todo a última hora de la mañana y se escabullía lo antes posible por la tarde. No, lo horrible de aquel lugar era su forma. Esos barrancos espantosos, que parecían a punto de derrumbarse. No tenía forma de uve como los valles normales, sino que todo el cañón era una u ahuecada. Era casi tan ancho en el fondo como en lo alto, como si hubieran extraído una roca gigantesca y después la hubiéramos perdido. Era un hueco enorme. Un vacío.
Incluso ahora solo vale la pena hablar de su geografía por aquello de lo que carece.
Solía pasarme horas allí abajo yo sola. Iba cuando estaba aburrida ―cuando mi hermana estaba en casa de Hannah― y cuando el viento soplaba en la buena dirección, para variar, y el hedor se hacía un poco más llevadero. Cogía flores de brezo fucsias y succionaba el néctar de su minúsculo cuello rosa; después fingía que eran venenosas y que iba a morir. Por aquel entonces no había razón para tenerle miedo a la muerte. Al menos, eso es lo que le había dicho a Hannah su padre, según la propia Hannah; y a él se lo había dicho Dios. Pero, claro, la verdad es que el padre de Hannah no se había muerto nunca, así que le dije: «Y ¿qué sabrá tu padre?».
Lo que nadie sabía ―lo que nunca sabremos― es qué les pasó a Hannah y a Cordie aquel diciembre.
Supimos de Ruth porque ella sí que volvió, gimoteando como si hubiera perdido el dinero para el almuerzo en vez de haberse perdido sola en el monte. (O peor aún: acompañada. ¿Y si no estaba sola?).
La encontraron asomando de una grieta profunda en una de las grandes rocas de la orilla del río. Estaba metida hasta el fondo, encajada en la fisura como si hubiera intentado saltar de pie pero la hendidura se la hubiera tragado en el último segundo y quisiera ahora escupirla.
Wade Nevrakis nos contó que, cuando la policía dio con ella, la roca estaba tan plagada de moscas que parecía que daba vueltas. Pero los padres de Wade Nevrakis regentaban la charcutería que había cerca del colegio, así que no sé qué le hizo pensar que nos creeríamos que sus padres estaban por allí cerca para saberlo. (En cambio, cuando Kelly Ashwood difundió el rumor de que a Ruth le quedaba aliento suficiente para decir: «¿Podré tomarme un pirulo tropical si digo que me duele la garganta?»… bueno, eso resultaba fácil creérselo porque todos sabíamos que Kelly Ashwood era una chismosa, y también que Ruth era una glotona).
Hicieron falta trece policías, dos analistas especiales de la ciudad y varios forenses, más todos los mandos policiales de la zona y los voluntarios del Servicio de Emergencias Estatal para encontrar a Ruth aquel día. Y también todas las cacatúas negras que sobrevolaban en círculo el lugar donde se encontraba la roca. No era normal verlas allí. No en un grupo tan numeroso y menos en época de cría. Y, sin embargo, allí estaban, dando vueltas y vueltas sin parar, como un disco rayado.
Cuando la encontraron tenía los ojos cerrados con fuerza, como si hubiera visto suficiente. Como si no pudiera soportar seguir viendo. Y, salvo por una mancha de suciedad que le recorría la mejilla izquierda y unas cuantas agujas de pino secas enredadas en la trenza, parecía ilesa, como si estuviera rezando.
A sus padres les habría gustado eso.
Todos oímos aquel día el lamento entrecortado de la sirena mientras serpenteaba por la sinuosa carretera que salía del valle, que a esa hora de la tarde ya estaba cubierto de sombras. El sonido ganaba y perdía intensidad con cada curva que tomaban los conductores. La señora Van Apfel se encontraba en el puesto de mando de la policía, esperando al agente superior Mundy, y dicen que se quedó paralizada cuando oyó la sirena porque todavía no les habían llegado las noticias sobre Ruth. La señora McCausley, que vivía en la esquina de nuestro callejón, estaba en el puesto de mando preparando té para los miembros de la partida de rescate. Dijo que la señora Van Apfel volvió la cabeza bruscamente en la dirección de la que llegaba el sonido, como un perro que escucha el silbido de su amo.
A cada subida y bajada de aquel gemido, nos contó la señora McCausley, «era como si Dios mismo abriese y cerrase la puerta del dolor de la pobre mujer».
La señora McCausley se había quedado «tupperada». Eso es lo que me dijo, al menos.
―¿Se ha quedado cómo? ―me preguntó mamá cuando se lo conté―. Esa palabra no existe.
Mamá era bibliotecaria, así que lo sabía todo sobre las palabras. Sobre las palabras y sobre los avisos de retrasos en las devoluciones.
―Sí que existe ―insistí―. La señora McCausley la utilizó.
Nos pasamos un buen rato discutiendo el asunto hasta que comprendimos lo que había querido decir, y mamá no entendió lo que se proponía la señora McCausley hasta que le expliqué cómo su vida había cambiado a mejor al enterarse de que los productos de Tupperware estaban garantizados de por vida contra desconchones, grietas y roturas de cualquier tipo.
―Tupperada, como lo oyes ―le dijo a papá aquella noche mientras yo escuchaba a escondidas su conversación agarrada a la barandilla de la escalera―. Ahora les vende táperes a nuestras hijas.
Parecía malhumorada, igual que papá, a pesar de que yo no había comprado nada.
La señora McCausley vendía Tupperware, aunque era más un pasatiempo que un trabajo.
―Lo justo para mantenerme alejada de problemas ―decía.
Aunque cualquiera se daba cuenta de que la señora McCausley, con sus visitas de puerta a puerta, pretendía no tanto alejarse de los conflictos como desenterrarlos.
Los Van Apfel no vendían táperes ―que nosotros supiéramos, no vendían nada―, pero tenían tanta fe en Jesucristo como la señora McCausley en Tupperware. Sí, Jesús era su sostén.
El señor Van Apfel era un hombre grande con manos grandes y hombros y cuello anchos. Miraba con los ojos muy abiertos, como los niños, y, cuando pintaba las bajantes o limpiaba el camino de entrada con el chorro a presión de la manguera, llevaba unas gruesas gafas de seguridad de plástico que no ayudaban a mejorar su aspecto.
El señor Van Apfel cuidaba aquella casa con la misma devoción que mostraba en su relación con el Señor.
―¿De verdad? ―respondí cuando me lo dijo un día.
Era sábado por la mañana y yo estaba sentada derritiéndome sobre el manillar de mi bicicleta, mirando cómo se agachaba para echar unas bolitas del tamaño de cacas de conejo en líneas por todo el césped. Suus, suus, suus. Caían de la caja formando hileras rectas y bonitas.
―¿Eso es para los pájaros? ―pregunté. Había cucaburras en el árbol del jardín, y las tres (las dos cucas y yo) lo observábamos trabajar―. Porque las cucaburras comen carne ―añadí con intención de ayudar.
Comen carne. Como en carne. Suus, suus, suus. Las palabras caminaron arrastrando los pies con suavidad por mi cabeza.
Pero el señor Van Apfel respondió:
―No. Es bueno para el césped.
Fue entonces cuando me dijo lo de Dios.
Me impresionó que pudiera cultivar césped al mismo tiempo que cultivaba su relación con el Señor. Y que la caca de conejo sirviera para las dos cosas.
―Está casi vacío ―dijo, irguiéndose de forma que sus anchos hombros y su robusto cuello ocuparon todo mi campo de visión. Agitó la caja para demostrármelo y se oyeron un par de bolitas sueltas―. No pasa nada, la señora Van Apfel tendrá más ―me aseguró, aunque yo no me había preocupado.
Su mujer era muy organizada, así que parecía probable que tuviera de reserva. Yo misma había visto el calendario de su cocina repleto de enérgicas advertencias. Todas las anotaciones estaban escritas en mayúsculas rojas, para dejar bien claro qué era lo próximo que le esperaba. Así era la señora Van Apfel: trataba los compromisos sociales como emergencias. Leía las dedicatorias de los libros en busca de pruebas.
Pero, por encima de todo, era el tipo de persona que vive aterrada por los peligros que pueden surgir de pronto en el día a día de sus hijas, tan repentinamente como las crecidas del apestoso río que discurría más abajo.
Supongo que ahora podría decir: «Os lo avisé». Eso debe de haberle procurado algún consuelo.