Vélez de Piedrahíta, Rocío, 1926-2019
La Cisterna / Rocío Vélez de Piedrahíta. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2019
256 p.; 21 cm. -- (Biblioteca Rocío Vélez de Piedrahíta)
ISBN 978-958-720-581-7
1. Novela colombiana. 2. Vélez de Piedrahíta, Rocío, 1926-2019. La cisterna – crítica e interpretación. I. Morales, Jairo, pról. II.Tít. III. Serie
C863 cd 23 ed.
V436
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
La cisterna
PRIMERA EDICIÓN. MEDELLÍN, 1971
EDICIONES AUTORES ANTIOQUEñOS VOLUMEN 57, 1989
TERCERA EDICIÓN, BIBLIOTECA NACIONAL, 2015. EBOOK
Primera edición en esta colección: julio de 2019
© Herederos Rocío Vélez de Piedrahíta
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No. 7 sur - 50
Tel.: 261 95 23, Medellín
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ISBN: 978-958-720-581-7
Editora: Claudia Ivonne Giraldo
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Editado en Medellín, Colombia
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Presentación
LA CISTERNA
EL TARRO DE BASURA
GRIS
EL CENTRO ASISTENCIAL DE AYACUCHO
NOSTALGIA DE DIOS
EL SEÑOR MINISTRO
COMO EN TU CASA
Epílogo
Jairo Morales
NOTAS AL PIE
…Un tiempo infinito, pasado, negro, la rodeó totalmente y ya no gritó más. El instinto la mantenía agitándose en el agua como un títere1
Publicada de su propio bolsillo en 1971, y posteriormente en la Colección de Autores Antioqueños de la Gobernación de Antioquia, esta novela es una historia con un inicio “convencional”, al decir de Kurt Levy,2 pues se trata de la historia de una vida, en este caso, de la de la tía de la narradora, quien muere sola y soltera en su apartamento de dama vieja. Es allí donde la sobrina encuentra un diario con anotaciones desde cuando Celina, la tía, era tan solo una muchacha, hasta sus últimos días de vida. Ese diario será la base de esta novela, que en nuestra opinión, es una de las más significativas de la literatura antioqueña, una pieza fundamental por lo que en ella se descubre y denuncia; y porque es bella y bien escrita, y porque “atrapa al lector”, como suele decirse de una obra con garra.
La historia comienza con el nacimiento de Celina, un nacimiento inesperado para sus padres quienes ya tenían cuatro hijos mayores, y a quienes los toma por sorpresa esta nueva hija no planificada. Celina crece con la sensación de ser una muñeca, linda, pero un poco estorbosa e inútil; no recibe mucho amor de sus padres y de sus hermanos y por eso se convierte en una niña callada y extraña. Como extraña es asumida por su familia; por eso va a dar al internado. Y esa extrañeza la compartimos como lectores, una extrañeza ante una realidad, que no por velada a veces con mieles ácidas, deja de ser una verdad cruda, una institución taimada que se desliza por todos los países de América Latina: la costumbre familiar aún en uso –cada vez menos, gracias a las oportunidades por las que hemos luchado las mujeres– de dejar una “hija pal’ gasto”.
El título de la novela, y también el epígrafe, tomados de la historia del José de la Biblia, en la que el niño es arrojado por sus hermanos a un pozo en el desierto, hacen metáfora en la vida de Celina, quien al contrario de José nunca pudo salir de su cisterna, nunca pudo escapar al cerco que, amablemente, sin violencias físicas, le trazaron sus hermanos y hermanas ante la indiferencia de sus padres.
Intercalados en los capítulos, y resaltados con letra cursiva, aparecen unos textos que dan cuenta de los sueños y pesadillas de Celina. Son como los sueños premonitorios de José. Celina, como José, sueña. Sin embargo algunos de estos relatos parecen ser interpretados por la narradora omnisciente; y tal vez por eso en vez de mostrar “el otro lado” de Celina, sus sueños y ambiciones, sus miedos y angustias, se convierten en bandera en donde la narradora-autora escribe su crítica y su denuncia del trato desconsiderado, inhumano e injusto que la misma familia le da a una mujer hasta privarla de sus sueños y deseos propios. Esta intención de construir dos escrituras, de fragmentar el texto, hace que la novela se salga de lo “convencional” y que se descubra una exploración del lenguaje, incluso del lenguaje del inconsciente como una búsqueda expresiva.
Pocos vieron en el momento cuando se publica la obra estas fortalezas de la escritura de Rocío; fortalezas, que al compararlas con las obras de sus coetáneos escritores resultan sorprendentes, avanzadas, valientes e innovadoras en el conjunto de nuestra literatura regional por donde aún se paseaba altanero y un tanto trasnochado el “titán laborador”.
La cisterna es una novela de denuncia en la que la situación de una mujer que nunca pudo asumir su destino y su vida como propios, que no pudo zafarse de la implacable ley de las costumbres impuestas por una sociedad conservadora, misógina, y que tuvo que aceptar ese afrentoso cariño de la familia que la convirtió en esclava, queda revelada de una manera contundente. Sin que nos lo diga directamente, los lectores sabemos quién es la víctima y quiénes los victimarios. Podemos, además, reconocer a la tía Celina que –ojalá cada vez menos– hay en muchas familias nuestras. Es una historia triste, bien contada, en donde se aniquila al personaje femenino que muere derrotado. Sin embargo la tarea heroica de hacer resistencia pasiva, de guardar silencio, de intentar una y otra vez asumir un deseo en su vida, una pasión, un sentido, hacen de Celina un personaje que señala el inicio de una transición en la cartografía espiritual de la vida de las mujeres en Antioquia: cuando la sobrina recoge el diario de su vieja tía, recibe también una herencia: contar la historia, convertir la frustración de una vida en escritura y, por fin, en una obra y en una realización.
Claudia Ivonne Giraldo G.
Reelaborado a partir de “Cuatro novelistas antioqueñas”
Revista Universidad de Antioquia
A Ramiro
Se marchó José en busca de sus hermanos, los cuales luego que le vieron a lo lejos decíanse unos a otros: Aquí viene el soñador, echémosle en una cisterna vieja y entonces se verá de qué le aprovechan sus sueños. Apenas pues, hubo llegado José a sus hermanos le desnudaron de la túnica talar y de varios colores y metiéronle en una cisterna vieja que no tenía agua. Tomaron después ellos la túnica de José y el padre habiéndola reconocido dijo: La túnica de mi hijo es; una bestia feroz se lo ha comido; una fiera ha devorado a José
Génesis 37-15.33
Cuando mi tía Celina murió, estaba mal cuidada y murió sola.
Por circunstancias que más adelante relataré, fui yo quien cerró su pequeño apartamento y organizó la distribución de sus escasos enseres.
Como su vida opaca no había valido la pena, creí que en los despojos de sus pertenencias tampoco había nada interesante y si me dispuse a hacer su inventario con cuidado fue por respeto a la memoria de mi padre que sí la quería con toda el alma y mantenía sobre su escritorio un retrato de “mi hermana Celina”.
Desempeñé mi oficio sinceramente deseosa de entregar los objetos de mi tía a personas que los apreciaran; y, aquellos que carecían totalmente de valor, distribuirlos en forma tal que en ningún caso fueran ocasión de mofa. Los que difícilmente hubieran escapado a la sonrisa de mis familiares –como el increíble vaso de noche de porcelana, con dibujos de flores hechos a mano en los costados y tapa que remataba en un pequeño gajo de duraznos– pensaba esconderlos indefinidamente hasta que el azar los destruyera o el tiempo los convirtiera en antigüedades.
Solamente una vez había yo entrado en aquel apartamento obscuro, vetusto, encerrado y ahora tenía la sensación imprecisa de que mi tía estaba todavía allí; por eso me sentí temerosa al empezar mi tarea.
Los muebles eran de estilos variados según la época en la cual los había heredado. Primaba el comino crespo porque a ella le habían dado todos los muebles de mis abuelos que la familia no quería vender, pero que por un motivo o por otro ninguno de mis tíos podía acomodar en su propia casa. Había dos miniaturas valiosas de personajes desconocidos, varias oleografías sin valor, un magnífico florero isabelino intacto, piezas saltonas de vajillas exquisitas con monogramas que no se entendían, –tan enredadas estaban las patas de unas letras con los adornos de las otras–, objetos de finalidad ya incomprensible pero con muestras evidentes de que mi tía los había usado hasta el final de su vida. Encontré además, diseminadas por todos los rincones del apartamento infinidad de bobaditas con un no sé qué enternecedor que me hacía desearlas para mí, no fuera que alguno pudiera reírse de ellas…
Dejé para lo último la vaciada de un mueble, original por la multitud de sus cajones y repisitas, el espejo ovalado que giraba y un entrepaño en la parte inferior con orificio para poner la ponchera. Un escritorio-tocador-chifonier-mesa, de maderas muy finas, con adornos obscuros y en perfectas condiciones. Una verdadera joya. En uno de sus ocho cajones y escondido debajo de la cartulina verde con que mi tía tenía forrados todos sus armarios y alacenas, había un legajo de papeles tan escondidos y tapados que por poco los boto con la cartulina verde y todo. Por escondidos me interesaron y empecé a hojearlos. Una vez iniciada su lectura no pude suspender hasta no haber leído la última de las hojas y al terminarlas me quedé largo rato sentada, anonadada, abstraída, aterrada, sin poderme mover de allí.
Unos a máquina, otros a mano, aquellos escritos me revelaron en unas horas la trágica realidad de la vida de mi tía Celina –frustrada, trunca, mísera–; una búsqueda tenaz y horripilante de animal preso que lucha media vida por encontrar un agujero con salida a la independencia, a la libertad y ya vencido, destruido, vegeta la otra mitad, semiinconsciente, flotando lastimeramente en una nube pesada de inhibiciones, dolores, rencores e incomprensiones.
Las hojas de mi tía debieron haber sido escritas antes de los cincuenta años y las que están a máquina –la mayoría– alrededor de los treinta. Unas relataban sueños, otras imaginaciones, había esbozos de diario, algunas cartas y anotaciones sobre descubrimientos que la vida le hacía. Después de leerlos con pasión, de sufrir al analizarlos, de llorar por mi tía, decidí publicarlos.
Como tenía que esperar a que se murieran dos o tres parientes para quienes las memorias de mi tía resultarían fastidiosas, me puse a averiguar con toda calma cuanto pude sobre su vida, para completar lo que se desprendía de los escritos.
El orden en el cual ella guardaba sus hojas no es el que utilizo para presentarlas, porque inexplicablemente no coincide con el orden de su vida. Por ejemplo, su pesadilla sobre el tarro de basura, aparece escrita con mano temblorosa, como obra de vejez; yo la coloqué donde lógicamente debería haber tenido lugar. Las imaginaciones las transcribo tal y como las encontré, apenas con correcciones de puntuación o sintaxis; en los sueños hice los cambios necesarios para lograr una mejor ilación del conjunto; por último, sus pedazos de diario, desahogos esporádicos y las cartas que le escribió mi padre, totalmente deshechos en la forma pero con la idea que encierran intacta, me sirvieron para sostener la trama y hacer comprensible la vida de mi tía.
Para ciertas interpretaciones consideré que debía pedir la opinión de un psiquiatra. Según el que consulté, psiquiátricamente hablando hay tres hojas que no pudieron ser escritas por mi tía y una, indiscutiblemente, fue escrita por un hombre. Respeto la opinión del científico pero más respeto la memoria de mi tía Celina y prefiero publicarlas todas, sean o no suyas, puesto que alguna razón poderosa tendría ella para guardar escritos ajenos y esconderlos junto a los quejidos más lastimosos de su vida.
Dedico la obra con profunda tristeza a la memoria de mi tía Celina, como reivindicación póstuma al sacrificio inútil de su vida.
Medellín, octubre 23 de 1988
—¡Celina! ¡Celina!
El grito era muy fuerte y la niña estaba cerca. Sin embargo ni miró a su hermana, ni soltó el perro, ni contestó.
—¡Pero esa muchachita parece sorda! ¡Celi- naaaaaa! Yo sé que me está oyendo: ¿por qué no contesta? Que venga a vestirse y a lavarse; parece un oso y huele a perro. Ya va a llegar la visita. Celinaaaa!, ¡eh!, ¡no venga si no quiere!
Celina oía la retahíla.
¡Otra visita!
Por eso tenía que lavarse y vestirse y permanecer toda la tarde limpia y quieta. Hubiera podido invitar una amiga. Pero no tenía una amiga que quisiera estarse quieta, limpia y callada toda la tarde. O hubiera podido ir al circo. Pero en día de visita nadie podía llevarla ni traerla de ninguna parte. Y suponiendo que tuviera la amiga esa, excepcional, que no se movía ni hacía ruido, o quién la llevara al circo, ella tampoco quería nada de eso. Ningún lugar, ninguna amiga, valía la pena de ver y sentir cuánto costaba a su familia el momentáneo desviamiento de los planes generales.
—¡Pero Celina! ¿Tiene que ser hoy? ¿Precisamente hoy?
—Pero, ¿cuántas veces tiene que ir esta muchachita al circo?
Su padre que deseaba vagamente complacerla sin esfuerzo, se quejaba:
—¿No hay nadie en esta familia que pueda llevar a Celina al circo?
Durante mucho tiempo Pedro la llevó. Al circo y a cine mudo y a exposiciones de caballos de paso fino. Llegó al extremo de oír con ella una ópera. Hasta que un buen día apareció en su mentón un barrunto de sombra y en su alma un desasosiego nuevo. De repente las muchachas se multiplicaron a su alrededor y Pedro quería ver a todas las muchachas que había. Y quería también que las muchachas lo vieran a él; pero buen mozo, afeitado, con aire libre. Y Celina trotando junto a él rumbo al circo, no le daba ciertamente el menor aire de libertad.
La dimisión de Pedro enfrentó a los Lopera con el problema de “¿Qué se va a hacer con Celina?”.
Aquel miembro póstumo del conjunto, con ser delgado, pequeño y silencioso, era un peso muerto que gravitaba en todo momento sobre la agilidad de movimientos del resto de la familia y –lo más incómodo– en forma vaga sobre sus conciencias.
La repentina desaparición de Celina de la faz de la tierra era un deseo nunca expresado y recluido en los trasfondos más obscuros de las subconsciencias, pero Celina por medio de no se sabe qué antenas invisibles lo captaba con estremecida angustia; sensación oscura, pesada, deprimente, que la trituraba.
Extraña situación puesto que todos la querían mucho.
Doña Elisa la quería con el alma. Con el alma dolorida, con el cariño lejano y fatigado de una mujer que no conoce el amor y que sin saber por qué, cuando ya no lo espera ni lo desea, cuando ya no parece posible, se ve nuevamente madre. Doña Elisa estaba muy fatigada para ir al circo con Celina.
Don Bernardo la quería con descuido. La tuvo por un descuido.
En vano trató durante unos días de recordar la causa de un estado de ánimo tan arrebatado por una esposa que de lo puro fatigada, fatigaba. La esperó con pereza, la recibió con indiferencia. La sonrisa del bebé hizo renacer en el hombre un fugaz frenesí de amor paternal, que se extinguió en cuanto la niña empezó a crecer. De su entusiasmo quedó solamente un sedimento de amor puesto en evidencia por el deseo vagaroso de mimarla por manos ajenas. Don Bernardo ni siquiera dijo por qué no llevaba a Celina al circo.
En cuanto a sus hermanos, recibieron el anuncio de su llegada con curiosidad y una burla agresiva contra sus padres, ante la inaudita evidencia de que aun sostenían esas misteriosas relaciones que ellos no sabían si calificar como naturales, pecaminosas, necesarias u obligatorias, pero que encontraban ridículas en personas a quienes consideraban ajenas al amor y más allá de toda posibilidad de pasión.
Cuando Celina dejó de ser el misterioso engendro que se agita en el vientre materno para convertirse en un bebé, olvidaron a sus padres y se entusiasmaron con la hermanita.
Héctor jugaba con ella a la pelota.
La tiraba al aire, una, dos, diez veces, fingiendo que iba a dejarla caer, pero sin dejarla caer. Celina veía acercarse el techo y luego el suelo, en un vértigo de movimiento y sentía alternativamente que se estrellaba contra el uno o que se rajaba la cabeza contra el otro. Y gritaba:
—¡No!, ¡no!
Pero Héctor muy complacido seguía: arriba y abajo, arriba y abajo.
—Hasta que pares de gritar, –le decía cariñoso.
Olga y Camila en plena pubertad, desahogaron en ella sus nacientes instintos maternales. Tenían acumulada una fuerza avasalladora, un impulso hacia algo desconocido, cuya constante represión estallaba en las formas más extrañas para ellas y para doña Elisa. Aquella hermanita indefensa, tenía la propiedad de desatar sus instintos, atraerlos sobre sí y en cierto modo serenarlos dándoles oportunidad de ejercitarlos.
Nada mejor pedía doña Elisa –tan fatigada– que aquellas dos madres entusiastas y las dejaba hacer.
De la trenza apretada, tensa, dolorosa, se encargó Olga.
De vestirla, lavarla y arreglarla a horas intempestivas y contra sus gustos, Camila.
Entre las dos la obligaron a comer lo que no quería y le negaron lo que pedía.
Pedro no se interesó ni mínimamente en Celina. Por lo tanto Celina adoraba a Pedro. Lo seguía como una sombra y a cambio de que la soportara junto a él y le permitiera ayudarle en algo, le obedecía ciegamente.
—¡Celina tráeme esto! Celina ¡llévame lo otro! Dile a fulano; ¡pásame aquello!
Y si la orden era difícil o ya la paciencia de Celina parecía flaquear, reforzaba su orden con una amenaza:
—O no te doy confites; o no te llevo al circo; o te lleva el diablo.
La primera infancia de Celina terminó el día que le enseñaron a nadar.
Un día luminoso; no había nubes en el horizonte, ni viento por entre los árboles. El sol salió temprano y se adueñó del firmamento; brillaba tanto y era tan evidente que brillaría todo el día, que los Lopera decidieron almorzar en el campo a la orilla de alguna quebrada.
Celina saltó de dicha. Bañarse en una quebrada… ¡Qué idea! En realidad ella no sabía qué se escondía tras esa idea, pero por lo mismo imaginó algo extraordinario.
Ella, la única pequeña, a duras penas cabía en el Packard. Hecha un nudo, la acomodaron en el filo del asiento sin ver en ninguna dirección el paisaje brillante que cruzaba por ambos lados, que se extendía al frente, que se alejaba hacia atrás.
Con un traje de baño ceñido, semejante a una libélula desproporcionada Celina se acercó al agua: la quebrada era un río. Tenía corriente y sonaba muy recio. La niña miró despacito, tratando de ver el fondo; oyó con cuidado, sin comprender dónde se producía el ruido constante, parejo, brusco, de las aguas al moverse y pensó de inmediato: “No me meto”.
Una vez tomada su resolución, tranquilamente se sentó en la orilla, respiró muy hondo y se puso a mirar el agua, al aire, al suelo. El agua se movía de continuo. Arrastraba con calma astillas de madera y cortezas de troncos que daban medias vueltas junto a la orilla y tropezaban con las zarzas o las yerbas que crecían en ella; a veces, corrían como acosadas por alguien hacia el centro del río, daban una vuelta vertiginosa y se hundían para reaparecer un poco más lejos y seguir río abajo en su danza inútil.
La niña sentía en su cuerpo los vaivenes de la rama, el contacto frío del agua sobre su piel, sabía por qué se detenían, por qué se hundían, por qué huían; empezó a reírse feliz, descalza, sin hebillas, sin trenza.
Como si brotaran del aire mismo, surgían inesperadamente pájaros que de mucho afán, bajaban un instante, rozaban el agua con la punta de un ala o simplemente se acercaban a ella para mirarse o ver el fondo y presurosos desaparecían como habían llegado.
Algo se movía en el suelo.
Celina se puso de cuclillas y moviéndose mañosa, miró con atención. A su alrededor el piso trepidaba de maravillas, trepidaba de grillos. Los grillos eran fascinantes. Tenían algo misterioso esas criaturas que no se hacen visibles sino precisamente cuando saltan para esconderse mejor. Sus movimientos elásticos intrigaban a la niña y hubiera querido coger uno para examinarlo. Pero los verdes se escondían entre la hierba y los pardos entre las hojas secas. Otros más vistosos y por parejas, pegados uno al otro, saltaban como resortes y apenas se veían cuando ya se sumergían en algún promontorio laberíntico de hierbas y desaparecían.
La curiosidad de Celina así atizada, agilizaba sus movimientos y cogía uno que otro. Pero ni aun así lograba examinarlos; era tan diminuto el orificio que podía abrir entre sus dedos para mirar, que el animalito seguía guardando el secreto de su configuración, la clave de su mecanismo; podía –y ensayó– a apretarlos. Pero de inmediato morían. Inútil entonces tratar de comprender de dónde sacaban la fuerza que los impulsaba, hacia dónde iban, porque el grillo ya no era grillo: era carnada. Y a Celina las carnadas le producían asco.
Sin moverse de su sitio, con las piernas cruzadas como un hindú, veía pasar por el suelo cerca de ella, animales multicolores fascinantes por su indiferencia. Celina dejó de oír la quebrada, no miró más al cielo. Un estado de ausencia total de la realidad lindante con la anestesia, la rodeó como un muro que detenía las voces y los ruidos. Ya no existían sino esas diminutas fieras de colores brillantes, que se perseguían, que se atacaban, se devoraban o se amaban.
Debía de haber un hormiguero muy cerca porque junto a su pie izquierdo pasaba silenciosamente un hilo de hormigas. Iban una tras otra, adelante, adelante, sin cambiar de rumbo, sin detenerse, como obedeciendo a un imperativo ineludible. Sorpresivamente se desprendía una hormiga de la fila y se devolvía caminando muy de prisa, pasando por sobre las otras. Y Celina mentalmente suponía a lo que iban, lo que se decían, el motivo por el cual se devolvían. Atravesó un dedito en medio de la procesión. Entonces se produjo un desconcierto entre las hormigas: unas retrocedieron en desorden, otras rodearon el dedo de la niña para seguir adelante impertérritas. Varias subieron por el dedo, a su mano. Buscaban por todos lados una salida, un camino, alguna señal familiar y Celina le daba vueltas a la mano para que no se cayeran. El leve contacto de las paticas trepando por sobre sus vellos, le producía una sensación todavía más leve, inexplicablemente deliciosa, que la hacía sonreír….
Muchas veces la habían llamado cuando por fin los gritos de sus hermanos rompieron el muro de ausencia que la hacía feliz.
—Celina, ¡te vamos a enseñar a nadar!
Tardó unos segundos en regresar del mundo en que se encontraba, reconocer aquel en el cual vivía y comprender el sentido exacto de lo que se le decía.
No contestó pero algo pavoroso se estremeció dentro de ella y se dijo:
—No me meto.
—Ven nena; métete conmigo.
—¿Por qué no? Te agarras de mi cuello y yo no te suelto.
—¡No!
Héctor le había hablado desde lejos, metido en el agua. Ahora salió de la quebrada y se dirigió a la niña. Celina se levantó. Olga y Camila se habían unido a Héctor y se acercaban con él.
A medida que sus hermanos avanzaban, Celina observó por primera vez cuán grandes eran. Ella sabía de sus habilidades: pero en vestido de baño eran gigantes. Héctor parecía un gorila con el pecho lleno de pelos negros, brillantes, medio crespos y el aspecto de sus piernas llenas de protuberancias mal cubiertas por mechones de vellos estilando agua, semejaban troncos de árbol que un rayo hubiera quemado y que empezaran repentinamente a caminar. Las piernas de Olga y Camila eran como columnas y a medida que se acercaban a la niña, crecían y se estiraban; ya junto a ella, parecían las cuatro varillas de una enorme puerta de hierro. Celina miró hacia arriba de las varillas y lejos, muy lejos, sobre un tronco abultado en donde el busto y las caderas sobresalían como moles poderosas, vio las caras sonrientes y las cabezas despeinadas de sus hermanas.
Celina comprendió que iban a meterla al río. No se movió, pero la cosa que tenía dentro empezó a enfriarse y a doler.
—¡No seas boba nenita! ¿Crees que te vamos a dejar ahogar?
Al ver que iban a cogerla, Celina dio dos pasos atrás.
—¡No quiero! –Ya no era una negación sino una súplica.
—¡Monita picarita! ¡Sin bañarte no te quedas! –Y Héctor trató de cogerla.
Al ver el gigante peludo que extendía la mano, salió corriendo como pudo. Pudo poco. Entre divertidas y burlonas, Olga y Camila le cerraron el paso, la cogieron, la inmovilizaron.
—¡Sin bañarse no se queda, mi señorita!
Y los tres, muy alegres, entre risas y frases tranquilizadoras, a medida que le explicaban lo importante que era saber nadar, lo grande que estaba para ignorar tamaña ciencia y lo feliz que se sentiría cuando la dominara, arrastraron a la niña hasta el borde del río.
Celina no lloraba. Veía el agua negra, honda, grande. Oía un rugido de torrente que le tapaba el pensamiento, la vista y el oído. Con un frenesí descontrolado, con todas las fuerzas de su cuerpo delgaducho, con toda la energía del terror, gritaba, gritaba.
Pero el jadear de animal acorralado, el miedo a la muerte en forma de río, a la fuerza bruta en forma de sus hermanos, cambiaba los gritos en roncos gemidos, protestas incoherentes, entrecortadas, ininteligibles.
—¡Resultó arisca la monita! –reía el uno.
—¡Y…. tiene fuerza! ¡Quien la ve tan flaca! –se admiraba el otro.
—Tienes que aprender a nadar. Celina; no te asustes. Nada te va a pasar –la consoló Héctor siempre tan cariñoso.
Pero el pataleo seguía. Celina ya no era consciente de lo que pasaba a su alrededor; ni oía. Así no podían meterla al río y entre los tres decidieron que para que no le pasara nada, ni le diera miedo y se sintiera más segura en el agua, lo mejor era amarrarle un lazo a la cintura. Los tres hermanos experimentaron un verdadero placer en dominar a la niña y amarrarle el lazo. Héctor saltó al agua con una punta en la mano mientras Olga y Camila esperaban la orden.
—¡Ya!
Y la tiraron.
Celina sintió en el instante que pasó en el aire, el vacío oscuro e infinito de las pesadillas; al roce del agua una punzada aguda, profunda, helada, en la boca del estómago; y al hundirse en la quebrada, la muerte segura, inexorable.
Un esfuerzo sobrehumano por sobrevivir la sacó a flote.
Lejos, muy lejos, fuera del alcance de sus brazos que se tendían hacia él, Héctor le sonreía satisfecho y le decía cosas. Cosas que ella no entendía, que no oía. Trató de gritar y una bocanada de agua le llenó la boca, la garganta, los pulmones, la cabeza. Frenéticamente agitaba los brazos, pero se hundía, la corriente la arrastraba, la soga la asfixiaba. Perdió por completo la noción del tiempo. Un tiempo infinito, pasado, negro, la rodeó totalmente y ya no gritó más. El instinto la mantenía agitándose en el agua como un títere.
—¡Eso! ¡Eso! ¡Muy bien! –decía Héctor satisfecho.
—Ya casi…
—¡Ya casi! –coreaban las hermanas–. Apártate otro poquito Héctor que va muy bien. –Y efectivamente, Héctor, cada vez que la niña iba a agarrarse de él, se apartaba unos pasos más…
Sus padres bajo un sauce, rodeados de cajitas con emparedados, platos de cartón y botellas de frescos, miraban complacidos la escena.
—Va a ser un problema educarla, –dijo doña Elisa– la contemplan demasiado.
—¡Qué va! Eso no tiene importancia; está muy pequeña.
—Pero fíjate que los otros no tienen más pensamiento que jugar con ella. ¡Es un delirio! Hasta Héctor que ya es un hombre parece jugando con una muñeca. Mira, mira; todos pendientes. Olga le habla y camina a su lado. Héctor jala la cuerda, Camila lista por si se hunde… ¡Así viven! ¡En esa forma la van a maleducar!
El grupo ya regresaba. Celina a la cabeza, empapada y tiritando, corría dando tropezones, sin mirar al suelo, los ojos agrandados, la mente turbia, un estremecido temblor de ira en los labios descoloridos. Trotando junto a ella, sus hermanos.
—¿Viste que nada pasaba?
—¡Tienes que aprender!
—¡A ver si la próxima vez estás más guapa!
Celina se sentó junto a su madre, jadeando, sin decir una palabra.
—Después de almuerzo ensayamos otra vez –propuso alguno.
Entonces Celina dio un grito estridente, se tiró al suelo y arrancó a llorar dando golpes con las manos contra el suelo.
—¡No! ¡Y no! ¡Y no!
—¡Celina!, –ordenó don Bernardo con desagrado– ¡Deja de gritar sin motivo y de manejarte como una moñona!
Celina como si no hubiera oído, siguió gritando hasta quedar ronca. Y luego siguió llorando sin gritar; y luego sollozando aniquilada.
—Lo que te decía –dijo doña Elisa en voz baja.
Está muy contemplada.
Y volviéndose hacia los demás dijo con un tono entre severo y triste:
—Hoy no se juega más con Celina. Es una niña consentida y eso no le gusta a mamá.
Ese día marcó un cambio en la posición de Celina dentro de la familia.
Acogió desde entonces con un no rotundo, furioso, exasperante, todas las propuestas que se le hicieron; todas las preguntas, las ofertas. Así fueran ofrecimientos dulces, se los hicieran en voz baja o fueran absolutamente intrascendentes.
A doña Elisa la molestó sobremanera este problema que se presentaba cuando ya no tenía deseos de luchar. En su infinita fatiga alejó a la niña de su vida por un sistema imperceptible y cariñoso que consistía en no contradecirla y permitirle pasar fuera de la casa el mayor tiempo posible.
Don Bernardo captó la idea de su esposa y solo mentalmente la desaprobó; en la práctica era tan de su agrado el sosiego que reinaba cuando Celina estaba fuera, que no tuvo valor para oponerse. Para tranquilizar su conciencia, la indemnizó dándole dinero, inclusive cuando no lo pedía.
En cuanto a sus hermanos, una vez que quedó ampliamente demostrado que nunca más obtendrían de ella un favor o un rato de diversión, declararon en voz alta que no conocían criatura más necia. Celina era fea; Celina estorbaba.
Celina oyó el veredicto con indiferencia; constató que no la impresionaba en absoluto. A su alrededor se formaba un círculo silencioso, aislante; previó una tregua.
Pasados algunos días, se dio cuenta de que la tregua era más bien un vacío. Su imagen se hizo muy pronto neblina en las mentes, ausencia en el cariño de sus hermanos, negación en sus intereses. El círculo silencioso se solidificó y Celina empezó a ahogarse. Añoraba el tiránico cariño y la entusiasta crueldad de otros días. Ahora no podía defenderse; no tenía enemigo. Dejó de reír, dejó de gritar, dejó de comer. Estaba cansada –físicamente cansada– y no quería moverse, no quería jugar. Esto último acabó por aburrir a sus amigas y quedó sola.
Decidió llamar la atención de alguno. Pero tenía el don de la inoportunidad.
—¡Ahora no!, que estoy estudiando…
—Celina, ¡por Dios! ¡No cuentes eso tan largo que no dejas hablar a nadie más!
—Tengo que decir una cosita que no es para niñas: ¿te quieres salir un momento, mi vida?
—Celina, tu eres una niña muy formal; ¡a ver si dejas que papá lea el periódico sin interrumpirlo!
Cada vez se hacía más torpe para pedir lo que deseaba; avanzaba con cautela, buscaba las palabras, vacilaba. Con tantos preparativos su deseo resultaba tonto y su persona fuera de lugar.
Entonces pidió un perro.
Un perro cualquiera, con raza o sin raza, con cola o sin cola, feo, bonito: cualquier cosa. La familia discutió largamente si se podía recibir un perro para Celina. Héctor fue el que más opiniones dio. Le inquietaba sobremanera la mala educación que estaban dando a su hermanita y consideró elemental que la adquisición del animal dependiera de las calificaciones que obtuviera en el colegio.
A Olga y Camila las preocupaba el mal olor que un perro desparrama por la casa y la suciedad que algún día –seguramente– haría en sus habitaciones. Para ellas era evidente que Celina no sabía educar animales y un perro sin educar es intolerable.
Pasaban los días.
Una tarde llegó Pedro del colegio con un paquete bajo el brazo y llamó sigilosamente a Celina.
—La perra de los Pardo crió y José nos dijo que iban a ahogar toda la cría porque el papá es chandoso; los de la clase le dijimos que los llevara al colegio para rifarlos. Yo me gané este cuatro ojos. Se lo doy con la condición de que si la regañan no me meta a mí para nada.
Y sacó del paquete el cachorro, una especie de rata sin cola, con el hocico mocoso, las patas torcidas y el cuerpo lanudo.
Celina no podía ni hablar. La tibieza de aquel extraño semoviente, la triste calma de su mirada y el gruñido indefenso que emitía intermitentemente, eran mucho más de lo que ella había soñado: lo miraba, lo cargaba, lo besaba…
Prometió todo lo que Pedro le hizo prometer. Su hermano podía intervenir en la educación y dirigir la alimentación, escoger el nombre y enseñarle a saltar. Pero el perro era de ella, ella era la responsable de todos los daños que hiciera y nunca podría disculparse con él ni exigir ayuda en casos de necesidad.
Hubo algo que quedó sobreentendido: no era necesario informar a la familia de la llegada de Patín.
Fueron tales las precauciones que tomaron para que nadie sintiera molestia ninguna con el perro que cuando, –como era inevitable– uno a uno se fueron enterando de la presencia del animal, nadie protestó y el hecho de que “Celina ya tiene perro”, pasó a ser una realidad intrascendente.
Pasada la novedad y en cuanto el cachorro manifestó que consideraba a Celina como a su dueña, Pedro perdió interés en él y lo dejó totalmente a disposición de su hermana. Celina se puso a querer con todas sus fuerzas a aquel animal sin raza y sin cola, nacido como ella por un descuido. Le prodigaba mimos y le hablaba. Le hablaba sin descanso; Patín le lamía las manos y la saludaba con el pedazo de cola que tenía.
El primero en decir que Patín estaba perjudicando los estudios de Celina fue naturalmente Héctor. Como era justo y magnánimo y como quería mucho a Celina, opinó que debía dársele un aviso antes de asentar el golpe: o Celina estudiaba o perdía a Patín.
Celina quiso estudiar. Con todas sus fuerzas quiso estudiar; pero no pudo. Tenía la cabeza como envuelta en unos vapores espesos, la voluntad adormecida, la vista lenta, el deseo impreciso, la memoria infiel, la atención intermitente. Y por las noches pensaba:
—Si no aprendo, me van a quitar a Patín: ¡tengo que aprender!
Pero no aprendía nada y lloraba.
Cuando llegó a la conclusión de que era inútil luchar más, que ni siquiera entendía lo que estudiaba y que por ello le pondrían mala nota y al ver la mala nota su papá y su mamá, sabiamente orientados por Héctor le quitarían el perro, pensó que lo mejor que podía hacer mientras se lo quitaban era irse para donde Patín, estar con él, abrazarse a él, decirle cosas y verlo menear la cola.
Cuando por fin se lo quitaron, tenía tan previsto el desenlace, había llorado tantas veces la separación de su perro, que lo vio partir sin protestar.
Sus hermanos que no vieron sus puños cerrados, ni podían sentir la aceleración del corazón de la niña cuando Patín se puso a ladrar por la ventanilla del automóvil que se lo llevaba, dijeron después en rueda de familia que con Celina era bobada bregar más: ni sentimientos tenía.