




Este libro se terminó de imprimir en
Editorial Artes y letras S.A.S
para la Editorial EAFIT
en el mes de julio de 2019
Impreso en propalbeige 70 gr
La fuente tipográfica empleada es GoudyOlSt BT
En cada Navidad mi mamá ordenaba la casa de arriba a abajo. No había armario, mueble ni cajón, por pequeño que fuera, capaz de escapar a la vigilancia de sus ojos. Después de varios días de intenso trabajo, al abrir las puertas de las cómodas, podían verse las camisas clasificadas por colores en hileras perfectas, con el lomo hacia afuera; las medias dobladas en rollitos, rigurosamente alineadas. De los ganchos de ropa colgaban en orden de tamaño los vestidos, los pantalones, las camisas y las faldas. En el garaje las herramientas iban en cajas, y en frascos distintos, los tornillos, las puntillas, los clavos y las tuercas.
Terminada la faena, se sentaba frente a la máquina de coser. A cada roto de nuestros bluyines le ponía un parche; las sábanas recobraban sus bordes hilvanados, lo mismo que las toallas, las fundas y los manteles. Luego, tomaba un bombillo para remendar las medias, también pegaba botones, broches y cremalleras. Trabajaba y trabajaba sin parar toda la semana anterior a Navidad como si esa fuera la fecha del fin del mundo. Imposible empezar el año con la casa en desorden.
Cuando mi papá llegaba cansado del trabajo, ella estaba aún más agotada y de mal genio. Para completar, nosotros empezábamos a dar vueltas alrededor de su cuarto, persiguiéndonos y armando alboroto, hasta que la tensión explotaba y ella le decía a mi papá:
—Antonio, ¡haga algo!, ¡ayúdeme que me voy a volver loca!
Entonces él, que hasta entonces leía el periódico acostado en la cama, sin enterarse de nada, doblaba las hojas y preguntaba:
—¿Qué está pasando?
Eso la impacientaba más, y gritando, sacaba la correa para repartir azotes, hasta que nos calmábamos.
Eran las vacaciones. Ni modo de enviarnos, como durante la época de colegio, cada noche, a limpiar los zapatos hasta que quedaran brillantes, o a estirar los prenses de la falda para ponerla debajo del colchón de forma que al día siguiente estuviera planchada, o a lavarnos los dientes y también las uñas con cepillo, porque luego la monja nos ponía en fila y nos hacía extender las manos para revisarnos, de lo contrario podíamos perder la medalla de orden y aseo. Invariablemente, cuando después del acto de fin de año salíamos con ella colgada en el pecho, mi mamá decía:
—Esa medalla me la gané yo, no ustedes.
Por todo eso y porque la limpieza era ley en la casa, estaba prohibido jugar con tierra. ¡Cómo envidiábamos a otros niños cuando los veíamos echando agua en la arena que había en el borde de la acera para formar pantano y meter las manos! Nosotros solo podíamos mirar, sin atrevernos a tocar.
¡Y al fin llegaba la Nochebuena!
La mesa del comedor tenía flores y había bandejas llenas de comida. A mí me gustaban las hojuelas, tan ricas y tostadas; cuando las comía me quedaban granitos de azúcar en las manos y podía chuparme los dedos. El tío Héctor prefería comer queso y mi tía Doris buñuelos y natilla.
Mis hermanos y yo estábamos felices jugando escondidijos con los primos. Nosotros teníamos ventaja porque nos sabíamos de memoria los mejores sitios. Cuando le tocó el turno de buscar a Fernando, empezó a contar:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Mi hermana y yo salimos corriendo y nos metimos al tiempo en el mismo escondite, en la pieza de mis papás, detrás del escaparate. Ella se enojó diciendo que yo siempre la perseguía y la remedaba en todo. Quería echarme y alegaba que era su idea. No era verdad; había sido mía, ese era el mejor lugar de toda la casa, yo lo había usado la última vez que jugamos, y por eso gané, y ahora ella quería sacarme.
—…seis, siete, ocho, nueve, diez. ¡Salí!
Ella me cogió del pelo y empezó a halarlo. Yo grité, sin importarme que Fernando nos descubriera. Y en ese momento pasó mi mamá, preciso cuando estaba arañándole el brazo a mi hermana, mientras fruncía la boca para hacer más fuerza y que le doliera.
Entonces me castigó en la esquina del corredor, frente a toda la visita. ¡Qué pena! Mis primos grandes se reían y la tía Doris me miraba divertida. El tío Héctor, no. Estaba serio. Y mi papá andaba tan ocupado contando chistes, con su ron con Coca-Cola en la mano, que ni siquiera se dio cuenta.
Y ahí me tuve que estar parada, mientras los otros seguían corriendo. Siquiera que a mi hermana le tocó contar, por peleadora, porque los demás se alcanzaron a libertar y en cambio ella no.
Cuando por fin mi mamá decidió quitarme el castigo, me dijo:
—El Niño Jesús está muy bravo contigo, seguro no te va a traer nada.
Eso me entristeció. Llevaba muchos días soñando con los traídos. Hasta le había escrito una carta al Niño Jesús pidiéndole una maquinita de coser y, junto con mis hermanos, quemé las hojas en la azotea de la casa para que las letras se fueran viajando con el humo y llegaran donde Él. Mi mamá nos dijo que como Él era Dios, podía leerlas sin problema.
Todavía me acordaba de la última Navidad. Esa vez, cuando me desperté por la mañana, mis primos y yo teníamos los pies de la cama llenos de regalos envueltos en papeles lindos y con moños. Todos empezamos a abrirlos al mismo tiempo y cada uno gritaba y mostraba su traído. Mi hermana rompía el papel y tiraba los pedazos al suelo. A mí me gustaba despegar cada trozo de cinta engomada despacio, para evitar que el papel se dañara, y guardar luego la envoltura bien doblada debajo de la almohada. Así, podía recortar después las figuras y pegarlas en mi cuaderno, en la última página. Por eso, Mónica fue la primera que abrió el paquete y mostró una caja larga con tapa transparente: adentro había una muñeca negra con ojos azules, hermosa. Yo me quedé como embobada mirándola mientras ella la cargaba feliz, riéndose, para que me antojara. Entonces empezó a afanarme para ver cuál era mi regalo. Resultó ser una muñeca igualita, solo que blanca y de pelo rubio. Cuando ella la vio, se le llenó la cara de envidia y empezó a pedirme en secreto, para que mi mamá no la oyera, que cambiáramos de muñeca. Yo le dije que no. A mí me gustaban las dos, pero ahora que ella prefería la mía, no se la quería ceder. Entonces se puso furiosa y trató de arrebatármela. En esas la vio mi mamá y cuando supo que no le había gustado el regalo del Niño Jesús le dio una pela durísima.
Pero este año la castigada era yo, y no por mi mamá, sino por el Niño Dios. Eso me puso triste. Ya no quise jugar con nadie y me quedé sentada en el mismo rincón en donde me habían castigado, sin ganas de comer ni de nada, tratando de no llorar.
No sé cuánto tiempo pasó, pero al fin, cuando mi papá reunió a toda la familia en el patio para hacer la función con la pólvora, me olvidé de la tristeza y me fui corriendo a mirar. Lo que más me gustó fue el volcán de luces que salieron formando como un árbol inmenso y después otro pequeñito, y otro, hasta que se apagó. Luego alguien dijo:
—¡Son las doce de la noche, ya va a nacer el Niño Jesús!
Y ahí mismo se apagaron las luces y todo el mundo se quedó callado. Yo tuve miedo y le cogí la mano al tío Héctor; él era mi preferido. Entonces me cargó y dijo:
—Mira, Eulalia, ya viene, ¿ves esa lucecita que está entrando en la casa? ¡Ese es el Niño Dios!
Era tan chiquito como un cocuyo, yo no podía imaginar cómo cargaba tantos regalos con esas manos tan pequeñas, pero mi tío me explicó:
—Él es Dios, Él puede hacer todo con solo pensarlo.
Y era verdad, en el colegio decían que Él todo lo veía, todo lo podía y todo lo sabía.
De pronto se encendieron las luces y salimos en carrera a buscar los regalos. Esta vez estaban en el árbol de Navidad. Mi papá puso una silla al lado y empezó a leer las tarjetas y a repartirlos. Cuando al fin leyeron mi nombre y vi mi paquete, descansé. El Niño Dios sí me había traído regalo. Salí emocionada a recibirlo. ¡Pesaba mucho! ¿Qué sería?
Todos se quedaron esperando mientras lo abría, yo sentía el silencio alrededor mientras me miraban. Cuando al fin terminé de quitar el papel apareció una caja de zapatos. Pensé que de pronto eran los del uniforme, para ir al colegio el próximo año, pero no, al abrirla encontré que la caja estaba llena de tierra.
Entonces mi mamá dijo en voz alta:
—Ese es el castigo del Niño Jesús, por peleadora.
Todos seguían mirándome, esperando que me pusiera a llorar, pero sonreí, feliz. Entonces ellos también se rieron, menos mi mamá. Yo no les hice caso, porque en ese momento solo quería hundir las manos en la tierra, que era deliciosa suave y fría.
Empecé a jugar con mi regalo. Ahora el Niño Jesús me daba permiso de tocar la tierra, sin importarle ni el reguero ni el desorden. Vacié la caja en el piso de la sala y empecé a amasarla.
Mi mamá intentó regañarme, pero yo le dije:
—El Niño Jesús me la dio.
Cuando llegó la hora de dormir, recogí hasta el más pequeño pedacito tierra y luego puse mi caja debajo de la cama, junté mis manos para rezar y, no sé por qué, se me salieron las lágrimas.
La correa era el castigo más común. Mi mamá se bañaba, se ponía una de las batas que usaba dentro de la casa, “el que no tiene viejo no tiene nuevo” –decía–, y se colgaba la correa en la cintura. Con ella repartía golpes a diestra y siniestra. ¿Pelearon? Tenga una pela. ¿Hicieron un daño? Lo mismo. Y si intentábamos escapar, empezaba el conteo:
—Diez, veinte, treinta…
Cuando llegaba a veinte corríamos donde ella para que no siguiera aumentando la cantidad de correazos que íbamos a recibir. Nos daba los golpes en las nalgas, aunque a veces caían en las piernas. Nunca nos dio pellizcos, como usaban las mamás de otras compañeras, y rara vez nos pegaba en la cara, solo cuando contestábamos feo, como cuando le grité:
—A mí me “restrepa”.
Estaba tan pequeña que no era capaz de decir “respeta”, esa palabra se me parecía al apellido de una amiga de mi mamá que se llamaba Helena Restrepo. Ella entendió de inmediato lo que quise decir y sin dudarlo me dio una palmada en la boca, tan dura que perdí mi primer diente. Lo bueno fue que después mi papá lo guardó y lo puso debajo de la almohada. Al otro día encontré un billete que me alcanzaba para comprar varias veces helados y panelitas.
Los castigos “morales” eran distintos: una misma debía escoger “en conciencia” cuál se merecía. Como no podíamos mentir ante Dios porque Él era capaz de mirar dentro de nosotras, siempre elegíamos el que más nos dolía: entregábamos el juguete preferido para que nos lo decomisaran o renunciábamos a la comida más rica.
Para mí había un castigo exclusivo, porque era muy brava. Aunque no era frecuente, cuando me daba rabia nada ni nadie me importaba, se me quitaba el miedo a las pelas y a los castigos y empezaba a llorar y a gritar.
—Ya le dio la pataleta, –decía ella.
Entonces me desvestía enfrente de todos y eso me enfurecía más. Luego me llevaba a la fuerza hasta el patio, tenía una fuerza enorme, me ponía contra la pared y abría la manguera. El chorro de agua helada duraba hasta que yo me calmara. Mientras tanto, Carola se reía en la cocina, parecía que le gustaba mucho verme así de humillada. Eso me daba más y más rabia. Mientras tanto, mi mamá, con sus chanclas de caucho y la bata de casa, seguía y seguía ensopándome hasta que el temblor y el cansancio me vencían, y por fin, ya calmada, pedía perdón.
En cambio, mi papá nunca nos castigaba. Esa era una tarea exclusiva de ella. Él trataba de volver chiste los problemas y así evitaba intervenir. Por eso ella le reclamaba:
—Resulta que yo soy la mala del paseo. Los hijos piensan que tú eres el papá más querido y que la tigra soy yo. ¡Qué posición tan cómoda!
—¿Qué quieres que haga? ¡Si en el poco rato en que estoy en la casa por las tardes, mientras leo el periódico, tú ya le has dado dos vueltas al lote con la correa!
—Siempre haciendo chistes conmigo, sería muy bueno ver cómo haces para manejar los hijos sin mí, pero claro, como nunca estás… –y se iba del cuarto, derrotada.
Entonces mi papá abría con un golpe las dos alas del periódico y dejaba que el mundo de nuestra casa girara sin él.
Sofía era dulce y alegre. Los sábados, cuando nos repartían los oficios de la casa, ella escogía barrer. Le encantaba. Como le habían dicho que tenía los ojos verdes y aquello la hacía sentir especial en medio de todas nosotras, de ojos cafés y sin gracia, se aprendió una canción que oía en el radio de Carola en la cocina, y la cantaba mientras barría, feliz:
—“Aquellos ojitos verdes por dónde andarán paseandoooo, ojalá que me recuerden aunque sea de vez en cuandoooo…”.
Pero poco a poco fue perdiendo la alegría con las pelas que mi mamá le daba. Los castigos empezaban con Mónica y seguían con ella, que desde pequeñita se convirtió en su aliada. Además, resultó que tenía estrabismo y había que taparle el ojo “bueno” por horas y horas. El parche la dejaba casi ciega, tanto, que al caminar se golpeaba contra las paredes y contra los muebles. A toda hora tenía morados y chichones en la cara y raspaduras en las rodillas y los brazos. Entonces, para poder ver, empezaba a abrirse un pequeño hueco por los lados de la nariz, al escondido de mi mamá. Cuando ella lo descubría, le daba con la correa y le agregaba una línea de esparadrapo.
En eso se la pasaban, como en una guerra: la una destapaba y la otra cubría y le pegaba.
En las noches, mi mamá se sentaba en el borde de la cama y antes de ponerle la piyama, le despegaba el parche poco a poco y le quitaba los restos de pega alrededor del ojito con un algodón untado con benjuí. Eso le calmaba el ardor. A esa hora Sofía tenía los crespitos alborotados y la piel roja y adolorida por el esparadrapo. Luego, para reconciliarse con ella, le regalaba un algodón extra untado con agua de rosas y la mandaba a la cama, para que se durmiera sola. Pero Mónica se encargaba de aplicarle la loción en la cara hasta que Sofía se quedaba dormida.
Algunas noches, Sofía no podía dormir y lloraba:
—Me duele el piecito, me duele el piecito.
Entonces mi papá entraba al cuarto, le hacía un masaje, le envolvía el pie en un trapo y la acariciaba:
—“…sana que sana rabito de rana, si no sanas hoy, sanarás mañana”.
Como no podía calmarse, sobre todo en las noches en que hacía mucho frío, cuando mis papás cerraban la puerta de su cuarto y las luces se apagaban, Sofía se pasaba a la cama de Mónica, aunque estaba prohibido dormir juntas, y así, por fin, descansaba del dolor.
Y todas las mañanas, después del baño, mi mamá se sentaba en el borde de la cama armada de tijeras, gasa, esparadrapo grueso y delgado y una caja vieja de jabones. Recortaba la gasa en forma de círculo, ponía algodón en el medio y la cubría con esparadrapo grueso y continuaba, uno tras otro, hasta llenar la caja. Luego llamaba a Sofía y le ponía el primer parche. Ella salía a tropezones del cuarto y mi mamá empezaba con su tarea de orden y de aseo por la casa.
En total, Sofía se gastaba una caja diaria de parches y soportaba la misma cantidad de pelas. Quién sabe cuántos correazos sumaba eso, de a diez por tanda, por años y años, hasta que la rabia le empezó a crecer y la volvió rebelde; Mónica y ella la odiaban; yo envidiaba ese amor que se tenían, cómo se cuidaban la una a la otra y lo valientes que eran para enfrentar a mi mamá, en cambio yo prefería aliarme con ella, porque le tenía terror.
—Algún día me vas a agradecer lo que estoy haciendo por ti, –le decía mi mamá a Sofía, como suplicándole, arrepentida de tanta peleadera con ella, y terminaba–: ¡Te estoy salvando los ojos!
Sofía se iba llorando a buscar a Mónica para que la consolara. Cuando mi papá regresaba del trabajo, saludaba y se iba al cuarto del escritorio a leer el periódico en la silla de cuero. Mientras tanto, mi mamá echaba cantaleta, decía que estaba muy cansada, y seguía regañando o pegando. Él nunca nos defendía, pero después, cuando pasábamos llorando por la puerta de su estudio, nos llamaba en voz baja:
—Mija, venga, venga la consiento, pero no le vaya a contar a su mamá.
Y abría los brazos y nos cargaba. Ahí, recostadas en su pecho, podíamos llorar pasito, con su complicidad y su ternura.
Pero otros días él volvía más temprano que siempre y se arreglaba mejor que nunca, se echaba loción y salía de nuevo. Algo malo debía de hacer porque mi mamá, aunque no le decía nada, y muchas veces hasta le ayudaba con el nudo de la corbata, después de que él se iba se quedaba llorando sentada en el suelo. Y luego, se levantaba hecha una furia y nos pegaba por cualquier motivo. Un día, se las pagó mi hermanita:
—¡Es la décima vez que te quitas el parche!, vas a ver el castigo que te espera.
Y le pegó veinte correazos, contándolos uno por uno en voz alta, rabiosa. Después la cargó con una fuerza de gigante y ya la iba a tirar por las escalas desde el segundo piso, cuando le gritamos:
—¡Mamá, es tu hija!
De pronto, como si despertara de un sueño, llena de vergüenza, la puso en el suelo y se encerró a llorar. Cuando mi papá llegó, estaba oscuro. Esta vez lo vimos entrar, pero no corrimos como siempre a tirarnos en sus brazos. Nos miró como si tuviera ganas de esconderse y se fue al cuarto. Lo seguimos. Al entrar dejó la puerta abierta y, todavía con el saco puesto, se agachó en el suelo y abrazó a mi mamá, que seguía sentada en el piso, llorando pasito, con la luz apagada.
Mi mamá estaba más gorda que nunca. Cuando salíamos de paseo los domingos teníamos que empujarla desde atrás para que fuera capaz de subir la pequeña loma que habíamos elegido para comer el fiambre y disfrutar la tarde. Llevábamos la piel de tigrillo para rodarnos una y otra vez como nos gustaba, un termo con jugo y una canasta con sánduches. Adorábamos esos paseos.
Mi papá y mi mamá se pasaban todo el camino conversando entre ellos, pero cuando llegaba el momento de cruzar por una montaña llena de árboles que hacía sombra sobre la carretera, mi papá nos advertía:
—Cuidado, agáchense, ahí vive Mano Tigre.
Y nosotras tres, Mónica, mi hermanita pequeña y yo nos agachábamos muertas del susto, no fuera que Mano Tigre se nos metiera al carro. Pero luego pasaba la oscuridad y empezaban las fincas llenas de guayabos y de piedras negras inmensas. Mi papá le bajaba la velocidad al carro y buscábamos un lugar dónde sentarnos. La condición era que tuviera al menos una pequeña loma para rodarnos,
—…y un árbol que dé sombra, decía mi mamá.
—Este lugar sirve, podemos parquear, y no es difícil pasar el alambrado, van a ver.