Cubierta

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Sobre Daniel de Ocaña

Daniel de Ocaña nació en 1982, en Rosario. Es Licenciado en Periodismo. Colaboró en diversos medios nacionales y del exterior de prensa escrita, en los que se destaca el diario El Ciudadano & La Región, de la ciudad de Rosario. También trabajó en radio, en LT3 AM 680.

Oblivion es su primera novela.

Índice

Para Agustina

“Un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura”

Franz Kafka

Primera parte

2

Caminé con mis dedos a través de los lomos de los libros que se me iban apareciendo en la estantería. Primero en puntas de pies, después en cuclillas, seguí pasando uno a uno con la extrañeza lógica de andar surcando terrenos inhóspitos. Pero, a pesar de eso, tuve la certeza del más ignoto de los lectores al darme cuenta que aquellos autores poco sonaban a la causa. Levanté la vista confundido, tratando de hallar la palabra “Filosofía” en un letrero frente a mí. Pero no. Al parecer otro género ocupaba el lugar. “Autoayuda”, decía. ¿Y esto?, pensé.

Nuevamente de pie, miré a ambos lados tratando de reconocer algo familiar. Pero en lo único que reparé fue en el blanco de laboratorio de mí alrededor, en la frialdad que me transmitía el color de las estanterías, el techo y las paredes, sólo atenuado por un piso de madera recientemente pulido, el que todavía olía a resina. No sé en qué momento pensé en que jamás había estado allí en mi vida.

Con las manos vacías me dirigí hasta el mostrador para preguntar adónde había ido a parar la hilera de Nietzsche y tantos otros. A medida que me acercaba, me encontré en el rol de testigo de una discusión entre el dueño de la librería y un joven con pinta de empleado al que jamás había visto. Con un rosario de argumentos que se desplegó de un lado y del otro, la tensión encontró freno recién cuando mi presencia irrumpió frente a ellos. Casi como en un acto reflejo, a ambos se les dibujó una sonrisa que daba angustia de lo artificial que lucía.

—Santiago —me dijo.

Miré a Belmont, el dueño, y al que conocía desde hacía un tiempo de frecuentar la librería Ferraud, para trasladarle mi preocupación por el posible éxodo de filósofos y la novel llegada de los gurús espirituales.

—Déjeme decirle que estoy algo perdido —le solté.

Enseguida una mueca de normalidad se le dibujó en la cara.

—No se preocupe Santiago, para eso estamos —me contestó él. Después ensayó una especie de disculpa o explicación para aliviar el exagerado estrés que le produce a cualquiera andar por ahí perdido.

—Hace un tiempo que usted no venía —me explicó, ¿me reclamó?—, y en el último tiempo nos vimos obligados a hacer refacciones en el local.

—Ni bien entré noté que había algo diferente, pero a decir verdad mi memoria fotográfica me suele jugar malas pasadas. Disculpe que no lo felicité antes —le dije—, así que ahora, si me lo acepta, aprovecho la ocasión.

—Claro que sí, Santiago, muchas gracias, pero le confieso que no fue por iniciativa nuestra. Cosas de la última inspección de la alcaldía… que para seguir funcionando debía tener esto por acá, aquello por allá y así. Vio como suelen ser esas cosas. Así que dije “por qué no aprovechar la oportunidad y modernizar un poco todo”.

—Realmente está todo muy bien —mentí. Enseguida traté de desviarme hacia la novedad del empleado.

—Y además tiene un empleado nuevo por lo que veo.

—Sí, sí. Aunque es algo más que eso. Él es mi hijo, Hugo: el dueño de todo esto algún día.

La noticia me agarró por sorpresa. Saludé al joven dándole la mano. Santiago Irigoyen, le dije, un gusto. Después lo felicité por la herencia anticipada. Siempre y cuando no te gane la ansiedad, se me ocurrió decir.

—El gusto es mío, Santiago —dijo él, y, enseguida, agregó— yo creo que él dice eso porque piensa vivir más tiempo que yo.

La risa nos contagió a los tres. Belmont aprovechó la ocasión para aclararle que yo era escritor. No sé por qué, pero eso me sonó poco creíble; hacía tiempo que, por inintencionada inercia, yo trataba de desembarazarme de esa etiqueta. De todas formas, me pareció de mal gusto irrumpir con esa cuestión en ese momento, más aún cuando Hugo se quedó fijo en mí, con una mirada que en el momento no supe captar. Después me dije que debía ser con desilusión, seguramente al relacionar la investidura propia de un escritor con mi persona.

Al verlos juntos, detrás del mostrador, sospeché que Hugo era el fiel reflejo de su padre. Y no tanto físicamente, ya que Hugo era más alto que Belmont, usaba el pelo corto y tenía una cara más bien redonda, más limpia de experiencias; sino en el brillo de los ojos, había algo en ellos: librero de raza, intenté adivinar con esperanza. De sólo verlo ahí, expectante y servicial, intuí que Hugo guardaba la postura de ser alguien que hacía de la escucha un verdadero arte. Si conseguía tener el mismo respeto y amor que Belmont por los libros, el negocio familiar con seguridad estaría en buenas manos.

Me quedé inmóvil apenas un instante cuando Belmont me ofreció su ayuda.

—Me dijo que estaba perdido.

—Sí, sí. Estaba buscando algunos textos de filosofía, pero me topé con la estantería de autoayuda: ¿género nuevo o vengo de una escuela demasiado antigua?

—Bueno, déjeme decirle que, casualmente, —y revoleó los ojos con hartazgo— cuando usted llegó nosotros estábamos debatiendo sobre ese tema. Hugo piensa que la gente necesita comprar esos libros para encarrilar su vida; yo pienso que es un desperdicio de lugar.

—En realidad, yo pienso que se está arrepintiendo con lo de la herencia —me dijo Hugo sonriendo, mientras dejaba atrás el mostrador y hacía el gesto de acompañarme, tomándome por uno de mis hombros, dándole a entender a Belmont que se ocupaba de mí. Después, le comentó que en el depósito había un pedido sin controlar que había llegado ese mismo día por la mañana.

—Ya lo ve, Santiago: ¿quién es el empleado ahora? —me dijo Belmont guiñándome un ojo, antes de desaparecer detrás de una cortina gris que ni siquiera alcanzaba a atenuar el blanco penetrante de las paredes y el mobiliario.

 

A decir verdad, la librería lucía un poco más despersonalizada. No me había salido serle sincero a Belmont en el momento que puse un pie otra vez ahí. Para él, yo era un cliente distinguido, al que guardaba cariño y respeto, sobre todo, desde que me había presentado, tres años atrás, en búsqueda de algunos libros que me sirvieran para la investigación que estaba llevando a cabo. Y, si bien yo consideraba que mis credenciales como escritor lucían vetustas, para él, yo seguía siendo de los pocos clientes fieles que quedaban con gusto por la literatura.

La verdad es que los nuevos aires de la librería rompían con la visión romántica que tenía de las librerías parisinas, una de las razones por las que había quedado asombrado al momento de transitar por el boulevard Saint-Germain, de camino al Café de Flore, en mis primeros días en la ciudad. Lejos ya de las sombras, de lo tenue de las luces en las esquinas, del polvillo acumulado sobre los libros más antiguos; ahora, todo parecía demasiado moderno, invadido por luces de todo tipo, nuevas secciones, discos de música. Espacios más amables al público en general, se decía.

Me quedé conversando con Hugo un buen rato de varios temas que surgieron de las modificaciones que habían hecho. Después me dijo que me enseñaría donde tenían encadenados a los filósofos ahora, y me pidió que lo siguiera hacia el fondo del local. Lo seguí por un pasillo angosto formado por unas espigadas estanterías dedicadas a libros de fotografía y arte. Después llegamos a una pendiente con tres escalones que terminó desembocando en un ambiente más amplio, levemente más frío y mucho más oscuro. Supe enseguida que jamás había estado ahí.

—Hicimos una ampliación, esto era parte del depósito—me dijo cortando el hilo de mis pensamientos—. Era la única manera de poder agregar todos los libros usados que recibimos y que no podíamos exhibir.

Por estas latitudes la librería me sonaba más familiar, el ambiente se parecía mucho más a la que yo había conocido. El blanco de las paredes había cedido ante un ocre propio de una humedad rebelde que le daba un aspecto medieval a la enorme sala.

Al llegar ahí encontré un horizonte de estanterías de roble francés con libros usados, descartados por la gente que, según dijo Hugo, recibían muchas veces en parte de pago por los nuevos. Lo que ves es un trabajo arduo de selección que hice entre primeras ediciones y clásicos, me explicó. A esa altura ya me había convencido de la pasión y compromiso que Hugo tenía con la literatura.

Bajo los libros de filosofía, había un escritorio rectangular con un lustre precario que todavía parecía estar ganándole la batalla al ocaso, y que estaba allí, como esperando servir para que el conocimiento de los filósofos pudiera ser volcado al mundo actual. Una atmósfera ideal para alejarse del ruido de la calle y poder estudiar, le dije. Sí, una idea por la que tuve que pelearme bastante con mi padre, completó él.

De cerca se escuchaba un ritmo cándido, una melodía que me sonó a jazz. Me di cuenta de eso por el suave latido de un platillo: una armonía que se dejaba sentir detrás de una voz que inundaba todo el aire, una especie de caricia a los oídos, pensé. Se me ocurrió preguntarle a Hugo si también había sido idea suya.

—No, no. Con la musicalización no tengo nada que ver: ese es mi padre. Desde que tengo memoria en esta librería no se hacía otra cosa que escuchar a Charles Aznavour. Ahora descubrió a una cantante, Lucile…. algo, no me acuerdo muy bien —dijo—. La cuestión es que se compró un disco al que no le da respiro desde hace semanas, creo que por eso se va al depósito sin quejarse cada vez que puede.

Hugo me indicó cómo estaban acomodados los libros; en esta parte —apuntando el lado izquierdo— está todo lo antiguo; de aquel lado —mirando hacia la derecha— lo moderno. Yo me pregunté cuál era el límite entre una cosa y la otra. ¿Buscabas algo en especial?, me preguntó con cierto temor, como intuyendo un supuesto saber elevado de mi parte que lo pudiera poner en aprietos.

—No, nada en particular —le mentí. Cómo si a él le hubiese importado saber la verdad.

Lo cierto es que tenía miedo de hacer cualquier revelación temprana. Mi búsqueda se había convertido en un interés genuino, tan certero y fidedigno como podía tener una persona extraviada como yo, que lo único que había hecho en los últimos años había sido alimentarse de ilusiones y utopías.

—La verdad es que anoche no pegué un ojo —le dije—. Y después de que mi única botella de whisky me abandonara, me quedé leyendo una entrevista en un diario que me dieron en el metro. Era de un profesor de Filosofía, de La Sorbona. Mencionaba algo referido al alma y a esas cosas que me interesó —le resumí.

Enseguida sentí que lo estaba mareando, por lo que le terminé diciendo que no se preocupara, que yo me arreglaba de ahora en más. Perfecto, me dijo algo confundido. Hugo se disculpó y se fue rápido hacia adelante, antes me dijo que me pusiera cómodo, que estaba a disposición para lo que necesitase. Que cualquier cosa lo llamara.

¿Puede uno perdonarse por haber vivido una vida de mentira?

Ahora, que por fin me había visto al espejo, que se había corrido el velo, que mi entero yo era un ser desgarrado, y que el dolor y la vergüenza me alejaban de esa necesidad absurda de pelear contra la mediocridad, recién ahí tuve la certeza de que era el único camino que me quedaba. Bajé las escaleras sabiendo esa respuesta, respuesta que desde hacía tiempo llevaba conmigo. Cuando salí a la calle, me vi en un camino sin vuelta atrás; y me di cuenta de que la verdad, tarde o temprano, trasluce, y que el tiempo es algo por lo que vivimos, pero también por lo que morimos.

En mi tránsito por el extenso Jardín de las Tullerías no hice más que mirar de reojo aquel paredón de árboles desnudos, ese alambrado de ramas que separan al jardín, a la derecha, de la Rue de Rivoli y, a la izquierda, del río. La noche oscura, estrellada, con la luminaria cándida de París pudo haber intercedido, atenuado mi decisión, proclamado mi inocencia. Pero no. ¿Por qué razón hubiera sucedido eso? De cara al obelisco, arropado con mi abrigo oscuro, me tomé el trabajo de volver a preguntarme. ¿Es este el conformismo con el que debo vivir, esta angustiosa comodidad de saber quién soy o, peor aún, saber quién no soy ni seré? Para cuando dejé atrás la Plaza de la Concordia, envuelto en una cerrazón de miedos y convencimientos, solamente el frío me seguía los pasos.

Nada cambió al llegar al puente. Los faroles le pusieron cuerpo a una bruma espesa, que ni siquiera dejaba ver el horizonte, que parecía sólo querer cobijarme ante la indiferencia que, a mi lado, mostraban las Ninfas. Sólo unos pasos, me dije, unos pasos cortos, acercarme al borde y tomar coraje para subir como si ya nada importase.

Luego, sin más, la respiración honda, densa, y el paso al frente. El último.

Y la caída libre, ese instante que no es más que adrenalina, pasión y locura, y en el que sobreviene ese irrenunciable e inoportuno deseo por seguir viviendo.

Pero ya era tarde.

Perforé la superficie del Sena con la misma soberbia con la que un balazo se te mete en el cuerpo. El agua helada, los ojos abiertos. La oscuridad, la desolación. Mis pulmones, amenazados, independientes de mi decisión y en rebeldía, lucharon incansablemente. Después se resignaron, tal vez cuando entendieron de qué se trataba todo eso y aceptaron con dignidad la derrota inminente.

En los pocos segundos que estimé que me quedaban, pensé en Lucile. Sí, en ella. ¿Cómo no hacerlo? Y también en mi tío Alfredo, la razón de todo. Pensé en si nuestros caminos alguna vez volverían a enlazarse. Y después, por último, pensé en abrazarme a mi obra. Ese monstruo que ya no me pertenecía, que había dejado en la orfandad absoluta. Luego cerré los ojos. O creí hacerlo, mientras los últimos fragmentos de vida se me desprendían y las sombras de siempre comenzaban a danzar en círculos sobre mí, como aves de carroña a la espera de su presa.

Sin darme cuenta, me reconocí fuera de mí, en un estado de levitación, de descanso sin esfuerzo. Después: el silencio; las caricias de mi madre; la suave brisa de la primavera; un café de madrugada; el bandoneón de Piazzolla. Y un susurro indescifrable envuelto en una luz blanca, encandilante, que no llegué a comprender.

Luego de eso, el fin. Mi fin.

3

Agradecí la atención del chico. Aunque, a decir verdad, no sé por qué me pareció que Hugo tenía poco de chico ya. Tengo 24, recién cumplidos, respondió ante mi pregunta. Basándome en las tímidas facciones de su cara, el hijo de Belmont amenazaba con ser de esos hombres que se mantienen incólumes al paso del tiempo, de esos a quien se envidia en futuras reuniones de ex alumnos. Sin cerrar los ojos, se me vinieron a la mente mis veinticuatro. No sé por qué entendí que debía dejar de maltratarme, al menos por ese rato.

Con los libros, el jazz de fondo y todo el tiempo del mundo decidí hurgar entre los estantes con el mismo entusiasmo y libertad de un chico en una juguetería. Supuse que al debate que había interrumpido antes, entre padre e hijo, se le agregaría un nuevo capítulo, así que preferí no dar señales de vida por un buen rato y quedarme allí, en compañía de todos esos bastardos desterrados del catálogo comercial.

Dirigí la mirada en todas las direcciones frente a un horizonte de encuadernaciones de todo tipo y color, libros llenos de polvillo que me tiznaron la yema de los dedos. Di vueltas hasta que me decidí por la sección de filosofía antigua. Luego de eso, no pasó mucho más hasta que el lomo de un libro flaco de tapa azul con un fino ribete dorado captó mi atención. La celebridad de su autor terminó haciendo el resto. Se trataba de Platón y la obra se titulaba Fedón, a secas.

Lo saqué de la estantería; con la mano derecha lo sostuve contra mi cuerpo mientras que con la palma de mi mano izquierda intenté despejarle sin éxito las manchas de humedad que hacían irreconocible la tapa del libro. Después lo abrí en un lugar al azar, más por chequear el estado poroso y amarillento de sus páginas que por otra cosa. Y, sin hacer mayor esfuerzo, un párrafo entre todos me hizo enfocar la mirada:

“Revivir, si hay un regreso de la muerte a la vida, indicó Sócrates, consiste en verificar este regreso. Por lo tanto, estamos de acuerdo en que los vivos no nacen menos de los muertos, que los muertos de los vivos; prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelven a la vida.”

Mi reflexión interrumpió la soledad de ese momento. Apenas se escuchaban las voces que provenían de la parte delantera de la librería; voces de Hugo y Belmont (al parecer, resueltos a mantener cada uno su propia postura) y de algún curioso que lograba trasponer la puerta delantera para hacer una consulta. Además, pude adivinar el ruido de una escalera que supuse era llevada de un lado a otro, en pleno proceso de reorganización del lugar; aunque nada de eso logró siquiera sacarme del trance al que ese texto me había empujado.

El Fedón es uno de los textos más antiguos del mundo. Particularmente, el que tenía en mis manos era una edición en español, impresa en 1984, dividida en cuatro partes sin fronteras visibles, con una presentación de Luis Gil, un catedrático de Filosofía de la Universidad de Madrid que desde el principio aclaraba: “Tan rico es el contenido del Fedón, que el subtítulo de ‘sobre el alma’, que le diera la Antigüedad, parece quedársele estrecho.” En el texto, Platón recrea una conversación de Sócrates con algunos de sus alumnos, mientras consume sus últimas horas encerrado en una cárcel, la cual es su última morada antes de ingerir el veneno que lo condenará a la muerte. El origen de los contrarios, la reminiscencia, la conjunción de ambas pruebas y la indisolubilidad de lo simple, interpretado por Gil, especializado en textos griegos, me cautivó por la aparente sencillez con la que Platón deja de manifiesto el fenómeno de la inmortalidad del alma.

Me quedé leyendo; no sólo el libro de Platón. También hojeé otros textos y revisé buena parte de las estanterías en las casi tres horas que estuve allí. Cuando volví al mostrador, me pareció que Belmont me miraba con cara de confundido.

—Santiago, pensé que ya se había ido —me dijo.

Negué con asombro, después me di cuenta de que eran tiempos donde no era común que alguien se quedara casi tres horas en una librería.

—Lo que pasa es que este libro no me dejaba, me quedé realmente atrapado —dije, sacudiéndolo como si fuera a salir algún sonido de él. Enseguida lo apoyé en el mostrador.

—¡Ah, Platón! —dijo Belmont.

—Sí, la verdad es que encontré por demás interesante el tema de la inmortalidad del alma —Y en un arrebato, sin dar tiempo a que Belmont pudiera asentir, volví a agarrar el libro del mostrador para leerle una de las citas que había marcado—. Escuche esto —le dije—: “…el alma que examina las cosas por sí misma, sin recurrir al cuerpo, se dirige a lo que es puro, eterno, inmortal, inmutable; y como es de la misma naturaleza, se une y estrecha con ella cuanto puede y da de sí su propia naturaleza. Entonces cesan sus extravíos, se mantiene siempre siendo la misma, porque está unida a lo que no cambia jamás, participa de su naturaleza; y este estado del alma es lo que se llama sabiduría.” —Hice silencio un instante y me quedé mirándolo atónito, ansiando que Belmont hubiese llegado a captar la profundidad de lo que yo tenía entre manos—. ¿No es absolutamente revelador? —le pregunté.

Belmont que no esperaba tener que abrir un juicio, casi se atraganta con la respuesta.

—Claro… sí, por supuesto —dijo tartamudeando.

—Todavía hay cosas que no me quedan claras —dije ya más calmo mientras volvía a poner el libro encima del mostrador—. Lo voy a leer más tranquilo. Además, para mi francés utilitario es casi una bendición haber encontrado esta edición en español.

—No diga eso, que usted se lleva con el francés mejor que varios que han nacido y crecido aquí —dijo. Después, su curiosidad pudo más y alcanzó a preguntarme—: ¿Está trabajando en algo nuevo?

—Sí —dije sin una gota de verdad—. Intentando exprimir algunas ideas.

Al librero se le alegró la cara, pasó el libro por un escáner con la torpeza lógica de alguien poco acostumbrado a aquellos nuevos menesteres.

—No se alarme Santiago, no voy a ser indiscreto —dijo—. No pienso preguntarle nada más. De tanto estar rodeado de libros y de eventualmente haber conocido a algunos escritores, no se me hace la idea de que pregunto más de lo debido. Serían 57 francos.

Mientras buscaba y empezaba a quemar las reservas de lo que había sido mis últimas semanas de trabajo, se me ocurrió preguntarle, acaso plegándome a esa intuición que se había apoderado de mí en el último rato, si me podía asesorar con algún libro que abordara el tema del alma. Belmont se quedó pensativo por un instante.

—Creo que puedo ayudarlo —me dijo enseguida—. Espere un segundo nomás.

Y con celeridad enfiló hacia la cortina que separaba el depósito del local y llamó a Hugo. Con un poder de síntesis extraordinario, Belmont le trasladó mi consulta. Hugo se llevó la mano a la base del mentón.

—Creo que tenemos algo de Descartes, unas ediciones nuevas que han entrado ayer por la mañana. Enseguida vengo —dijo. Y desapareció detrás de la cortina por la que había venido para luego reaparecer a los pocos segundos con un libro en la mano, llamado Meditaciones metafísicas, una edición de bolsillo que me acercó para que yo mirara.

—Descartes tiene una visión diferente del concepto de alma —dijo Hugo—, más cercana a los nuevos tiempos por el dualismo que plantea. Ya que, a diferencia de los griegos, que entendían al alma como pensamiento junto con un principio vital, para Descartes el alma es sólo el pensamiento. Si no me equivoco, este libro transita por los caminos que lo hicieron llegar a sus conclusiones.

Lo miré a Belmont boquiabierto, sin poder creer el grado de conocimiento que su hijo tenía. Al librero se le infló el pecho, como habitualmente les pasa a los padres cada vez que sus hijos son protagonistas de algo que los enorgullece.

—Ahora entiendo la presencia de este chico acá, me llevo ambos libros —le dije sin más.

Hugo agradeció el cumplido. A Belmont no se le borraba la sonrisa de la cara.

—Muy bien, Santiago. Serían, entonces, 118 francos con 35 centavos.

 

Pagué con alegría, como cuando se compra algo que de verdad guarda valor. Mientras acomodaba el vuelto, y Belmont, con estricta dedicación, me envolvía los libros en un sobre de papel madera, Hugo me hizo una consulta de las más raras. Me dijo que le gustaría poder conversar conmigo, cuando yo estuviera libre, ya que estaba preparando una exposición de libros de literatura latinoamericana, expresamente de cuentistas que retrataban al continente desde su interior. Y, en vistas de mi procedencia, quería consultarme sobre algunos autores que todavía no había podido leer pero que no quería dejar de incluir.

Le dije que sería un placer. Le pregunté si le parecía bien el próximo jueves. Hugo coincidió sin inconvenientes. Jueves por la tarde me parece bien, dijo. Saludé y volví a felicitarlos por la remodelación. Al tiempo que un miedo latente se apoderó de mí, ¿me estaba convirtiendo en un mentiroso compulsivo?

Me fui caminando por el Boulevard Saint-Germain-des-Prés con sentido al Sena. Me crucé de vereda espantado por la presencia de los muebles que me aguardaban en todas las vidrieras de allí en adelante. Sentí pudor sólo de ojear, tras los vidrios, los diseños exclusivos frente al recuerdo permanente de mi torre de libros convertida en mesa de luz, que se derrumbaba ante el mínimo movimiento. Del otro lado del boulevard, mi vergüenza se encontraba atenuada; allí, las vidrieras se intercalaban entre muebles y tiendas de ropa. Apuré el paso para que esa pesadilla absurda dejara lugar a otra escenografía.

El verde de los árboles estaba en su máximo punto. Promediaba septiembre y al verano no le quedaba mucho por delante. Me desvié por la Rue Saint-Simon para tomar Grenelle, calle que me conducía a mi departamento, cuando el calor me tentó a tomar algo fresco. Pasé Invalides y una cuadra después transité en las inmediaciones de un bar donde un mozo simpático, desdentado y calvo que conocía desde hacía tiempo parecía estar esperándome a la sombra de la marquesina del lugar.

—Santiago, ¡qué bueno verlo por aquí! —me gritó con los brazos abiertos antes de que yo siquiera atinara a cruzar la calle—. Llega justo a tiempo; le guardé una mesa a reparo del sol.

Las virtudes de Romain en lo comercial se asemejaban más a las de un árabe dueño de tienda que a las de un garçon parisino. Lo saludé con un apretón de manos sincero, pero, incluso así, terminó siendo un movimiento escueto que no coincidía con el afecto ni con el tiempo que llevábamos cultivando nuestra amistad. Agradecí el gesto derrumbándome directamente en una de las sillas de mimbre. Después pedí una cerveza.

—Al parecer está de suerte: hay una promoción de dos al precio de una —dijo—. Happy Hour le llaman ahora, no sé qué mierda tienen que hacer los ingleses pisoteando nuestra lengua: más de cien años en guerra tratando de echarlos y nos terminan invadiendo de esta manera, ¡qué desgracia! Pero eso sí: le aseguro que, con este calor, si no la pido para usted, me la voy a pedir para mí.

Una sonrisa sirvió para declararme incompetente ante semejante ocurrencia. Decidí que lo mejor era rendirme.

—Que sean dos entonces —asentí complacido.

Rápido, Romain se metió adentro para ordenar el pedido.

Mientras esperaba, decidí abrir el paquete con los libros. Los apoyé encima de la mesa, pero sólo abrí el de Platón. “Las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelven a la vida”, volví a leer. Después lo cerré cuando la cerveza llegó, pero seguí pensando en eso, sin pausas, incluso después de la segunda pinta.

4

Subí las escaleras del departamento con el último resto de oxígeno. De poco me habían servido las dos pintas que me había tomado para refrescarme y, menos aún, las peripecias que había hecho deslizándome a paso lento por la sombra que reflejaba la figura de los edificios de la Rue de Grenelle. Todo a expensas de evitar los rayos de sol; aunque, a decir verdad, había algo peor: la humedad, esa compañía molesta que París tenía por aliada esos días y que me había hecho sudar como un condenado. La estadía de este fenómeno, por lo que había podido intuir, era tema de conversación en cada rincón de la ciudad, y al parecer se quedaría hasta bien entrado el otoño.

Tiré las llaves arriba de la mesa y me derrumbé en el sillón sin soltar los libros que traía conmigo. Antes de que la pana verde empezara a habituarse al calor corporal, me estiré para prender el ventilador de pie que, sin preámbulos, empezó a girar con furia tan cerca de mí que me borró cualquier rastro de sudor de la cara. Para cuando entendí que el ambiente no mejoraría, que ni haciendo control mental lograría enfriarlo, me enfoqué en la repisa, en ese mueble sin orden alguno al que tenía presente pero, paradójicamente, también bastante descuidado. Desde hacía tiempo mi única actividad como escritor era comprar libros, leerlos hasta la mitad —en el mejor de los casos—, y después abandonarlos sin remordimientos. Así repetía incansablemente el proceso una y otra vez.