Edición original: Wild Awakening. 9 Questions That Saved My Life
Publicado por acuerdo con Hay House UK Ltd
De esta edición
© Sonmo Playwright., S.L.U., 2020
Editorial Diente de León
Avda. Luis Salvador Cilimingras, s/n.
07170 Valldemossa (Islas Baleares)
www.editorialdientedeleon.com
Primera edición: mayo 2020
© Mary Daniels, 2015
© De la traducción: Laura Collet, 2020
Diseño de cubierta: Jaime Cruz
Fotografía de cubierta: © Shutterstock / Edson Campolina
ISBN eBook: 978-84-949135-7-0
La editorial DDL está comprometida con la ecología y la salud.
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitido la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
ana@editorialdientedeleon.com
A vosotras, almas hermosas, que estáis ahí afuera viviendo vuestro propio Despertar Salvaje, no desistáis, ¡vale la pena!
PRÓLOGO
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN. Soy un desastre
PARTE I. AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS
1.Un día más en el paraíso
2.El viento llora «Mary»
3.Consolarte
4.Lucy en el cielo con diamantes
5.Desde ambos lados
6.Un puente sobre aguas turbulentas
PARTE II. MI DESPERTAR SALVAJE. HALLANDO LAS NUEVE PREGUNTAS
Introducción
7.La cima más alta
Pregunta Uno: ¿Qué he aprendido sobre mí misma?
8.Colores verdaderos
Pregunta Dos: ¿Qué acepto?
9.Frágil
Pregunta Tres: ¿De qué quiero desprenderme?
10.Gracias
Pregunta Cuatro: ¿De qué me siento verdadera y profundamente agradecida?
11.Es mi vida
Pregunta Cinco: ¿Qué quiero atraer realmente a mi vida?
12.Las mujeres salvajes actúan
Pregunta Seis: ¿Cuál es mi intención y por qué?
13.No desistas
Pregunta Siete: Confío
14.Bajo tu belleza
Pregunta Ocho: Amo
15.¿Dónde está el amor?
Pregunta Nueve: Soy
PARTE III. VIVE TU DESPERTAR SALVAJE
Introducción
16.Trabajar en la Preparación Diaria
17.Herramientas útiles para tu camino
UNA ÚLTIMA PALABRA. Eternamente joven
LISTADO DE CANCIONES
* Los títulos de los capítulos remiten a nombres de canciones. Al final del libro puedes encontrar el listado y sus autores.
Creo firmemente en la idea de que las personas que forman parte de nuestra vida están ahí por un motivo: enseñarnos cosas que nos ayudan a crecer. Aunque a veces estas lecciones vengan de la mano de experiencias dolorosas, más tarde nos damos cuenta del maravilloso regalo que ha supuesto para nosotros dicho crecimiento.
Con esto en mente, he intentado escribir este libro con la mayor compasión y consideración por las personas que aparecen en él, aquellas cuyo camino se ha cruzado con el mío de manera más significativa. Para exponer algunas de las lecciones más poderosas y profundas que he aprendido, he decidido dar a conocer momentos muy duros e íntimos de mi vida que implican a miembros de mi familia, amigos y exparejas.
He procurado ocultar su identidad al máximo, y espero que comprendan la importancia de compartir estas lecciones y que sepan que respeto los sentimientos que puedan albergar al verse reflejados aquí. A ellos les digo: os amo profundamente y siempre os agradeceré el papel que habéis desempeñado en el desarrollo de mi autoconciencia y mi crecimiento personal. Mi deseo es que nuestra historia ofrezca también a otras personas la oportunidad de crecer.
Mi apartado favorito: ¡los agradecimientos!
A mi hijo, alias Leyenda Viva n.° 2 (tú sabes quién es la n.° 1).
Has sido mi mayor afición, mi amigo, mi espejo de 360 grados, mi maestro, mi ensayo clínico de medicina alternativa, mi ruina económica —y, en ocasiones, el motivo por el que seguir viva—. Me siento muy orgullosa de ti, aunque a menudo haya vivido temiendo tu próxima andanza; te amo. Abraza la vida con todo tu ser, hijo, porque lo mereces; recuerda que solo te da lo que tú le entregas.
A Mandena, mi ángel guardián, guía espiritual y mejor amiga. Por tu presencia, tus consejos, tus lecciones; por estar entre las páginas de este libro y en mi vida. Mujer con mayúscula, eres un regalo de Dios, la conciencia misma; el amor que te tengo no se expresa con palabras.
A los hombres valientes que se han atrevido a formar parte de mi vida.
Harry y Kwa, mis héroes. ¡Gracias por ser como sois y por estar ahí!
A mi padre. Te amo, yo te elegí; descansa en paz.
Papá Slim. Te amo y te he echado de menos toda mi vida. Gracias por llevarme contigo.
A Mr. Ex, por las aventuras, el crecimiento, el amor, y por haber creído en esto y en mí.
Cam, el mejor compi, que haces las veces de amiga ¡y la prueba de que existen hombres y padres maravillosos!
G, el primer hombre que me enseñó el verdadero significado de amarse a uno mismo. Te adoro.
Mis chicos adoptivos…, os amo y me siento orgullosa de todos.
Paul, por abrirme las puertas de tu hogar y tu corazón: ¡me salvaste!
Y, por supuesto, Mr. Italia, mi espejo perfecto, mi equilibrio y mi dolor de cabeza. ¡Amor verdadero, Míster!
A las mujeres poderosas que me han inspirado y han significado tanto en mi vida.
Mi madre. Me siento muy, pero que muy orgullosa de ti. Sé que el camino ha sido duro. ¡Te amo tal y como eres!
Mi madre de acogida, por estar ahí siempre que te necesité y por lo amada que me sentí.
Mis hermanas, por inspirarme y quererme tanto; os amo a todas.
Kim, por todo lo que has dado y todo lo que merecías. Te amo, cariño.
Mis increíbles cuñadas, vuestro apoyo ha sido un regalo.
Mis hermanas del alma, tan sexis: Anna (amigas para siempre); Angie Pang (¿quién si no, cariño?) y Venetia (mi amor de película); a Viv, mi hermanita y eterna campeona, y a Michelle (mi pequeño pero poderoso brazo derecho). XXX
Barbara, Vandana, Gill y Pauline. ¡Grandes personas, momentos mágicos!
Carole Catto, gracias por estar ahí sin que tuviera que pedirlo: ¡eres un ángel!
¡¡Y a todas las increíbles Mujeres Salvajes de mi vida!!
¡Me inspiráis todos los días! XXX
Saludos, besos, abrazos y un gracias enorme a:
Toda mi familia lejana, tan extensa como loca: ¡primos, cuñados, Jack, Pat e Ish, mi familia de Alternatives y a los magníficos voluntarios!
Las maravillosas personas de St. James’s Church, en Londres, en especial, Ashley y Revd; Lucy Winkett (sabia mujer); mi nueva familia de Hay House, sobre todo, Michelle Pilley (eres una Mujer Salvaje y Sabia; muchas gracias por escuchar tu intuición); Jo, ¡por ser simplemente maravillosa!; Leanne, por la preciosa cubierta.
Julie Oughton, por hacer que las fechas siempre cuadren.
Mi fantástica editora, Debra Wolter (hay gente buena, ¡y luego está la gente increíble!); The Holdens, Ruth y el resto del equipo: ¡sois la caña!; Future Foundations, ¡por hacer cosas increíbles para los jóvenes!; ¡mi familia italiana de Tribewanted Monestevole, Adrienne, Alison y el equipo de Mexican Exchange!
Y, por último, a todas aquellas personas cuyo nombre no cabe en este apartado: sabéis quiénes sois. Gracias por las magníficas lecciones de vida; ¡estoy muy agradecida de conoceros, amaros y haber aprendido de vosotros!
Sinceramente, cuando me pidieron que escribiera este libro, mi primera reacción fue: ¿En serio el mundo necesita otro libro de autoayuda, y acaso estoy yo cualificada para escribirlo? Sobre todo, porque en muchos sentidos mi vida aún es un desastre.
Hacía tiempo que tenía ganas de compartir mis increíbles experiencias y poderosas lecciones de vida. No quería escribir un libro de autoayuda más, pero dudaba sobre cómo enfocarlo de manera que se distinguiera de otros. ¡Estaba harta de los artículos de periódicos, revistas y blogs que te dicen cómo debes ser, actuar, pensar y vivir tu vida! Siete consejos para esto; nueve secretos para lo otro; diez pasos para alcanzar la felicidad y la libertad eternas… Me daban ganas de gritar: ¡Basta ya!
Así pues, puedes imaginarte el dilema que tuve cuando Hay House, una de las mayores editoriales de libros de autoayuda y espiritualidad del mundo, me pidió formar parte de su maravilloso catálogo de autores porque les interesaba mi historia basada en las Nueve Preguntas. Ahí está lo curioso del caso: en muchos sentidos, el espacio del que creía estar desconectando fue, de hecho, el que me ayudó a reconectar y a encontrarme a mí misma.
Cuando echo un vistazo a mi biblioteca, me es imposible negar la influencia que han ejercido en mi vida títulos como Hacia rutas salvajes, Una nueva Tierra, Amar lo que es, Tú puedes sanar tu vida, La verdadera meditación, Mujeres que corren con los lobos, Confesiones de un gánster económico, Dejar Microsoft para cambiar el mundo, así como otros añadidos recientemente, La revolución de una brizna de paja y Permacultura, de David Holmgren.
Aún me sorprende que una revista como Permaculture —sobre naturaleza, autosuficiencia y sostenibilidad— sea en la actualidad una de mis suscripciones favoritas (efecto colateral del cruce de caminos entre un diseñador de permacultura italiano de casi dos metros, y bastante guapo por cierto, con una chica de ciudad quemada por el trabajo, en los jardines mágicos de Monestevole, en Italia. Ya os contaré, pero calma, chicas, esto no es la versión campestre de Cincuenta sombras de Grey).
En cualquier caso, si no fuera por los libros, las conferencias, los talleres, los eventos, mis increíbles amigos, maestros, colegas de trabajo y Mandena (mi guía espiritual y la persona con mayor conciencia que conozco), no sé qué habría sido de mí ni cuánto tiempo me hubiera costado traducir todas mis experiencias y aprendizajes, intensos y a veces terriblemente dolorosos, en algo más rico y profundo.
Me encanta mi caos porque, por paradójico que parezca, es lo que me está llevando a comprender que nunca he sido más feliz, ni he estado más segura de mí misma ni he sentido más confianza que ahora. Por primera vez después de superar el dolor del oscuro y profundo pozo en que estaba sumida mi vida, siento mi fortaleza y sé que me quedan cosas maravillosas por vivir.
Es algo que me sorprende porque, al mismo tiempo, todo aquello que me daba seguridad está empezando a desaparecer: mi trabajo, mi relación sentimental, algunas de mis mejores amistades, mi hogar, mis ingresos, algunos de mis familiares…, en todos los aspectos de mi vida, literalmente. Bueno, ¡todo, menos mi dichoso sobrepeso! (siempre pensé que, si Dios iba a hacer borrón y cuenta nueva en mi vida, también se llevaría algunos de mis kilitos…, pero no). En fin, ¡deberé controlar esa glotonería!
En cualquier caso, de todo esto he aprendido que, en cierto sentido, todos somos un caos, cada uno de nosotros: desde Eckhart Tolle hasta el dalái lama o el vagabundo que ves todos los días durmiendo en la calle.
Todos tenemos nuestra montaña que escalar, obstáculos que superar y lecciones que aprender, que irán reapareciendo en nuestra vida para darnos un cachete en el culo.
Por este motivo, no te mentiré: la mía no es una historia de éxito de la noche a la mañana ni una transformación vital en un abrir y cerrar de ojos. Tardé años en descubrir las verdaderas respuestas a mis sencillas pero poderosas Nueve Preguntas. Me costó mucho tiempo encarrilar mi vida y empezar a gustarme y amarme a mí misma de verdad para sentirme más a gusto con quien soy. Verás que la mía es la historia de una mujer real, que creía que lo tenía todo, lo había leído todo, escuchado todo y hecho todo, hasta que tocó fondo.
Es la historia de una mujer que sufrió tanto que creyó que la única salida era acabar con su vida y la de su hijo; la historia de los acontecimientos duros, caóticos, mágicos y a veces alucinantes que me llevaron a descubrir nueve preguntas sencillas, cuyas respuestas abrieron puertas que nunca imaginé.
Este es el relato real y sin censura de mi camino hacia el autoconocimiento; a veces ha sido divertido; otras, duro y agotador. Al adentrarte en él, espero que reconozcas que, aunque haya sido un poco loco y salvaje, no soy distinta de los demás. No estoy aquí para decirte cómo debes ser y vivir, y estas Nueve Preguntas por sí mismas no van a solucionar todos los aspectos de tu vida de un día para otro, ¡mi Despertar Salvaje no es resultado de un rayo de lucidez! Se trata de un proceso que se cuece a fuego lento.
Lo que deseo con este libro es que te inspire y te lleve a plantearte preguntas profundas sobre tu vida y sobre qué quieres realmente. Deseo que inspire a todos los lectores su propio Despertar Salvaje; sobre todo, a aquellos que están sufriendo. Mi esperanza más profunda es que no se reduzca a ser un libro de autoayuda más que termine acumulando polvo en una estantería abarrotada.
Ojalá se convierta en una herramienta útil que te permita encontrar las ansiadas respuestas a las preguntas que tanto necesitas, que te ayude a navegar por el loco y maravilloso camino de vuelta a tu ser: ¡la vida!
Simplemente, ¡léelo y disfrútalo! En serio; empieza por el principio y ve leyendo hasta el final. Si no le encuentras el sentido, reléelo más despacio. Si aun así sigues sin encontrarlo, no dudes en contactar conmigo a través de mi página web www.marydaniels.co.uk
El libro se organiza en tres partes:
La Parte I es la historia de mi vida y relata la serie de acontecimientos increíbles, salvajes, duros, caóticos, mágicos y en ocasiones alucinantes que me llevaron a experimentar una revelación y a definir las Nueve Preguntas.
La Parte II cuenta cómo di con las Nueve Preguntas y cómo las he integrado a mi vida cotidiana. Los poderosos aprendizajes que he descubierto al responderlas aparecen ilustrados con otras jugosas experiencias vitales.
La Parte III te muestra cómo iniciar tu propio camino del Despertar Salvaje. Contiene una guía sencilla sobre cómo responder a las Nueve Preguntas y un resumen de otras prácticas que me han ayudado en este proceso.
La vida se vuelve valiosa y más especial para nosotros cuando buscamos los pequeños milagros cotidianos y nos emocionamos ante el privilegio de ser, simplemente, humanos.
TIM HANSE
¿Has experimentado alguna vez cómo todo se vuelve cristalino y te sientes colmado por una calma tan grande y una lucidez tan clara que nada ni nadie podrían derribarte? Pues bien, así es exactamente cómo me sentí el día en que supe que iba a morir; pero ya llegaremos a esta parte de mi vida: por ahora, esta es la historia de la joven Mary.
Cuando recuerdo mis primeros años de vida, mi cuerpo alberga sentimientos lejanos de alegría, diversión, risas y amor. Apenas tenía yo unas semanas cuando una familia de clase trabajadora tradicional, formada por cuatro miembros —el padre, la madre y sus dos hijos—, nos acogió a mí y a mi hermano, quien entonces tenía dos años. Mi madre y mi padre de acogida se las arreglaban para llegar a fin de mes y sacar adelante a su nueva familia numerosa.
Me bautizaron con el nombre de Mary, pero mis padres de acogida me apodaron Missy (en inglés, ‘señorita’) porque, a medida que crecía, me fui volviendo mandona, extrovertida, segura de mí misma y muy presente. Me cuentan que me conocía todo el barrio: los vecinos, los policías locales, los tenderos y los profesores de la escuela de mi hermano. Al parecer, me veían a menudo empujando un cochecito de juguete en el que montaba a Joseph, uno de nuestros gatos y mi compañero de juegos (no sin antes disfrazarlo con mi ropita, ¡Dios sabe cómo lo soportaba la pobre criatura!).
Según mi madre de acogida, yo era muy parlanchina, y cuando no ayudaba a mi padre en el huerto, conversaba con alguna de nuestras mascotas peludas, varios gatos, una gallina llamada Hilda, un gallo joven llamado Danny, dos perros, dos conejos, dos patos (Susan y Thomas) y el burro Joseph (¡nos gustaba este nombre!). Rescatamos al burro Joseph de un campo cercano después de que mamá viera cómo lo maltrataban. Cuando los animales se hartaban de mí, me asomaba a la escalera que mi padre improvisaba junto a la valla del jardín y me ponía a hablar con el vecino.
Cuando le pregunto a mi madre de acogida sobre mi personalidad durante mis primeros años de vida, me cuenta que siempre iba a lo mío; era un espíritu libre y salvaje —siempre curiosa y preguntado el porqué de las cosas. Al parecer, de mayor quería ser abogada o actriz; no tengo ni idea de dónde saqué lo de convertirme en actriz, pero lo de abogada debió de ser por mi tendencia a expresar aquello que pienso y a impedir que la gente actúe mal. ¡No he cambiado nada!
Mi madre de acogida cuenta varias anécdotas divertidas sobre mí que demuestran lo testaruda (o, mejor, lo determinada) que llegaba a ser. En una ocasión, el párroco de nuestra iglesia vino a tomar el té en casa y, al sentarnos a la mesa, le dije que la bendijera rápido porque me moría de hambre. Él me respondió que debía ser paciente, que era importante agradecer a Dios los alimentos antes de tomarlos. Sin embargo, yo no podía esperar, y solté: «¿Por qué no bendice los alimentos de los demás, y yo bendigo los míos cuando termine? ¡Entonces estaré aún más agradecida!». Mientras el párroco bendecía la mesa, yo ya estaba poniéndome las botas; luego ¡volvieron a bendecir los alimentos especialmente para mí!
Llevábamos a mi hermano al colegio todas las mañanas y yo corría por el patio como si fuera mío. Un día el director me pilló jugando en la zona de césped; me llamó, apuntó con el dedo un cartel y me dijo: «Mary, ¿qué pone ahí?».
Respondí: «Alumnos, no pisen el césped, por favor». (Mamá me había enseñado a leer a una edad muy temprana).
Y él: «Exacto. Por tanto, ¿por qué corres por el césped si está prohibido?».
A lo que yo repliqué: «¡Porque no soy una alumna!», y volví al césped. ¡El director le dijo a mi madre que estaba deseando que me matriculara en la escuela! Desafortunadamente, eso nunca sucedió.
Nunca he llegado a comprender cómo o por qué las cosas fueron como fueron, solo sé que un día mi hogar estaba con mi familia de acogida y al siguiente, ya no. Me han contado varias versiones sobre cómo volvimos con nuestros padres biológicos: algunas aseguran que yo fui primero y luego se incorporó mi hermano tras varios fines de semana de prueba. Mi hermano cuenta que cuando mi padre fue a recogerlo en el coche, le dijo que no llorara ni mirara atrás. Es fácil imaginar cómo debió de sentirse: apenas tenía siete años. Yo tenía cinco y no recuerdo nada de aquellos acontecimientos.
Todo niño necesita un héroe, un adulto que nunca pierda la fe en él, que comprenda el poder de la conexión y le insista en que puede llegar a ser la mejor versión de sí mismo.
RITA PIERSON
Cuando mi hermano y yo volvimos con nuestros padres biológicos, nos encontramos con nuestros hermanos pequeños, un niño y una niña. Juntos formábamos una familia de seis, pero yo sentía que no los conocía y que nada volvería a ser igual.
Durante el tiempo que estuve con mi familia de acogida, vi a mis padres biológicos en muy pocas ocasiones: mi hermano y mi madre de acogida cuentan que nos visitaban de vez en cuando (lo confirman las fotos de mi primer cumpleaños), pero a menudo cancelaban las visitas en el último momento o simplemente no se presentaban. Mi hermano dice que pasamos algún fin de semana con ellos, pero yo no me acuerdo de nada.
Tampoco recuerdo demasiado sobre el periodo inmediatamente posterior a nuestro regreso: apenas tengo en la mente algunas imágenes y sensaciones efímeras, como si fueran fotografías de un álbum, momentos congelados en el tiempo. Sin embargo, sí recuerdo que en mi nuevo hogar había mucho más ruido y vivíamos más apretados; desde el fregadero de la cocina veía a mis hermanos dando vueltas con la bicicleta, confinados en un pequeño patio pavimentado.
Hasta que nos mudamos a una casa más grande unos años después, vivimos apretujados en un espacio diminuto al este de Londres. La energía del lugar era muy distinta a la de la casa de mis padres de acogida, con aquel jardín tan grande y nuestras mascotas peludas. Recuerdo la sensación de querer volver a casa.
Al poco de reunirnos con nuestra familia biológica, empecé a mojar la cama y a comerme el papel pintado de mi habitación. Ahora entiendo que me sentía muy sola, triste y enfadada, pero era demasiado pequeña para gestionar aquellas emociones. Todos me consideraban una niña traviesa, pero cuando miro atrás, no me sorprende mi comportamiento; al fin y al cabo, me habían arrebatado la única familia que conocía y me habían dado otra formada por extraños.
Cuando empecé la escuela primaria di rienda suelta a mi rabia, revolcándome por el patio y pegando a todo aquel que me molestara o se fijara en mí. La emprendí contra una niña de mi clase, pero un día, para mi sorpresa, ella me pagó con la misma moneda; recuerdo el respeto que sentí por su habilidad en la lucha y por haberme demostrado ser una digna adversaria. Curiosamente, terminamos haciéndonos muy amigas; ¡aún recuerdo su carita y lo menuda que era!
A los siete años, mi mal comportamiento no había hecho más que empeorar y, con el fin de controlarlo, mis padres recurrían a las amenazas de manera habitual. Mi hermano me decía: «Verás cuando llegue tu padre»; y mi padre: «¡Un día estarás ingresada en el hospital o muerta, y yo estaré en prisión!», o: «¿Oyes eso? Es la Policía, que viene a por ti».
Mi madre no sabía qué hacer conmigo: atracaba el tarro de piruletas y caramelos que estaba escondido en el armario de la cocina, y cortaba pedacitos de cualquier tela que encontrara por casa, desde la cortina de la ducha hasta el mantel de la mesa o las sábanas de la cama. Lo hacía por puro aburrimiento o por curiosidad; solo fueron dos o tres veces pero, como puedes imaginar, ¡mis padres se enfurecían! Analizándolo con la perspectiva que da el tiempo, me doy cuenta de que tenía tanta energía que necesitaba retos y estimulación constante.
En aquella época no comprendía por qué siempre me metía en líos, y estaba convencida de que todo el mundo me tenía manía. Hace poco hablé sobre ello con uno de mis hermanos, y me contó que no era la única de la familia que se metía en problemas y recibía los golpes de nuestro padre. Él también tiene recuerdos dolorosos; de hecho, cuando lo pienso, recuerdo que mis padres a veces se agredían físicamente. Desconocía el motivo, pero era aterrador ver a alguien de la corpulencia de mi padre dando puñetazos a mi madre; a veces mis hermanos y yo teníamos que separarlos.
En cualquier caso, la mayor parte del tiempo vivía encerrada en mi propia burbuja, pues sentía que nadie me quería ni deseaba mi presencia. Recuerdo que un día, cuando tenía nueve años, acusé falsamente a uno de mis hermanos de haberme robado un billete de cinco libras; yo misma puse el billete en el bolsillo de su camisa y les dije a mis padres que me lo habían robado. Quería que dejaran de verme como la mala, que se dieran cuenta de que no era la única que hacía travesuras.
Pero no había previsto lo que le ocurriría a mi hermano como resultado de mi acción. Nunca olvidaré su mirada después de que mi padre lo castigara. Mi intención no era meterlo en problemas; pensaba que mis padres solo le regañarían un poco porque lo preferían a él antes que a mí. Me sentí culpable durante años.
Cuando mis padres descubrieron la verdad, ¡lo pagué bien caro! Recibí tal paliza que, cuando me fui a la cama aquella noche, la espalda y el culo me dolían tanto que no podía ni darme la vuelta. Además, me había golpeado la cabeza con el marco de la puerta y también me dolía muchísimo. Tumbada en la cama, pensé: «Que te sirva de escarmiento, Mary. Te lo mereces por lo que le has hecho a tu hermano». Nunca volví a comportarme de aquel modo.
Mientras tanto, seguía mojando la cama —ahora sé que el motivo era mi estado constante de miedo y ansiedad—. Mi madre reaccionaba con enfado y frustración: se quejaba de que estaba echando a perder el colchón, y en dos ocasiones me restregó literalmente la cara sobre el pipí. Cada vez que me despertaba mojada por la mañana, sentía pavor.
Me levantaba e intentaba airear el colchón poniéndolo de lado junto al radiador. Luego lavaba y secaba rápidamente la sábana, y abría la ventana para que la habitación no oliera a pipí. A veces colocaba toallas sobre la zona mojada y luego me tumbaba en el borde de la cama, fingiendo que todo estaba correcto bajo el edredón.
Al volver de la escuela a casa, sentía cómo la adrenalina me recorría el cuerpo al meter la llave en la cerradura para abrir la puerta. Vivía en un estado de tensión constante, esperando la próxima bronca de mis padres. Procuraba esconderme, mantenerme fuera de su vista para no recordarles todo lo que había hecho o dejado de hacer. Me pasaba horas en la biblioteca, entre mis libros, o en cualquier habitación de la casa donde me sintiera segura.
Hacía cualquier cosa por evitar ser el blanco de su ira. La de mi madre se expresaba en breves ataques de disgusto y frustración. ¿Por qué no podía hacer correctamente las tareas del hogar que me había pedido? En cuanto a mi padre, sería imposible mencionar todas las cosas que desataban su cólera, pero entre ellas estaba el romper objetos o contestarle. En una ocasión, me arreglé el pelo de forma distinta para ir a la iglesia, y me dijo que no le gustaba y que no volviera a peinarme así nunca más.
Pensé que no volvería a peinarme de aquella manera durante un par de meses, y que si luego volvía a hacerlo —procurando que me quedara más arreglado que la primera vez—, no le importaría. Pues bien, fue la primera y última vez que ignoré sus órdenes en cuanto a mi aspecto. Cuando volvimos de la iglesia, me arrastró por el pelo a la habitación del fondo y, después de soltarme una buena reprimenda, se fue a por unas tijeras y me cortó el pelo. Quedé desolada: a diferencia del de mi hermana, el mío tardaba siglos en crecer. Sentí que me habían arrebatado todo.
Mi madre no solía mostrarse agresiva, pero de vez en cuando me daba un empujón, una bofetada o un zapatillazo en la espalda. Recuerdo que en una ocasión se enfadó tanto conmigo que me lanzó un objeto contra la cabeza. Era una bola de cera grande y pesada —una vela en forma del personaje Mr. Bump, de la serie de dibujos animados Mr. Men—, ¿puedes creerlo? Me impactó justo en la frente. Ahora me parece curioso e incluso gracioso: más de una vez tuve la oportunidad de comprobar la asombrosa puntería de mi madre.
Sentía un dolor insoportable en el ojo, y mi madre estaba horrorizada por la hinchazón, que alcanzó el tamaño de una bola de tenis. Me sentó y me aplicó una compresa fría. Estaba visiblemente enfadada conmigo y consigo misma, y desesperada por entender por qué yo no obedecía.
En cierto modo, valió la pena ver su cara de preocupación sincera; fue una de las pocas veces que me demostró que le importaba. Aún recuerdo aquella sensación; estaba sentada en la silla, casi tocándola, pero sin tenerle miedo; una parte de mí quería posar la mejilla sobre su estómago blando y sentir su dulce olor a limpio, a jabón y manteca de coco. Aún puedo olerlo después de tantos años.
Hasta hace poco no he sabido que a mamá le costaba controlar su irritabilidad durante la menopausia; por supuesto, yo entonces no tenía ni idea de que esto pudiera influir en su comportamiento, simplemente pensaba que no me quería o que incluso me odiaba.
Además de cortarme el pelo, mi padre infligía otros métodos de castigo según la severidad del crimen cometido o el humor que tuviera aquel día. Solía pegarme en la espalda o en un lado de la cabeza con la mano o una regla. Recurría a cualquier objeto recto que tuviera cerca, y si eras muy mala, te daba con la correa del cinturón o una de las varas que astutamente escondía detrás de las puertas.
Me castigaban por coger comida o caramelos sin permiso, por romper algún objeto, por no obedecer o, simplemente, por contestar o decir lo que no debía (no lo hacía adrede, sino porque estaba harta de meterme en líos; además, no siempre era mi culpa, aunque esto apenas importaba).
Los castigos que recuerdo con más dolor son aquellos en que mi padre me ordenaba que me quitara la ropa, me tumbara bocabajo en el suelo y no me moviera. Aguantaba la respiración mientras esperaba que me anunciara el número de latigazos, y luego los contaba en silencio, sintiendo el dolor agudo de cada golpe que me asestaba con la vara o el cinturón. Tenía prohibido estremecerme o gemir; si lo hacía, volvía a contar desde el inicio. Aprendí a perderme en mundos lejanos…
Luego mi padre intentaba hacerme comprender qué había hecho mal; a veces parecía desconcertado por cómo perdía el control, como si le sorprendiera lo violento que podía llegar a ser. Recuerdo de forma especial un incidente ocurrido un día de verano, justo antes de mi décimo cumpleaños; jamás lo he olvidado.
Mi padre había vuelto a casa del trabajo de muy mal humor y, al no encontrar el pienso del gato, exclamó desde la cocina: «¿Quién ha dado de comer al gato?». Todos respondimos que no habíamos sido, pero fue a buscarme a mí para preguntármelo de nuevo, y le contesté lo mismo que antes. No me creyó y, en un ataque de rabia, empezó a perseguirme por el pasillo, vociferando mientras intentaba alcanzarme. Estaba aterrorizada; recuerdo que corrí descalza hacia la puerta de entrada con la intención de escapar de casa.
El corazón me latía con fuerza y sabía que no podría soportar otra paliza, no con aquella mirada en su rostro. Me quedé de pie, con la mano en el cromo frío del pomo de la puerta, y mi padre dijo, en un tono sosegado pero autoritario: «Si te vas, no volverás a entrar por esta puerta nunca más: se acabó». Tenía la tentación de escapar para siempre, pero la idea de vagar descalza por la calle buscando un lugar donde pasar la noche me aterrorizaba más que las palizas de mi padre.
Solté el pomo, abatida, y lo seguí hasta el salón. Me desvestí, me tumbé bocabajo en el suelo y empezaron los latigazos. Intenté permanecer lo más inmóvil posible para que no volviera a contar desde el inicio muchas veces. Tras el décimo latigazo, me perdí en uno de mis lugares imaginarios.
Media hora después, mientras me duchaba, mi padre entró en el baño y, al verme la espalda cubierta de moratones, se dio cuenta de que me había administrado uno de sus peores castigos hasta entonces, parecía sentirse más culpable que de costumbre. Tras dejar una moneda de cincuenta centavos sobre el borde de la bañera, dijo algo muy extraño: «Perdona, no creas que todo va a ser como lo del gato». Al principio no entendí a qué se refería, pero más tardé supe que nadie había dado de comer al animal: el pienso estaba en la nevera, donde siempre, pero él no lo había visto. Ahora que lo recuerdo, fue la última vez que me dio una paliza como aquella.
Poco después de entrar en la escuela secundaria, las cosas en casa adoptaron un cariz muy distinto. No me atrevo a afirmar que fuera un cambio para peor, o simplemente un cambio, lo único que sé es que en esta segunda serie de acontecimientos el dolor físico se redujo de forma considerable.
Al haber nacido a mediados de agosto, tenía un año menos que muchos de mis compañeros de clase y era un saco de contradicciones: sabelotodo, extrovertida y segura de mí misma, pero a la vez ansiosa y fácilmente irritable. Procuraba adaptarme y encajar en cualquier ambiente; no sabía por qué lo hacía ni en quién me estaba convirtiendo, pero me aterraba no ser amada o aceptada.
Por las noches, mi padre bebía en el salón y mi madre se iba a la cocina o al cuarto de atrás, «el segundo salón», como solíamos llamarlo. Allí hacía sus cosas, a menudo hablar por teléfono o cocinar; cada uno vivía en su mundo.
Encontré consuelo en la lectura y me convertí en una ermitaña. Cuando llegaba la hora de apagar la luz, seguía leyendo o estudiando bajo la pequeña lámpara de mi mesilla de noche, o corría las cortinas para que las farolas de la calle iluminaran mis libros. Era una lectora voraz; me sumergía en parajes mágicos, mundos hostiles y vidas ajenas, mi propia historia parecía reflejarse en aquellas páginas.
Los hermanos Grimm, Flores en el ático, autobiografías, los romances de Mills & Boon (lo sé, qué te voy a contar, ¡estaba sedienta de amor!), Romeo y Julieta de Shakespeare, Antonio y Cleopatra (cuya historia nos había contado maravillosamente mi profesora de Inglés), Doctor Fausto de Marlowe, el Antiguo Testamento, Los viajes de Gulliver, C. S. Lewis, Enid Blyton, Judy Bloom, De ratones y hombres, Un tranvía llamado Deseo, Sidra con Rosie. Devoraba cualquier historia que me transportara a un mundo distinto. La lectura y el estudio eran mi refugio, las actividades que me mantenían cuerda.
A veces me saltaba comidas para evitar ir a la cocina y desatar la ira de mi madre. A menudo se enfadaba conmigo por no cumplir correctamente mis tareas domésticas, o me acusaba de ser maleducada o grosera por motivos que no lograba comprender. Me decía que me largara, que saliera de su vista o alguna de sus otras frases favoritas para hacerme entender que la dejara en paz. Así pues, como acto de rebeldía, muchas veces me lo tomaba al pie de la letra, aunque ello significara irme a la cama sin cenar.
Cuando llegaba del colegio, me escabullía rápidamente a mi habitación, me escondía y esperaba a ver si mi madre me llamaba. Todos achacaban mi pérdida de peso al ejercicio físico —y más tarde así fue—, pero al inicio se debía al hecho de saltarme tantas comidas. Nunca olvidaré el día en que mi profesora de Inglés me felicitó con estas palabras: «¡Virgen santa, Mary, el patito feo y gordo se ha convertido en un hermoso cisne!». No dudo de que fuera un cumplido, pero mientras me alejaba pensé: «Dios mío, ¡me ha visto gorda y fea todo este tiempo!».
Poco antes de cumplir once años (no puedo concretar la fecha exacta), llegó el día que lo cambió todo. Recuerdo que llegué del colegio y, como mamá no estaba en casa, fui rápidamente a la cocina para coger algo de comida. Solía quitarme el uniforme tan pronto como llegaba a casa, pero aquel día tenía que aprovechar la oportunidad de comer.
Es curioso cómo uno evoca los detalles; no sé por qué tengo tan vivo en la memoria aquel uniforme. No era especialmente bonito: una falda plisada de poliéster gris, que había sido planchada tantas veces que tenía brillos en los pliegues, y una camisa blanca, también de poliéster, que estaba gris y desgastada de tanto lavarla y que se me pegaba como si estuviera haciendo un experimento de electricidad estática.
Mi padre estaba de pie en el escalón de la entrada de la cocina, y yo, de pie frente a la mesa. Al verme la cara, me preguntó: «¿Qué te pasa?».
Me sorprendió que se fijara en mi estado de ánimo, pues no era propio de él mostrarse tan atento. Mi relación con mi madre había sido especialmente mala aquella semana, y yo estaba enfadada, disgustada y con una gran necesidad de atención, por lo que le conté mi frustración y le dije que creía que mi madre me odiaba. Con voz dulce y aire preocupado, me aseguró que hablaría con ella y le pediría que me dejara en paz y me diera espacio y tiempo para estudiar. No podía creerlo: ¿quién era aquel hombre?
A continuación me dijo: «Ven aquí», y yo, sin imaginar el destino al que me llevaban aquellos pasos, avancé hacia sus brazos abiertos y le dejé que me envolviera en un abrazo soñado por cualquier niña sedienta de amor (fue la primera vez que alguno de mis padres me abrazaba de verdad).
No tenía ni idea, pero la dulzura de sus caricias y la forma en que me apretó contra su pecho hasta dificultarme la respiración abrieron una puerta prohibida que él ya no sería capaz de cerrar. En aquel momento yo era feliz, en la ignorancia del contrato que acababa de firmar.
Ambos soltamos un suspiro, aunque por motivos muy distintos. No entendía por qué de repente mi padre me mostraba tanto afecto, pero no me importaba, lo único que sabía era que por fin me quería. Sintiendo que nuestra relación tomaba un rumbo nuevo que dejaría atrás el dolor físico y emocional de los golpes y latigazos, acepté a ciegas el contrato.
A medida que mi cuerpo cambiaba y se desarrollaba, el interés de mi padre por mí aumentó. Pasó de abrazarme a pedirme que me desnudara frente a él y, finalmente, que realizara una serie de actos sexuales que parecían hacerle muy feliz.
Enseguida aprendí que el amor y la protección tienen un precio: entendí a la perfección el acuerdo tácito por el cual las cosas en casa irían bien si seguía haciendo aquello. De todas formas, parecía que mi cuerpo no me pertenecería nunca, así que aproveché la oferta que había sobre la mesa. Seamos francos, para una niña que había pasado por mi experiencia, este parecía el menor de los males.
Cuando miro atrás, me doy cuenta de que mentiría si dijese que en mi niñez no hubo momentos buenos o que me pegaban todo el tiempo; porque no fue así. Por extraño que parezca, y aunque no me sintiera amada, sabía que a mis padres les importaba de verdad. Desde entonces he aprendido que muy pocas cosas en la vida son una sola; en repetidas ocasiones he experimentado que todo existe a la vez.
De niña experimenté muchos momentos de felicidad, unión, comunión y conexión. Como cuando nos reunimos alrededor de nuestro primer televisor para ver el videoclip de Thriller, de Michael Jackson, que acababa de salir; nos pasamos horas aprendiendo los pasos y bailando como zombis. Y también cuando tuvimos nuestro primer videocasete, y mamá nos hacía grabar todas las series y películas bíblicas que daban en la tele.
Los libros y la música se convirtieron en mis mejores amigos. Recuerdo el día en que mi padre trajo del trabajo los mejores álbumes de Motown. Poseía una colección de discos increíble; nos tenía prohibido tocarlos, pero cuando podíamos escucharlos, ¡era fantástico!
Nunca olvidaré las bromas que me gastaron cuando me compré mi primer disco, Serious hits live