Colección Investigaciones
Jodorowsky: el cine como viaje
Primera edición impresa: abril, 2019
Primera edición digital: abril, 2020
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Esta publicación es resultado de una investigación auspiciada por el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima.
Versión e-book 2020
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ISBN 978-9972-45-519-3
Prólogo. De genealogías y viajes, por Udo Jacobsen
Introducción
Capítulo I. Años 50 y 60: la infancia de un cine pánico
Fando, Lis y la búsqueda de Tar
Qué bonito es un entierro
El día de los vampiros
Capítulo II. Años 70: las misas de medianoche
El topo que busca el sol bajo la tierra
Los maestros del revólver
El apocalipsis de los freaks
La montaña de la inmortalidad
Over the rainbow
La ciencia ficción del espíritu
Quemar los cuerpos y el dinero
This is maya
De la montaña a la duna
Capítulo III. Años 80 y 90: el elefante y el fénix recorren el arcoíris
La sangre de la Santa
Explorando la slasher movie
Experimentos de alquimia
Buscando la redención
Volviendo al arcoíris
Capítulo IV. Las últimas décadas: la danza de la poesía
La autoficción del demiurgo
El árbol de la vida
Lo artificioso
Persona o la máscara
Los freaks de Tocopilla y Santiago
Las artes y la literatura
La sabiduría de la fe
La pasión según San Jaime
La vía del tarot
Y la nave va
Referencias
Filmografía de y sobre Alejandro Jodorowsky
Índice de películas
Índice onomástico
Es el espíritu quien da vida; la carne no vale nada.
Juan, 6:63
Diseccionar la obra de un autor nunca ha sido tarea fácil. Toda obra es, de algún modo, la totalidad de las obras precedentes, como plantea Genette. Las redes transtextuales que tejen autores como Jodorowsky son especialmente enmarañadas. Tanto las explícitas referencias a la cultura popular como el cómic de ciencia ficción o el cine de terror, como la evidente simbología religiosa y mágica, constituyen apenas una parte de un universo que, a pesar de su reducido número, se abre hacia la interpretación con una riqueza poco frecuente. Ya decía que la tarea de rastrear esos hilos más o menos invisibles constituye una tarea de proporciones, pero encontrar la coherencia que se esconde tras estos gestos es una verdadera hazaña. Este es el mayor mérito de José Carlos Cabrejo. Y no se trata de uno menor.
Avizorando paso a paso el recorrido del cineasta (y guionista de cómics, escritor y actor, entre otras cosas), Cabrejo, atento a las señales, deshilvana la trama de la obra, ordenando lo que parece caótico y atropellado, e iluminando lo que parece oscuro y arbitrario. Y es que, como queda claro en las páginas que siguen, no es posible acercarse al autor desde los códigos a la usanza. La labor de lectura es acá semejante a la que el arqueólogo realiza para analizar un palimpsesto. Son los pequeños fragmentos, aparentemente independientes unos de otros, los que dan sentido a las películas del psicomago. Este acercamiento atómico permite percibir la riqueza heterodoxa de Jodorowsky, estableciendo, en un doble movimiento, tanto la genealogía que se construye (un tema muy recurrente en toda su obra) como la recursividad que aparece oculta detrás de su fecundo imaginario. Y es que la iteración constante de los motivos, de los gestos y las acciones, aparece bajo la forma de una variabilidad que parece inacabable. Como sucede con Fellini, uno tendría la tentación de remontar secuencias de diversas películas para generar una espiral de alegorías.
Pero estas lecturas no encontrarían un sentido unitario en el puro ejercicio hermenéutico. Lo que Cabrejo propone es leer a Jodorowsky desde una clave moderna: el viaje. Resulta inevitable, tanto por la época en que Jodorowsky cimenta sus inicios como por los modos en que presenta a sus héroes, pensar en aquellos protagonistas perdidos que vagan por los paisajes austeros de la modernidad. Pareciera que Jodorowsky propone una paradoja: esa desorientación de los héroes modernos que aparece como una soledad existencial proyectada en la dureza de su entorno, en su caso es representada como un delirio que bulle. El camino de los protagonistas está saturado de personajes circenses (una vez más Fellini) y de ritos teatralizados. Pero es también un viaje en círculos. Inicio y fin se encuentran, al fin y al cabo, como la serpiente que se consume a sí misma. Un cine que es capaz de mostrarse como tal, como una representación que devela sus mecanismos (baste solamente recordar el famoso “zoom back camera” de La montaña sagrada).
Se trata, sin duda, de un giro barroco que, aparentemente, se opone a la representación moderna. Pero el barroco es, como indicaba Raúl Ruiz (otro cineasta chileno con el que Jodorowsky, a pesar de las evidentes divergencias, mantiene unas relaciones inexploradas), una economía particular de la representación. La suma de los componentes que convergen en el plano y en la secuencia densifica la representación de tal manera que es posible decir mucho en poco tiempo. Un aspecto en el que radica la dificultad de su cine. De este modo el viaje de los personajes toma las características de un carnaval, pletórico de disfraces y de símbolos que se presentan como un mundo inicialmente amenazante, devenido en representación siniestra (en el sentido freudiano). Pero al mismo tiempo, esa amenaza, manifestada exteriormente, es interior, como lo es también ese desplazamiento que se presenta como una iluminación.
Este libro demuestra que el caso Jodorowsky está lejos de cerrarse. La inteligencia de su autor ha sido la de construir un itinerario con una guía que nos propone un acercamiento desapasionado pero apasionante. No estamos frente a una exégesis, estamos frente a un intento serio de comprender el atractivo (y el rechazo) de un autor polémico. Este esfuerzo se suma más que dignamente a otros realizados en otras latitudes, contribuyendo a poner en valor un cine delirante (en el sentido etimológico del concepto, como aquello que se sale del surco), de un modo serio y prolijo. Motivo más que suficiente para entregarle una calurosa y afectuosa bienvenida.
Udo Jacobsen
Docente e investigador de la Universidad de Valparaíso, Chile
En el documental Jodorowsky’s Dune de Frank Pavich (2013), el mítico realizador de El Topo (1970) y La montaña sagrada (The Holy Mountain, 1973) nos cuenta que buscó reproducir con aquellos filmes el efecto de las drogas. Son películas que aparecieron en los últimos tiempos de la contracultura norteamericana, en la que viajes mentales producidos por el LSD pero también por plantas alucinógenas como el peyote, influenciaron una serie de creaciones artísticas, sea del cine, de la literatura, de la música o de la historieta.
Alejandro Jodorowsky, enfundado en su vaquero de cuero negro, que cabalga en el desierto para enfrentarse a maestros del revólver que disparan balas espirituales, le dio a la contracultura su máximo héroe cinematográfico. El Topo es una película que logró ser exitosa en funciones de medianoche en Estados Unidos, una dinámica nocturna y ritual que posteriormente fue seguida por realizadores capitales como David Lynch o John Waters. Aquellos viajes lisérgicos, sin embargo, también abren paso al hallazgo de imágenes y símbolos de halo religioso. Si Jodorowsky pretendió que el espectador viva sus películas como un trip fue justamente para aproximarlo a un estado divino.
Para Jodorowsky, tal como lo expresa en aquel video que circuló en redes sociales y que lo muestra absolutamente desnudo para presentar su película La danza de la realidad (2013), el cine es sagrado. Por ello, el viaje del que habla el título de este libro es uno en el cual también se sacralizan las películas que nutren la cinefilia del también escritor, psicomago y tarotista: las imágenes circenses de Federico Fellini, la corporalidad sensual y violentada de Pier Paolo Pasolini, la iconografía del spaghetti western, el fetichismo de Luis Buñuel, las explosiones de sangre de las slasher movies, los monstruos de las primeras décadas del siglo XX de Universal Studios, etcétera. Ello sin olvidar las numerosas huellas literarias dejadas por Dante Alighieri, François Rabelais o Samuel Beckett.
Jodorowsky: el cine como viaje hurga en esas influencias cinematográficas que han marcado la obra fílmica del polifacético artista de raíces judíoucranianas, nacido en Tocopilla, pero a la vez busca decodificarlas, interpretarlas, entenderlas, en un lenguaje accesible y en una escritura apasionada por descifrar sus referencias a textos o símbolos del budismo, el hinduismo o el cristianismo, así como al tarot y a disciplinas terapéuticas desarrolladas por el realizador, como la psicomagia y la metagenealogía. En su aproximación a la breve y fascinante filmografía de Jodorowsky, el libro, más que ahondar en la biografía del director o en la historia de sus rodajes y proyecciones fílmicas, busca una contemplación de las películas y que ellas digan por sí mismas sus posibles sentidos, más allá de que coincidan o no con las propias lecturas que pueda haber hecho el cineasta de su propia obra. Como en un profundo estado zen, el libro “mira” las cintas de Jodorowsky para sentir que se “convierte” en ellas mismas, pero a la vez aprecia que ellas devienen parte de la esencia del cine contemporáneo para hallar el legado del director en películas contemporáneas de cineastas tan diversos como George Miller, Darren Aronofsky, Nicolas Winding Refn o Gore Verbinski.
Este libro está compuesto de cuatro capítulos. El primero aborda su cine de los años cincuenta y sesenta, que incluye su cortometraje La cravate (1957) y su escandalosa opera prima Fando y Lis (1968). El segundo se centra en sus películas de los años setenta, El Topo (1970) y La montaña sagrada (1973), que lo convierten en un realizador de culto a escala mundial. El tercero, sus filmes de los años ochenta y noventa, entre los que sobresale la brutal y conmovedora Santa Sangre (1989). El cuarto, su saga autoficcional desarrollada en este nuevo siglo y que hasta el momento abarca La danza de la realidad (2013) y Poesía sin fin (2016).
Los filmes de los años setenta de Jodorowsky recién en los últimos años han empezado a ser estudiados con mayor profundidad, dado que durante décadas no pudieron verse por canales oficiales a raíz de un conflicto legal, ya resuelto, entre Jodorowsky y el distribuidor Allen Klein (conocido por haber sido mánager de The Beatles) a mediados de la década pasada. Por lo pronto, este escrito se suma a los valiosos libros (revisados parcial o totalmente durante la redacción) de Michel Larouche, Massimo Monteleone, Ben Cobb, Jean-Paul Coillard, Andrea Chignoli y Diego Moldes, dedicados al cine del también famoso guionista de historietas (se pueden consultar los nombres de sus libros en las referencias), y a sus autores se les debe un profundo agradecimiento como enriquecedor precedente de esta obra, así como a las personas que de un modo u otro contribuyeron a la construcción de Jodorowsky: el cine como viaje: Adriana Arriola, Mónica Delgado, Nicole Grimm, Fernanda Huapaya, Isaac León Frías, Iván Pinto, Alonso Rabí, Sol Tello y Lauro Zavala.
El inicio de Alejandro Jodorowsky como director de cine se dio en Francia allá por el año 1957, con un cortometraje de veinte minutos de duración llamado La cravate (La corbata). Más de diez años tuvieron que pasar para que el multifacético artista realizara su primer largometraje, Fando y Lis, y por lo general han tenido que pasar tiempos muy prolongados (hasta más de una década) para que el psicomago vuelva a alumbrar una película. A simple vista, La cravate no parece tener muchas coincidencias con sus futuras creaciones fílmicas, en parte por su acabado sumamente amateur. ¿Hasta qué punto su primer proyecto cinematográfico logra concentrar los rasgos de sus futuras películas?
La cravate es la adaptación libre de una novela de Thomas Mann conocida en el mercado de habla española como Las cabezas trastocadas, de 1940. Es importante precisar que el título original de esta obra del escritor alemán es Die vertauschten Köpfe – Eine indische Legende, que se traduciría fielmente al español como Las cabezas traspuestas. Una leyenda india. La cultura hindú será parte esencial del mundo que Alejandro Jodorowsky terminará creando en su cine y, en el caso de la novela, se cuenta la historia de dos personajes que intercambian sus cabezas gracias a la intervención de Kali, una conocida diosa del hinduismo.
Sin embargo, en La cravate no aparece Kali sino una mujer que trabaja en una tienda con escaparates en los que se ofrecen cabezas para que cualquier paseante pueda pagar por cambiar una de ellas por la suya. Uno de ellos es un personaje, interpretado por el mismo Jodorowsky, que camina en medio de una calle dibujada en cartón, con trazos primarios. A un jovencísimo Alejandro lo acompaña una música de fondo con acordeón, como ocurre con clásicos franceses de poética fantasía como L’Atalante (1934) de Jean Vigo. Pero es el único sonido que escucharemos, no habrá voz alguna durante toda la película. Así, el cineasta y actor luce con gestos entre inocentes y juguetones su destreza corporal y silenciosa de mimo, como buen discípulo de Marcel Marceau.
Esa vivacidad de los movimientos faciales y de las extremidades será muy importante en su cine posterior, que tiende hacia los prolongados silencios, estados en los cuales solo cabe el habla del cuerpo. La visión de las cabezas en el escaparate de la tienda, por otro lado, trasluce la profunda influencia que tendrá el surrealismo en sus películas. Precisamente, cuenta Ghislaine Wood (2007) que:
para los surrealistas, no solo el maniquí fue visto como incipientemente surreal, sino también la ventana de las tiendas. Como encarnación de la cultura de consumo, la ventana de la tienda devino, a partir de una típica dicotomía surrealista, en el proscenio ideal para el deseo, tanto autoreflexivo como representativo del consumismo1. (p. 56, traducción: José Carlos Cabrejo)
Justamente, lo que ocurre con el personaje interpretado por Jodorowsky es que él ve en esas cabezas expuestas en la tienda su anhelo de ser visto como otro. Corteja a una mujer de fisonomía gruesa, a la cual le gusta su cuerpo pero no su rostro, al rechazar su intención de besarla.
El personaje de Jodorowsky, preocupado por su imagen, razón por la cual trata constantemente de acomodar una corbata guinda en su cuello, se cruza en una escena con un hombre que, a diferencia, es de corporeidad fornida, de robusto cuello y pétreo de rostro, quien además deshace el armado de su corbata. Dicho objeto emblemático de la indumentaria masculina, de simbología fálica, al ser desenlazado, es ya un antecedente de imágenes recurrentes en sus siguientes películas, en los que el fantasma de la castración siempre emerge.
Pero si hay en La cravate otro presagio de las imágenes de sus futuras películas, es el personaje de la espigada chica, de piel porcelana y magnéticos ojos celestes, que administra las cabezas de la tienda. La forma en que cambia una cabeza por otra, desenroscándolas y enroscándolas, como si los cuerpos fueran entidades mecánicas con la capacidad de vivir maquinalmente de los miembros de otros cuerpos, recuerda las imágenes del doctor Frankenstein creando a su criatura legendaria como un androide, con pedazos de otros cuerpos humanos. En un momento del cortometraje, ella guarda la cabeza de Alejandro en el interior de un recipiente de vidrio sobre una superficie, como las cabezas de algunas películas de serie B de ciencia ficción de futura aparición, como El cerebro inmortal de Joseph Green (The Brain that Wouldn’t Die, 1962). Como se verá en los próximos capítulos, ciertos personajes de Jodorowsky consiguen darle vida a una máquina o manipular a otros seres humanos como si se tratara de robots, de seres autómatas.
En uno de los pasajes de La cravate, aquella chica quita la cabeza del hombre corpulento y se la cambia por una de las que tiene en el escaparate de su tienda. Después de hacerlo, él se mira en un espejo con una gestualidad que revela el convencimiento de que ese rostro que ve reflejado le pertenece. Ese funcionamiento del personaje en la escena como si fuera un niño que erróneamente siente alojarse en el estadio del espejo lacaniano, al pensar en el rostro del espejo como una extensión de todo su cuerpo, hace apreciar un detalle que será clave en las siguientes obras de Jodorowsky en pantalla: la mirada del cuerpo como artificio, engaño, espejismo.
La mujer que administra la tienda posee en uno de los rincones de su dormitorio la cabeza con el rostro de Jodorowsky. Dicha testa fue cambiada justamente por la del hombre musculoso. La mujer se ve muy feliz con la compañía de la cabeza del protagonista, hasta el punto que juega con ella ajedrez en un tablero que contiene frutas en lugar de peones y marfiles. Incluso después, la cabeza interpreta un tema musical con una flauta, con la ayuda de las manos de ella. No solo se avizoran en la escena las curiosas relaciones simbióticas que serán constantes en la obra del director, sino también la comunicación musical que caracterizará a varios de sus futuros y más emblemáticos personajes.
En una escena siguiente se ve a un mendigo de maquillaje blanco en el rostro y con una capucha marrón, que posee un balde de lata. El cuerpo del personaje de Jodorowsky, con la cabeza del hombre fornido enroscada en él, busca en dicho recipiente su perdida cabeza original. Extrae varios objetos y entre ellos coge una muñeca sucia y rota y se la da al mendigo, que la arrulla como si fuera real. Ya en La cravate está el ADN de un cine que acoge con gesto risueño y amable a personajes marginales, pero también aquel que representa un mundo infantil oscurecido por medio de juguetes desvencijados, cubiertos por el moho.
El personaje logra ver su cabeza (o sea, la de Jodorowsky), a través de una ventana de la tienda. Él entra a hurtarla mientras la espigada vendedora duerme. La cabeza opone resistencia con sus dientes, pero la mujer despierta. Ambos personajes masculinos se miran, cómplices, expresando sutilmente su deseo de que ella intercambie las cabezas. Entonces, ella desenrosca la que originalmente perteneció al sujeto robusto y se la entrega al mendigo, quien juega con ella, lanzándola hacia arriba como si fuera una pelota. Así, instala la cabeza de Jodorowsky en su cuerpo original y, después de sentir que ya regresó su testa con naturalidad, mira su corbata, la ve como inútil, y coge suavemente por la espalda a la chica, en acto romántico. Muchos de los personajes del realizador, hacia el final de las películas, una vez que transitan por tiempos de confusión de lo que es real con lo que es soñado o imaginado, se reencuentran consigo mismos. El Jodorowsky mimo encarnado en la pantalla es el primero de ellos.
La cravate fue realizada en el marco de la fructífera alianza de Jodorowsky con su maestro Marcel Marceau, para quien creó las obras La máscara y La jaula. Posteriormente fundó con Fernando Arrabal y Roland Topor en París el movimiento “pánico”, lo que dio lugar a que Alejandro realizara una legendaria performance en mayo de 1965, llamada Melodrama Sacramental, en la que se concentran los rasgos del movimiento, con imágenes de violencia catártica, desenfrenada blasfemia y absurdo surreal. Con música jazzeada, apareció el cineasta en formación, latiguéandose, rociando aceite en cuerpos femeninos desnudos, cargando una cruz como Jesucristo con un cartel que dice “No parquear”, besando en la boca a un rabino de manos postizas y gigantes, despedazando la cabeza de una vaca o arrojando tortugas al público. Como bien lo señala Francisco Torres Monreal (1986):
[el] pánico se nos manifiesta como el más genuino superrealismo llevado a la escena, por cuanto que, dando rienda suelta al inconsciente y a los sueños para ordenar la creación dramática, consigue abolir en buena medida las censuras éticas y estéticas de la tradición, con más impudor y riesgo del que ya hicieron gala en sus manifiestos Breton y sus primeros adeptos. (p. 12)
Tiempo después Jodorowsky volvió a México y, luego de dos años de filmación, estrenó en 1968 Fando y Lis (adaptación de la obra teatral homónima de Fernando Arrabal), su primer largometraje, en el Festival de Cine de Acapulco. Siendo un filme que concentra descarnadamente, sin tapujos, la provocadora imaginería pánica, puso en peligro la vida de Jodorowsky. Después de su proyección, el realizador casi fue linchado mientras escapaba a su limusina, sobre la que cayeron piedras furibundas emanadas de un tumulto indignado, que sentía que estaba rechazando y devolviendo la violencia que se respira en cada uno de los encuadres de una osada opera prima.
La historia de amor fou, cruel, sadomasoquista, de Fando (Sergio Kleiner) y Lis (Diana Mariscal), dos personajes de apariencia juvenil pero espíritu infantil que van en búsqueda de la fantástica ciudad de Tar, cruzando pasajes desérticos y ruinas del mundo moderno y occidental, es el enrarecido y sórdido acercamiento de Jodorowsky a la estructura de un cuento de hadas. Ello se puede apreciar desde los créditos iniciales, con ilustraciones (muchas de ellas creadas por el célebre Gustave Doré) que plasman no solo imágenes míticas, de demonios, de caballeros enfrentados a dragones o de cuerpos con dos cabezas, sino también de hadas llevadas por insectos gigantes o de una bruja gigante que sale por una de las entradas de una casa ante Hansel y Gretel.
Esa secuencia de ilustraciones no solo anuncia la ruta de Fando y Lis hacia la conquista de un mundo mágico, como héroes de un relato de búsqueda, sino también la visión de espacios o círculos hórridos e infernales como los que describe Dante Alighieri en La Divina Comedia, en los que se enfrentarán a seres feéricos y malignos. Sin embargo, la voz en off que acompaña esas imágenes habla de Tar como el paraíso del Génesis del Antiguo Testamento. Al igual que en un relato infantil, aquella voz dice:
Había una vez, hace ya mucho tiempo, una ciudad maravillosa llamada Tar… En esa época todas nuestras ciudades estaban intactas. La guerra final no había estallado… Con la catástrofe sucumbieron todas las ciudades, menos Tar… Tar existe aún… Si tú sabes dónde buscarla la encontrarás.
La mayoría de escenas desérticas que aparecen en Fando y Lis expone la destrucción de una urbe, con personajes en trajes de gala bailando o escuchando a músicos en medio de construcciones devastadas o automóviles oxidados. Es la mirada de ciudades destruidas por la guerra que mencionó la voz en off. Por ello, antes de los créditos iniciales, vemos la imagen de Lis en su cama, rodeada de muñecas de plástico, comiéndose los pétalos de una rosa. Mientras lo hace, escuchamos sonidos de misiles y bombardeos.
Aquellos ruidos asincrónicos, de textura bélica, que envuelven las imágenes pueriles y excéntricas de Lis, son parte de un juego audiovisual que, por un lado, remite a los experimentos de audio disociado de la imagen logrados por Stan Brakhage en cortometrajes como Desistfilm (1954), pero por otro también a los sonidos de bombardeos que se escuchan durante la cómica representación teatral de la guerra en Vietnam que ponen en escena los personajes de Jean-Paul Belmondo y Anna Karina en Pierrot el loco (Pierrot le fou, Godard, 1965).
Porque ello es justamente lo que se verá en las siguientes escenas del filme. Fando y Lis, que aparecen al comienzo jugando con soldados de juguete o con muñecas, serán abducidos, pervertidos, deglutidos por los adultos, que así actúan como la bruja de algún cuento de los hermanos Grimm. A través de esa conversión de un arquetipo de relato para niños en la narración de una inocencia contaminada, hay que regresar a algunas de las frases de la voz en off que acompaña los créditos iniciales para comprender qué significa esa misteriosa y al parecer inasible ciudad de Tar:
Cuando llegues a Tar, la gente te traerá vino y soda y podrás jugar con una caja de música que tiene manivela… Cuando llegues a Tar ayudarás en la vendimia y recogerás el escorpión que se esconde bajo la piedra blanca…Cuando llegues a Tar conocerás la eternidad, y verás el pájaro que cada cien años bebe una gota del agua del océano… Cuando llegues a Tar comprenderás la vida y serás gato, fénix, cisne y elefante y niño y anciano y estarás solo y acompañado y amarás y serás amado y estarás aquí y allá, y poseerás el sello de los sellos, y a medida que caigas hacia el porvenir, sentirás que el éxtasis te posee para ya no dejarte más.
Aquella voz que emula la de un hombre adulto que relata un cuento antes que un niño cierre los ojos para dormir, se dirige a un escucha que supuestamente llegaría a Tar y que puede identificarse con los personajes centrales, aunque también con el propio espectador. ¿Qué les dice ese hombre a Fando y Lis, o a quien ve el filme? Tar, en efecto, es descrita paradisiacamente, como un territorio en el cual uno puede beber lo que quiera, cosechar frutas o reproducir objetos musicales. En Tar se puede incluso tener entre las manos un animal venenoso que se esconde en un espacio rocoso. Además, en Tar reina lo eterno; por eso se afirma que se verá en dicha ciudad un pájaro que bebe del océano siglo por siglo. Otro aspecto fundamental de lo dicho por aquella voz masculina es que al llegar a Tar uno puede entender la vida y ser cualquier animal, sea uno felino o paquidermo, uno terrenal o aéreo, uno mitológico o real. El arribo a Tar desencadena la transformación en ser total, ubicuo, omnipresente: en infante y viejo a la vez, en dador y receptor de amor, en alguien cercano y lejano. Cuando afirma aquella voz que llegar a Tar implica poseer “el sello de los sellos”, a la luz de lo anteriormente narrado recuerda el sello de Salomón, símbolo que se entiende como contenedor de sabiduría, como unión de contrarios, como puente entre el cielo y la Tierra. Tanto el islam como el judaísmo lo usaron como amuleto protector contra seres demoniacos o ánimas maléficas.
Imitando los poemas épicos, que nos colocan ante héroes que tienen que sortear una serie de obstáculos para lograr una misión, Fando y Lis está dividida por cantos. El primero se llama “El árbol se refugió en la hoja”, y ello explica que en el folleto que se entregó en la premier de la película en el Festival de Acapulco, se afirmara que la cinta puede ser, además del “Infierno” de Dante, la Odisea. Si en algo se parecen los protagonistas de la opera prima de Jodorowsky a los personajes principales de aquellos poemas es en la tortuosa y sofocante búsqueda de la ciudad de Tar, solo que, en vez de usar espadas, arcos de flecha u otra clase de armas mortales, deambulan con una silla de cuatro ruedas empujada por Fando sobre la que descansa Lis, quien no puede mover las piernas y carga dos objetos musicales: una vitrola y un tambor. Aquellas imágenes de Lis, como otras del filme, tuvieron un evidente influjo en Satyricon (1969), la película que al siguiente año estrenó Federico Fellini.
El personaje de Fando está definido por lo musical. Por medio de un montaje paralelo e intermitente, que parpadea y que siempre se empleará como flashback, se muestra un cangrejo muerto incrustado en un objeto punzante que lo atraviesa, al que Fando le prende fuego. A continuación se ve el pasado en el que el protagonista, de niño, conversa con un hombre adulto de terno y bigotes que se califica a sí mismo como pianista. En esos saltos al pasado el pequeño le pregunta al hombre qué pasaría si fuera perdiendo cada una de las partes de su cuerpo. El músico le responde que, por ejemplo, con su piel se podría fabricar un tambor y que si dicho instrumento fuera destruido, se convertiría en una nube de diferentes formas. El pianista cuenta un relato hipotético y fantástico que lo asemeja a la mujer que va desapareciendo, al hundirse progresivamente en la arena, al interior de la obra teatral Los días felices de Samuel Beckett (Happy Days, 2004), pero también lo aproxima a la condición paralítica de Lis.
“Me sentiré solo el día que no estés”, le dice el niño, a lo que el pianista responde “Si te sientes solo busca la maravillosa ciudad de Tar”. El relato del músico convierte al mismo personaje en “el árbol que se refugió en la hoja”. Es decir, por medio de una sinécdoque él representa algo que lo trasciende, que es mucho más grande que él; a Tar, dado que, como cualquier habitante de aquel lugar, según lo relatado por la voz en off que se escuchaba al inicio, él puede devenir en cualquier objeto, como una nube. Para Fando, llegar a Tar equivale a reencontrarse con el añorado pianista. Por eso el tambor y la vitrola son sus auténticas armas para llegar a aquel mágico lugar, y Lis es la guardiana de aquellos objetos musicales que marcan el recuerdo de su infancia.
En el viaje a aquel lugar paradisiaco, Lis canta “A Tar, a Tar, es imposible llegar a Tar”, lo que trasluce, por un lado, la búsqueda de la ciudad como la espera de Godot, el personaje que nunca llega en el clásico teatral de Beckett2 (Godot deviene en una ciudad a la que aparentemente nunca se arriba y los protagonistas de Jodorowsky son los equivalentes de un Vladimir y un Estragón que en lugar de la espera optan por la ya referida búsqueda); por otro, un obstáculo que se encarna en la conflictiva relación que tendrá la pareja protagónica, hasta el extremo de una violencia física que, según la leyenda que circuló en el Festival de Acapulco, bajo la sensibilidad de los espectáculos pánicos, fue real entre los actores. Jodorowsky así jugó a plasmar un amor fou de inspiración surreal, con una crudeza que irá in crescendo a lo largo de la película.
Otro obstáculo que aparece en el primer canto de Fando y Lis es la invisibilidad de Tar. Ya se señaló en párrafos anteriores que lo que encuentran a su alrededor son orquestas y bailantes de apariencia elegante en medio de la arena, sin urbe alrededor. Además, se ve a un pianista tocando un instrumento que se incendia, lo cual es otra figura que Jodorowsky trae del surrealismo: las teclas de un piano son recorridas por llamas oníricas en la pintura “Alucinación parcial” de Salvador Dalí. Asimismo, ese objeto musical suele reflejar en aquella vanguardia la decadencia de la burguesía. En Un perro andaluz de Luis Buñuel (1929) se ve un piano que tiene dos burros podridos encima, atado a unas sogas que reprimen el intenso deseo sexual de un personaje. El poema del peruano César Moro llamado justamente “Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas” (2002, p. 69), exclama: “Serás un volcán minúsculo más bello que tres perros sedientos / haciéndose reverencias y recomendaciones sobre la manera / de hacer crecer el trigo en pianos fuera de uso”.
Solo están el piano y sus ruinas ante nuestros ojos. La falta de espacios de concreto y urbanos es casi tan extrema como la que presenta Dogville (2003) de Lars Von Trier, con sus escenarios que se reducen a casas dibujadas con tiza en el suelo, siguiendo rastros dejados por el teatro de Bertolt Brecht. En esa visión postapocalíptica es que Jodorowsky sutilmente hilvana elementos propios de los cuentos de hadas. Solo que Fando no se ve acosado por lobos o brujas, sino por mujeres que lo acarician y besan como un juguete sexual.
Esa situación de acoso hacia Fando encuentra su reverso en otro flashback parpadeante que visualiza un espacio oscuro y teatral. Aparece Lis de niña, sentada en una butaca, viendo un espectáculo sobre el tablado, mientras se escucha una voz infantil que dice: “El árbol se refugió en la hoja, la casa en la puerta y la ciudad en la casa”. El protagonista de aquel show es un sujeto con sombrero y traje estrambóticos, de modos circenses, que azota el suelo con un látigo. Figuradamente, esa performance violenta del personaje es el equivalente de Jodorowsky movilizándose como el actor de una performance pánica, y su látigo es como la cámara con la que impactará a Lis, quien está en la misma posición del espectador de la película, que será sacudido por imágenes crueles y sádicas.
Cruzando una puerta que se encuentra en el escenario, aparece un personaje interpretado por el mismo Jodorowsky, con una marioneta en sus manos a la cual le corta los hilos que la sujetan. Una vez que cae, el realizador convertido en titiritero barre con una escoba al muñeco y la pequeña Lis le pide que lo deje. Pero él la alza en brazos y le dice “Vas a conocer mi mundo”.
La autorrepresentación de Jodorowsky juega a hacer referencia a su vida antes de Fando y Lis, inmersa en el mundo del teatro y de la performance, pero a la vez revela una visión barroca del cine al plasmar la vida de sus personajes como un teatro. En uno de los pasajes más célebres de Hamlet de William Shakespeare, el protagonista arma una puesta en escena con la cual busca representar la culpabilidad de su tío por la muerte de su padre. Pero en Fando y Lis no es que emerja una concepción de la vida como ficción o del teatro como traslucimiento de la realidad. Más bien, la puesta en escena oculta dicha realidad. Una vez que la pequeña Lis sigue la ruta de la marioneta arrojada tras el escenario, se ve en seguida acosada por una serie de personajes masculinos vestidos de terno y con bigotes postizos. Como presencias opresivas, la tocan, le susurran lo linda que es y le piden que duerma con ellos. Ella pasa por la misma agresión sexual que Fando en escenas anteriores.
El teatro como velo que cubre una realidad perversa tiene que ver justamente con la mirada de los adultos como los antagonistas feéricos que se comerán a los niños. Antes del acoso sufrido por la infante Lis, ella es recibida tras el escenario por un hombre y una mujer de edad más avanzada, que le dicen que se quedará con ellos para siempre, y que le coserán las manos. Es decir, ellos la tratarán como la marioneta que empleaba el personaje de Jodorowsky. Alejandro deviene en un personaje dios, dado, que justamente cuando Lis cruza la puerta del escenario, él le dice: “Vas a conocer mi mundo”.
En ese mundo en el que introduce el dios marionetista a Lis se encuentran personajes sombríos y terroríficos, como el hombre de brazos largos, que la atemoriza al igual que un futuro cuco de piel quemada de una escena emblemática de Pesadilla en la calle Elm de Wes Craven (A Nightmare on Elm Street, 1984). Otro personaje, de silueta femenina, disfrazado como mimo, va sacando de una mesa una caja que esconde otra, y así sucesivamente, como las muñecas rusas conocidas como matrioshkas.
Que una caja cubra otra, escondiéndola, y así sucesivamente, remite a la propia estructura del escenario, que oculta la “verdadera” realidad, aquella que cobija el marionetista interpretado por Jodorowsky. Las imágenes de los hombres con mostachos acosando a Lis, a través de un montaje discontinuo, se intercalan con encuadres de varias manos que van apretando huevos hasta reventarlos, con la clara escurriéndose a través de sus dedos. Son una cruda metáfora de los testículos y la explosión seminal de los hombres que agreden a la indefensa niña y que avizoran algunas de las visiones de delirio carnal que fluyen en Los misterios del organismo de Dušan Makavejev (W. R. – Misterije organizma, 1971).
Los adultos actúan como la bruja que atrae a Hansel y Gretel. Si ella llama su atención con su casa de golosinas, las mujeres vejan a Fando tapándole los ojos como en el juego de la gallinita ciega. Una de ellas eróticamente succiona su dedo y, aprovechando su falta de visibilidad, hace que bese los labios de un hombre. Al final, una de ellas le agradece por haberlos divertido y le tira monedas. Él, furioso, patea los automóviles en desuso que se encuentran a su alrededor. Es un arrebato de conciencia de experimentar una infancia prostituida, de humillación.
En seguida una imagen que parece salida de algún espectáculo pánico de Jodorowsky ocupa el campo visual: un hombre adulto besa y muerde el hocico de un cerdo. Por la composición del encuadre recuerda el beso erótico al pie de una estatua por parte de una mujer en La edad de oro de Buñuel (L’age d’or, 1930). Pero si en el clásico surrealista del español aquella imagen es una liberación del erotismo contenido entre los personajes, en Fando y Lis es la exposición de una sexualidad aberrante.
Los protagonistas de la opera prima del director más bien se sienten protegidos de la malignidad adulta pintándose el cuerpo, escribiendo sus nombres en su piel o arrojando pintura en su cuerpo, que emerge como lienzo de action painting, en un segundo piso manchado por ellos mismos de negro, y en el que incluso ella puede caminar. Rodeados de decorados envejecidos y muñecas deterioradas, aquel lugar en el que se trata la carne como objeto de arte es como el limbo entre el desierto infernal y la soñada ciudad de Tar.
Fando y Lis es una película cíclica en cuanto a exponer la idea de retorno, plasmada en el cangrejo incrustado y quemado en manos del protagonista masculino que aparece y reaparece, animal caracterizado por caminar hacia atrás y que simboliza un pasado herido y tortuoso; en la cabeza de chancho que aparece con el montaje parpadeante de los flashbacks, que representa una infancia sexualmente animalizada; en el piano que recibe una serie de pedradas por parte de una mujer de cuerpo grueso y que una vez que cae vuelve a estar erguido, y así sucesivamente: es la burguesía que se resiste a desaparecer en medio de su agonía. En una escena posterior, los personajes principales se encuentran en un cementerio y vemos el desentierro contado al revés, mostrándose el movimiento de la acción en retroceso de una muñeca vieja. La arena por sí sola regresa a las manos de ellos. Es el reflejo de la infancia sucia y enterrada pero que aun así se aferra a la vida, y es una interesante reminiscencia de la muñeca que representa la niñez perdida de Bette Davis en ¿Qué pasó con Baby Jane? de Robert Aldrich (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), pero también de las viejas muñecas que son objeto de una infancia pervertida en una espectralidad gótica en Kill, Baby, Kill! de Mario Bava (Operazione Paura, 1966).
Además de esa dimensión monstruosa de la adultez que abduce a los personajes principales de la película, hay en Fando y Lis una visión idealizada y poética de la muerte. En una escena se ve a los dos personajes en medio de las lápidas de un cementerio y ella canta una canción que dice: “Yo, moriré y nadie se acordará de mí”. Mientras él le entrega una hoja bastante grande, le responde: “Sí Lis. Yo me acordaré de ti, e iré a verte al cementerio con una flor y un perro. Y en tu funeral cantaré, en voz baja: qué bonito es un entierro”.
Una melodía de música de banda, característica en los funerales de algunas zonas rurales de México, convierte aquella frase de Fando en una canción festiva y alegre sobre la muerte, sugerentemente unida a las celebraciones carnavalescas del Día de Muertos en México. Lo más interesante en toda aquella secuencia en que resuena dicha canción son las imágenes en las que los dos personajes aparecen en poses infantiles y hasta cómicas, sea como estatuas en el cementerio, sea parodiando la composición de la escultura “Pietà” de Miguel Ángel, sea imitando a un muerto viviente que resucita para matar a su pareja. Ver a Fando y Lis jugando a ser zombis revela otro de los lados visionarios del cine de Jodorowsky: es la premonición de aquellos personajes que juegan como infantes en las sombras góticas, en el mundo de los muertos, tal como sucede en el cine de Tim Burton. El perro que acompañará a Fando hacia el final de la película en la tumba de Lis es el familiar lejano de Zero, la mascota canina y fantasmal que acompaña a Jack Skellington en El extraño mundo de Jack, dirigida por Henry Selick y basada en una historia de Burton, quien además produce la película de animación (The Nightmare before Christmas, 1993). Toda esa secuencia se cierra con unos carteles que dicen “Final del Canto Primero” y “Y Tar estaba dentro de su cabeza”. La estructura por cantos de Fando y Lis se toma de la poesía épica pero también se enlaza con lo propiamente musical, dado que canta alegremente a la muerte.
En la ruta de los personajes por los mismos pasajes rocosos y de arena, se encuentran con un personaje vestido como papa, de largo pelo y bigotes, cubierto por el polvo. Su comportamiento, de risas desaforadas y movimientos delirantes, así como su acto de derribar una estatua femenina, sugiere la distancia de la película de los patrones clásicos del arte, pero también el acto de mostrar figuras religiosas en decadencia. Ver en seguida a una mujer desnuda y embarazada, sentándose sobre los restos de la estatua, equivale al ya referido peso de los burros podridos y los maristas sobre el piano, para muchos un símbolo burgués, en Un perro andaluz. La sociedad occidental se extiende en ese arte clásico que soporta un peso que, desde la mirada del filme, debe ser destruido.
Ante las preguntas que le hace Fando al Papa loco sobre Tar, él responde que mire alrededor, y los encuadres se enfocan en nichos que cargan con hombres de cuerpos inanimados. El extraño hombre de indumentaria religiosa les dice a los protagonistas que donde se encuentran no existe ni el día ni la noche, pero sentencia: “Cuando sientas palpitar un corazón gigantesco, es la noche”, emitiendo con solemnidad teatral una serie de onomatopeyas que imitan poderosos latidos: “Pom, pom, pom, pom…”. De pronto, aquellos cuerpos inertes, como zombis, empiezan a moverse y ascienden de sus nichos. Una vez que el Papa dice “Entonces todos los que duermen se levantarán sonámbulos”, el campo visual se ve invadido por las imágenes de hombres y mujeres que se levantan del lodo como muertos vivientes.
La noche para el Papa es el gran corazón de hombres y mujeres que emergen entre los muertos. Si bien aquellos personajes no son presentados de manera explícita como muertos vivientes, traen a la memoria inmediatamente el zombi tal como fue esbozado por George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968)3. Curiosamente, ambas películas se realizaron el mismo año, 1967, y también se estrenaron el siguiente. A la luz de ambas películas, Romero y Jodorowsky se leyeron la mente, mantuvieron una comunicación telepática, para encontrar en la figura de los seres que se levantan de sus tumbas la gran metáfora de los males de la sociedad occidental.
Si en la película de Romero los zombis auténticamente lo son y reflejan a ese “otro” temible para los “blancos” (por ello al final el personaje principal, de raza negra, es confundido con los muertos vivientes y asesinado), los personajes que descansan al interior de la tierra en el filme de Jodorowsky son definidos como sonámbulos por aquel estrambótico Papa. La idea de verlos como sujetos que se movilizan estando dormidos nos hace apreciarlos como seres sin conciencia, autómatas, maquinales, al igual que los referidos personajes de Romero. Si Fando y Lis aún se sienten humanos frente a ellos, viéndolos como distintos a ellos, es porque los protagonistas siguen aferrados a un estado de infancia, uno en el cual hay una vitalidad por encontrar o hacer de la realidad la fantasía de un paraíso llamado Tar. Mientras ella está parada en el barro, en el que unos personajes están pasmados y ensimismados, muestra su rechazo al lodo y exclama sentir su mal olor.
Esa presencia inquietante de hombres en nichos o sumergidos y atrapados en el lodo libera en Fando una violencia sádica. La irrupción de lo monstruoso en el desierto abre las puertas de su crueldad animal. Él asusta a su pareja haciéndole creer que la dejará en el lodo, en el que esos extraños “zombis” se besan y juegan entre ellos, mientras escuchamos la canción que dice que es imposible llegar a Tar. Pero después, contradictoriamente, Fando le dice que no quiere hacerla sufrir y que tendrán hijos. Él es un sujeto de frontera, que se aferra a sus instrumentos musicales y al canto para conservar su lado lúdico e infantil, y a la vez es presa de la infección de la adultez.
Ese lado luminoso que aún guarda Fando en su espíritu está en la secuencia en que, mientras camina con Lis, entre rocas y arena, le dice que mire lo bonito que es el campo, uno que por supuesto ella no ve. Lis de algún modo hace como si en efecto pudiera ver dicho campo y estar contenta por ello. No obstante, a pesar que no se ve el campo, Fando se refiere a las rocas que en verdad sí lo rodean. “Mira las piedras, qué piedras tan bonitas… Son las piedras más bonitas que he visto en mi vida”. La forma en que él aparenta ver y apreciar la belleza de las piedras acerca su mirada a la sensibilidad zen, que encuentra lo sublime en la contemplación.
Pero retorna el conflicto entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la mirada “imaginaria” de Fando y la mirada “realista” de Lis comparable a la del hidalgo caballero que percibe el sonido de caballos, clarines y tambores donde el escudero capta, a diferencia, balidos de ovejas y carneros, en un pasaje del capítulo XVIII de la primera parte del Quijote de Cervantes. “Mira las flores”, dice Fando, a lo que Lis responde: “No hay flores”. Al final del primer canto se lee: “Y Tar estaba dentro de su cabeza”, y es un cartel que justamente señala a la invisible Tar como un paraíso que solo existe en la mente.
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