Una severa estatua en una plaza, el piadoso vitral de una iglesia, la simpática efeméride en la portada de una revista infantil representan objetos portadores de significado social, diseñados para transmitir una determinada impronta donde el pasado se temporaliza en un presente épico, perpetuo e inamovible. Desde lo alto del pedestal, el héroe nos asegura que las cosas sucedieron así y no de otra manera, aunque el proceso recordatorio puesto en escena tergiverse el hecho que representa.
El patrimonio conmemorativo tiene como misión didáctica naturalizar un relato convincente e imponer una determinada visión política para glorificar a las elites dominantes, que diseminan estereotipos adecuados a sus intereses, mientras ocultan los prontuarios correspondientes de ciertos personajes encumbrados en pedestales de mármol de Carrara. El arte conmemorativo puede tener mil calificaciones, la única que no le cabe es la de inocencia.
El autor desenmascara, con su agudo análisis y en un estilo ameno, esta sutil operación simbólica que falsea la realidad mediante un discurso verosímil que nos condena a ser pensados con categorías mentales opresoras. En la periferia del mundo, la dependencia no solo es económica…
Si después de la lectura de este libro, la observación de una estatua nos provoca cierta inquietud, su objetivo estará cumplido.
Marcelo Valko es psicólogo egresado de la UBA. Dedicado a la investigación sobre genocidio indígena. Profesor titular y fundador de la Cátedra “Imaginario Étnico, Memoria y Resistencia”. Especialista en etnoliteratura. Investigador de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Integrante del Comité Académico del Simposio Latinoamericano de Ciencias Sociales y Humanidades. Miembro del Núcleo de Producción de Conocimiento Psicología y Pueblos Indígenas de América Universidad de Sao Paulo y ULAPSI. Asesor histórico del Proyecto “Hacia el Bicentenario – Teatro e Historia” de la Comedia de la provincia de Buenos Aires. Conferencista del programa “Café Cultura” de la Secretaría de Cultura de la Nación. Promotor de distintas leyes nacionales y provinciales en relación con los pueblos originarios. Realizó trabajos de investigación en el noroeste argentino, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y México. Ha dictado conferencias en universidades nacionales, de Latinoamérica, USA y Europa.
Sus trabajos han sido publicados en medios locales y del extranjero y merecieron el Auspicio Institucional de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación y de la Dirección General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, y han sido declarados de interés del Congreso Nacional y legislaturas provinciales. Autor de más de 50 textos, entre los que se destacan sus libros: Pedagogía de la desmemoria, Cazadores de poder, El malón que no fue, Ciudades malditas, ciudades perdidas, Belgrano para chic@s, Descubri MIENTO de América, Viajes hacia Osvaldo Bayer: Anecdotario, Desmonumentar a Roca, Pachamama, Bayer para chic@s y Los indios invisibles del Malón de la Paz.
Todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia
que nos enseñaron, falsas las creencias económicas
con que nos imbuyeron, falsas las perspectivas mundiales
que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen,
irreales las libertades que los textos aseguran.
Raúl Scalabrini Ortiz
Marcelo Valko
Pedestales y prontuarios : arte y discriminación desde la conquista hasta nuestros días / Marcelo Valko. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Continente, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-754-691-4
1. Arte. 2. Esculturas. 3. Historia Argentina. I. Título.
CDD 730.92
Primera edición, julio 2020
Primera edición digital, julio 2020
Diseño de cubierta: Estudio Tango
Diseño de interior: Carlos Almar
Corrección: Marcia Tezeira
ISBN: 978-950-754-691-4
© Ediciones Continente
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Libro de edición argentina
Conversión a formato digital: Libresque
El malón que no fue. Historias y grietas de una masacre de película
MARCELO VALKO
Pedagogía de la desmemoria
MARCELO VALKO
Cazadores de poder - apropiadores de indios y tierras (1880-1890)
MARCELO VALKO
Morir no es poco. Estudios sobre la muerte y los cementerios
CRISTINA BARILE
Marcelo Valko
Pedestales y prontuarios
Arte y discriminación
desde la conquista
hasta nuestros días
Al espíritu revolucionario de Mayo
“Ved en el trono a la noble igualdad”
Al igual que una moneda, toda estatua posee dos caras. Una es el símbolo que representa, y la otra es la geografía que ocupa, ya que el espacio no resulta indiferente. En ocasiones, el lugar donde está emplazada puede desvalorizar la obra; en otros, le añade un plusvalor que la potencia. En Ciudades Malditas, Ciudades Perdidas expuse la trascendencia de ciertos territorios que no pueden mensurarse con la vara del sistema métrico. No se trata de un espacio útil, normado, limitado, sino un espacio simbólico. En sintonía con el axioma propuesto por Christopher Tilley en Fenomenología del paisaje podemos afirmar que no existe el espacio sino los espacios. Sitios que no tienen equivalentes. Y en determinados casos muy puntuales logran teñir la geografía de sacralidad. Me refiero a territorios a los que la memoria social reviste de un poderoso simbolismo comunitario tanto por un episodio histórico (Muro de Berlín), un hecho divino (desembarco de Cristo en Nazaret o ascensión a los cielos de Mahoma en el Domo de la Roca) o incluso por estar asociado a una carga de muerte (Auschwitz). Estos últimos, al encontrarse asociados a la crueldad, como la ESMA, buscan ser evitados; en cambio, los otros son sitios valiosos, escasos y, por lo tanto, disputados como la ciudad de Jerusalén por la que pujan y batallan al menos tres religiones hace siglos. Y por ese mismo motivo, tales puntos singulares, acotados, puntuales son reocupados para utilizar en provecho del nuevo inquilino: la sacralidad que emana del sitio. El espacio no reviste interés en tanto lugar en sí, sino en relación con lo humano y por ello es un territorio de uso, de significación. Menciono algunos aspectos para redondear la idea. En la Ciudad de México, el emplazamiento del principal templo de Tenochtitlán fue reocupado por el catolicismo erigiendo la Catedral, cuyos cimientos edificados sobre lo que fue un pantano hoy se están hundiendo tragados por las pacientes fauces de Huitzilopochtli. Se trata de geografías que ejercen enorme fuerza sobre los creyentes, como Santiago de Compostela para la cristiandad, la Kaaba de La Meca para el islam, Sarnath para el budismo o las fuentes del Ganges o Benarés para el hinduismo. En Tepeyac, el cerro donde los mesoamericanos peregrinaban para rendir culto a Tonantzintla (Madre Tierra) fue el lugar donde casualmente apareció la Virgen de Guadalupe. De ese modo lograron neutralizar el potencial anterior, reutilizando la sacralidad espacial en favor de la religión invasora. En Moscú, a poco de la caída de la URSS, la primera marca occidental que instala un local en el corazón de la Plaza Roja es McDonald’s, evidenciando con la exhibición de su logo el aplastante triunfo del capitalismo. En momentos en que escribo estas líneas, la misma cadena de comida rápida acaba de abrir su primera sucursal en Hanói, y así lo que fue una derrota táctica se convierte desde el poder que emana de lo simbólico en un triunfo estratégico. El vencedor siempre procura demostrar su victoria enrostrándole sus símbolos al enemigo vencido apoderándose públicamente de ese espacio arquitectónico cargado de un plusvalor simbólico que lo convierte en único por el residuo de sacralidad que emana del mismo. Pero dejemos atrás Medio Oriente, Tenochtitlán, Moscú o el Ganges y vayamos a un par de ejemplos más cercanos ubicados en pleno centro de la Capital Federal.
La Geografía Sagrada es tan escasa que existen casos en los que se mezquina hasta un pequeño punto donde nadie acepta ceder ni siquiera un metro cuadrado de tierra consagrada. Un ejemplo muy simple de tal avaricia territorial lo tenemos en el centro porteño. Si observamos desde el exterior la nave de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, vemos que en su lateral derecho insertaron un cubículo. Se trata del mausoleo donde yacen los restos del general revolucionario José de San Martín. Por su condición de masón, el clero no permitió que sus despojos descansaran en el territorio consagrado de la Catedral y solo aceptaron adosar ese habitáculo que en la cuidadosa planificación arquitectónica de la Catedral luce como una inserción contra natura debido a la avaricia de sacralidad de su territorio. La Iglesia niega la cuestión con vehemencia. Argumenta que se construyó fuera de la nave del templo debido a la dimensión del mausoleo del Libertador. Sin embargo, la cabeza del ataúd del revolucionario permanece inclinada ligeramente hacia abajo, como símbolo impuesto por la curia para aquellos impíos destinados a arder en las llamas infernales.
El paisaje es neutral hasta que la superficie se accidenta con un suceso que lo despierta del letargo topográfico normado, limitado y mensurable para santificarlo, herirlo o condenarlo. El evento trascendental puede ser un episodio aislado o sucesos concatenados a lo largo del tiempo que irrumpen y se instalan en un espacio como la Plaza de Mayo, un punto del país que convoca a sus ciudadanos desde 1810. Allí la percepción de lo geográfico toma el partido de la memoria y de los recuerdos con los que cada generación tamiza y reconstruye su herencia espacio-temporal actualizándola con agregados, olvidos y sustituciones. Y de pronto, la presencia de una estatua cuya inauguración ajustada al paladar de la época fue celebrada con toda pompa y honor, décadas más tarde se torna problemática y su presencia comienza a objetarse, como el caso de la estatua de Cristóbal Colón ubicada detrás de la Casa Rosada.
No pretendo hacer un historial del extenso debate que se generó de manera inocente o intencional cuando el gobierno de Cristina de Kirchner decidió reemplazar la estatua del almirante por otra de Juana Azurduy. Los trabajos para desmontar la obra del artista italiano Arturo Zocchi (1862-1940) comenzaron en junio de 2013. En aquel momento, un comunicado emitido por la Secretaría General de la Presidencia en el punto siete resumía el asunto: “La Sra. Presidenta de la Nación, Dra. Cristina Fernández de Kirchner, ha entendido que en la sede del Gobierno Nacional, resulta más justo e histórico que acompañe una estatua que representa a una mujer heroína en las luchas por la Independencia de la Argentina y de los hermanos Países de América del yugo colonial de entonces” (Telam, 01/06/2013). En ese entonces, Colón no era tema de debate social como sí lo es desde hace casi dos décadas la estatua ecuestre de Julio Roca ubicada en la Diagonal Sur.
En primera instancia y evidenciando una planificación descuidada pensaron trasladarla a la costa atlántica: “el objetivo del gobierno nacional es mudar el monumento a un paseo que se construirá en Mar del Plata” (Infobae, 29/06/2013), advirtiendo luego que por una cuestión de patrimonio histórico el Colón de mármol tenía prohibido abandonar Buenos Aires. No le pertenecía a la Nación sino a la ciudad capital. Finalmente, resolvieron emplazarla en el Espigón Puerto Argentino de Costanera Norte. Entre tanto, mientras desmotaban el complejo escultórico con muy poco criterio y al parecer con el único objeto de irritar sin más a los defensores de la presencia del almirante, dejaron diseminados durante largos meses los 254 bloques de mármol de Carrara, incluida la estatua de seis metros de don Cristóbal que, victimizado en esa posición, o “volando” sostenido por la grúa que lo quitó como si fuera una remake del film Good bye, Lenin!, fue fotografiado hasta el cansancio. Semejante destrato a una obra que de todos modos sería reubicada evidencia una mala praxis hacia una comunidad tan numerosa como italiana que, por intermedio de Antonio Devoto, había donado la escultura para el Centenario. Entre tanto, cierto periodismo alertaba sobre “la destrucción patrimonial” con títulos catástrofe: “Escándalo por el monumento a Colón” (Perfil, 01/06/2013), “Recurren a la justicia para impedir que se lleven el monumento de Colón” (Clarín, 01/07/2013), “La estatua de Colón sigue tirada detrás de la Casa Rosada” (La Nación, 01/07/2013).
En agosto de 2013 publiqué una nota reprobando la impericia comunicacional del gobierno que, frente a poderosos formadores de opinión como los periódicos citados, invirtió el eje de la cuestión haciendo hincapié en la ida de Colón en lugar de priorizar la llegada de Azurduy (Valko 2013c). En este caso, el orden de los términos afecta al producto. ¿A qué me refiero? La idea fundamental, más que erradicar al almirante del patio trasero de la Casa Rosada, era emplazar allí a una figura de la emancipación. Veamos a qué me refiero.
La geografía que circunda la Plaza de Mayo es el centro neurálgico del poder simbólico del país. A vuelo de pájaro su sacralidad abarca el Cabildo, la austera Pirámide de la Revolución, la estatua ecuestre de Belgrano y la Casa Rosada. Desde allí emerge una línea visual que la conecta con el Congreso Nacional. La Plaza de Mayo es el epicentro político, por ende, que en sus inmediaciones merodee don Cristóbal no es lógico. En cambio, resulta comprensible que, así como el frente de la Casa Rosada está custodiado por la estatua ecuestre de Manuel Belgrano, sea acertado que la parte posterior se encuentre amparada por Juana Azurduy conformando los ejes de un mandala protector de las guerras de independencia.
Finalmente, la estatua de bronce de Azurduy, elaborada por Andrés Zerneri y que fuera costeada por el gobierno boliviano, se inauguró el 15 de julio de 2015 en una ceremonia a la que asistieron Evo Morales y Cristina de Kirchner. Sin embargo, las idas y vueltas no habían terminado. A la polémica sobre la mudanza y el reemplazo se sumó un inconveniente adicional: Juana no estaba terminada. En el apresuramiento por inaugurar la obra no le dieron tiempo a Zerneri para darle el patinado final que no solo le otorga un color definido sino que protege el metal de las inclemencias del tiempo.
Había algo más. A la controversia pública sobre cuál de las dos estatuas merecía ocupar aquel espacio, se sumó la variable estética comparando la representación de Colón, esculpido en mármol de Carrara en Italia por el internacionalmente consagrado Arnaldo Zocchi, frente a Juana Azurduy, elaborada en un galpón de la ex-ESMA por el compatriota Andrés Zerneri con bronce donado por Bolivia. Con un racismo evidente agazapado entre líneas, distintos medios hicieron un festival de sapiencia estética castigando duramente la hechura de la revolucionaria altoperuana: “la obra encargada a Andrés Zerneri no resiste las mínimas pautas de calidad artística. Se trata de una obra mediocre de una elaboración tan pobre como su imagen” (Clarín, 15/12/2015); “el monumento a Azurduy deja mucho que desear en cuanto a calidad estética: no sólo no armoniza con el estilo arquitectónico de la Casa de Gobierno sino que fue esculpido con un material de baja calidadque le da, a poco de inaugurado, un desagradable aspecto de deterioro” (Infobae, 19/01/2018).
El resultado electoral de diciembre de 2015 no hizo más que precipitar las cosas para que la presencia de Juana en el patio trasero de la Casa Rosada tuviera la fugacidad de un cometa. El domingo 16 de septiembre de 2017 a raíz de las obras del Parque del Bajo fue trasladada hasta la Plaza del Correo. Se trata de una relocalización más que curiosa, ya que el actual gobierno de Cambiemos posee una visión histórica muy diferente de la de su antecesor. Si no hubiera sido por una cuestión del enorme costo del traslado, sin duda la habrían invisibilizado arrojándola a espacios menos neurálgicos, como alguna plazoleta ignota del barrio de Barracas, Lugano I y II o el Bajo Flores. Sin embargo, terminan moviéndola apenas unos cientos de metros reubicándola no lejos del emplazamiento anterior, en un sitio de enorme potencialidad perceptiva como es la plaza frente a la ex Secretaría de Comunicación, rebautizada luego Correo Central y aún hoy Centro Cultural Kirchner. Vale destacar que su nueva posición permite una cercanía con el conjunto escultórico que posibilita que el público la aprecie y se tome fotos con la enorme revolucionaria, como con el dinámico sector posterior que Azurduy carga a su espalda, transformándose en una nueva postal turística de la ciudad, contradiciendo la opinión de tanto especialista en preconceptos.
Mientras escribo estas líneas, Juana Azurduy todavía carece del recubrimiento para ocultar la base de concreto. Pasado más de un año del traslado, la desidia del Gobierno de la Ciudad es evidente, apenas culminó los trabajos del patinado para evitar el deterioro, en tanto terminaron de ensamblar a Colón en el espigón de la Costanera Norte donde disfruta del aire del río/mar que lo trajo a este lado del mundo, comenzando la larga noche del Descubri-MIENTO. Algunas organizaciones que le han tomado gusto a la pulseada de que sí y de que no presentaron ante la Corte Suprema un recurso de amparo para que el almirante regrese a su lugar original. Incluso, en diciembre de 2017 se realizó en el Teatro San Martín de la ciudad de Buenos Aires una selección pública para determinar qué obra debía ocupar ese disputado espacio sagrado. El proyecto denominado “Monumental” de las artistas plásticas Sofía Medici y Laura Kalauz contó con el auspicio de la Dirección de Cultura de la Ciudad y realizó en 2017 un concurso público, para el cual fui designado como jurado, donde se invitó a la comunidad a presentar propuestas para ser emplazadas en ese espacio. Mi voto, como consta en actas, fue para Juana Azurduy.
Entre tanto, pocos tienen presente que los bloques de mármol de Carrara de la obra de Zocchi aún lucen las heridas provocadas por el impacto de las bombas que la aviación arrojó en 1955 contra las inmediaciones de la Casa Rosada en el mayor atentado terrorista que registra la historia argentina.
Con sus idas y vueltas, con sus detractores y defensores, las estatuas nos acompañan como si fueran deidades que padecen y participan de las luchas e intrigas de los seres humanos. Nunca están inmóviles. Fingen. Con su puesta en escena nos ofrecen un quietismo que tiene más de simulación que de inocencia. Desde su infinita temporalidad de bronce y de mármol buscan disciplinarnos con modelos a seguir como el severo exorcizador que nos aguarda en un amable jardín franciscano.
Ahora entra en escena un monumento que se encuentra frente a la Terminal de Ómnibus de Santa Rosa, La Pampa. Desde esa ubicación privilegiada recibe y despide a los viajeros y les recuerda las lecciones inculcadas por la escuela sarmientina sobre los nosotros y los ellos, es decir, los que participan invariablemente del reparto actoral de la misma obra de siempre: los civilizados y los salvajes.
Hasta el 2012, en la web Recordatorios y esculturas de Santa Rosa perteneciente a la municipalidad de la ciudad podíamos enterarnos que dicho monumento creado por el artista Osvaldo Piana fue inaugurado el 30 de agosto de 1970, siendo gobernador el contralmirante Guozden. Originalmente la estatua se emplazó en el Colegio Don Bosco. Años después, las autoridades de la institución decidieron compartirla con todos los habitantes de la capital provincial que en el año 2001 la instala en la plaza frente a la Terminal y a metros de la legislatura provincial. Aunque la descripción de la web es escueta, no tiene desperdicio por lo que finge, oculta y tergiversa: “Dicha escultura es de bronce, representa a Don Bosco con dos niños ubicados a ambos lados, tomados de la mano”.
Si observamos el complejo escultórico, advertimos algo más que un par de renglones. En principio, Giovanni Melchor Bosco, mentor de la congregación salesiana, declarado santo por Pío XI en 1934, es conocido en nuestro medio con el simpático apelativo de don Bosco y cuya orden, con una militancia propia de las Cruzadas, le brindó la cobertura ideológica que requería la Expedición al Desierto de Julio Roca facilitando sacerdotes para marchar con las tropas. De hecho, monseñor Antonio Espinosa tuvo el privilegio de hacer la travesía al sur en el carruaje del general y años después será recompensado con el arzobispado de Buenos Aires.
Y como todo tiene que ver con todo, desde tiempo atrás, Bosco, confesor del papa Pío IX, estaba en busca de un territorio donde sus salesianos tuvieran exclusiva jurisdicción, tal como los jesuitas disfrutaron en su momento en el Guayrá. Tan obsesionado estaba con su anhelo que en 1876 acabó visualizando en una alucinación la región en cuestión, una estepa desolada donde sus religiosos llevarían el Evangelio a salvajes semidesnudos (Valko, 2013a: 127). Con el auxilio de la enciclopedia Patagonorum regio, in que incolae sunt gigantes (Región patagónica habitada por gigantes) consigue hallar en el extremo sur de América el territorio que pretende para su orden. Tal elección bibliográfica indica además lo desactualizado que andaba Bosco en materia de atlas geográficos, ya que a esa altura del siglo XIX sería una rareza ubicar una región utilizando semejante enciclopedia que habla de gigantes como en los albores de la circunnavegación de Magallanes y Pigafetta. Aunque es cierto que todavía en 1765 se publicaban textos como el de Casimiro de Ortega que señala: “No sabemos el uso que los teólogos harán de estas noticias; pero ellas prueban ciertamente lo que se halla notado en las Escrituras, y aun en los Escritores Gentiles: es a saber que hubo (y aun hay) casta de Gigantes” (Penhos, 2005: 304).
En fin, una vez que Bosco encuentra el sitio para enviar a sus misioneros, la impaciencia lo carcome y pregunta una y otra vez: “¿Para cuándo la Patagonia?” (Nicoletti, 2008a: 47). Así es como sus frailes marchan junto al Ejército creando una asociación simbiótica entre ambos. La civilización que Roca llevaría al sur cuenta con una conveniente pantalla evangelizadora que perdonaría errores y olvidaría excesos con tal de conducir a los salvajes al Paraíso. Un importante biógrafo de Melchor Bosco cita su lema: “Debemos ir a la Patagonia, lo quiere el Papa, lo quiere Dios” (Belza, 1981: 49).
La estatua del escultor Piana lo presenta a Bosco entre dos jovencitos. El brazo derecho del salesiano descansa sobre el hombro del niño blanco que está de pie, igual que el religioso a quien mira con devoción. Entre tanto, el indígena de rodillas intenta besar la mano que tiende el santo que no observa a ninguno de los dos, sino que sus ojos perciben una visión de un futuro lejano. Otro detalle que evita mencionar la descripción municipal es que el niño blanco se encuentra vestido, sostiene un libro abierto e incluso junto a sus pies una pelota de fútbol invita al recreo después de la instrucción. Es la síntesis perfecta de un joven completo que estudia y juega de la mano de la religión. En cambio, el indígena que busca amparo junto a las piernas de Bosco aparece semidesnudo, cubierto por un faldón de cuero y en el pecho luce una rústica cruz de madera indicando que se trata de un indiecito reducido. El cabello, si bien está sujeto con una vincha, mantiene un corte conveniente que muestra un acercamiento a los nuevos parámetros estéticos que lo alejan de la toldería que queda atrás sumida en el tiempo. La iconografía del aborigen desarrapado mostrando el torso desnudo guarda relación con la construcción del estereotipo encarnado en la inocencia del “buen salvaje” cercano a la naturaleza y alejado de la razón, pero, también, proclive a caer no solo en el salvajismo sino también en la desvergüenza, la lujuria sexual, el vicio y, en definitiva, el pecado de la carne, como nos alucina Hieronimus Bosch, el otro Bosco, en su Jardín de las Delicias. En definitiva, la desnudez nos advierte que del buen salvaje al feroz antropófago hay un paso muy sutil.