JOSEPH ROTH

EL TRIUNFO

DE LA BELLEZA

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE BERTA VIAS MAHOU

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

I

Tengo en mucho el conocimiento de la naturaleza humana por parte de mi viejo amigo el doctor Skowronnek. Desde hace más de veinticinco años ejerce como médico en un famoso balneario para mujeres, en el que las milagrosas fuentes termales se dice que curan las afecciones de la matriz, la esterilidad y la histeria. En cualquier caso, eso es lo que mi amigo, el doctor Skowronnek, asegura. Con todo, él habla con la misma convicción de los efectos igualmente maravillosos, aunque más fácilmente explicables, que una considerable cantidad de jóvenes caballeros, vigorosos y sedientos de amor, ejerce sobre las pacientes que cada temporada buscan consuelo en el balneario. Puntuales, como algunas aves migratorias, estos caballeros se presentan en el balneario al «comienzo de la temporada», rivalizando con el poder curativo de los célebres manantiales. Sea como fuere, en el transcurso de un cuarto de siglo mi amigo, el doctor Skowronnek, ha tenido oportunidad de conocer las enfermedades del cuerpo y del alma que afectan a las mujeres. Supongamos que contara tan sólo con treinta pacientes a las que tratar durante cada una de las temporadas. Al cabo de veinticinco años habría conocido en profundidad a no menos de setecientas cincuenta mujeres. Creo por tanto tener razón al valorar la experiencia mundana de mi amigo.

En consecuencia, a todos los maridos que me hablan de las enfermedades—verdaderas o ficticias—de sus mujeres suelo enviarlos a la consulta del doctor Skowronnek. A los maridos, que por lo general sufren más por sus mujeres que ellas mismas por su enfermedad, los trata también como pacientes. Y con razón. Sí, considero a mi amigo, el doctor, más bien como un médico de maridos que como un especialista en enfermedades de la mujer, a pesar de que él no quiere saber nada de eso y de que afirma que perjudica su reputación. Pero yo le conozco. Y sé que bajo esa especie de bondad de confesor con la que examina el corazón y los riñones de las damas enfermas, oculta su preocupación por los maridos que dependen por completo de sus pacientes. Al fin y al cabo, quien ha examinado a tantas mujeres ha de sentir una ferviente solidaridad con los maridos.

Así, un día sucedió que a uno de mis conocidos, el ingeniero M., le aconsejé que fuera a la consulta del doctor Skowronnek. Primero solo, sin su mujer enferma, de la que el ingeniero me había hecho un largo y detallado informe. El ingeniero era un hombre joven, que sólo llevaba dos años casado, sin hijos. Tras un año de feliz matrimonio—o lo que así se denomina—la mujer había empezado a quejarse de dolores de cabeza, de espalda, de vientre, de dolores en el cuello, en la nariz, en los ojos, en los pies. No se debe generalizar, pero sé por experiencia que los ingenieros, en especial los que se dedican a construir puentes—y a esta categoría es a la que pertenecía mi conocido—no tienen ni idea de la constitución de las mujeres. Puede haber excepciones, pero el ingeniero del que aquí hablo era por completo presa del pánico que domina a cualquier hombre de bien cuando ve a una mujer sufrir o tan sólo llorar. (Es el pánico del que está sano frente al enfermo, del fuerte ante la impotencia. No hay nada peor que esa mezcla de amor, lástima y aprensión por la amada a la que se compadece. Una Jantipa sana es mejor y más soportable que una enfermiza Julieta.) Por eso aconsejé al ingeniero que fuera a visitar al doctor Skowronnek.

Durante su entrevista con el doctor también yo estuve presente, por deseo expreso del ingeniero y en contra del mío propio. Me encontré más o menos en la situación de una persona que, tras la pared de una habitación de hotel, oye a su vecino de cuarto hablar de asuntos penosos y de carácter privado y que no está en condiciones de hacer nada para evitarlo. Me esforcé en pensar en otra cosa. Mandé que me trajeran los periódicos. Pero la curiosidad profesional del escritor venció al empeño personal por mantener la discreción. Y sin querer escuchar, con un oído digamos profesional, me enteré de todo, de una serie de cosas que ahora y en este contexto no se pueden contar.

El doctor Skowronnek estuvo todo el tiempo en silencio. Tan sólo escuchaba. Al fin despachó al ingeniero, exhortándole para que hiciera venir a su mujer a la consulta.

El ingeniero nos dejó. Y como no comprendía el silencio de mi amigo, yo mismo empecé a preocuparme por la mujer del ingeniero y pregunté:

—Dígame, ¿es tan grave lo que ha contado de su mujer? ¿Por qué ha guardado usted silencio?

—No es ni grave ni bueno—replicó el doctor—. Tan sólo corriente. Y si no fuera porque hace tiempo viví cierta historia, no habría permanecido tan callado. Pero desde que conozco esa historia particular, he dejado de compadecer a los maridos de las mujeres enfermas. No se puede asistir a los incurables. Al que quiere suicidarse, es imposible salvarlo. Los maridos de ciertas mujeres enfermas son unos suicidas incurables. Y para que me crea, le contaré esa historia. Escríbala algún día.

El doctor Skowronnek empezó a contarla.