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La otra cara del sol
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Te cuento que Gloria Cecilia Díaz...
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Edición digital
La otra cara del sol
Coordinación editorial: Valeria Moreno Medal
Conversión a epub: Capture, SA de CV (México)
© del texto: Gloria Cecilia Díaz
© de las ilustraciones: David Lara
Primera edición digital en México, 2020
D.R. © SM de Ediciones, SA de CV, 2007
Magdalena 211, Col. Del Valle
03100, Ciudad de México
Teléfono: (55) 1087 8400
1. Literatura colombiana 2. Familia – Literatura infantil
Dewey 863 D53
ISBN 978-607-243-873-6
ISBN 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor
Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830
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Díaz, Gloria Cecilia
La otra cara del sol / Gloria Cecilia Díaz – 1a ed. – México : Ediciones SM, 2016 El Barco de Vapor. Roja
ISBN : 978-607-243-873-6
1. Literatura colombiana. 2. Familia – Literatura infantil
Dewey 863 D53
A toda mi tribu
EL SOL SE ocultaba tras un cielo herido: rojo, amarillo, naranja, furioso, incandescente como lava de volcán y, sin embargo, yo sentía que algo apacible había en ese entrecruce de fuego. Me di cuenta de que también había algo apacible dentro de mí. Tres años atrás me había dicho: “Que pase rápido el tiempo para no sentir esta pena tan terrible”. Y los años habían terminado por pasar, la pena un poco con ellos, pero no del todo porque la ausencia era para siempre.
“Uno no puede vivir eternamente sufriendo”, había dicho papá un día. Sé que lo dijo con rabia porque quería dejar de sentir tanto dolor y no podía.
Cuántas veces lo oímos sollozar en la noche y cuántas corrimos a consolarlo, nosotros tan pequeños y tan desesperados. Preguntándonos por qué mamá se había ido dejándonos solos, quitándonos nuestra infancia, porque cuando papá lloraba lo tomábamos en nuestros brazos, como mamá lo había hecho con nosotros cuando teníamos una pena. Creo que en esos momentos todos nos sentíamos los papás y las mamás de papá. Y tanto que él había martillado en los oídos de Coqui y el Negro que los hombres no lloraban. Pobre papá, cuánta razón tenía al llorar; qué solo debía sentirse, qué desamparado sin la dulzura de mamá, sin su fuerza para manejar su batallón de siete muchachitos. Y, sin embargo, a pesar de tanta pena crecimos en estatura y crecimos también en la cabeza.
Tatá y yo nos convertimos en dos pequeñas mamás, nada que ver con las de los juegos de cuando éramos unas criaturas. No se trataba de darles biberón a las muñecas o de cambiar pañales de mentiras o de cocinar en cacerolas minúsculas comidas imaginarias. Nos tocó de verdad correr con los biberones de Nena, José y Monona; cocinar para nuestro ejército cuando ya la abuela se había ido y la pobre Fanny no se daba abasto con tanta tarea. Nuestra abuela querida que había tenido que irse porque ella y papá no se podían ver ni en pintura.
Nos tocó, sobre todo, afrontar los silencios de papá, su desazón. Esta es una palabra de la abuela, no porque sea una desesperada, nada de eso, sino porque cuando nos escribe, es decir, cuando le dicta las cartas a la tía Albita, porque ella no sabe leer ni escribir, siempre nos habla de la desazón de su alma cuando piensa en mamá.
Cuando papá guardaba silencio era como si construyera un muro a su alrededor. A mí se me antojaba que la sala de nuestra casa se hacía inmensa, la veía vacía, sin ningún mueble ni ningún cuadro, una sala infinita con papá en el centro mirando el periódico sin verlo, con sus ojos llenos de pena, lejos de nosotros, inaccesible; hasta que de pronto ocurría un milagro: Monona, o José o Nena llegaban a él y con solo tocarlo lo traían otra vez a la vida y él los tomaba en sus brazos apretándolos contra su pecho, como si ese contacto le diera el aire que necesitaba para sentirse vivo. Entonces les hacía cosquillas o tomaba el periódico, lo doblaba en acordeón, luego cogía unas tijeras y recortaba mientras los chiquitos veían con ojos muy abiertos y maravillados cómo el acordeón de papel de papá se convertía en una multitud de muñecas de trenzas tomadas de la mano o en caballos agarrados por la cola.
Aun nuestros domingos eran interminables, aunque las modificaciones que papá había ido introduciendo los hicieran más llevaderos. Al principio, cuando regresábamos de llevar flores a mamá, todo en casa era silencio, hasta los pequeñitos estaban más calmados que de costumbre. Almorzábamos sin cruzar palabra, luego papá y los pequeños hacían una siesta, mientras los más grandes errábamos por la casa como almas en pena pues no teníamos derecho a oír la radio ni los discos ni a invitar amigos y mucho menos a salir. En resumen, nuestra casa era nuestra cárcel, en ella rumiábamos la ausencia de mamá.
Todo había enmudecido en nuestra casa. Después de su siesta, papá nos proponía un juego que consistía en adivinar, según las pistas que él nos daba, las capitales del mundo, los países o los personajes famosos. Al atardecer debíamos terminar las tareas, alistar los uniformes y peinar, como todas las noches, la abundante cabellera de Nena, hacerle sus larguísimas trenzas, enrollárselas alrededor de la cabeza y ponerle una pañoleta para que no se despeinara mucho durante la noche. No podíamos hacer eso en la mañana por falta de tiempo. ¡Vaya si detestaba esa tarea! Apenas veía aparecer a Nena con su cepillo en la mano me daban ganas de tirárselo a la cabeza. Creo que en el fondo lo que sentía era una profunda envidia. Mamá nunca me permitió que llevara el pelo largo, siempre me hacían cortes de muchacho y no olvido la rabia que pasé cuando uno de mis primos al ver mi corte de pelo, me dijo que me parecía a un prócer de la Independencia.
El primer cambio que papá introdujo fue el de la música. Un domingo nos despertamos al son de los valses de Strauss, fue un despertar delicado, dulce. No le dijimos nada, pero él vio en nuestros ojos que estábamos encantados. Otro domingo fue un huracán de música el que nos sacó de la cama, nos había puesto a Tchaikovsky y luego a Rimsky-Korsakov. Me encanta esa música que es como un río apacible que luego se desata en torrente.
Uno de esos domingos lúgubres, a papá le dio por ensayar una receta de cocina que vio en una lata de avena. Era algo así como un rollo de carne con avena, lógicamente. Le quedó riquísimo, a todos nos encantó. La cuestión es que yo me puse a esperar el domingo siguiente con ilusión, parece mentira, todo por un plato de carne que para mí se había convertido en un rayo de esperanza.
El domingo llegó e hicimos lo que hacíamos siempre los domingos, y yo espere y espere a que llegase la noche y, ¡uf, qué alivio!, papá se fue a la cocina, se puso su delantal y una hora y media más tarde estábamos saboreando el rollo de carne humeante, oloroso a aliños, a hierbas, porque papá no se contentaba con los ingredientes de la receta, él agregaba otros que le darían su “toque personal”, nos decía muy serio.
Durante varios domingos comimos el consabido rollo, que, a decir verdad, ya empezaba a hartarnos. Y papá, que no era tonto y que ya debía estar hasta el copete de hacer siempre el mismo plato, se consiguió un libro de cocina. Al domingo siguiente regresó del mercado con todo lo que necesitaba para hacernos un strogonoff. Eso sí, a Tatá y a mí nos tocó picar la cebolla, cosa que papá detesta. Pero ¡qué recompensa luego, qué manjar digno del mejor restaurante! La carne parecía algodón, de lo tierna, y la salsa cremosa tenía el regusto del vino blanco; las papas al vapor adornadas con perejil y con una pizca de mantequilla estaban deliciosas.
La satisfacción de papá era inmensa. Los domingos siguientes, como presa de un frenesí, nos hizo platos diferentes, a cual más de sabroso. Lo sentimos volver a la vida. La vida eran las cosas simples: ponerse un delantal, preparar los ingredientes, oír el chisporroteo del aceite, oler el comino, la hierbabuena, el tomillo; pasar el pescado bajo el agua y luego con la ayuda del cuchillo ver volar las escamas como destellos a diestra y siniestra; cortar, adobar, mezclar, poner al fuego y después esperar; aspirar los olores, dar pequeños vistazos a la cacerola o abrir el horno solo por el placer de contemplar por un instante la carne dorada. Sentirse observado, admirado por siete pares de ojos esperando impacientes la hora de ponerse a la mesa.
Mientras comíamos felices, papá ni siquiera se preocupaba por indagar si nos gustaba; primero porque estaba ocupado saboreando su obra y segundo porque sabía que adorábamos sus platos. Nuestros domingos de desolación se habían convertido en una pequeña fiesta. Nuestra casa en la noche se volvía restaurante, con un chef único y siete clientes incondicionales.
Esas pequeñas felicidades me estremecían a veces, me hacían sentir mal, me decía que empezábamos a olvidar a mamá. Papá ya no lloraba en las noches. No nos atrevíamos a nombrar a mamá. La verdad es que casi nunca hablábamos de ella pero porque papá no lo soportaba. Mamá se había convertido en el tema tabú. Yo repetía mamá bajo las mantas muchas veces antes de dormirme, lo decía despacito, con temor y con el deseo infinito de que ocurriese un milagro y que su rostro dulce apareciera y me dijera “Buenas noches, hijita”. Pero no, nada ocurría y yo me dormía recordando una frase que había dicho una vez la tía Dorita: “La vida es dura como una piedra”.
Así me parecía, al menos la de los personajes de Dostoievsky, los de Humillados y ofendidos. El día que papá me vio con ese libro en las manos me miró con asombro y luego me acarició la cabeza sin decir una palabra. Hacía un rato que me había puesto a mirar distraídamente los libros de nuestra pequeña biblioteca, aquellos que llevaban años en esos estantes y que yo había tomado una y otra vez para sacudirles el polvo. Siempre había pensado que eran libros de grandes, con sus cubiertas de piel aparente, sus hojas delgaditas, casi transparentes y sus letras minúsculas y sin una sola ilustración; me parecía que leerlos debía tomar años y años de aburrimiento mortal. El caso es que tomé uno al azar y lo abrí y leí las primeras líneas y despacito fui acomodándome en el sofá y seguí leyendo y leyendo y eché pestes cuando Tatá me llamó para que le ayudara a poner la mesa. Hice todo de mala gana y cuando ya no tenía ningún deber pendiente, cuando los platos estuvieron lavados, las tareas hechas, el cabello de Nena peinado, mi uniforme planchado, José y Monona dormidos, me precipité a mi cama para seguir leyendo, de pronto el libro me pareció muy corto. Quería avanzar y a la vez no quería que se terminara. Y un día se terminó y me quedé como abandonada, sola sin los personajes de Dostoievsky a los que me había acostumbrado, como si fuesen personas de carne y hueso. Corrí al estante que nos servía de biblioteca para ver si no había otro libro de Dostoievsky, pero no... Encontré otro libro de otro escritor ruso, León Tolstoi, pero su título La guerra y la paz, me hizo pensar en los militares y obviamente en las guerras, algo que detestaba. En esas estaba cuando vi entrar a Coqui en puntas de pies, con un paquete bajo el brazo. Antes de que le preguntara por lo que traía me hizo señas para que no hiciera ningún alboroto. Lo seguí hasta el cuarto que compartía con el Negro y José. En el paquete había un montón de cómics: Tarzán, Supermán, Zorro, La pequeña Lulú, Charlie Brown y otros más. Me dijo que se los había prestado su amigo Javier. Oímos pasos afuera y enseguida metimos todo debajo de una cama. Si papá se enteraba nos los confiscaría, pues decía que los cómics no eran sino una perdedera de tiempo. Pero a nosotros nos encantaban y el hecho de leerlos a escondidas los hacían más divertidos.
Cómo envidiaba a Cirilo, bueno, no se llama Cirilo, pero así lo bautizó la tía Albita una vez que vino a visitarnos. Había dicho al verlo:
—Aquel tiene cara de Cirilo
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Cómo son los que se llaman Cirilo?
—¡Pues como este! —me había respondido muerta de risa.
El caso es que “Cirilo” había puesto un negocio de alquiler de historietas. Había llenado las paredes de cuerdas y allí había colgado los cientos de tiras cómicas que alquilaba. Uno pasaba frente a su negocio y veía a un montón de muchachitos sentados en los bancos, lee que lee y a Cirilo estirado cuan largo era en un banco, leyendo también. A mí me pareció que era el trabajo más maravilloso del planeta.
José, que ya empezaba a leer, adoraba hojear los cómics de cowboys. Coqui y el Negro empezaron a llamarlo “El llanero solitario” cuando lo veían trepado en el palo de la escoba, con su sombrero negro y sus pistolas de juguete al cinto. José se ponía furioso y les “disparaba” mientras les sacaba la lengua.
NUNCA HE QUERIDO esta casa. Me parece un sitio sin alma, me parece fría y por la noche si uno va a la cocina se encuentra con un ejército de cucarachas. Son los bichos que más detesto, y aún más desde que papá me dijo que los inmundos bichos sobrevivirían a la explosión de la bomba atómica, que según me explicó, es lo más potente que existe. Para consolarme un poco, papá me dijo que en Hiroshima, una ciudad de Japón destruida por la primera bomba atómica que se lanzó, había un árbol que la bomba no había logrado destruir; el árbol más viejo del mundo, al que no afecta ninguna plaga, ninguna enfermedad y que además en otoño parece de oro, es originario de China y se llama el Ginkgo Biloba. Pero no hay en nuestro país; existe en China y hay algunos en Europa. Supongo que el Ginkgo es un árbol inmortal.
A mí me parece que papá es un pozo de saber. En general los dentistas solo saben de dientes, los médicos de enfermedades, los abogados de leyes, los panaderos de pan y así sucesivamente... pero papá lee cuanta cosa llega a sus manos. Sabe sobre todo acerca de las guerras mundiales y el holocausto de los judíos. Holocausto me pareció una palabra tan impresionante, tan gigantesca, que luego de oír la explicación de papá fui a mirar en el diccionario para confirmar lo que me había dicho. Y ¿por qué será que en la vida hay cosas que parecen mágicas? Un enamorado de Tatá (ya tiene varios que suspiran por ella) le regaló un libro que se llama Éxodo, una novela sobre los judíos. Tatá empezó a leerlo y apenas si me dejaba hojearlo cuando estaba en la mesita de noche. Me sentía impaciente por leerlo, pero ella no lo soltaba. Por fin un día lo terminó y me lo pasó. Lo leí de un tirón; lloré a mares y odié a los