Título original: Le maître de la lumière

© César Aira, de la traducción

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-26-4

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Renard, Maurice

El señor de la luz. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-26-4

1. Narrativa Francesa. I. Título

CDD 843

Cubierta El señor de la luz
Portada El señor de la luz

XX

TODA LA LUZ

EL DEPARTAMENTO DE LA AVENIDA HOCHE ERA PALACIEGO. El banquero Ortofieri se levantó de un admirable sillón y, a través de la inmensa mesa Luis XV de su gigantesco gabinete de trabajo, tendió la mano hacia el viejo manuscrito que le daba Charles Christiani. El joven decía:

—Para terminar, señor, he aquí la confesión de ese miserable. Atacado por el remordimiento, la redactó en su vejez, aunque sin tener el valor de entregarse. Este cuaderno, si estuviera aislado, podría no ser considerado como la prueba absoluta de la verdad. Todo escrito puede falsificarse. Pero si unimos este testimonio al que obtuve yo de modo tan curioso, y del que acabo de hablarle, estamos en presencia de un haz de pruebas rigurosamente separadas unas de las otras y cuyo conjunto es cien por ciento decisivo. Ya no hay la menor duda. Léalo.

—Pienso —dijo el banquero con una encantadora cortesía— que conviene perder la menor cantidad de tiempo posible. Hace más de un siglo que un lamentable error separa a nuestras dos familias. Ahora que el error se ha disipado, cada minuto que prolonga esta separación consagra una negación de justicia, y somos responsables de ella. ¿No podría, señor, resumirme en pocas palabras el contenido de esta memoria? Todo lo que me ha contado de las reconstituciones obtenidas por la luminita y hasta ese delicioso episodio del loro, me ha preparado para comprender lo que tenga a bien contarme, así sea brevemente, y de lo que espero, ¿debo confesarlo?, el esclarecimiento de un supremo enigma.

Charles, feliz de la acogida que recibía, asombrado de haber pacificado al “oso” que le habían pintado, sospechaba que una tercera influencia había preparado su visita al padre de Rita. La señora Le Tourneur había sido informada por teléfono de los hechos de la mañana, y no era difícil imaginar qué hada había cambiado al “oso” en un caballero la mar de amable. Fue entonces con fuego y coloreando su relato con todo el brillo de su entusiasmo, como se volvió, por unos minutos, el biógrafo de Jean Cartoux.

—Esta mañana —dijo—, mi hermana, mi cuñado y yo hicimos inducciones respecto de este policía, que me enorgullezco de decir que se verificaron a la lectura del manuscrito que usted tiene en sus manos. Jean Cartoux fue, como lo habíamos presumido, marinero a bordo de la Finette. Más exactamente: gaviero. La severidad de César, sin duda justificada, lo hirió y lo llenó de un resentimiento que le hizo abandonar el mar. Ahora verá cómo se transformó de marinero en policía, después de haberle disparado a las barricadas durante las Tres Gloriosas.

”A fines del año 1830 el prefecto de policía, llamado Baude, tomó la resolución de purgar a París de una cantidad de gente sin profesión que inundaba a la capital desde la revolución de Julio. Para llevar a cabo las razzias necesarias, reclutó hombres capaces de darle fuerza de choque a la policía corriente. Fieschi fue uno de los que ingresaron entonces. Cartoux también.

—¡Ah! —dijo el banquero—. Ya lo tenemos.

—Ilusión —dijo Charles—. No lo tenemos. Escuche la continuación. Mientras Fieschi desaparecía de los registros del señor Baude y era nombrado, por recomendación de este, vigilante de la empresa de rectificación del curso del río Bièvre, Jean Cartoux, por el contrario, tras dar prueba de las cualidades requeridas, pasaba de provisorio a definitivo y ocupaba un lugar entre los treinta y dos agentes del servicio de la Sûreté.

”De modo que era inspector de la Sûreté en el momento en que Fieschi preparaba su atentado.

”Usted recordará, señor, que cierto cómplice de Fieschi, el llamado Boireau, había hablado imprudentemente, la víspera del hecho. La policía tenía la siguiente información: habrá un atentado durante el desfile, a la altura del Ambigu.

”Ahora bien, si el prefecto, que era entonces Gisquet, hubiera estado mejor servido; si uno de sus inspectores no hubiera guardado para sí una indicación que este hombre captó por azar, Gisquet habría sabido, primero, que el Ambigu en cuestión no era el nuevo Ambigu sino el viejo; segundo, que el autor eventual del atentado era un corso.

”El inspector del que se trata era Jean Cartoux.

”Sabía, desde hacía mucho tiempo, que César Christiani vivía en el 53 del boulevard du Temple. El viejo odio le hacía tener vigilado a su ex capitán, el corsario que tantas veces lo había tenido en la mazmorra, con grillos en los pies, y del que conservaba un recuerdo imborrable en la espalda, en las marcas del látigo. Sospechaba de él todos los defectos, todos los complots, esperaba ansiosamente que se presentara alguna ocasión de dañarlo, o en lo posible de perderlo.

”César Christiani era corso.

”El 53 del boulevard du Temple se encontraba a la altura del viejo Ambigu.

”Entonces, el hombre al que se refería la denuncia era César Christiani.

”Todo el mundo temía un atentado legitimista. Jean Cartoux estaba convencido de que se trataba de un atentado imperialista. Pues estaba seguro de que el conspirador se llamaba César Christiani, y sabía bien que César Christiani no podía ser sino bonapartista. Por sorprendente que resultara, el viejo servidor de Napoleón debía mantener relaciones secretas con el sobrino del gran emperador, ese joven Louis-Napoleón sobre el que corrían rumores dudosos de ambición… En fin, estaba seguro de que sin nombrarlo habían denunciado a César, puesto que en el lugar indicado no había otro corso que él y ese Fieschi del que Jean Cartoux no podía sospechar pues lo había conocido siendo policía como él, haciendo bien su servicio, pacífico, humano y luego provisto de un empleo oficial por recomendación del mismo prefecto Baude. Es cierto que Fieschi vivía bajo un nombre falso: Gérard. Pero en Jean Cartoux el rencor era de tal virulencia, tan fuerte era en él la idea preconcebida, la certidumbre de no equivocarse, el enceguecimiento de obtener al mismo tiempo la venganza y la fortuna, que no le dio importancia alguna al cambio de nombre de Fieschi.

”Digo bien: la fortuna.

”Pues Jean Cartoux había decidido ser el héroe que él solo salvaría al Rey. Lo que sabía no se lo diría a nadie, de modo de reservarse para sí todo el honor de la acción. Se haría designar para la vigilancia del barrio de César. En el instante en que pasara el Rey penetraría en casa de su enemigo con una llave falsa, y haría justicia en el momento mismo en que el regicida se preparaba para cometer su crimen. Nada más fácil que no hablar de la denuncia y poner su hazaña a la cuenta de una intuición providencial. Y entonces vendría la fama, el ascenso, el agradecimiento de Sus Majestades.

”Lamentablemente, así como la policía se había equivocado respecto del Ambigu, Jean Cartoux se equivocó de corso. En lugar de ir por Fieschi, entró en casa de Christiani, lo mató, e inmediatamente comprendió su error, al ver lo que pasaba en el boulevard, el efecto terrorífico de la máquina infernal y la nube de humo que, casi enfrente, escapaba de la ventana de su ex colega. El telescopio en la ventana de César no era un arma disfrazada como él había creído: ese largo tubo de cobre no ocultaba un caño de fusil ni nada que se le pareciera. Amarga decepción. Y súbito terror. Jean Cartoux acababa de asesinar a un hombre. Su crimen no tenía excusa alguna. Para colmo, había abandonado su puesto en el momento de un atentado sin precedentes. ¿Qué sucedería si lo encontraban aquí, junto a su víctima y habiendo descuidado su deber? Si lo detenían, estaba perdido; quizás entonces se enterarían de que él había sabido y ocultado la verdad respecto del Ambigu, respecto de un corso…

”Huyó. El desorden que reinaba en el boulevard fue su cómplice. Nadie le prestó atención. Todo el resto del día desplegó, en los arrestos, un celo particular, que contribuyó para hacerle acordar, esa noche, el franco que solicitaba.

”Ese franco, como lo supusimos, no tenía más que una finalidad: ahorrarle la visión de su víctima y del escenario de su crimen. Lo que había hecho lo llenaba de espanto. La idea de volver a ver el cadáver le era intolerable.

”Mientras tanto, encarcelaban a su antepasado, el señor Fabius Ortofieri. Fue entonces cuando Jean Cartoux cometió su segundo crimen, al jurar que lo reconocía.

—¡Y yo iba a entregarle mi hija al descendiente de ese canalla! —dijo Ortofieri esbozando un rictus de conmiseración.

Tomó el manuscrito y lo arrojó sobre la mesa, con desdeñosa piedad.

—Ahora querría presentarle a mi mujer —prosiguió—. Y, mm… mmm… a mi hija también… supongo que estarán en casa…

Charles, muy apurado, respondió:

—Mi madre estaría feliz, señor, de presentarle sus respetos a la señora Ortofieri. Además querría, en nombre de los Christiani, presentarle nuestras excusas. Se lo debemos al heredero de Fabius Ortofieri.

—Paz a los muertos —dijo el banquero—. Olvidemos esas historias antiguas. Lo esencial es que nunca hubo sangre vertida entre nosotros, ni nada que justificara la sangre. ¡Presentar excusas! ¡Por favor!

—De todos modos —dijo Charles—, mi madre desearía mucho…

—Venga, señor Christiani.

“¿Por qué se ríe?”, se preguntó Charles, obedeciendo a la cordial presión que lo dirigía hacia una puerta, al fondo del vasto y fastuoso gabinete.

No tardaría en saberlo.

—Querida —dijo el banquero abriendo esa puerta—, permíteme presentarte al señor Charles Christiani, el distinguido historiador.

El distinguido historiador se había detenido bruscamente.

En medio del salón, alrededor de una mesa de té, se agrupaban varios personajes bien conocidos, los rostros vueltos hacia la puerta y momentáneamente inmóviles a causa de la aparición de Charles, que los tenía como suspendidos en sus gestos y sus sonrisas. Esta momentánea inmovilidad tenía algo de una escena de sueño, y de museo de cera. Charles pensó inmediatamente en ese Curtius que había montado antaño, bajo el reinado de Louis-Philippe, un establecimiento de ese tipo, en el 54 del boulevard du Temple, frente a la casa de César. Estuvo a punto de preguntarse si estos seres que descubría de pronto no eran estatuas insensibles y no las verdaderas señoras Ortofieri, Christiani nacida Bernardi, la prima Drouet flanqueada por la sombra de Mélanie, Bertrand y su nariz, Colomba la morena, Geneviève Le Tourneur tan rubia y tan lánguida, y, en fin, la incomparable Rita. Siendo así, habría podido sorprenderse de no ver entre ellos a los simulacros del señor de la luz, su famoso tatarabuelo, de Fabius, el acusado invisible, de la bonita Henriette Delille, del señor Tripe, el hombre del bastón, y del siniestro Jean Cartoux…

Pero ahí no había —al menos en el centro del salón— más que gente de 1930, viviente y muy simpática. Charles, que por lo demás no había dudado ni por un instante de la realidad de la escena, lo confirmó cuando todo ese mundo afectuoso retomó el movimiento, cuando la señora Ortofieri se puso en marcha hacia él, tendiéndole las manos… y fue superada por el impulso irresistible de esa pequeña divinidad rápida, loca de alegría y emoción, que corría hacia él como transportada por los céfiros del dios Amor: Rita, el hada diligente que, en combinación con Colomba, había planificado esta reunión.

¡Esa niña! La movía la pasión. Era, como se dice, más fuerte que ella. Y Charles, sin poder pronunciar una palabra, la recibió contra su pecho donde ella se desplomó llorando de felicidad. Lo apretaba con tanta fuerza que lo sofocaba.

—¡Rita! —la reprendió sin convicción la señora Ortofieri, que hacía loables esfuerzos por contener las lágrimas.

Pero aunque todos los padres del mundo se lo hubieran prohibido, no podrían haber impedido que Charles y Rita unieran sus labios. Se habrían besado bajo el fuego de cien mil miradas, frente a la humanidad entera, presente, futura y pasada.

A medias riendo, a medias llorando, Charles, para tratar de restaurar la normalidad, le dijo a Bertrand:

—¡Qué pena que no hayamos pensado en la luminita! Ya es de la familia. Y habría sido la ocasión ideal para registrarla con una placa.

—¿Por quién me tomas? —fingió indignarse Bertrand Valois—. ¿Acaso un dramaturgo podía perderse este desenlace? ¡Mira!

Charles se volvió.

La placa llamada “secundaria” estaba ahí, colgada de la pared. Vidrio prodigioso, había absorbido silenciosamente la luz de toda la escena. Ahora, guardaría durante muchos, muchos años, la imagen del primer beso de Charles y de Rita, la imagen de la tierna reconciliación de los Christiani y los Ortofieri. Y como Bertrand, hábil director de escena, la había “hojeado” convenientemente, esta placa mostraba, como en la ventana del pasado, al viejo corsario César Christiani que, la pipa en la boca, acariciaba sobre el hombro al loro amarillo y verde y sonreía con dulzura a estos jóvenes amores.

I

LA AVENTURA TIERNA Y NOVELESCA

ESTA HISTORIA EXTRAORDINARIA comienza del modo más corriente.

A fines del mes de septiembre de 1929 el joven historiador Charles Christiani resolvió pasar unos días en La Rochelle. Especializado en el estudio de la Restauración y el reinado de Louis-Philippe, había publicado ya en esa época un libro muy celebrado sobre Los Cuatro Sargentos de La Rochelle; preparaba otro sobre el mismo tema y consideraba necesario volver al lugar para consultar ciertos documentos.

No nos pareció de especial interés investigar por qué la familia Christiani había vuelto ya a París, a su domicilio de la rue de Tournon, en una época del año en que los felices del mundo permanecen todavía en los baños de mar o en el campo o viajando. El clima de otoño se adelantaba, y tal fue, creemos, la única razón de ese regreso un tanto prematuro. Pues la señora Christiani, su hija y su hijo no carecían de medios para llevar la existencia más regalada, y disponían de propiedades rurales en las que se disfruta un descanso con alternativas sociales más o menos intensas, a gusto. En efecto, dos bellas residencias familiares se ofrecían a su elección: el viejo castillo de Silaz, en la Saboya, que descartaban por completo, y una agradable casa de campo situada cerca de Meaux; era en esta última donde habían pasado todo el verano.

En el momento en que estamos, el noble y espacioso departamento de la rue de Tournon albergaba a los tres miembros de la familia, estrechamente unidos: la señora Louise Christiani, nacida Bernardi, de cincuenta años, viuda de Adrien Christiani, muerto por Francia en 1915; su hijo Charles, de veintiséis años; y Colomba, su hija, de menos de veinte años, encantadora jovencita a la que debemos la suma de un cuarto personaje: Bertrand Valois, el benjamín de nuestros autores dramáticos, y el más feliz novio sobre el globo terrestre.

Es preciso notar que la señora Christiani trató —sin insistir, por lo demás— de que su hijo postergara su partida hacia La Rochelle. Había recibido, esa misma mañana, una carta que le parecía ordenar una estada de Charles en la Saboya, en ese castillo de Silaz al que ninguno de ellos iba nunca salvo para gestionar cuestiones de arrendamientos y reparaciones. La carta provenía de un antiguo y devoto administrador, el buen Claude (pronúnciese “Glaude” si se quiere respetar el uso local). Hablaba de diversos asuntos relativos a la gestión de la propiedad, diciendo que la presencia del señor Charles sería muy conveniente al respecto y que, además, deseaba tenerlo presente por otro motivo que no quería exponer, porque “la señora se burlaría de él, y sin embargo estaban pasando en Silaz cosas que lo perturbaban, a él y a la vieja Péronne; cosas extraordinarias de las que era absolutamente necesario ocuparse”.

—Suena preocupado —dijo la señora Christiani—. Quizás sería mejor que fueras antes a Silaz, Charles.

—No, mamá. Conoces a Claude y a Péronne. Son esa clase de viejos solterones, venerables pero primitivos y supersticiosos. Apuesto a que se trata una vez más de una historia de fantasmas, de servant, como dicen ellos. Créeme, eso puede esperar, te lo aseguro. Y como ya previne de mi llegada al bibliotecario de La Rochelle, no tengo intención de darle contraorden en honor de estos excelentes pero ignorantes ancianos. En cuanto a los asuntos, a los verdaderos asuntos, no hay prisa, eso es evidente.

—Como te parezca, hijo. Te dejo en libertad. ¿Cuánto tiempo estarás en La Rochelle?

—En La Rochelle misma, dos días. Pero tengo la intención de volver haciendo un pequeño rodeo por la isla de Oléron, que no conozco. Acabo de saber, por boca del portero, que Luc de Certeuil se encuentra allí. Disputa un torneo de tenis en Saint-Trojan; es una buena ocasión para mí…

—Luc de Certeuil… —pronunció la señora Christiani sin el menor entusiasmo, y hasta con una marcada reprobación.

—Oh, puedes estar tranquila, mamá. No siento una amistad excesiva por él. Pero en fin, no exageremos. Es como tantos otros, ni mejor ni peor; me gustará encontrar a un conocido en esa isla desconocida para mí; y sé que él estará muy contento de mi visita.

—¡Ya lo creo! —murmuró la señora Christiani con una chispa de irritación en sus ojos negros.

Y con un gesto que revelaba su descontento se alisó el cabello, de tan negro casi azul, que encuadraba su rostro oliváceo de mediterránea. Luc de Certeuil le era antipático. Ocupaba en el mismo edificio un departamento de tres piezas, sobre el patio; Charles, poco mundano, jamás lo habría conocido sin mediar esta vecindad, que el otro había aprovechado para entrar en relación. Era un hombre apuesto, sin escrúpulos, amante de los deportes y los bailes. Gustaba a las mujeres, a pesar de su mirada esquiva. La señora Christiani lo había mantenido a distancia hasta ver comprometida para casarse a su hija Colomba; era una dama desconfiada y resuelta.

—En fin —dijo—, ¿podrás estar en Silaz dentro de una semana?

—Con seguridad…

—Bien. Le escribiré a Claude.

Esta conversación tenía lugar un lunes.

El jueves siguiente, a las dos de la tarde, Charles Christiani, acompañado del bibliotecario que le había facilitado sus investigaciones, llegaba al puerto de La Rochelle y buscaba con la vista el vapor Boyardville, que partía con destino a la isla de Oléron.

Su acompañante, el señor Palanque, conservador de la biblioteca municipal, le indicó la embarcación: un steamer de dimensiones más imponentes de lo que Charles habría supuesto. Amarrado junto al muelle, lo animaba esa efervescencia humana que precede siempre a las partidas, por breve que sea el viaje. Las grúas de carga, con ruido de cadenas, bajaban mercaderías a las calas a través de paneles abiertos. Por la pasarela subían los viajeros.

Desde hacía muchos años el Boyardville realizaba cotidianamente el viaje de ida y vuelta de La Rochelle a Boyardville (esta última ciudad en la isla de Oléron), con escala en la isla de Aix cuando el estado del mar lo permitía, es decir casi siempre. El horario de partida variaba según las mareas. La duración del viaje era de alrededor de dos horas; a veces algo más.

El señor Palanque acompañó a cubierta al joven historiador, que depositó su maleta contra el tabique del salón de primera clase y se aseguró uno de esos sillones plegables llamados “transatlánticos”.

El tiempo, sin ser espléndido, no dejaba nada que desear. Si bien el cielo no estaba del todo despejado, el sol brillaba con fuerza suficiente para proyectar sombras y bañar en una luz cálida el incomparable cuadro del puerto de La Rochelle con sus viejas murallas y sus torres históricas.

—En Boyardville —le decía el señor Palanque— encontrará fácilmente un auto que lo lleve, en menos de media hora, a Saint-Trojan. Además, por ser verano, es probable que haya un ómnibus que haga el servicio.

—Debería haberle avisado de mi llegada al amigo al que voy a ver, que no se mueve si no es en auto (¡y a una velocidad de vértigo, por lo demás!), pero se habría sentido obligado a ir a buscarme a Boyardville, y no quiero molestar a nadie.

El señor Palanque, que miraba a Charles Christiani con aire plácido, sorprendió en el rostro del joven un brusco cambio: hubo un movimiento muy breve, inmediatamente reprimido, y, en la mirada, el relámpago que produce la atención al despertarse de súbito. Sin pensarlo, el señor Palanque siguió la dirección de la mirada del joven, que debía de haber sido atraída por alguna particularidad imprevista y, sin duda, interesante. Y descubrió el objeto de su intensa curiosidad.

Dos mujeres jóvenes, discretas en su perfecta elegancia, ponían un pie en cubierta saliendo de la pasarela.

¿Dos mujeres jóvenes? Un instante de atención modificaba ese primer juicio. La rubia, sí, era una mujer joven. Pero la morena no podía ser sino una adolescente; llevaba las señales exquisitas en el resplandor juvenil de su belleza.

—Vaya, qué adorables compañeras de viaje —dijo el buen señor Palanque con aire de felicitar al feliz pasajero.

—¡Por cierto! —murmuró Charles—. ¿Son rochelesas? ¿Las conoce?

—No tengo el honor, y lo lamento. Es la primera vez que tengo la fortuna de verlas.

—Es encantadora, ¿no le parece?

—¿Cuál? —preguntó el señor Palanque con una sonrisa.

—¡Oh! —dijo Charles en tono de reproche—, la morena, por supuesto.

Un portador, cargado con maletas livianas, seguía a las dos viajeras. Por indicación de ellas depositó el equipaje no lejos de la maleta de Charles Christiani.

La sirena del Boyardville sopló tres veces, en un chorro de vapor blanco. En instantes se soltarían las amarras.

—Lo dejo —exclamó con precipitación el señor Palanque—. Buena estada en Oléron y buen regreso a París.

Minutos después el Boyardville, saliendo del puerto de La Rochelle, dejaba tras de sí el célebre escenario de torreones y farolillos y ponía proa al sur.

Las dos mujeres se habían instalado en sus sillones de cubierta. Charles, para estar muy cerca de ellas, no tuvo más que sentarse en el que había reservado. No había un pasaje muy numeroso. En una especie de hueco que formaba la pared de la cabina, los tres pasajeros de primera se encontraban relativamente aislados.

Charles escuchaba la charla de sus vecinas. Hablaban libremente, por lo que no era necesario aguzar el oído para oírlas. La joven rubia, de un rubio muy pálido, era la que más hablaba. Su voz débil y lánguida era infatigable. A Charles lo ponían nervioso esas inflexiones blandas. En cuanto a la jovencita morena, se limitaba a responder con sobriedad, y solo cuando se lo hacía necesario una pregunta de tipo “¿no te parece?” o “¿Tú qué dices, Rita?”, que la obligaban a responder bajo pena de descortesía. Entonces lo hacía con calma, con una voz grave y profunda, musical.

De modo que se llamaba Rita. Y su amiga: Geneviève. Por el momento no había forma de saber sus apellidos; pero por como hablaban de La Rochelle, a Charles le fue fácil comprender que acababan de pasar allí cuarenta y ocho horas, con el solo propósito de conocer la ciudad. Después, algunas frases le revelaron que tras esta excursión instructiva volvían a Oléron donde veraneaban desde hacía algún tiempo ya. Se habló de partidos de tenis. La palabra “Saint-Trojan” se mencionó más de una vez: era ahí adonde volvían, ahí donde se alojaban. Se habló, del lado rubio, de “mi tío, mis primos, mi hermano”; del lado moreno, de “mi madre, mis padres”. Se oyeron nombres, conocidos, y entre otros este: Luc de Certeuil.

Especialmente satisfecho, como siempre que un hombre constata en su favor la connivencia del azar, Charles Christiani pensó en presentarse de inmediato. Le pareció decente, sin embargo, esperar un poco, a que se diera una ocasión cualquiera, que no faltaría, para darle un pretexto. Y en todo caso se las arreglaría para crear ese pretexto.

Pero el azar siguió favoreciéndolo, tanto que el joven concibió la maravillada certeza de una mano providencial que dirigía los hechos en bien de sus deseos y de su felicidad.

La conversación de la señorita Geneviève X y de la señorita Rita Z languidecía. Agotado el primer impulso, las frases se espaciaban, tanto más cuanto que Rita no había hecho nada por fomentar la charla. El gran barco mecía su masa sobre un mar tranquilo. Una linda brisa vivificante corría en el aire. La joven tomó un bolso, sacó un libro y lo abrió diciendo:

—Debo terminarlo.

Pues bien: ese libro no era otro que la última obra de Charles Christiani, Los Cuatro Sargentos de La Rochelle, ese relato corto y denso que había compuesto por pedido de un editor y que constituía, evidentemente, una excelente lectura breve para uso de turistas.

Vio, encantado, que la bella desconocida se absorbía en la lectura de su obra y devoraba las páginas que le faltaban para terminarlo. Para él era una alegría profunda y de una calidad infrecuente. Rita, esta misteriosa Rita, ignoraba que él estuviera ahí, muy cerca, y le daba el premio de una admiración indudablemente sincera, ella que lo había subyugado a primera vista y a quién él ya colocaba la primera entre todas las mujeres de la Tierra.

Pero Rita cerró el volumen y, llevándolo maquinalmente a la mejilla, quedó pensativa.

—¿Lo terminaste? —preguntó Geneviève—. ¿Siguió atrapándote?

La voz grave precisó:

—Está realmente muy, muy bien.

Charles comprendió que, si quería intervenir, había llegado el momento. Ya el elogio que Rita le había concedido le hacía la situación un tanto incómoda para él, para ella y para Geneviève, que había revelado el “atrapamiento” de la lectora. Dejar que las jóvenes siguieran adelante por el camino del elogio habría sido comprometer el resto de la aventura. Su delicadeza, por lo demás, protestaba. Se levantó y, sacándose el sombrero, dijo con una cortesía mezclada de torpeza:

—Perdóneme, señora, y usted también, señorita, pero acabo de sorprender, involuntariamente, coincidencias que me encantan: en primer lugar, que ustedes van donde voy yo, a Saint-Trojan; que tenemos un amigo común, Luc de Certeuil. Y para colmo, señorita, el libro del que acaba de terminar la lectura es de un autor al que me siento muy cercano.

”Así que permítanme presentarme: Charles Christiani.

Como había previsto y temido, su intrusión causó una grave confusión. Habían comenzado mirándolo con ojos sorprendidos; luego, a medida que se explicaba, sus mejillas se habían coloreado violentamente; y ahora podía verlas frente a él, rojas como dos rosas rojas y sus jóvenes pechos palpitando fuerte.

—Señor —dijo Rita—, estoy encantada…

Charles volvió a hablar de inmediato. Se hacía cargo del silencio incómodo en que, sin su palabra, habrían quedado las dos mujeres. Además, se le había ocurrido una idea, una idea que le conseguiría el nombre de su adorable adoradora…

—Sería para mí un verdadero placer dedicarle este pequeño volumen, ya que no le ha disgustado. ¿Me autoriza a hacerlo?

Rita, con una sonrisa, inclinó la cabeza:

—Me sentiría muy honrada, señor, pero este libro no me pertenece. Es de mi amiga aquí presente: la señora Le Tourneur, que se sentirá seguramente muy feliz de tener su dedicatoria.

El autor de Los Cuatro Sargentos se inclinó, obligando a su sonrisa a permanecer en su boca, si bien ya no sentía tanto deseo de sonreír. Pues la señora Le Tourneur, en lugar de obsequiarle de inmediato el volumen a Rita, guardaba un silencio exasperante.

—Entonces tendré el gusto de enviarle un ejemplar —dijo volviéndose a la joven.

Pero cuando ya estaba a punto de pedirle, con ese fin, su nombre y su dirección, se detuvo, pues el tono brusco del procedimiento le impedía emplearlo, en detrimento de todas las reglas del saber vivir, que se observaba aún, gracias a Dios, en su familia y en su medio.

Escribió, en la página del título, unas líneas de galantería clásica, encima del nombre de Geneviève Le Tourneur. Tras lo cual esta, encantada, leyó la dedicatoria, se la dio a leer a Rita, y al fin devolvió el libro a la bolsa de la que había salido y cuyo cuero rojizo tenía marcadas las iniciales G.L.T. Los otros bolsos y maletas no tenían marca alguna.

“No tengo perdón verdaderamente, por mostrarme tan poco en los salones —pensaba Charles—. Es absolutamente idiota. Si lo hiciera, haría tiempo que la conocería. ¡Pero qué importa! Es exquisita; me admira un poco; indudablemente es de excelente familia… ¡Y el clima es bueno! ¡Dios, qué hermoso día!”.

Era, como puede verse, el “amor a primera vista” en toda su magnificencia. Pero esta vez, al revés de los casos más comunes, todo parecía probar que el sentimiento había nacido en los dos seres al mismo tiempo, y sus fuegos se habían cruzado abrasándolos simultáneamente, en una conmoción violenta, inesperada y deliciosa. Algo que no pasa todos los días.

La pobre de Geneviève Le Tourneur, que había asumido la responsabilidad de acompañar a Rita, percibió de inmediato lo que sucedía. Y lo dejó ver con su agitación, con el movimiento de sus dedos que parecían tocar un piano imaginario, y con la expresión desconcertada de su rostro.

Pero Rita no notaba nada, o se reía de todo. Geneviève parecía haber dejado de existir para ella, que se abandonaba a los goces de un diálogo admirablemente banal, pero en el que se complacían, ella y Charles, en oírse. Charles no podía dudar de los sentimientos de Rita; a decir verdad, en el estado en que se encontraba su corazón, no habría dudado aun si esos sentimientos no hubieran sido los que él deseaba que fueran.

Geneviève, por ser mujer y espectadora desapasionada, no se equivocaba. Así era como daba, aunque vanamente, sus testimonios de inquietud y de reprobación. Cansada, terminó por levantarse y lanzándole a Rita una mirada cargada de advertencias, se alejó con paso lento.

Pero volvió casi de inmediato, para decir:

—Llegamos a la isla de Aix.

Parecía feliz de romper la intimidad de la dulce charla, a la que los griegos le habrían dado el nombre cantarín de “oaristys”.

Charles y Rita parecieron despertarse.

—¿Ya? —exclamaron al unísono.

El barco giraba. Apareció ante ellos la isla de Aix. Entonces circuló un marinero entre los grupos de pasajeros, anunciando que por excepción la escala sería de media hora y no de unos pocos minutos, a causa de un desembarco de mercaderías más importante de lo común. Los turistas que desearan bajar a tierra estaban autorizados a hacerlo.

—Conozco la isla de Aix —dijo Rita—. La visité el año pasado con mis padres. Pero volvería a verla con gusto.

—Yo no la conozco —dijo Geneviève—, ¿pero te parece que en media hora tengamos tiempo…?

—Es muy pequeña. Podemos muy bien apreciar el aspecto general. El señor Christiani tampoco vino nunca… ¿Quiere bajar con nosotras, señor?

—¡A sus órdenes! —aceptó alegremente el interpelado.

Admiraba la decisión de Rita, el ardor contenido que emanaba de su esbelta persona, el fuego oscuro de sus pupilas y, cuando lo miraba bien de frente, todo lo que revelaban sus ojos de franqueza, de voluntad y a veces, la sombra enigmática de un pensamiento profundo, consciente de los actos, de su importancia y de sus consecuencias. Esta niña era “alguien”. Una fuerza. Una inteligencia, una energía. Una verdadera mujer, sobre todo, hacia la cual él se sentía atraído por mil influencias, hasta en el espíritu aventurero, hasta en el misterio femenino que adivinaba en ella. Y todavía había algo más que actuaba para atraerlo hacia tanta gracia y belleza: la sorda convicción —¡quizás ilusoria!— de que los dos provenían, no se sabe cómo, del mismo país del sentimiento; que un mismo clima regulaba sus temperamentos y que, al hablar el mismo idioma, sus corazones tenían una patria común en la Europa del amor.

—¡Vamos! —dijo Rita.

El Boyardville se sacudía, hacia adelante, hacia atrás, silbatos, chirridos de cadenas. Echaban amarras. Se había reunido un nutrido grupo de pasajeros en el centro de la cubierta, dispuestos a desembarcar.

Podían contemplar los muros de las fortificaciones y más arriba, frente a la caseta del semáforo, dos torres gemelas, de un blanco crudo: una coronada por una cúpula, la otra con una pantalla de vidrio rojo.

La pasarela unió el vapor con el borde del malecón.

—¡Vamos, rápido! —dijo Rita—. Atravesaremos la aldea y echaremos un vistazo a los campos…

Apuraron el paso y no tardaron en dejar atrás al grueso de los turistas.

Puentes levadizos desiertos. Garitas sin soldados. Una plaza de armas sombreada por follajes verdes, en su cuadro de césped y canteros geométricos. Al extremo: una aldea pálida y silenciosa, donde se respira un aire que no es el de hoy.

Geneviève dijo, dirigiéndose a Charles:

—¿Fue de aquí, no es cierto, de donde partió Napoleón para Santa Elena?

El joven historiador precisó en pocas palabras ese capítulo trágico de la epopeya imperial. Lo hizo brevemente, preocupado por no hacer ninguna exhibición de su saber. El tema, sin embargo, le interesaba a título personal. No es que tuviera el menor deseo de escribir sobre Napoleón. Pero la historia del Emperador estaba ligada a la de su antepasado, el capitán corsario César Christiani, nacido en Ajaccio igual que Napoleón y el mismo día que este, de suerte que “el otro” lo había protegido siempre, en memoria de esa coincidencia que le parecía dictada por los astros.

No habría tiempo de visitar el museo napoleónico instalado en la casa llamada “del Emperador”. Se contentaron con caminar menos rápido al pasar ante la puerta vieja, con sus peldaños gastados y sus modestas columnas, por entre las cuales podría decirse que el hombre de Waterloo salió de Francia para no volver nunca, al menos con vida.

Más puentes levadizos, o mejor dicho puentes que antaño habían sido levadizos… Fosos de agua estancada. Y, frente a los tres visitantes, una pequeña pradera soleada, flanqueada a la derecha por una curva graciosa, al fondo por el bosque, a la izquierda por fortificaciones militares cubiertas de musgo.

Toda la isla, poco más o menos, estaba ahí.

—No vale la pena ir más lejos —declaró Rita—. Nos falta tiempo. Es lamentable, porque al otro lado del bosque se tiene la vista más bonita del paso de Antioche, la isla de Ré, La Rochelle y todo lo demás. Pero no podemos.

—Hay que volver al puerto —decidió Geneviève—. No nos quedan sino trece minutos.

—Sé de un atajo. Por allí, a la izquierda, bordeando la isla, estaremos de regreso en un momento. Y al pasar veremos la playa, que es preciosa. El año pasado nos quedamos tres días aquí, mis padres y yo. ¡Si por mí fuera, me habría quedado semanas! Pero papá se aburría…

—Y seguramente no lo ocultaba —rio la señora Le Tourneur—. ¡Qué oso!

Rita frunció el entrecejo de modo casi imperceptible, y su mirada se oscureció. Caminaba al lado de Charles, codo a codo, en el estrecho sendero amarillento. Pocas mujeres recorrían los caminos de la vida con una marcha tan armoniosa.

Charles, ya sensible a todo lo que sentía la joven, la envolvía en una mirada tan amante como atenta, pero sin osar interrogarla sobre ese padre que era “un oso”.

Ella levantó la cabeza y le sonrió alegremente.

—¡Mire! —dijo—. ¡Allí la tiene: la isla de Oléron!

Habían pasado bajo una bóveda que en ese punto abría el cerco vivo, y se encontraban frente al mar.

En el horizonte, una línea sólida, terminada por el trazo vertical de un faro, separaba del gran cielo luminoso la extensión verde de las olas.

—¿Está segura de que es un atajo? —preguntó Charles consultando su reloj.

—¡Apurémonos! —dijo la señora Le Tourneur.

Rita no había respondido nada. Marchaba adelante por el sendero sinuoso que serpenteaba, no lejos de la costa, entre bloques de piedra, a través de hierbas altas y duras. El camino parecía zigzaguear a placer.

De pronto, detrás de la masa de las colinas más allá de las cuales se percibían las puntas del semáforo y del doble faro, el mugido del Boyardville se hizo oír tres veces. Señal de partida inminente.

—¡Ahí tienes! —se quejó Geneviève—. ¡Yo estaba segura! Ahora estamos preparadas.

Charles suponía que el navío volvería a llamar antes de hacerse a la mar. “¿No era acaso esa la costumbre?”.

Rita proseguía su camino en silencio. Sus compañeros, caminando en fila india, no podían ver su rostro.

Cuando llegaban a la playa, donde varios bañistas se zambullían, el gran vapor apareció, mostrándoles la popa, pues se alejaba y parecía salir del bloque de árboles y rocas que lo habían ocultado hasta entonces.

—Y bien —dijo Charles sin alterarse—. Es el Boyardville.

—¡Oh, Rita! ¡Qué has hecho! —gimió la señora Le Tourneur.

—Estoy desolada, mi pequeña Geneviève…

—Ah —exclamó la mujer, preocupada—. ¿Qué haremos ahora? Tú te ríes, pero es serio…

—Pero si no me río, Geneviève. Solo que ¿qué puedo hacer? Perdimos el barco, es algo que le pasa a todo el mundo.

—Nos esperan en Saint-Trojan. Nos esperan incluso, seguramente, en Boyardville… —reprochó la quejosa damita.

Bajó los párpados ante la mirada de Rita, que seguía sonriendo, pero cuyos ojos acababan de tomar una cierta fijeza. Su dulzura, sin desmentirse, denunciaba una calma tan profunda, tan absoluta, que se volvía dominante.

—¡Y el equipaje! —recriminó Geneviève en tono fatalista.

Charles no decía nada. Lo llenaba una inmensa alegría. Tenía la certeza de que Rita acababa de ejecutar un plan preconcebido. No era de las que se equivocan de ese modo, y sabía con toda claridad lo que quería. ¿Qué había querido en esta ocasión? Pasar veinticuatro horas con él, en el retiro de esta isla de silencio y paz. Pues sabían bien, los tres, que el Boyardville volvería a pasar sólo al día siguiente por la tarde, yendo hacia Oléron. ¿Por qué motivo se había resuelto a ejecutar este subterfugio algo novelesco?

¿Novelesca, ella? Charles vacilaba en creerlo. No, no, si lo había hecho era porque había comprendido que una ocasión tan buena no se volvería a presentar en mucho tiempo y que, una vez de regreso en Saint-Trojan, no se pertenecería a sí misma tanto como hoy, recuperada por las obligaciones de la sociedad, una sociedad curiosa, malévola, chismosa, bajo la autoridad de un padre severo… ¿Querría estudiar a gusto a Charles, mejor de lo que podría haberlo hecho en cualquier otra circunstancia? ¿Había cedido simplemente al deseo de prolongar un encuentro romántico que la presencia de Geneviève autorizaba sin molestar demasiado? ¡Qué importaba! En esa acción, seguramente premeditada, había tanta independencia, puesta de modo tan firme al servicio de una tal inclinación, que Charles, deslumbrado, perdía la cabeza.

Esperó, para hablar, a que se le aflojara la garganta. Ya se habían puesto en marcha y la aldea estuvo de pronto muy cerca de ellos, al otro lado de un promontorio.

—Telegrafiaré a Boyardville y a Saint-Trojan —dijo Rita—. El hotelero de Boyardville guardará nuestro equipaje hasta mañana.

—¿No podría mandar a alguien a buscarnos en un bote a motor? —sugirió Geneviève.

Sin considerar siquiera la propuesta, Rita la tomó del brazo.

—Ven conmigo al correo. Mientras tanto el señor Christiani será tan amable de ocuparse de nuestros cuartos. Hay dos hoteles, uno junto al otro, señor, en la esquina de la Grand Rue y de la plaza de armas. ¿Nos hará el favor?

Charles creyó comprender que ella consideraba oportuno hablar a solas con su amiga. Sin duda quería terminar de convencerla, lo que en presencia de Charles no podía hacerse sino con gestos y miradas notoriamente insuficientes.

Y efectivamente, cuando volvieron a reunirse encontró a la señora Le Tourneur mucho más sonriente, y dispuesta, según parecía, a representar hasta el fin su papel de joven chaperona indulgente. Lo que sucedió después demostró, además, que era muy apta en su función.

Los dos hotelillos de la isla de Aix son mínimos. De los pocos cuartos de que se componen, uno solo estaba libre; pondrían en él una cama suplementaria y las jóvenes pasarían de ese modo una noche soportable. En cuanto a Charles, debería contentarse, en el establecimiento vecino, con un sofá al que se le pondrían sábanas. La estación balnearia no estaba cerrada aún y los habitués de la isla aprovechaban hasta el fin el reposo que encontraban en ella.

La señora Le Tourneur pareció satisfecha con un arreglo que separaba bajo techos distintos el sueño de Rita del de Charles. Tranquilizada en este sentido y conformándose quizás a las instrucciones que acababa de recibir, se declaró un tanto cansada, dispuesta a tenderse en la cama hasta la hora de cenar…

Sus compañeros de infortunio volvieron a partir, al fin solos, y no tardaron en encontrar, no lejos de la aldea, un banco que parecía esperarlos, bajo bellos árboles. Desde allí, entre los terraplenes herbosos de un dispositivo de artillería, se podía ver un trozo de mar en forma de trapecio. La tarde avanzaba. El sol bajaba en un cielo arrebatado, cada vez más rojo… Y más y más, a medida que hablaban, el corazón de Charles se encendía. Y más y más saboreaba el encanto de la maravillosa aventura salpimentada de un misterio que Rita se esforzaba en mantener.

¿Quién era? En el fondo, no tenía importancia, puesto que se gustaban mutuamente, puesto que ella mostraba una educación sin fallas y un espíritu elevado. Así fue como Charles aceptó dócilmente el juego picante del secreto y no hizo nada por violar el incógnito de su compañera.

La atmósfera que se desprendía de semejante acuerdo exhalaba un perfume especial, curioso, divertido: el de las intrigas y los cuentos. Haciendo a un lado otra vez la palabra “novelesco”, que sin embargo volvía a proponérsele con una insistencia significativa, Charles pensó que querían ponerlo a prueba, asegurarse de su conciencia y de sus sentimientos, adquirir la certidumbre de que el amor era desinteresado, por la persona misma, sin ninguna consideración extraña al ser, al alma y al corazón.

¿Sería, por ejemplo, muy pobre? Todo lo desmentía: la ropa que llevaba, las manos encantadoras y puras, la indefinible seguridad que moldea los rasgos a los que ninguna angustia sube nunca para crispar sus líneas serenas.

Entonces, ¿era muy rica? ¿Demasiado rica? ¿Temía que Charles, movido por escrúpulos omnipotentes, retrocediera ante sus millones? ¿Quería, antes, asegurárselo por lazos tan sólidos que nada en el mundo pudiera desatarlos?

En todo lo cual Charles no veía sino más razones para amarla, puesto que todo, fuera cual fuera la causa, le probaba que ella lo amaba.

¡Se amaban! Las pruebas se habían acumulado cuando, al caer la noche, volvían a uno de los hoteles para cenar. ¡Se amaban! Esa cosa prodigiosa, inimaginable, se había producido, brusca como un choque, violenta y aturdidora como una suerte de ataque divinamente mórbido, una especie de voluptuoso transporte al cerebro que, de una manera exquisita, hubiera modificado el régimen de su sangre.

La señora Le Tourneur, sentada junto a la puerta, en la terraza del hotel, los veía volver. Poco faltó para que se sobresaltara ante su aproximación, como si, en la sombra del crepúsculo, ellos trajeran la luz.

Todo el tiempo de la cena, que fue de mariscos y pescado principalmente, experimentó la misma impresión, y se esforzó por disimular la incomodidad de ser la tercera entre dos víctimas tan malheridas por el dios Amor. Pero no pudo ocultar ni esa incomodidad ni la turbación que la invadía a ella misma poco a poco, por estar bañada en esa irradiación trémula de la que los dos jóvenes eran, si así puede decirse, los bienaventurados emisores.

Lo peor, en lo que la concierne, fue que la velada se eternizó. Rita puso una infantil obstinación en prolongarla hasta muy entrada la noche. Charles, que la habría seguido hasta el fin del mundo, sufría con delicia esta fantasía noctámbula. Al fin hubo que ceder a las súplicas de la señora Le Tourneur y, hacia las dos de la mañana, se aceptó la separación.

El día no había terminado de nacer cuando Charles bajaba a la calle.

El silencio pesaba sobre la aldea muerta. No obstante, unos pasos livianos hicieron resonar los peldaños de madera, en las profundidades del otro hotel. Era Rita. Había jurado no perder un minuto de las horas que había conquistado.

Al verla, Charles sintió desvanecerse una duda que la soledad y la lucidez matutina mantenían en él. ¿Qué duda? La siguiente: después de todo, quizás él se había engañado; quizás tomaba sus deseos por realidades; ese barco, quizás Rita no había tenido ningún deseo de perderlo…

La joven no tuvo más que aparecer en el marco de la puerta y todo se volvió simple y favorable.

Se la veía fresca como al salir de un baño en el que no hubiera faltado ninguno de los refinamientos del lujo. Su tez de morena, sin polvos, se sonrosaba en los pómulos como el reflejo de la aurora. Su cabellera oscura y brillante tenía matices azulados. El aire a su alrededor olía a la mañana, en medio de la mañana.

Pero se oyó un ruido de postigos en el piso alto. Con el cabello sobre los ojos hinchados de sueño y los brazos blancos levantados, Geneviève, preocupada, llamaba:

—¡Rita!

—¿Qué pasa? —fue la respuesta que sonó con una tranquila y feliz ironía.

—¡Oh, Dios santo! ¡Estás ahí! Me desperté y no te vi en la cama, y entonces…

Se rieron.

—Vamos, baja, apúrate —le aconsejó Rita—. Tengo una idea. Organizaremos algo. ¡Ya verás!

Púdica, con una mano apartando los rizos rubios y la otra velándose el seno, Geneviève se lamentó, al tiempo que volvía a entrar:

—Sí, ya voy. ¿Se te ocurrió “algo”? ¿Qué será ahora?

No bien bajó tuvo su explicación. Se trataba de ir a almorzar al sitio del que Rita les había hablado la víspera, en el borde del bosque, cara al norte. El día se anunciaba especialmente bueno. El almacén, y la cocina de los albergues, les proveerían de los elementos de una comida conveniente.

Geneviève aceptó, aliviada. Había temido eventualidades más temibles que un picnic.

Los preparativos de la pequeña fiesta les ocuparon toda la mañana. Con lo cual se libraron de una desocupación que siempre debe evitarse. Por liviana que fuera, esta cooperación puso en valor la comunidad de gustos de Charles y Rita, o, al menos, el acuerdo al que llegaban para adoptar las opiniones y predilección del otro.

Consiguieron un asno para transportar las canastas de provisiones. Siguiéndolo bordearon la costa de la bahía con su bella curva. Luego, una breve ascensión los condujo a un bosquecillo, que atravesaron.

Y muy pronto —pues la isla era pequeña— alcanzaron la meta de su expedición. Era, en la salida del bosque y lo alto de una pared rocosa, lo que podría llamarse una terraza verde. El suelo era herboso y blando. Una sombra hospitalaria tamizaba la luz cristalina. El abrigo, aunque forestal, ofrecía un confortable interior y un carácter poético que no se podía definir sino evocando los “boscajes” de las viejas novelas.

Mientras tanto, al pie del farallón, el mar blanqueaba de espumas, y el golfo inmenso subía hasta la mitad del cielo, adornándose con delgadas bandas neblinosas, alcanzadas aquí y allá por los rayos solares, que eran la isla de Ré y la costa de Francia.

Es posible que sea uno de los paisajes más encantadores de la costa del Atlántico.

Rita, que lo recordaba muy bien, tuvo la alegría de saber que Charles también lo recordaría.

El almuerzo no dejó nada que desear, salvo que les pareció corto. La jornada avanzaba. Y Rita, de pronto, se puso melancólica; llegó el momento en que perdió la fuerza de controlar su tristeza creciente.