¡EL CINE DE LA MENTE!
Una película imaginaria se proyecta sobre esa pantalla indefinida, flanqueada, pero nunca confinada, por las columnas de hueso cubierto de carne y el músculo alerta del entrecejo.
La pantalla se enciende y aparece la esquina de una ciudad en ruinas. La esquina es conveniente desde un punto de vista teatral. Es parte de una plaza pequeña, y el espacioso y despejado escenario de adoquines tiene como telón de fondo una fachada recta, enmascarada con prolijidad a ambos lados por lenguas de fuego perpendiculares. En la fachada la artillería y la fuerza aérea han hecho de las suyas: las ventanas oscuras no tienen vidrio, el enladrillado está agrietado, una de las casas desapareció por completo. De modo que, en realidad, se trata de la cáscara de una fachada, sin vida, abandonada. Jirones de papel de un viejo afiche flotan en el viento vacío. Una estela de polvo blanco se desplaza por el escenario.
Entran dos ordenanzas y colocan en el centro del escenario una mesa de comedor, dos sillas y un balde de champagne. Las flores, las fuentes de plata, las copas relucientes y el elegante mantel blanco que adornan la mesa indican un buen pasar.
Los ordenanzas se retiran por la izquierda y desde el ala opuesta se acerca una sombra. Es la sombra de un hombre muy alto, y a medida que se alarga sobre los adoquines iluminados por el fuego se distingue el gesto de asentimiento de un tocado y la solitaria silueta de la vaina de una espada.
La sombra alcanza toda su longitud y se transforma en un hombre, que avanza hacia el proscenio: ¡el oficial más elegante que se haya visto!
Es un gigante. Pero, aunque es muy alto, el imponente gorro de piel de su uniforme crea la ilusión de que es todavía más alto. El gorro está teñido de un negro pirata y se angosta espantosamente hacia adelante. La vaina del oficial es curva como un sable, y el oficial la arrastra cuando camina. Por lo demás, su uniforme es negro, elegante, como de cuero. Los bigotes le afilan la cara, manchada de rojo por la mala irrigación de las venas, pero nadie puede ver sus ojos, ocultos bajo el pico mocho del gorro. Solo la base semicircular del monóculo delata la posición de un ojo. El cuello alto y la gruesa cinta que sujeta el gorro a la barbilla mantienen rígida la máscara militar que tiene por rostro.
El oficial camina con pasos pesados hasta la mesa, se deja caer en una silla, arroja sobre el mantel blanco un rollo de cuero que contiene un mapa, eructa, se alisa el elegante bigote con la punta de los dedos y empieza a ladrar órdenes hacia los costados.
Las llamas laterales arden con mayor ferocidad, los ordenanzas entran y salen corriendo con botellas de champagne, plumas y protocolos. Llaman “mi comandante” al oficial, y pronto queda claro que este hombre es un conquistador en plena marcha.
Ha llegado la hora de que el comandante comience a representar su papel. (Su público son los vencidos, que permanecen de pie, sin ser vistos, en el teatro a oscuras).
El comandante, cuyos miedos tempranos se concentraron en una enorme lujuria, está preparado para realizar muchos trucos.
Primero hará los trucos mecánicos, la recurrente obertura que siempre despacha en un abrir y cerrar de ojos. Entran los ordenanzas trayendo comida y vino ganados por el acero. Unas mujeres son arreadas hasta quedar debajo de la mesa. Desaparecen detrás del mantel blanco, de donde, después de una breve estadía, son sacadas a la rastra, completamente exhaustas.
¡Y ahora el comandante tendrá el placer de desplegar sus destrezas más refinadas! ¡Ahora nos encantará con los más grandes actos de magia! Los ordenanzas depositan a unos viejos a sus pies; los cuerpos estirados, las cabezas en dirección a las finas botas del comandante. A su antojo, el comandante comienza a moler a patadas el cerebro de los viejos. A un viejo lo mantienen astutamente de rodillas, para que lustre las botas del comandante luego de cada ejecución. Debe sacarles lustre con la sola ayuda de su cabeza calva.
A continuación, una niña de doce años es obligada a pararse junto a la mesa con la palma extendida. Al comandante le gusta usar como cenicero la mano de la niña. De vez en cuando aplasta la punta del cigarro contra esa carne joven, que grita lastimeramente, para gran satisfacción del comandante.
¡Y ahora un gran chiste! ¡Traen a los bebés! Al mismo tiempo, como por arte de magia, un perfecto chiquero asciende desde el suelo. El comandante azota a los bebés con su látigo para que entren gateando por la puerta del chiquero. Allí se quedarán a vivir para siempre. Los cerdos, por supuesto, pueden correr en libertad.
En el transcurso de estas muestras de destrezas varias, que tienen cautivado al público, el comandante invoca continuamente a las llamas laterales para que adquieran una mayor intensidad, ordena que los ruidos de la destrucción retumben sin cesar dentro de la fachada vacía, se asegura de que la estela de polvo de la desintegración continúe flotando en el aire, repite, de tanto en tanto, sus oberturas con la comida y las mujeres.
Es un saqueo encantado de infinitas posibilidades. El público entra en un trance de expectativa. ¿Con qué otra cosa se saldrá el ingenioso caballero? ¿Qué carta tiene oculta en su traviesa manga? El comandante mira alrededor en busca de nuevos apetitos. Aplaude.
¡Entra Gaustette!
Gaustette es la celebrada, hermosísima Gaustette. Es la belleza rara. Inaccesible, exquisita, fabulosa. Esta maravilla prohibida es, de ahora en más, propiedad exclusiva del comandante. Entra Gaustette llevando un virtuoso vestido del más puro blanco. Bajo esas faldas de seda se dice que hay piernas, piernas aseguradas en varios millones de francos. Ella inclina con gracia la cabeza hacia el comandante. El comandante le indica con un gesto que se siente junto a él en la silla. Alisándose el bigote con las elegantes yemas de los dedos, mira de arriba abajo a Gaustette, ansioso por inventar un truco digno de un material tan fabuloso.
Parece que Gaustette aceptará. Toma asiento, orgullosamente rendida. Se sienta bien recta, pero todo indica que solo para complacer el capricho del comandante. Sin embargo, hay algo raro en sus labios. Es esa sonrisita juguetona. Sus labios dibujan, lánguidos, la lejana sonrisa de una mujer que tiene un secreto. ¿Tal vez sea el secreto de todas las mujeres? O quizás sea el secreto de una sola mujer… ¿Cómo saberlo? Es una sonrisita que no tiene relación alguna con sus gestos inmediatos, la sonrisa en la cara de un gato cuyos ojos secretos no miran la mano que acaricia su piel. Gaustette esconde una serena exaltación en esos ojos distantes, en esa sonrisa lejana y llena de tolerancia que le dedica al hombre. ¡Gaustette desborda de designios!
El comandante se reclina en la silla, abre los brazos de par en par y, desde el corazón mismo de su glotonería, dice:
—Proceda, madame, usted está a mi servicio…
Gaustette se vuelve hacia él y lo invita con una sonrisa. Lleva una pálida mano hasta el ruedo de su vestido mientras desliza la otra hacia un cuchillo de trinchar plateado. Entonces, con una deliciosa mezcla de coquetería y modestia, empieza a levantarse la falda. Con tímidas vacilaciones, pero sin detenerse, la seda se desliza subiendo por su pantorrilla. Después, por la rodilla desnuda, hasta revelar su preciosísimo muslo para la saliva del comandante.
Al principio el comandante está fascinado por la revelación de aquella pierna exquisita, pero una súbita rigidez se adueña de sus hombros. Cualquiera diría que está petrificado de deseo. Pero si mirásemos más de cerca, ¡veríamos la parálisis del terror!
El comandante está paralizado, pero Gaustette… ¡Gaustette es puro movimiento! ¡Manipula con la velocidad de una flecha el cuchillo brillante! ¡Un brillante arco de plata que desciende en su brutal parábola! Gaustette corta… ¡una larga lonja de carne de su propia pierna!
El comandante resopla un poco y se queda inmóvil en la silla. Gaustette coloca la lonja de carne en un plato y se lo entrega al comandante. Pero el comandante no puede levantar la mano para recibir el plato. Su cabeza ha colapsado hacia adelante, sobre la negra pechera. Se siente lánguido y solo sabe una cosa. Porque ha visto que la textura del muslo de Gaustette no es el pálido papel vitela de su verdadera piel. Es marrón y crocante y aceitosa.
¡La pierna de Gaustette ha sido asada! ¡Anestesiándose el muslo, Gaustette se hizo asar la pierna para servírsela en la mesa al comandante!
Es demasiado. Es el punto de saturación de las aspiraciones de saqueo de este comandante. El gran hombre se levanta. Desenvaina la espada y la rompe en dos contra su rodilla. Nunca más volverá a necesitarla. El afán de la espada ha cesado por falta de impulso. La decadencia de la satisfacción ha comenzado. Sollozando, derrotado por el espectro de la ambición realizada, el comandante se va por donde entró, para no regresar jamás. Porque ¿qué sentido tendría?
WILLIAM SANSOM nació en Londres en 1912. Considerado uno de los mejores cuentistas ingleses de la posguerra, Sansom tardó en establecer su vocación. De joven viajó por Europa, trabajó en un banco y fue redactor publicitario. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó como bombero voluntario –particularidad que lo vincula a otro gran escritor inglés, Henry Green, admirador de Sansom– y prestó servicio en Londres durante los bombardeos alemanes. Esa experiencia la contó en sus ficciones y crónicas con un grado de precisión y verosimilitud perturbadoras. Un ejemplo es “La pared” (incluido en esta antología), el primer cuento que publicó gracias a que un amigo lo hizo llegar en secreto a la revista Horizon. Terminada la guerra, Sansom se dedicó por completo a la literatura. Fue un autor muy prolífico. Escribió novelas –The Face of Innocence, The Body–, colecciones de cuentos –Fireman Flower, Three, Something Terrible, Something Lovely–, crónicas de viajes, libros infantiles y una biografía de Marcel Proust. Su obra revela el genio de un escritor que adopta modalidades y estilos muy distintos en cada uno de los géneros que explora. Fue actor amateur y se casó con la actriz Ruth Grundy. Escribió para el cine, el teatro y la televisión. Gozó en vida del sereno reconocimiento de sus contemporáneos más famosos y dio curso a su sentido de la observación en libros autobiográficos, entre los que se destaca el de su viaje a Escandinavia, The Icicle and the Sun. Murió en 1976.
Título original: Anthology of William Sansom
© The state of William Sansom
© Teresa Arijón, de la traducción
© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.
Aguilar 2023
Buenos Aires, Argentina
www.labestiaequilatera.com
info@labestiaequilatera.com
eISBN: 978-987-1739-36-3
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
Revisión: Romina Ezcurra
Conversión a formato digital: Cecilia Espósito
Sansom, William
No mires abajo. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.
EBook
ISBN 978-987-1739-36-3
1. Narrativa Inglesa. 2. Novela. I. Título
CDD 823
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CUANDO SINTIÓ LOS PRIMEROS HILOS DE SUDOR que le humedecían la palma de las manos, como si, con cada movimiento hacia arriba, su cuerpo pesara más, el joven Flegg lamentó con repentina desesperación, pero en vano, los acontecimientos irresponsables que lo habían empujado a su actual y precario ascenso. Allí estaba, aislado en una escalera vertical de hierro adosada a la pared de un gasómetro y condenado a trepar más y más, cada vez más alto, hasta alcanzar la vertiginosa cima próxima al cielo.
¿Cómo se le había ocurrido someterse a algo así? Qué fácil había sido reírse del miedo y la cautela mientras estaba en el suelo… Y pensar que ahora daría esas dos manos aferradas a la escalera por un salvoconducto a tierra firme.
Había sido un contundente día de primavera, de pronto tan caluroso como a mediados de verano. El sol inundaba los parques y las calles con un calor repentino… Flegg y sus amigos se habían sentido sofocados en las gruesas ropas invernales. El resplandor de las hojas nuevas hería los ojos con ferocidad, el aire parecía casi pegajoso por las emanaciones de los capullos y las resinas desbordantes. Acostumbrados al frío del invierno, los sentidos se habían visto abrumados —las chicas se habían quejado de dolor de cabeza— y los pensamientos de todos se habían vuelto confusos y tan incómodos como las ropas de lana pegadas a la piel. Habían salido del parque por un portón trasero, a una zona de calles secundarias.
Las casas allí eran pequeñas y viejas, y algunas necesitaban reparaciones; calles cortas, adoquines, veredas angostas; los únicos comercios, una tabaquería y una desolada estación de servicio en la esquina, daban un poco de color al gris: estaban en los arrabales de algún emprendimiento industrial cercano. Al principio, esas calles silenciosas, casi desiertas, les parecieron más tranquilas que el parque, pero pronto el aire cargado de yeso descascarado y polvo de ladrillo, las ventanas oscuras y los áridos escalones de piedra, la sequedad que todo lo invadía les resultaron más cansadores que antes; por eso, cuando la hilera de casas se interrumpió de golpe y el panorama se abrió y reveló la entrada a un gasómetro abandonado, Flegg y sus amigos agradecieron el verdor de las ortigas y las polígalas que crecían entre la chatarra y los ladrillos rotos.
Entraron en el baldío —las dos chicas y Flegg y los otros dos chicos— y se detuvieron frente al viejo gasómetro propiamente dicho. Era la única edificación que se conservaba entera entre los galpones en ruinas: todavía dominaba el terreno, superando por varios metros al resto de los edificios que lo rodeaban. Los chicos empezaron a arrojar ladrillos contra sus paredes oxidadas.
Volaban las cortezas de óxido y el hierro sonaba a hueco. Flegg, que deseaba llamar la atención de la chica de pelo negro, comenzó a arrojar sus ladrillos más alto que los demás, haciéndolos trazar una curva en el aire; con eso daba a entender que sabía lanzar granadas e indirectamente se arrogaba el glamour de un uniforme. Cuando notó que la chica seguía con los ojos los movimientos de sus hombros, sus hombros se ensancharon. La chica tenía ojos negros, enmarcados por párpados cortos y bien despiertos, brillantes como los ojos de un chico; sus labios apenas cubrían con un mohín una hilera de dientes irregulares, por lo que muchas veces daba la impresión de que se estaba riendo; siempre tenía el ceño fruncido, y a Flegg le gustaba su expresión seria, decidida. Parecía una chica muy despierta y por lo tanto perfecta candidata para apreciar a un hombre activo. Ahora fruncía el ceño y gritaba:
—¡A que no puedes trepar tan alto como arrojas los ladrillos!
Así comenzó una de esas bromas incómodas, inocentes al principio, pero que tomadas en serio pueden provocar una acumulación histérica de malicia. Todos reconocen la incomodidad subyacente, la sienten hasta la médula; pero, por eso mismo, la broma debe continuarse a toda costa: te asustas, te ríes más fuerte, obligándote a disimular la vergüenza del peligro y la culpa. El tercer chico gritó enseguida:
—Claro que no. Si no puede trepar más alto que su cabeza...
Flegg se dio vuelta, burlándose, y la chica volvió a gritar, apuntando hacia arriba con una risita estridente. Los cinco ya se sentían incómodos. Luego, en rápida sucesión, en cuestión de unos pocos segundos, el tercer chico repitió:
—Claro que el muy idiota no puede.
Flegg retrucó:
—Puedo subirme encima de cualquier cosa.
El otro chico dijo:
—Súbete encima de mi tía Fanny, entonces.
La chica dijo:
—Entonces, súbete encima del gasómetro.
Y Flegg dijo:
—Eso no es nada.
Y la chica, presionándolo como correspondía a la situación, introdujo de pronto el detalle inevitable que convirtió los supuestos en hechos:
—Entonces sube. Toma… Ata mi pañuelo en la punta. Pon mi bandera en la punta.
En ese momento, Flegg todavía tenía una segunda oportunidad. Pensó que podía echarse a reír y dejar atrás todo el asunto, pero un énfasis histérico se había adueñado de la cara de la chica —que no dejaba de dar saltitos y aplaudía sin parar— y eso lo confundió. Empezó a tartamudear en busca de las palabras correctas. Pero las palabras se negaban a salir. Tenía que disimular el tartamudeo a toda costa. Y entonces dijo:
—¡Allá vamos! —Y enfiló hacia el gasómetro.
Después de todo no era tan, tan alto. No llegaba a ser un gasómetro de tamaño normal, la baranda de hierro que circundaba la cima debía de estar a la misma altura que la terraza de un edificio de cinco o seis pisos. Hasta aquel momento Flegg había visto el gasómetro como una tosca masa de hierro, pero ahora cada detalle adquiría una brusca definición. Lo estudió atentamente, alerta, considerando su tamaño y cada rasgo de estabilidad; las oxidadas planchas de hierro marrón tenían varias manchas rojas, una curiosa deformidad aplastaba en algunos tramos la superficie curva, como si el vacío la estuviera haciendo colapsar desde adentro, y las escaleras que flanqueaban los costados estaban al ras de la chapa. La cuadrícula de las vigas, la complejidad de los puntales, los pernos.
Había dos escaleras: una escalera de Jacob, engrapada a uno de los costados, y otra, más parecida a una escalera común, que zigzagueaba por el vientre del gasómetro, con escalones fáciles de subir y baranda protectora. Era probable que la hubieran instalado más tarde para reemplazar la escalera de Jacob, que exigía un ascenso innecesariamente difícil y ahora estaba en evidente desuso, porque los primeros seis o siete metros de peldaños habían sido arrancados; sin embargo, al parecer estaban por hacer algún trabajo de pintura, porque había una escalera de pintor colocada debajo, cuyo tope llegaba a los peldaños todavía intactos de la escalera vertical, y eso hacía posible que volviera a ser utilizada para subir. Flegg echó un rápido vistazo a la base de la escalera de madera —¿estaba bien firme?— y luego a la parte superior —¿era segura?— y después miró todavía más arriba, entrecerrando los ojos para detectar cualquier imperfección en los peldaños de hierro que conducían, innúmeros e indistintos como los vertiginosos dientes de un cierre relámpago, a la plataforma de la cima.
A medida que hacía una rápida evaluación de la estructura, Flegg no dejaba de avanzar a paso lento. Las cartas estaban echadas y, mientras continuaba caminando con aire despreocupado para demostrar que se sentía a sus anchas, sabía que no debía titubear. Los dos chicos y la chica coreaban burlones para alentarlo.
—Cómo escalé el monte Everest… —gritaban.
—Bajará más rápido de lo que subió.
—¡No vayas a chocarte la cabeza contra un arpa, sir Galahad!
Pero la otra chica se mantuvo callada todo el tiempo; ya estaba asustada, ya sentía que la culpa de la tragedia en ciernes sería solo suya, aunque en realidad no había abierto la boca. Mascaba con fervor un chicle que mantenía su mandíbula firme y en movimiento.
El coro se volvió más estridente. Flegg había girado un poco el cuerpo hacia la escalera más segura. Sus ojos habían evaluado naturalmente el resto del gasómetro y sus pies habían virado casi en forma inconsciente en la dirección de sus ojos; luego su instinto se transformó en conciencia plena: tal vez podría usar la escalera normal, en realidad nadie había dicho que tuviera que subir por la escalera de Jacob… ¿Todavía tendría la oportunidad? Pero los veloces ojos a sus espaldas ya lo habían visto, y de inmediato se oyó el coro:
—¡Ni se te ocurra!
—¡No pretenderás subir por esa escalera para nenitas!
Flegg cambió de dirección apenas la fracción necesaria para quedar de nuevo frente a la escalera perpendicular.
—¿Quién dijo que iba a subir por esa escalera? —gritó.
Detrás, los otros seguían haciendo bulla, empujándolo al extremo, acorralándolo con malicia.
—Míralo, no sabe qué camino tomar… está más perdido que un marinero sin brújula.
Flegg comprendió por fin que no había escapatoria. Tendría que subir al gasómetro por la escalera vertical. Y una vez que hubo llegado a esa conclusión, su mente quedó despejada de toda duda. Se encogió de hombros y empezó a pensar que no era para tanto. Después de todo, pensó, no es tan alta. ¿Por qué tendría que preocuparme? Cientos de hombres suben escaleras como esta todos los días y ninguno se cae. Las sujetan con tanta firmeza como a una casa. Sonrió para sus adentros al recordar su perturbación anterior. Por si fuera poco, la chica corrió hacia él y le entregó el pañuelo. Cuando esos ojos negros le sonrieron, serios, vio que su expresión ya no reflejaba una burla maliciosa, se había vuelto más suave, era una mirada de verdadero aliento e incluso de admiración.
—Aquí está tu bandera —le dijo. Y hasta agregó—: Quiero decirte algo: ¡no es necesario que subas! ¡Igual te creo!
Pero llegó demasiado tarde. Flegg había aceptado subir; era un hecho, y ya sentía algo parecido al exultante brillo de la gloria. Tomó el pañuelo, le sopló un dramático beso a la chica y empezó a subir corriendo los peldaños más bajos.
La escalera de pintor estaba colocada en un ángulo propicio. Pero Flegg solo había trepado unos tres metros —quizás hasta la altura de la ventana de un primer piso— cuando comenzó a desacelerar el paso; dejó de correr, aferró con más fuerza los peldaños superiores y afirmó mejor los pies sobre los travesaños inferiores, que no veía. Aunque todavía no había medido la distancia que lo separaba del suelo, de algún modo sentía con meridiana claridad que ya estaba a una altura antinatural y que no había nada —excepto aire y un precario esqueleto de peldaños de madera— entre su cuerpo y el suelo, que se alejaba cada vez más. Sentía que no tenía un apoyo sólido; sin embargo, a sus ojos, que miraban fijamente las placas de hierro que estaban más arriba, aún no había salido de los peldaños inferiores, cerca de la tierra. La sensación de altura lo invadía, poderosa; se había transformado en una urgente necesidad de mantener el equilibrio, con cada músculo de su cuerpo en un estado de gran alerta. No era una sensación desagradable, casi disfrutaba del nuevo control atlético sobre cada movimiento inestable. Continuó subiendo metódicamente hasta llegar al tope de la escalera de pintor y al primer peldaño perpendicular de hierro.