Para Kenneth Littauer,
hombre de gallardía y buen gusto
En este libro nada es cierto.
“Vive de acuerdo con los foma* que te hacen
valiente, amable, saludable y feliz”.
Libros de Bokonon, I: 5
* Falsedades inofensivas.
Pueden ustedes llamarme Jonás. Mis padres me llamaron así, o casi. Me llamaron John.
Jonás, John. Si hubiera sido un Sam, igual habría sido un Jonás. No porque haya sido una desgracia para otros, sino porque infaliblemente alguien o algo me ha obligado a estar en ciertos lugares en ciertos momentos. Conté con los medios y los motivos, a veces convencionales y a veces insólitos. Ciñéndose al plan, este Jonás siempre estuvo presente en el momento atinado y el lugar atinado.
Escuchen:
Cuando yo era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos, hace tres mil litros de alcohol…
Cuando yo era mucho más joven, empecé a compilar material para un libro que se llamaría El día en que terminó el mundo.
El libro contaría una historia verídica.
Narraría lo que habían hecho importantes personajes de los Estados Unidos el día en que se arrojó la primera bomba atómica en Hiroshima, Japón.
Sería un libro cristiano. Entonces yo era cristiano.
Ahora soy bokononista.
Entonces habría sido bokononista, si alguien me hubiera enseñado las agridulces mentiras de Bokonon. Pero el bokononismo era desconocido fuera de las playas de grava y los cuchillos de coral que rodean esta pequeña isla del Caribe, la república de San Lorenzo.
Los bokononistas creemos que la humanidad está organizada en equipos que cumplen la voluntad de Dios sin percatarse de lo que están haciendo. Bokonon llama karass a cada uno de esos equipos, y el instrumento, el kan-kan, que me llevó a mi karass personal fue el libro que nunca concluí, el libro que se llamaría El día en que terminó el mundo.
“Si descubres que tu vida está enredada con la vida de otro por motivos que no son muy lógicos —escribe Bokonon—, esa persona puede ser miembro de tu karass”.
En otro párrafo de los Libros de Bokonon dice: “El hombre creó el tablero de damas; Dios creó el karass”. Esto significa que un karass no tiene en cuenta las fronteras nacionales, institucionales, ocupacionales, familiares ni de clase.
Es una forma tan elástica como la ameba.
En su calipso cincuenta y tres, Bokonon nos invita a cantar con él:
Oh, un borracho dormido
en Central Park,
y un cazador de leones
en la jungla oscura,
y un dentista chino,
y una reina inglesa…
todos se ensamblan
en la misma máquina.
Bonito, muy bonito;
bonito, muy bonito;
bonito, muy bonito…
Tanta gente tan variada
inmersa en la misma trama.
Bokonon no se opone a que una persona intente descubrir los límites de su karass y la naturaleza de la obra que le ha encomendado Dios Todopoderoso. Bokonon solo observa que esas investigaciones son forzosamente parciales.
En la sección autobiográfica de los Libros de Bokonon, escribe una parábola sobre la necedad de tratar de descubrir, de comprender. Dice Bokonon:
En Newport, Rhode Island, conocí a una mujer episcopaliana que me pidió que diseñara y construyera una cucha para su gran danés. Esta mujer se jactaba de conocer perfectamente a Dios y Sus modos de obrar. No entendía que alguien sintiera perplejidad ante lo que había sido o lo que iba a ser.
Aun así, cuando le mostré un plano de la cucha que me proponía construir, me dijo:
—Lo siento, nunca supe leer esas cosas.
—Déselo a su esposo o a su pastor para que se lo pase a Dios —le dije— y, cuando Dios tenga un minuto, sin duda explicará esta cucha de un modo que hasta usted podrá entender.
Me despidió. No la olvidaré nunca. Ella creía que Dios tenía más simpatía por la gente que iba en velero que por la gente que iba en lancha. No soportaba mirar un gusano. Cuando veía un gusano, gritaba.
Era una necia, igual que yo, igual que cualquiera que cree entender lo que Dios está haciendo.
Sea como fuere, en este libro me propongo incluir a la mayor cantidad posible de miembros de mi karass, y examinar todos los indicios de aquello que nos hemos propuesto hacer colectivamente.
Este libro no intenta ser una apología del bokononismo. No obstante, me gustaría ofrecer una advertencia bokononista sobre él.
He aquí la frase inicial de los Libros de Bokonon: “Todas las verdades que estoy por decir son mentiras descaradas”.
He aquí mi advertencia bokononista: si alguien no logra entender que una religión útil se puede basar en mentiras, tampoco entenderá este libro.
Que así sea.
***
Mi karass, pues.
Sin duda incluye a los tres hijos del doctor Felix Hoenikker, uno de los llamados “padres” de la primera bomba atómica. También el doctor Hoenikker era miembro de mi karass, aunque había muerto antes de que mis sinookas, los zarcillos de mi vida, comenzaran a enlazarse con los de sus hijos.
El primero de sus herederos en ser tocado por mis sinookas fue Newton Hoenikker, el menor de sus tres descendientes, el menor de sus dos hijos varones. Gracias al Delta Upsilon Quarterly, la revista de mi club de estudiantes, supe que Newton Hoenikker, hijo de Felix Hoenikker, premio Nobel de física, formaba parte de mi sección, la sección de Cornell.
Le escribí esta carta a Newt:
Estimado señor Hoenikker:
¿O debería decir “estimado hermano Hoenikker”?
Soy un miembro de Delta Upsilon que se gana la vida como escritor independiente. Estoy compilando material para un libro relacionado con la primera bomba atómica. El contenido se ceñirá a los acontecimientos que ocurrieron el 6 de agosto de 1945, el día en que arrojaron la bomba en Hiroshima.
Como se suele reconocer a su difunto padre como uno de los principales creadores de la bomba, agradecería mucho que usted pudiera relatarme anécdotas sobre la vida en casa de su padre el día en que la bomba fue arrojada.
Me disculpo por no saber tanto como debería sobre su ilustre familia, así que no sé si usted tiene hermanos. En caso de que los tenga, me agradaría mucho disponer de sus direcciones para enviarles una solicitud similar.
Sé que usted era pequeño cuando arrojaron la bomba, y es mejor que sea así. Mi libro no hará hincapié en el aspecto técnico sino en el aspecto humano de la bomba, así que toda evocación de aquel día a través de los ojos de un “pequeñín”, si me permite la expresión, sería sumamente adecuada.
No se preocupe por el estilo y la forma. Deje todo eso por mi cuenta. Solo deme los elementos básicos de su historia.
Desde luego, le enviaré la versión definitiva para que usted dé el visto bueno antes de la publicación.
Un saludo fraternal…
Y Newt respondió:
Lamento haber demorado tanto en contestar su carta. Su proyecto parece muy interesante. Cuando arrojaron la bomba yo era tan pequeño que me temo que no seré de gran ayuda. Tendría usted que consultar a mi hermano y a mi hermana, que son mayores que yo. Mi hermana es la esposa de Harrison C. Conners y reside en North Meridian 4918, Indianápolis, Indiana. En la actualidad, yo también resido en este domicilio. Creo que ella lo ayudará con gusto. Nadie conoce el paradero de mi hermano Frank. Desapareció hace dos años, poco después del funeral de mi padre, y nadie ha tenido noticias suyas desde entonces. Por lo que sabemos, quizá haya muerto.
Yo solo tenía seis años cuando arrojaron la bomba atómica en Hiroshima, así que mis únicos recuerdos de aquel día son los que otras personas me ayudaron a evocar.
Recuerdo que jugaba en la alfombra de la sala, frente al estudio de mi padre, en Ilium, Nueva York. La puerta estaba abierta, y yo veía a mi padre. Él usaba piyama y bata. Fumaba un cigarro. Jugaba con un cordel. Aquel día no fue al laboratorio y se quedó en casa. Se quedaba en casa cuando quería.
Mi padre, como usted sabrá, pasó casi toda su vida profesional trabajando para el laboratorio de investigaciones de la General Forge & Foundry Company, una empresa de fundición de Ilium. Cuando se inició el proyecto Manhattan, el proyecto de la bomba, mi padre se negó a irse de Ilium para participar en él. No estaba dispuesto a participar si no lo dejaban trabajar donde él quería. Así que pasaba mucho tiempo en casa. El único sitio al que le gustaba ir, fuera de Ilium, era nuestra residencia de Cape Cod. Allí fue donde falleció. Falleció en Nochebuena. Usted también debe de saber eso.
Sea como fuere, el día de la bomba yo jugaba en la alfombra frente a su estudio. Mi hermana Angela me ha dicho que yo me entretenía con camiones de juguete durante horas, imitando el ruido de los motores, ronroneando sin cesar. Supongo que estaba ronroneando como un motor el día de la bomba; y mi padre estaba en su estudio, jugando con un rizo de cordel.
Sé de dónde venía ese cordel, y quizá usted pueda usar el dato en su libro. Mi padre tomó el cordel del manuscrito de una novela que le había enviado un convicto. La novela trataba sobre el fin del mundo en el año 2000, y el título del libro era 2000 d.C. Contaba que los científicos locos creaban una bomba terrible que destruía el mundo entero. Había una gran orgía sexual cuando todos se enteraban de que el mundo estaba por terminar, y Jesucristo aparecía en persona diez segundos antes del estallido de la bomba. El nombre del autor era Marvin Sharpe Holderness, y en una carta adjunta le contaba a mi padre que estaba preso por haber matado al hermano. Le enviaba el manuscrito a mi padre porque no sabía qué clase de explosivos poner en la bomba. Pensaba que mi padre podía hacerle sugerencias.
No pretendo decirle que leí el libro a los seis años. Lo tuvimos en casa durante mucho tiempo. Mi hermano Frank se apropió de él, por las partes cochinas. Frank lo mantenía escondido en lo que llamaba la “caja de seguridad” de su dormitorio. No era una caja de seguridad sino una vieja chimenea de cocina con tapa de hojalata. Frank y yo debemos de haber leído la parte de la orgía como mil veces cuando éramos niños. Lo tuvimos durante años, y luego mi hermana Angela lo encontró. Lo leyó y dijo que era una bazofia inmunda. Lo quemó junto con el cordel. Ella fue una madre para Frank y para mí, porque nuestra verdadera madre murió cuando nací yo.
Estoy seguro de que mi padre nunca leyó el libro. Creo que nunca en su vida leyó una novela o un cuento, al menos desde que era pequeño. Tampoco leía su correspondencia, ni revistas ni periódicos. Supongo que leía muchas publicaciones técnicas, pero a decir verdad no recuerdo que mi padre leyera nada.
Como decía, lo único que le atraía de ese manuscrito era el cordel. Así era él. Nadie podía predecir en qué se interesaría. El día de la bomba fue el cordel.
¿Ha leído el discurso que dio cuando aceptó el premio Nobel? He aquí todo el discurso: “Damas y caballeros: Hoy estoy aquí ante ustedes porque nunca perdí la mirada de asombro de un niño de ocho años que va a la escuela en una mañana de primavera. Cualquier cosa puede llamarme la atención y despertar mi curiosidad, y a veces aprendo. Soy un hombre muy feliz. Gracias”.
Lo cierto es que mi padre miró ese trozo de cordel un rato, y luego sus dedos empezaron a jugar con él. Sus dedos formaron la figura llamada “cuna de gato”. No sé dónde mi padre aprendió a hacer eso. Del padre de él, quizá. El padre de él era sastre, así que debía de haber mucho hilo y cordel en la casa cuando mi padre era pequeño.
Nunca vi a mi padre jugar a nada, salvo cuando hizo esa cuna de gato. No le interesaban los trucos, los juegos ni las reglas que inventaban otros. En un álbum que guardaba mi hermana Angela, había un recorte de la revista Time donde alguien le preguntaba a mi padre a qué jugaba para relajarse, y él respondió: “¿Para qué molestarme con juegos inventados cuando hay tantos juegos en la realidad?”.
Se debe de haber sorprendido cuando armó una cuna de gato con el cordel, y quizá le recordó su propia infancia. De pronto salió del estudio e hizo algo que no había hecho nunca. Trató de jugar conmigo. No solo nunca había jugado conmigo; casi no me había dirigido la palabra.
Pero se arrodilló en la alfombra junto a mí, y me mostró los dientes, y agitó esa maraña de cordel ante mi cara.
“¿Ves? ¿Ves? ¿Ves? —preguntó—. Cuna de gato. ¿Ves la cuna de gato? ¿Ves dónde duerme el bonito minino? Miau, miau”.
Sus poros se veían grandes como cráteres lunares. Tenía las orejas y las fosas nasales cubiertas de vello. Con su olor a cigarro, apestaba como la boca del infierno. Tan de cerca, mi padre era la cosa más fea que yo había visto. Sueño con eso constantemente.
Y luego cantó: “Duérmete, gato, en la copa del árbol”. Cantó: “Cuando sopla el viento, la cuna se mece. Si la rama se rompe, la cuna caerá. La cuna se vendrá abajo, con gatito y todo”.
Rompí a llorar. Me levanté de un salto y salí corriendo de la casa.
Tengo que interrumpir. Son más de las dos de la mañana. Mi compañero de cuarto se acaba de despertar quejándose del ruido de la máquina de escribir.
Newt reanudó su carta la mañana siguiente. La reanudó de esta manera:
La mañana siguiente. Aquí voy de nuevo, fresco y rozagante tras ocho horas de sueño. El edificio del club de estudiantes está en silencio. Todos han ido a clase menos yo. Soy un personaje privilegiado. Ya no tengo que ir a clase. Me expulsaron la semana pasada. Yo estaba en el curso preparatorio de Medicina. Tuvieron razón en reprobarme. Habría sido un pésimo médico.
Al terminar esta carta, creo que iré al cine. O si sale el sol, quizá vaya a caminar por un barranco. ¿No son hermosos los barrancos? Este año, dos muchachas saltaron a uno tomadas de la mano. No las habían aceptado en el club de estudiantes que querían. Querían estar en Tri-Delt.
Pero volvamos al 6 de agosto de 1945. Mi hermana Angela me ha dicho muchas veces que ese día lastimé a mi padre al no admirar su cuna de gato, al no quedarme en la alfombra para escucharlo cantar. Quizá lo haya lastimado, pero no creo que demasiado. Era uno de los seres humanos mejor protegidos que ha existido. La gente no lo afectaba porque la gente no le interesaba. Recuerdo que una vez, un año antes de su muerte, le pedí que me contara algo sobre mi madre. No recordaba nada sobre ella.
¿Conoce la famosa anécdota sobre el desayuno del día en que mis padres viajaban a Suecia para aceptar el premio Nobel? Una vez se publicó en el Saturday Evening Post. Mi madre preparó un gran desayuno. Al levantar la mesa, encontró unas monedas junto a la taza de café de mi padre. Él le había dejado propina.
Después de lastimar tanto a mi padre, siempre que haya sido así, corrí al patio. No sabía adónde iba hasta que encontré a mi hermano Frank bajo una gran espirea. Entonces Frank tenía trece años y no me sorprendió encontrarlo allí. Pasaba mucho tiempo allí en los días de calor. Como un perro, había cavado un hueco en la tierra fresca que rodeaba las raíces. Y nunca se sabía lo que Frank tenía consigo bajo el arbusto. Una vez tenía un libro pornográfico. Otra vez tenía una botella de jerez para cocinar. El día en que arrojaron la bomba, Frank tenía una cuchara y un tarro. Usaba la cuchara para meter varias clases de bichos en el tarro y los hacía pelear.
La pelea de bichos era tan interesante que al instante dejé de llorar, me olvidé de mi padre. No recuerdo todos los bichos que peleaban en el tarro aquel día, pero recuerdo otras peleas que organizamos después: un ciervo volante contra cien hormigas rojas, un ciempiés contra tres arañas, hormigas rojas contra hormigas negras. No pelean a menos que uno sacuda el tarro. Y eso era lo que hacía Frank, sacudir el tarro una y otra vez.
Al cabo, Angela vino a buscarme. Alzó un lado del arbusto y dijo que al fin nos encontraba, y le preguntó a Frank qué estaba haciendo. “Un experimento”, dijo Frank. Siempre decía eso cuando la gente le preguntaba qué estaba haciendo. “Un experimento”, decía.
Entonces Angela tenía veintidós años. Había sido la auténtica jefa de la familia desde los dieciséis, desde que mi madre había muerto, desde que nací yo. Siempre comentaba que tenía tres niños: Frank, yo y mi padre. Y no exageraba. Recuerdo mañanas frías en que Frank, mi padre y yo estábamos alineados en el vestíbulo y Angela nos abrigaba, tratándonos a todos por igual. Solo que yo iba al jardín de infantes, Frank iba a la escuela secundaria y mi padre iba a trabajar en la bomba atómica. En una de esas mañanas, el quemador de aceite había dejado de funcionar, los conductos estaban congelados y el coche no arrancaba. Todos nos quedamos sentados en el coche mientras Angela le daba al arranque hasta que se agotó la batería. Y entonces mi padre habló. ¿Sabe qué dijo? Dijo: “Me pregunto qué pasará con las tortugas”. “¿Qué hay con las tortugas?”, preguntó Angela. “Cuando meten la cabeza dentro, ¿el espinazo se arquea o se contrae?”.
Angela fue una de las heroínas anónimas de la bomba atómica, y creo que la historia no se contó nunca. Quizá usted pueda aprovecharla. Después del episodio de las tortugas, mi padre se interesó tanto en las tortugas que dejó de trabajar en la bomba atómica. Al fin gente del proyecto Manhattan vino a casa para preguntarle a Angela qué hacer. Ella les dijo que se llevaran las tortugas de mi padre. Así que una noche entraron en su laboratorio y robaron las tortugas y el acuario. Mi padre nunca dijo una palabra sobre la desaparición de las tortugas. El día siguiente se puso a trabajar y buscó cosas para jugar y para pensar, y todo lo que había para jugar y pensar se relacionaba con la bomba.
Cuando Angela me sacó de abajo del arbusto, me preguntó qué había pasado entre mi padre y yo. Yo repetía una y otra vez que él era feo y que lo odiaba. Ella me dio una cachetada y me regañó: “¿Cómo te atreves a decir eso de tu padre? ¡Es uno de los más grandes hombres que han existido! ¡Hoy ganó la guerra! ¿Te das cuenta de eso? ¡Ganó la guerra!”. Y me dio otra cachetada.
No culpo a Angela por cachetearme. Mi padre era todo lo que ella tenía. No tenía novio, ni siquiera amigos. Solo tenía una afición, tocar el clarinete.
Le volví a decir cuánto odiaba a mi padre; me dio otra cachetada; entonces Frank salió de abajo del arbusto y le dio un puñetazo en el estómago. Le hizo ver las estrellas. Ella se desplomó y rodó. Cuando recobró el aliento, lloró y llamó a mi padre a gritos.
“Él no vendrá”, le dijo Frank, y se rio de ella. Frank tenía razón. Mi padre se asomó por una ventana y vio que Angela y yo rodábamos por el piso, desgañitándonos, y que Frank estaba de pie junto a nosotros, riendo. El viejo volvió a meter la cabeza dentro y nunca nos preguntó a qué venía tanto barullo. La gente no era su fuerte.
¿Eso es suficiente? ¿Lo ayudará con su libro? Claro que usted me ha limitado al pedirme que me atuviera al día de la bomba. Hay muchas otras anécdotas pintorescas sobre la bomba y mi padre, de otros días. Por ejemplo, ¿sabe lo que pasó el día en que probaron la bomba por primera vez en Alamogordo? Después de que la bomba estalló, cuando era seguro que los Estados Unidos podían eliminar una ciudad con una sola bomba, un científico se volvió hacia mi padre y dijo: “Ahora la ciencia conoce el pecado”. ¿Sabe qué respondió mi padre? Respondió: “¿Qué es el pecado?”.
Afectuosamente,
Newton Hoenikker
Newt añadió estas tres posdatas a su carta:
P.D. No puedo firmar con “un saludo fraternal” porque no me permiten ser hermano de usted, por mis bajas calificaciones. Solo era un iniciado y ahora me privarán incluso de eso.
P.P.D. Usted dice que nuestra familia es ilustre, y creo que cometería un error si la llamara así en su libro. Yo soy enano, por ejemplo: un metro veinte de altura. Y la última vez que tuvimos noticias de mi hermano Frank, lo buscaba la policía de Florida, el fbi y el Departamento del Tesoro por llevar coches robados a Cuba en viejos lanchones de desembarco. Así que estoy seguro de que “ilustre” no es la palabra adecuada. Quizá “notable” se acerque más a la verdad.
P.P.P.D. Veinticuatro horas después. He releído esta carta y veo que podría dar la impresión de que lo único que hago es holgazanear, recordar cosas tristes y compadecerme de mí mismo. En realidad, soy una persona muy afortunada y lo sé. Estoy a punto de casarme con una muchacha maravillosa. En este mundo hay amor suficiente para todos, solo hay que buscarlo. Soy prueba viviente de eso.
Newt no me contó quién era su novia. Pero dos semanas después me escribió que todo el mundo sabía que se llamaba Zinka. Solo Zinka. Al parecer no tenía apellido.
Zinka era una enana ucraniana, una bailarina de la compañía de danzas Borzoi. Newt había visto una función de esa compañía en Indianápolis, antes de ir a Cornell. Y luego la compañía actuó en Cornell. Cuando terminó la función, el pequeño Newt estaba frente a la entrada de artistas con una docena de rosas American Beauty de tallo largo.
Los periódicos publicaron la historia cuando la pequeña Zinka pidió asilo político en los Estados Unidos, y luego ella y el pequeño Newt desaparecieron.
Una semana después, la pequeña Zinka se presentó en la embajada rusa. Dijo que los americanos eran demasiado materialistas. Dijo que quería volver a su patria.
Newt se refugió en la casa de su hermana en Indianápolis. Dio una breve declaración a la prensa: “Era un asunto privado. Era un asunto del corazón. No me arrepiento de nada. Lo que ocurrió no le interesa a nadie, salvo a Zinka y a mí”.
Un emprendedor reportero americano en Moscú, mientras realizaba indagaciones sobre Zinka entre personas relacionadas con la danza, hizo el ingrato descubrimiento de que Zinka no tenía los veintitrés años que se atribuía.
Tenía cuarenta y dos, edad suficiente para ser la madre de Newt.
Por pereza, dejé de trabajar en mi libro sobre el día de la bomba.
Un año después, dos días antes de Navidad, otra nota me obligó a pasar por Ilium, Nueva York, donde el doctor Felix Hoenikker había realizado la mayor parte de su trabajo, y donde el pequeño Newt, Frank y Angela habían pasado sus años de formación.
Paré en Ilium para ver qué averiguaba.
No quedaba ningún Hoenikker vivo en Ilium, pero había muchas personas que afirmaban haber conocido bien al viejo y a sus tres pintorescos hijos.
Concerté una cita con el doctor Asa Breed, vicepresidente a cargo del laboratorio de investigación de la General Forge & Foundry Company. Supongo que el doctor Breed también era miembro de mi karass, aunque me tomó antipatía casi de inmediato.
“La simpatía y la antipatía no tienen nada que ver con eso”, dice Bokonon, pero es fácil olvidar esta advertencia.
—Entiendo que usted fue el supervisor del doctor Hoenikker durante la mayor parte de su vida profesional —le dije al doctor Breed por teléfono.
—En los papeles —dijo él.
—No entiendo.
—Si yo hubiera supervisado a Felix, ahora estaría preparado para hacerme cargo de los volcanes, las mareas y las migraciones de pájaros y lémmings. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza que ningún mortal podía controlar.
El doctor Breed me citó para primera hora de la mañana siguiente. Me pasaría a buscar por mi hotel en su camino al trabajo, simplificando así mi ingreso en el laboratorio de investigación, que estaba bajo fuerte custodia.
Tenía una noche para matar en Ilium. Ya estaba en el principio y el fin de la vida nocturna de Ilium, el hotel Del Prado. Su bar, la sala Cape Cod, era frecuentado por prostitutas.
Quiso la casualidad (“quiso el destino”, diría Bokonon) que la prostituta que estaba junto a mí en la barra y el barman que me atendía hubieran ido a la escuela secundaria con Franklin Hoenikker, el torturador de insectos, el hijo intermedio, el vástago perdido.
La prostituta, que dijo llamarse Sandra, me ofreció deleites que no se podían obtener fuera de la Place Pigalle y Puerto Saíd. Le dije que no tenía interés, y ella tuvo la inteligencia de responder que tampoco tenía interés. Resultó ser que ambos habíamos sobrevalorado nuestra apatía, aunque no demasiado.
Antes de que conociéramos la justa medida de nuestra pasión mutua, sin embargo, hablamos de Frank Hoenikker, y hablamos del viejo, y hablamos un poco de Asa Breed, y hablamos de la General Forge & Foundry Company, y hablamos del papa y del control de la natalidad, de Hitler y de los judíos. Hablamos de falsedades. Hablamos de la verdad. Hablamos de gángsters; hablamos de negocios. Hablamos de la pobre y simpática gente que iba a la silla eléctrica; y hablamos de los granujas ricos que no iban. Hablamos de la gente religiosa que tenía perversiones. Hablamos de muchas cosas.
Nos emborrachamos.
El barman era muy amable con Sandra. Le tenía simpatía. Le tenía respeto. Me dijo que Sandra había sido presidente del comité de colores en la escuela secundaria de Ilium. Cada curso, me explicó, podía escoger colores distintivos en su primer año, y luego los lucía con orgullo.
—¿Qué colores escogió usted? —pregunté.
—Naranja y negro.
—Buenos colores.
—Eso pensé.
—¿Franklin Hoenikker también estaba en el comité de colores?
—No estaba en nada —dijo Sandra con desdén—. Nunca participaba en ningún comité, nunca jugaba a nada, nunca salía con chicas. Creo que ni siquiera hablaba con chicas. Lo llamábamos agente secreto X-9.
—¿X-9?
—Siempre actuaba como si fuera de un lugar secreto al otro, no podía hablar con nadie.
—Quizá tuviera una vida secreta muy rica —sugerí.
—Qué va.
—Qué va —masculló el barman—. Era solo uno de esos chicos que se dedican al aeromodelismo y la masturbación.
—Se suponía que sería el orador de nuestra clase inaugural —dijo Sandra.
—¿Quién? —pregunté.
—El doctor Hoenikker… el viejo.
—¿Qué dijo?
—No se presentó.
—¿Entonces no hubo discurso de inauguración?
—Sí que hubo. El doctor Breed, la persona que usted verá mañana, se presentó, sin aliento, y dio una especie de charla.
—¿Qué dijo?
—Dijo que esperaba que muchos de nosotros nos dedicáramos a la ciencia —dijo Sandra. No lo decía con sarcasmo. Trataba de recordar un discurso que la había impresionado. Lo repetía a tientas, concienzudamente—. Dijo que el problema del mundo consistía…
Tuvo que detenerse a pensar.
—El problema del mundo —continuó dubitativamente— consistía en que la gente aún era supersticiosa en vez de ser científica. Dijo que si todos estudiaran más la ciencia, no habría los problemas que hay.
—Dijo que un día la ciencia descubriría el secreto básico de la vida —intervino el barman. Se rascó la cabeza y frunció el ceño—. Creo que el otro día leí en el periódico que al fin habían descubierto cuál era.
—Yo me lo perdí —murmuré.
—Yo lo vi —dijo Sandra—. Hace un par de días.
—Así es —dijo el barman.
—¿Cuál es el secreto de la vida? —pregunté.
—No me acuerdo —dijo Sandra.
—Las proteínas —declaró el barman—. Descubrieron algo sobre las proteínas.
—Sí —dijo Sandra—, eso.
Un barman más viejo se acercó para participar en nuestra conversación en la sala Cape Cod del hotel Del Prado. Cuando oyó que yo estaba escribiendo un libro sobre el día de la bomba, me dijo cómo había sido ese día en el bar donde estábamos sentados. Hablaba como el comediante W.C. Fields y su nariz parecía una frutilla gigante.
—Entonces no se llamaba Cape Cod —dijo—. No teníamos estas jodidas redes y conchillas. En aquellos tiempos se llamaba Tipi Navajo. Tenía mantas indias y cráneos de vaca en las paredes. Había pequeños tambores sobre las mesas. La gente tocaba los tambores cuando quería ser atendida. Intentaron obligarme a usar un tocado de plumas, pero me negué. Un día vino un auténtico navajo y me dijo que los navajos no vivían en tipis, y le respondí que era una jodida lástima. Antes había sido la sala Pompeya, con yeso reventado por todas partes; pero aunque le cambien el nombre a la sala, nunca cambian los jodidos apliques. Nunca cambian la jodida gente que viene ni la jodida ciudad. El día en que arrojaron la jodida bomba de Hoenikker contra los japoneses vino un pícaro que trató de mangar un trago. Quería que le diera un trago porque el mundo llegaba a su fin. Así que le preparé un “Deleite del Fin del Mundo”. Le di media pinta de crema de menta en un ananá hueco, con crema batida y una cereza encima. “Ahí tienes, jodido hijo de puta —le dije—. No digas que nunca hice nada por ti”. Cayó otro sujeto que dijo que renunciaría a su trabajo en el laboratorio de investigación; dijo que cualquier cosa en la que trabajara un científico terminaría por ser un arma. Dijo que ya no quería ayudar a los políticos con sus jodidas guerras. Se llamaba Breed. Le pregunté si era pariente del jefe del jodido laboratorio de investigación. “Ya lo creo”, me dijo. Era el jodido hijo del jefe del laboratorio.
Por Dios, ¡qué fea es la ciudad de Ilium!
“Por Dios —dice Bokonon—, ¡qué fea es toda ciudad!”.
Caía aguanieve a través de un inmóvil manto de niebla. Era de madrugada. Yo viajaba en el sedán Lincoln del doctor Asa Breed. Estaba descompuesto, todavía bajo los efectos de la borrachera de la noche anterior. El doctor Breed conducía. Las ruedas del coche se enganchaban en los rieles de un sistema de tranvías abandonado tiempo atrás.
Breed era un viejo de color rosado, muy próspero, vestido con elegancia. Se veía civilizado, optimista, competente, sereno. En contraste, yo me sentía desaliñado, enfermo, cínico. Había pasado la noche con Sandra.
Mi alma apestaba como el humo de la pelambre de un gato en llamas.
Pensaba lo peor de todo el mundo, y sabía algunas cosas bastante sórdidas sobre el doctor Asa Breed, cosas que me había contado Sandra.
Sandra me dijo que en Ilium todos creían que el doctor Breed había estado enamorado de la esposa de Felix Hoenikker. Me dijo que la mayoría de la gente pensaba que Breed era el padre de los tres hijos de los Hoenikker.
—¿Usted conoce Ilium? —me preguntó.
—Es mi primera visita.
—Es un pueblo de familias.
—¿A qué se refiere?
—No hay mucha vida nocturna. La vida de todos se centra en su familia y su hogar.
—Parece muy sano.
—Lo es. Tenemos muy poca delincuencia juvenil.
—Estupendo.
—Ilium tiene una historia muy interesante, además.
—Eso es muy interesante.
—Era el trampolín.
—¿A qué se refiere?
—Para la migración hacia el Oeste.
—Ah.
—La gente se aprovisionaba aquí.
—Eso es muy interesante.
—El lugar donde ahora está el laboratorio era la vieja cárcel. Allí también realizaban los ahorcamientos públicos de todo el condado.
—Supongo que en ese entonces el crimen terminaba mal, igual que ahora.
—En 1782 colgaron a un hombre que había matado a veintiséis personas. Muchas veces pensé en escribir un libro sobre él. George Minor Moakely. Cantó una canción en el cadalso. Cantó una canción que había compuesto para esa ocasión.
—¿Sobre qué era la canción?
—Puede encontrar la letra en la Sociedad Histórica, si le interesa de veras.