Por la mañana dejó de nevar. Salí. Pis de perro manchaba los montículos. El hollín picaba los bancos de nieve. Ahora se oían las paladas.
Las tiendas pusieron sal gruesa en las veredas. La sal se metía entre las patas de los perritos. Los perritos lloriqueaban. Ahora se oían las paladas.
De nuevo funcionaban los ferris. Se podía ir a Hoboken. Habían desenterrado a los autos de sus tumbas de nieve. Donde antes había un auto ahora había un espacio del largo de un coche en los bancos de nieve. Se oían las cadenas de los coches.
Ella no habría podido quedarse. Lo sabía. No obstante, despuntó la angustia. Había soportado demasiadas pérdidas. Era inútil ir tras ella. Esperar. Afuera de la universidad. Discutir. Suplicar. Amenazar. Exigir. De nada serviría. Era inútil ir al centro. Apostarme. En la puerta de la casa de Michael. Mirando la pared ciega. Esperando a que ella bajara las escaleras. Ya había hecho esas cosas en mi vida: de nada serviría. Se había ido. No obstante, fui. Y me aposté. Afuera de la universidad. Con esperanza. No obstante, fui. Y me quedé mirando el edificio de Michael. El estudio no tenía ventanas a la calle. Era casi una habitación secreta. Apostado. Enfrente. Contra la reja de una iglesia episcopal. Mirando hacia arriba. Sufriendo. De nada sirvió. Me había sido dada una noche. Ella ya no estaba. Fui a la esquina y le chiflé a un taxi que frenó a mi lado, salpicando nieve sucia.
En el vestíbulo del hotel, nadie tenía aspecto de entender lo inútil del asunto. Las mujeres llevaban pieles y los hombres maletines. Fui hasta el quiosco y compré un periódico. Alguien dijo: “¿Sube?”. Subí. En el pasillo pasé delante de los carritos con sus sándwiches mordidos, a medio devorar. Las servilletas manchadas, las jarras de café. Metí la llave en la cerradura de mi puerta.
Apenas entré supe que ella había pasado por la habitación.
Sobre el escritorio estaba la llave que le había dado.
Y sobre la mesa baja, frente al sofá, estaba mi álbum de fotos. Y en el álbum, verde como follaje, el dinero.
Entonces supe que Michael también había pasado por ahí.
Abrí el álbum.
Ah, no habían desfigurado nada. En realidad no. Ni pintarrajeado ni tachado ni mutilado las imágenes de mí. Yo seguía ahí: en todas las fotografías. Todos mis yoes sucesivos. Si se la pasaba hacia delante, la serie envejecía, y, hojeándola hacia atrás, rejuvenecía. Lo que habían hecho, y por cierto era gracioso, los imaginaba riendo, el efecto era gracioso, lo que habían hecho juntos y, me pareció, hasta de manera bastante artística, era recortar de los billetes apilados, no de todos por supuesto, solo de los necesarios, los retratos presidenciales que adornan la moneda nacional y, con cuidado, ah, con infinito cuidado, pegar montar superponer, sobre la cara joven madura y finalmente envejecida que a través de los años yo había ofrecido a una cámara amable o cruel, las distinguidas cabezas de Washington Lincoln Jackson Grant todos los presidentes del dinero.
Era un resumen de mí, supongo. La suma no era insustancial, al fin y al cabo. Yo no era ninguna de las cosas que creí que sería. Era solo dinero. Bueno. Habían sido muy claros: ella diría clarísimos.
No me molesté en quitar las cabezas presidenciales. Parecía muy tarde para negar lo que fuere. Me acerqué a la ventana y miré hacia afuera. Ahora estarían juntos, bajo el tragaluz. Abajo, por la nieve sucia, pasó un maricón. Un maricón con dos perros, un caniche y un afgano. Incluso desde la ventana vi que los perros llevaban collares enjoyados. Pasó un policía. Lo vi mirar los collares enjoyados, en los que se abrochaban las correas de cuero, y luego mirar al maricón vestido con parka y botas de esquí que paseaba los perros, y todos pasaban. Pasó una chica con una bolsa de red de hacer las compras. Pasó un camión de ruedas pesadas. Pasó un taxi. Pasaban de blanco. Pasaban de negro. Pasaban viejos. Pasaban maduros. Pasaban jóvenes. Pasaban lentamente. Pasaban deprisa. Pasaban con frío. No paraba. El pasar no paraba. Nunca pararía. Maricón policía camión taxi chica blanco negro has estado en Cincinnati voulez-vous venir en surprise-partie avec moi. Vote por José Fuentes. Todo pasaba. Nada pasaba. Yo pasaba.
Un hombre sentado a la mesa
Sostiene un libro que nunca has escrito
Mirando las secreciones de palabras
Mientras se revelan.
WALLACE STEVENS,
The Lack of Repose
Me alejé a rastras del arbusto que crecía junto a la ventana y eché a correr. La huida era lo único que me daba seguridad. Si paraba, me pondría a aullar. Sabía que no tenía que parar. Llevaba aquello en las tripas. En mi garganta seca cerrada. Encorvado dolorido acobardado herido de muerte aullaría en la noche. Aterrando aquellas casas. Aquel césped bien cuidado. Aquellos pianos suavemente lustrados. Temblarían las salas. Se encogerían las alfombras. Si paraba. Si en algún momento lo dejaba salir. Aquel animal herido apaleado. Y no lo hice. No aullé. Seguí corriendo. Aún tenía puestas las zapatillas. Y no aullé.
El club estaba cerrado. Manejé hasta casa. El interior estaba oscuro. No paraba de decirme: estás acabado. Has llegado al fin. Quería quedarme quieto en un espacio vacío y juntar las manos de un golpe. Quería arrastrarme. Quería cavar un túnel. Caminar parecía poco natural. Quizá si hubiera andado en cuatro patas no habría sido tan doloroso.
La casa me miraba. Yo sabía que ya no era mi casa. Pero lo más espantoso era que aquello no era inesperado. Lo había visto venir. Había estado viniendo. Dando pasitos hacia mí. Por más que no lo hubiera visto claramente y por más que no lo creyera yo había sabido que se acercaba. Me estaba volviendo viejo. ¿Aquello pasaba simplemente porque me estaba volviendo viejo? Se deshacen de uno. Se cierra la puerta que siempre estaba abierta. El teléfono que siempre sonaba queda en silencio. Eligen a otros donde antes lo elegían a uno. En el suelo al otro lado de la ventana con la música inaudible estiró la mano bajo el pulóver suave y le desprendió el corpiño. Yo no había aullado. Había corrido. Estaba acabado.
Hice mi equipaje. En la valija puse las medias estriadas, los pantalones caros, las camisas con monogramas nítidos, los zapatos buenos, el saco sport de tweed, el traje negro de forro fino. En la valija puse el álbum con fotos de mí. No había libros que empacar. No quería libros. Ya compraría libros. En cualquier caso, leer me hacía daño. En la valija puse los calzoncillos, que en los últimos años se habían agrandado en la cintura, y un suéter sin mangas. Imaginaba que haría frío en Nueva York. Era enero y haría frío en Nueva York. Escapaba a Nueva York. Podía ir a cualquier parte: tenía suficiente dinero. Tenía el dinero de los años de abundancia. No iba a dejar que aquella perra metiera mano en el dinero que quedaba. En la valija puse el kimono de seda que había comprado en la fábrica de seda de Kioto. Habría podido usar el dinero que aún tenía para volver a Japón. Japón era el mejor lugar donde no ser nada. Los norteamericanos que había conocido en Japón estaban todos más o menos acabados. En Japón el sexo había sido como solía ser el licor en la selva o en las islas. El sexo despertaba la misma obsesión que en otros lugares la bebida. Pero yo no quería regresar a Japón, y París, donde también había vivido, no era lugar para esconderse. Suiza era tranquila pero yo no quería una vida tranquila. No quería esquiar ni comprar relojes ni dar largos paseos por la campiña delante de los pequeños huertos. Quería perderme. Quería evaporarme. Quería ir a un lugar que me extirpara el dolor. Regresaba a Nueva York.
En la casa no destruí nada, aunque mientras hacía la valija pulsaba, palpitaba en mí el deseo de destruir cosas. Cortar la ropa de mi mujer. Destrozar los cuadros que había comprado en épocas de prosperidad. Abrir las canillas e inundar todo y desparramar las cenizas de la chimenea y acuchillar el tapizado del diván y prender fuego la cama de dos plazas. Después de empacar no hice nada de eso, pero en cambio recorrí la casa y encendí todas las luces. Cada lámpara, la cóncava, la convexa, cada luz del techo, la directa, la indirecta, en toda la casa, las luces del patio, las luces del garaje a cielo abierto, todas las luces que había. La casa ardía. Estaba por completo iluminada. Utilizaba todos los circuitos. Luego llamé a la empresa de taxis y esperé el taxi en la casa ardiente y la dejé relumbrando entre las casas oscuras o poco iluminadas del barrio. El taxi me llevó al aeropuerto y aquella luz de mi casa, aquel fuego que yo había prendido sin prenderlo, permaneció en mi mente durante todo el rato que esperé en la terminal a que llegara el enorme jet y anunciaran mi vuelo. Eran las doce y diez cuando abordé el avión rumbo a Nueva York. Tenía una ventanilla. A las doce y media despegó. Las luces azules de la pista se borronearon. Mientras el avión se elevaba, pensé que el dolor iba a disminuir, pero no disminuía. Tal vez aún no estaba lo bastante lejos para que disminuyera. Me quedé mirando la cajita cúbica del televisor ubicado sobre mí. Terminó el noticiero nocturno. Alcé la mano y apagué el delgado rayo de la luz de lectura. Esperaba que me envolviera la oscuridad. Volábamos a once mil metros. ¿Era lo bastante alto? Volábamos a ochocientos kilómetros por hora. ¿Era lo bastante rápido? ¿Qué sería lo bastante rápido, lo bastante alto, lo bastante lejos, lo bastante oscuro para el lugar adonde me dirigía? Debajo estaba el continente. Hubo turbulencias incómodas. Impecables en sus trajes entallados, las azafatas se movían a oscuras por la cabina. Aparecieron pequeños sándwiches triangulares. Café en vasos de plástico. Comí mecánicamente. Bebí mecánicamente. Pronto empezaría la película. La había visto. Quería dormir. Recé por dormirme. Sueño y distancia: eso necesitaba. Un sueño profundo, una distancia inmensurable. Seguía reclinado en el asiento, insomne, en la oscuridad de la cabina. Comenzó la película. Miré los auriculares enchufados en las orejas de los pasajeros. Parecían estetoscopios. Los pasajeros eran médicos convocados para tratar una enfermedad grave. Estaba solo. Había abandonado todo. Lo había dejado ardiendo en un fuego simbólico. El avión se sacudió. Sobrevolábamos Colorado. Colorado no estaba lo bastante lejos. El avión se estabilizó y siguió volando. Un poco deseaba que no se detuviera. Que atravesara continentes. Océanos. Polos. Me quedaría así, en el asiento reclinado, con la almohada hecha un bollo, la máscara de oxígeno ahí, la salida de emergencia allá, mientras la azafata hacía sus rondas. Cada tanto titilaría una señal. Me abrocharía el cinturón. La señal se apagaría en silencio. Me desabrocharía el cinturón. Obedecería las normas como si importaran las precauciones de seguridad. Leería las revistas que hubiese como si tuvieran algo que leer. Más tarde se agotarían las revistas. Se acabarían los sándwiches triangulares, las aceitunas en palillos, los bastones de zanahoria. Se acabaría el combustible. Alternarían la luz y la oscuridad. Debajo la tierra se volvería irreconocible. Montañosa, nevada. Habría formaciones nubosas de naturaleza desconocida. Yo seguiría hasta el fin, con el televisor encendido. Era un modo de morir.
De pronto, no podía respirar. Se me cerraban los pulmones. Era como si no quedara aire en el avión. El avión estaba en silencio. La película había terminado. Los rayos de luz se habían apagado. No podía tragar. Boqueaba. De veras iba a morir. Aterrado, apreté el botón de emergencia.
Se materializó la azafata.
Se inclinó sobre mí.
La presión me ocluía los ojos.
—No puedo respirar.
—¿Quiere una máscara de oxígeno?
Me aflojó el cuello de la camisa.
Hice un esfuerzo.
Era como si hubiesen extraído todo el aire nutricio del avión. La cabina se convirtió en un tubo vacío. Sin aire volaba a toda velocidad por la oscuridad paralizada.
Ella estiró la mano y giró la válvula de aire. Un siseo. Aire nocturno, ventoso, frío. Que llegaba de la gran oscuridad exterior.
—Respire —dijo—. Despacio. Hondo.
Lo hice.
Ella era el único ser en el mundo. Ninguno de los pasajeros se movió. Las revistas siguieron tiradas sobre los regazos dormidos e indiferentes.
Se desbloqueó la presión. Disminuyó el esfuerzo. Pude tragar. Pasó el pánico. Solo ansiedad. No iba a morir. Aún no. La azafata se alejó. Después clareó al otro lado de la ventana y llegó la mañana.
Al principio no podía salir del hotel. Estaba en el octavo piso. Miraba por la ventana. Veía las rocas húmedas y oscuras de Central Park y los árboles desnudos. El cielo era del color de la lluvia. El radiador siseaba y luego retumbaba y luego siseaba. La habitación estaba bastante templada. No podía salir. Aún no. Aquella era una especie de cueva bien amueblada en la que me había metido a rastras. Para morir: o para dar a luz. Para eso servían las cuevas. La mía estaba frente a Central Park.
Al otro lado de la calle un chofer lustraba un Cadillac estacionado. Pasó un hombre. Leía un periódico. Después una mujer, de piernas delgadas, con una agenda de cuero marrón. Después un hombre de impermeable blanco. Se esperaba lluvia. Yo no esperaba nada. Pasó un joven, fumando. El chofer seguía lustrando el coche. Lustraba el baúl del Cadillac. Era obvio que empezaba por el baúl. No esperaba lluvia o tenía órdenes de lustrar el Cadillac con independencia del clima. Pasó un hombre calvo con un afgano. Llevaba la correa floja y el perro se agachó en la cuneta. Yo estaba cansado. No había dormido en el avión. Me dio miedo dormir después de la alucinación de no poder respirar. Pensé en acostarme a dormir en un rato. El chofer ahora lustraba el techo del Cadillac. Pasó una chica envuelta en un abrigo de piel llevando una bolsa de papel madera. Una chica con botas altas. Luego tres vendedores se pararon junto al cordón. Tenían tres maletines y todos iban con paraguas. Todos esperaban lluvia. Yo me había quedado delante de la ventana con el abrigo puesto. Entonces me lo quité. Me quité la corbata. Fui al dormitorio. El botones había puesto la valija sobre un estante de metal plegable. Desempaqué. Al terminar volví a la sala de estar y de nuevo me puse a mirar por la ventana. El chofer estaba lustrando los picaportes del Cadillac. Me senté en uno de los dos sillones de tapizado verde que había en la sala de estar. La suite costaba demasiado. Pero estaba demasiado cansado para que eso importara. Más tarde me mudaría a algo menos costoso. Desde la silla solo se veía el cielo y la línea dentada de los techos. Debía intentar dormir. Me levanté y miré por la ventana. El chofer estaba dentro del Cadillac y lustraba el volante y el tablero.
Cuando desperté estaba oscuro. Encendí todas las luces de la sala. Pensé que cenaría en la habitación.
Había un grabado en la pared del hotel. Detrás de la antena del televisor. Era una escena de caza inglesa. Lo desenganché del soporte y lo bajé para estudiarlo más de cerca.
El pie decía: “Tom Moody: el montero”.
¿Qué era un montero? Algo relacionado con la caza. El viejo Tom, el montero, había muerto. Leí los versos:
Vestidos de cazadores,
seis tapahoyos arteros
cargaron al pobre Tom
a su postrer agujero.
Identifiqué a los seis tapahoyos. Eran los portadores del féretro, en el que llevaban sobre los hombros al viejo Tom muerto.
Apareció su caballo
al que tenía por su alma
llevaba una cola’e zorro
en su cabeza calma.
¿Así que llevaba una cola de zorro? Y la cabeza calma. Miré el caballo blanco. El alma del montero. Miré la escena agreste inglesa. ¿Quién era la mujer que lloraba, con un niño en brazos, delante de la casita con techo de paja? Parecía joven. ¿Qué era, del viejo Tom? ¿Alguna vez él se había agachado bajo la ventana ahumada por la tierra ardiente y visto una mano obscena extenderse y meterse para desabrochar el corpiño agreste de la chica? ¿El viejo Tom había aullado en el prado de caza? ¿Escapado? ¿Se había ocultado? ¿Paralizado? ¿Había decaído? ¿Estaba acabado?
Solo lleva por trofeo
una fusta, gorra, botas
y un rezagado sabueso
seguidor de almas rotas.
Había un sabueso. Claramente rezagado.
Ah, nunca más por los valles
alma alguna oirá su voz
ni se hará eco el cielo
de su disparo feroz.
El viejo Tom Moody. Se quedó sin su cielo. Disparó el último disparo. Bueno: yo también. Adiós, viejo montero. Si no lo hacen las perras, te agarrará el cielo. En el ángulo derecho del grabado, leí el saludo de despedida, escrito en letra pequeña:
Nos resta un último adiós
y decir: ¡tally-ho, tally-ho!
Colgué a los seis arteros tapahoyos en la pared. Llamé al servicio de habitación y pedí la cena. Apagué la lámpara bajo la que había leído los versos. Apagué todas las luces. La sala se hundió de nuevo en la oscuridad. ¡Tally-ho! Por la mañana saldría. Sentía la presencia de la ciudad. ¿Me hallaba en casa? Cerré los ojos. Las luces, las calles se agolparon en mí. Afuera la noche rebosaba de encuentros. Oí los trenes venir en dirección a casa. Porque, a fin de cuentas, era mi ciudad. En otro tiempo me había curado. Sus multitudes, como enormes secantes, habían absorbido mi vida. Sinagoga rota. Tapa de alcantarilla humeante. Puerta eternamente giratoria. El asfalto con obscenidades escritas en tiza y los juegos y las flechas de los niños que apuntan misteriosamente a ninguna parte. Decapitado, mi cabeza flotante en el túnel del subterráneo. Apretados, libros de texto bajo el brazo, dinero para almorzar en mis pantalones de pana, sigiloso, húmedo de deseo, por la mañana en la hora pico apoyado contra el pecho impersonal de alguna vendedora joven. Treinta y cinco años. Sí. Le había dado a la ciudad esa parte de mi vida posible. Sin duda, lo que se había roto en mí, la sensación de estar lisiado, se recompondría. Me curaría entre aquellos ángulos brutales. Me bañaría en ella como en unas termas. Convalecería en sus brazos indiferentes. El camarero llamó a mi puerta.
El edificio era redondo. Si no cabalmente redondo, al menos semicircular. En los balcones sobrios había sillas de verano y mesas de patio. Me quedé mirando el edificio con incredulidad. ¡Redondo! Antes no había nada redondo en Nueva York excepto el acuario. El efecto era un poco como el de una aparición. De pronto me di cuenta de que no recordaba qué había habido en esa esquina antes de que estuviera ahí el edificio redondo. Un policía agitaba las piernas en medio del frío. Estaba junto a un parquímetro. Al acercarme a él, me di cuenta de que era muy joven. Ahora los edificios eran redondos y el policía muy joven.
—¿Qué es eso? —le pregunté al policía.
Alzó la vista hacia el edificio.
Era de veras muy joven y tenía frío y llevaba mitones en las manos.
—Parece una cárcel, ¿no? —dijo el policía.
Yo no estaba seguro de qué parecía. Sencillamente era algo increíble.
—¿Qué había ahí antes? No me acuerdo.
—Si le digo, le miento —dijo el policía—. Tampoco me acuerdo. Algún edificio.
Sí: algún edificio. Banco, o prostíbulo, o club atlético. Histórico o no. No importaba y no me acordaba y el policía joven tampoco.
Me dirigí hacia lo que había sido la Sexta Avenida y ahora era Avenida de las Américas. Caminaría lento, pensé, y dejaría que la ciudad saliera a mi encuentro lentamente. Pero Nueva York no sale a tu encuentro lentamente. No es un paisaje. Sale a tu encuentro de golpe. Existe de manera constante en la periferia de tu visión. Casi siempre, en el borde de lo que estás viendo ves algo que aún no has visto. Siempre había sabido eso, incluso cuando era otra ciudad y yo vivía en ella, y ahora intentaba vivir en ella de nuevo. Una excavación enorme se abría en una calle que atravesaba la ciudad. Un destripamiento municipal. Bajo la calle había inmensas cañerías oxidadas enterradas en el barro y las rocas. Algunas estaban emparchadas en las junturas. Bajo tierra entre los intestinos de metal había hombres con cascos plateados sin brillo y herramientas sujetas a la cintura. El tráfico era imposible. Entré a desayunar en una cantina. No había ido muy lejos y ya estaba cansado. Mi mujer siempre había guardado un frasco rojo de vitaminas especiales en el botiquín. Mi mujer. El botiquín. Conocía aquella cantina. Su propietario, un hombre llamado Max Gitlitz, también era dueño de una cantina en el norte del Bronx en la época en que yo vivía en Woodland. No vi a Max en la caja. Había pensado que incluso después de diez años entraría y vería a Max Gitlitz en la caja. Me senté. Entraron dos hombres vestidos con sacos rojos. Leí el bordado de sus sacos: “¿Has estado en Cincinnati?”. Miré el mostrador. Bloques de carne curada yacían sobre una capa de perejil. Un pollo entero asado. Frascos de aceitunas rellenas. Una carne asada servida entre ajíes rojísimos. Tiras de salchichas alemanas. Fuentes de tomates en vinagre. Salames colgados. En un estante vi pequeños melones verdes españoles. Habían puesto ramitas de hojas verdes entre los melones. Llegó el camarero. Era un camarero reconocible como tal. Le pregunté por Max.
—Max se fue hace tiempo —dijo el camarero—. Al local lo han renovado tres veces.
Así que era eso, renovado. Tenía la palabra. En mi ausencia, en mi exilio, cuando yo también llevaba tiempo lejos, aquel lugar de extensión infinita, el lugar que yo recordaba, había sido renovado. Al menos tres veces. ¿Para convertirse en qué? ¿En aquellas luces intensas? ¿Aquella increíble redondez? ¿Aquellas excavaciones angustiantes? ¿Aquel policía joven? Tomé el desayuno y salí.
Paré en una esquina. Las manos bien metidas en los bolsillos. Estaban echando abajo el viejo teatro. Soplaba viento. Observé el tráfico. Los grandes camiones. Las furgonetas de los repartidores. Ruedas inmensas. Pasó Aire Acondicionado General. Pasó Heineken el Orgullo Cervecero de Holanda. Frenó. Se detuvo. Esperó. El conductor metió ruidosamente primera. Arrancó. Pasó Gross y Compañía. Pasó Provisiones La Cabeza de Jabalí de Brunckhorst. Pasó Alquiler de Autos Olin. Frenó. Se detuvo. Esperó. El conductor metió ruidosamente primera. Arrancó. Pasó Papel Satinado Brand. Pasó K. Masucci Hermanos.
¿Qué levantarían al desaparecer el viejo teatro, relegado al ayer por demolición? ¿Sería triangular? ¿Hexagonal? ¿Se retorcería, sobresaldría, se abovedaría, atravesaría, por fin, el orificio de smog? ¿Traspasaría desde abajo el cielo sentado a horcajadas sobre él? De nuevo empecé a caminar.
Había cuatro tipos negros en un portal. El cielo se había oscurecido. Era el final de la tarde y había refrescado. En el portal los negros tiritaban y movían las piernas. Estaban de pie como un cuarteto musical. Los dos más bajos al frente y los dos más altos detrás. Todos llevaban largos abrigos gastados. Los abrigos tenían los cuellos de terciopelo pelado vueltos hacia arriba. Incliné la cabeza contra el viento. Llevaba toda la tarde caminando y regresaba al hotel. Cuando me acerqué al portal, uno de los negros altos dijo suavemente: “Ven aquí, Lulu”. Pasé de largo. En la esquina soplaba un viento gélido. Entonces uno de los más bajos llamó: “Ven aquí, Lulú de mi corazón”. Doblé la esquina. Estaba por nevar.