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El buzo

Al borde del acantilado

La mujer de Guatemala

Una viuda descuidada

Un viaje a la costa marítima

La carretilla

Una chica maravillosa

La higuera

Cocky Olly

V.S. Pritchett

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EL BUZO

EN UNA CALLE LATERAL DE LA MARGEN DERECHA DEL SENA, donde el río se divide en la Île de la Cité, hay un edificio de ladrillos rojos y amarillos compartido por una empresa de comerciantes en cuero. Yo trabajé ahí cuando tenía veinte años. Las jornadas eran largas, el salario era bajo y el lugar olía a cigarrillos y borceguíes. Yo lo odiaba. Había ido a París para ser escritor pero se me había acabado el dinero y debía quedarme clavado en esa oficina. Cuántas veces no habré mirado hacia el río y envidiado la vida libre de los artistas y escritores en la otra orilla. Por ser inglés, yo era el hazmerreír de la oficina. La sola visión de mi cara rosada, regordeta e inocente y de mi cabello rubio hacía reír a todo el mundo; mi acento era malo porque no podía pronunciar la o como se debía; y para peor, como buen imbécil que era, no solo había admitido que no tenía una amante sino que me había jactado de eso. Esa era una novedad extravagante, toda una rareza para los muchachos de la oficina. Los hacía desternillar de risa. Una de sus bromas favoritas, incluso del viajante de comercio, un tipo llamado Claudel con quien yo tenía que trabajar, era hacerme salir a la puerta de calle a la hora del almuerzo y, cuando pasaba una chica o una mujer, darme un puñetazo en la boca del estómago y gritar:

—¿Cuánto pagarías por acostarte con esta? ¿Veinte? ¿Cuarenta? ¿Cien?

Yo intentaba sonreír pero, para ser franco, una hoja de vidrio gélido parecía interponerse entre mi persona y cualquier hembra que veía.

Solo había una mujer con la que los muchachos no jugaban este juego. Andaría entre los treinta y los cuarenta, supongo, madame Chamson, la costurera y lavandera de la otra cuadra. Su taconeo se oía desde lejos cuando venía, casi corriendo, a ver a Claudel con una pila de chaquetas y pantalones en el brazo. Había hecho un arreglo con ella para que le limpiara y remendara los trajes por muy poco dinero. A cambio… bueno, se decían muchas cosas. Ella tenía un cabello pecaminosamente teñido y voluminoso, duro como la laca, sobre unas cejas arqueadas y en permanente exclamación, y cuando se acercaba a nuestra puerta siempre asomaba una mueca irónica en la comisura de sus labios. Irrumpía en la oficina con su ajustada pollera azul marino, llamaba a los muchachos y a Claudel, les estrechaba la mano a todos y cada uno, y les contaba alguna historia que siempre terminaba en un susurro, previa mirada obscena a su alrededor. Después daba un paso atrás y soltaba una carcajada estentórea. Yo nunca participaba en ese círculo secreto, y si por casualidad sonreía, ella me miraba con expresión entre severa y ofendida y se iba frunciendo el ceño. Un día, después de haber contado una de sus historias, gritó desde la puerta:

—Se pasa todo el día parado en esa galería con todas esas mujeres desnudas, vuelve a casa deshecho, acabado.

Los muchachos de la oficina se agarraban con fuerza unos a otros de puro placer. Ella estaba hablando de su esposo, que era auxiliar en el Louvre; un tipito de piel grasosa al que a veces veíamos con ella, al que le gustaba pescar y cuyo aliento olía a vino blanco. Debido a su arreglo con Claudel, y a las historias que contaba, madame Chamson era una mujer muy respetada.

A mí ella no me gustaba; me parecía un pájaro de presa; pero no podía dejar de mirar su escote turgente y su boca torcida. Tenía miedo de su lengua. Ella se dio cuenta en seguida de que yo era el hazmerreír de la oficina; pero cuando encima le contaron que quería ser escritor… Si sentía alguna curiosidad por mí, se esfumó en ese mismo instante. “Podría contarle una historia”, dijo. Para ella yo no existía. Ni siquiera se tomaba la molestia de estrecharme la mano.

Las calles y las avenidas de París tienen nombres de escritores; hay estatuas de poetas, novelistas y dramaturgos que hacen ademanes hacia los pájaros, las niñeras y los niños que pasean por los jardines. ¿Cómo se habían hecho famosos esos hombres? ¿Cómo habían comenzado? Para mí, comenzar era imposible. Andaba por ahí cargado de historias, pero cuando me sentaba en un café o en mi propio cuarto lapicera en mano y con una hoja en blanco delante, no podía tocarla. Sentía que se me hinchaba la cabeza, el pecho, las piernas y los brazos, como si quisiera arrojar un peso enorme sobre la página y no pudiera moverme. El instante portentoso aún no había llegado. Y además había otra razón. Cuanto más trabajaba en el comercio del cuero y cuanto más hablaba con los muchachos de la oficina, con los mecanógrafos y con Claudel, más se desdoblaba mi personalidad; cuando salía de la oficina y caminaba hacia el metro, practicaba francés para mis adentros. Las historias que yo tenía en mi interior brillaban en ese idioma extraño, y yo las actuaba y las contaba mientras caminaba, casi siempre en modo subjuntivo: pero cuando me sentaba frente a la hoja en blanco, el idioma inglés cerraba su boca taciturna.

¿Y de qué trataban esas historias? Imposible decirlo. Yo salía por la mañana y veía los edificios grises mal pintados de los barrios antiguos apoyados unos contra otros como personas, con las persianas levantadas y las ventanas como ojos negros y vacíos. Por las mañanas la gente desplegaba las frazadas y las colchas sobre los alféizares para que se airearan, y colgaban y se agitaban como lenguas comentando lo que ocurría por las noches entre los hombres y las mujeres. Las casas parecían encorvadas, exhaustas de tanto escuchar lo que decían; y coronando la ciudad estaba la iglesia de Sacré Cœur, muy blanca, erguida, me parecía, como un pájaro embalsamado bizantino de ojos vacuos y sin conciencia, presidiendo los hábitos de la carne y —a juzgar por lo que leía en los periódicos— también sus crímenes: sus asesinatos, sus violaciones, sus puñaladas por celos y por robo. A medida que mi francés mejoraba, los secretos de París empeoraban. Me asombraba que las multitudes que veía cada mañana en las calles hubieran sobrevivido a la noche anterior, y por cierto muchos de los transeúntes parecían tan insomnes y desvelados como los edificios.

Cuando hacía poco más de un año que estaba yo en París, catorce meses para ser exactos, estalló un drama que perturbó la monótona vida de nuestra oficina. Nos habían enviado en consignación un cargamento de pieles curtidas desde Rouen. Lo habían enviado por barcaza, método que no se empleaba usualmente en nuestra oficina. La barcaza, que era vieja, transportaba un cargamento variopinto; a pocos kilómetros de nuestro depósito, una mañana brumosa, un barco holandés que se confundió de canal chocó contra ella y la hizo naufragar. El gerente y la oficina entera —especialmente Claudel, que vio irse a pique su comisión— estaban indignados. Afortunadamente la barcaza se había hundido muy despacio y a poca distancia de la orilla, cerca de nosotros; el agua no era tan profunda en ese sector. Llevaron una grúa en otra barcaza hasta el borde del agua y, durante toda una semana apasionante, bajaron a un buzo para que salvara lo que pudiera de la mercadería. Claudel y yo teníamos que ir al muelle a vigilar las operaciones y, si aparecía algún fardo de nuestro cargamento, debíamos trasladarlo al depósito y verificar los daños.

Cualquier cosa con tal de salir de la oficina. El buzo era el héroe de la semana para mí. Se paraba con su escafandra redonda y su traje sobre una ancha plataforma de madera que colgaba de cuatro cadenas; luego el motor escupía, las cadenas chirriaban y el buzo se sumergía con gran dignidad. Mientras el buzo estaba bajo el agua Claudel volvía, por enésima vez, a evaluar su comisión: ¿habría que calcularla sobre el precio de venta o sobre lo que se salvara del naufragio?

—Hasta ahora van cinco fardos —murmuraba obsesionado—. Uno y medio por ciento.

Sus dientes y sus ojos vibraban con las cifras cambiantes. Mientras tanto, en mi imaginación, yo avanzaba a tientas en la oscuridad del lecho del río con el héroe. Después nos acercábamos con curiosidad: el buzo estaba subiendo. Claudel me tomaba del brazo cuando el hombre emergía del agua con un montón de fardos empapados que chorreaban un líquido marrón y espeso. Él bajaba de la plataforma a la barcaza donde habían instalado la grúa; parecía una rana hinchada. Un operario le desatornillaba la escafandra, él mismo levantaba el visor y por fin podíamos ver la cara alegre y rozagante del joven buzo. El operario encendía un cigarrillo y se lo daba, y entonces una larga y sorprendente voluta de humo salía de la escafandra. Siempre se juntaba mucha gente a mirar en la pared del muelle, y cuando el buzo hacía eso, todos sonreían y muchos soltaban una carcajada.

—¿Ves eso? —decían—. Está dando una pitada. —Y el buzo sonreía y saludaba a la multitud.

Nuestra tarea era recuperar los fardos. Claudel controlaba primero los números en su lista. Luego nos ocupábamos de que los trasladaran a nuestro depósito, chorreando todo el camino, y una vez allí yo colgaba las pieles de unos palos para que se secaran. Era como colgar animales ahogados… incluso, pensaba yo, seres humanos.

El viernes de esa misma semana, a la tarde, cuando todos estaban cansados y hasta la multitud que miraba desde el muro se había reducido a cuatro gatos locos, Claudel y yo todavía seguíamos en el muelle esperando el último cargamento. El buzo ya había subido. Esa sería la última vez que lo veríamos antes del fin de semana. Yo esperaba ver lo que aún no había visto: cómo salía del traje. Me acerqué al borde del muelle para mirarlo más de cerca. Claudel me gritó que siguiera con lo mío y mientras él gritaba yo oí un ruido como un zumbido encima de mi cabeza y después sentí que un bulto grande y pesado me golpeaba los hombros. Me di vuelta y de repente me encontré volando por el aire, los brazos extendidos de asombro. París quedó patas arriba. Un segundo después, me estrellé contra la fría oscuridad; el agua subía por mis piernas y me tragaba. Había caído al agua.

La pared del muelle no era alta. Con un par de brazadas logré emerger escupiendo barro y me aferré a una anilla de hierro. Dos hombres tiraron de mis manos. Todos se rieron al verme salir.

Me quedé allí parado, empapado y embarrado; tenía paja en el cabello y bajo mis pies se había formado un charco, que se iba haciendo cada vez más grande.

—¿No me oíste gritar? —dijo Claudel.

Riendo y hablando, dos o tres hombres me llevaron hasta la pared; guarecido bajo su sombra me quité la camisa y el saco y empecé a escurrir el agua de mis pantalones. Hacía calor y me puse al sol. Vi que mis pantalones echaban vapor y oí el chapaleo de mis zapatos.

—Denle un ron caliente —dijo alguien.

Claudel se debatía entre vigilar los pocos fardos que habían quedado en el muelle o llevarme al bar de enfrente. Pero, evaluando los números y murmurando una que otra cantidad para sus adentros, decidió disfrutar del drama y acompañarme. Dijo que volveríamos enseguida.

Apenas entramos en el bar Claudel se aseguró de que mi llegada causara sensación. Yo siempre había sido objeto de escarnio en la oficina, pero ahora Claudel parecía estar orgulloso de mí.

—Se cayó al río. Casi se ahoga. Yo se lo advertí. Le grité. ¿No es cierto?

Los dos o tres parroquianos allí presentes admiraron mi proeza. El barman me sirvió un ron. Yo no podía meter la mano en el bolsillo porque todavía chorreaba.

—Mañana me lo pagas —dijo Claudel, y dejó una moneda sobre el mostrador.

—Bébelo de un trago —dijo el barman.

Yo ya había empezado a reír y a dar explicaciones.

—Estaba parado así nomás, en tierra firme, y de golpe salió volando por el aire y se hundió en el agua. Tres elementos —dijo Claudel.

—Solo falta el fuego —dijo el barman.

Se pusieron a discutir cuántos elementos había. Saltó toda una historia de hazañas de natación, leyendas de ahogados, cuerpos atados, asesinatos en el Sena. Alguien dijo que la morgue antes estaba llena de cadáveres. Y luego empezó un debate, como a veces ocurría en ese sector de París, acerca de la fecha exacta en que habían mudado la morgue de la isla. Yo intenté participar, pero me castañeteaban los dientes.

—Otro ron —dijo el barman.

Y entonces sentí que una mano tocaba mi chaqueta y mis pantalones. Era la mano de madame Chamson. Ella había bajado al muelle una o dos veces esa semana para hablar con Claudel. Había visto lo que había ocurrido.

—Él tendría que ir a su casa a ponerse ropa seca de inmediato —dijo con voz firme—. Tendrías que llevarlo a su casa —le dijo a Claudel.

—No puedo. Dejamos cinco fardos en el muelle —dijo Claudel.

—Este muchacho no puede volver al muelle —dijo madame Chamson—. Está tiritando.

Estornudé.

—Vas a pescarte una neumonía —dijo. Y le espetó a Claudel—: Tendrías que haberlo vigilado. Podría haberse ahogado.

Fue muy severa con él.

—¿Dónde vives? —me dijo.

Le dije dónde.

—Tardarás por lo menos una hora en llegar a tu casa —dijo.

Todos enmudecieron al oír la voz decidida de madame Chamson.

—Ven conmigo a la tienda —ordenó, tironeándome del brazo.

Me hizo salir del bar y, mientras caminábamos, mis botas crujían y chapaleaban. Dijo:

—En lo único que piensa ese hombre es en el dinero. ¿Quién iba a pagar tu funeral si te ahogas? ¡Él seguro que no!

Dos veces, pasando los negocios, mientras me tenía cautivo, les explicó sin detenerse a las personas en los umbrales de sus casas:

—Casi dejaron que se ahogara.

Tres chicas solían sentarse a coser y remendar en la ventana de su lavandería, y detrás de ellas casi siempre se veía a un hombre planchando ropa. Pero ya eran más de las seis y media y la lavandería estaba cerrada. Todos se habían ido. Me sentí aliviado. Ese lugar me perturbaba. Cuando empecé a trabajar en nuestra empresa, Claudel me dijo que podía engancharme con una de las costureras; si compartíamos la habitación reduciríamos nuestros gastos a la mitad, y ella cocinaría para los dos y se ocuparía de mi ropa. Así fue como comenzaron a burlarse de mí en la oficina porque no tenía una amante. Cuando llegamos a la tienda madame Chamson me condujo por un pasillo interno, que olía a humedad por culpa de las decenas de trajes y vestidos colgados allí, hasta una sala oscura. La sala daba a la pared gris, manchada, del patio.

—Quédate ahí —dijo madame Chamson. Y me hizo detener junto a un sofá—. No te sientes con esa ropa mojada. Quítatela.

Me saqué la chaqueta.

—No. No la escurras. Dámela. Voy a buscar una toalla.

Empecé a secarme el pelo.

—Toda la ropa —dijo ella.

Madame Chamson parecía más baja en su cuarto; su cabello se veía más tosco y sus cejas, menos expresivas. En realidad, yo nunca la había visto de cerca. Se había transformado en una mujer común y silvestre, doméstica. La boca se le había enderezado. Ya no daba muestras de humor o ironía. El busto se le había henchido de premura. El rumor de que era amante de Claudel evidentemente no era más que un chisme de la oficina.

—Veré qué puedo encontrar. No puedes volver a ponerte esa ropa mojada.

Esperé que saliera de la habitación. Me quité la camisa, me sequé el pecho y retiré los casi imperceptibles fragmentos de juncos del río que se me habían adherido a la piel. Ella volvió.

—Quítate esos pantalones, te he dicho. Dámelos. ¿Qué talle son?

Hundí la cabeza en la toalla. Fingí que no escuchaba. No soportaba la idea de desvestirme delante de madame Chamson. Pero mientras yo titubeaba ella se inclinó y sus uñas largas comenzaron a desabrocharme el cinturón.

—Yo lo hago —dije, nervioso.

Nuestras manos se tocaron y nuestros dedos se enredaron mientras yo me desabrochaba el cinturón. Con impaciencia empezó a desabotonarme la bragueta, pero yo la obligué a retirar las manos.

Retrocedió con mirada perentoria y rostro impávido. Fue la impavidez de su cara, su indiferencia hacia mí, su feminidad ordinaria, el tacto de sus dedos pragmáticos lo que me dejó indefenso. Ella no era la mujer procaz, coqueta y peligrosa que entraba en nuestra oficina balanceando las caderas, ni una de mis fantasías parisinas de sexo y peligro. Era simplemente una mujer. Y darme cuenta de eso fue desastroso. Un cambio increíble palpitó en mi cuerpo. Era incontrolable. Mis ojos furibundos, indefensos, le suplicaban que se fuera. Pero ella no se movió, implacable. Giré un poco el cuerpo y me incliné para ocultar mi enormidad al bajarme los pantalones, pero a medida que los iba bajando, centímetro por centímetro, aumentaba la manifestación palpitante. Logré sacar el pie de una pernera del pantalón, pero el zapato se me quedó trabado en la otra. Saltando sobre una de mis piernas, intenté liberar la otra. La toalla cayó al suelo y miré a madame Chamson con una súplica furiosa y el rostro rojo de vergüenza. Mi perturbación era demasiado clara. Estaba duro de terror. Casi al borde de las lágrimas.

El cambio en madame Chamson fue casi inmediato. Pasó de la indiferencia atareada al enojo.

—Jovencito —dijo—. Tápate. Cómo te atreves. Qué indecencia. ¡Cómo te atreves a insultarme!

—Lo siento. No pude evitarlo… —dije.

El pecho de madame Chamson se transformó en un fuelle que exhalaba indignación.

—Qué modales son estos —dijo—. Yo no soy una de esas putas. Soy una mujer respetable. Y esto es lo que gano ayudándote. ¿Qué dirían tus padres si te vieran? ¡Si mi esposo estuviera aquí!

Tenía mis pantalones en la mano. El zapato que me había traicionado cayó de la pernera del pantalón al suelo.

Ella se agachó tranquilamente y lo recogió.

—En cualquier caso —dijo, y por primera vez esa tarde vi asomar la sonrisa torcida en su boca, asintiendo hacia la toalla que nuevamente ocultaba mis vergüenzas— no tienes nada de qué jactarte.

Yo estaba mortalmente pálido ahora. A punto de desmayarme. Sentía esa curiosa y descerebrada estupidez que acompaña al estado en que me había puesto la naturaleza. Un milagro me salvó. Estornudé y volví a estornudar; la segunda vez con fuerza.

—¿Qué te dije? —dijo madame Chamson, adoptando un aire entre satisfecho y colérico. Desapareció por el pasillo que llevaba a la tienda y regresó con un par de pantalones que me arrojó a las manos, con el rostro enrojecido, diciendo:

—Pruébate estos. Si no te van bien, paciencia, no tengo otros. Voy a buscar una camisa. —Y pasó a mi lado, rápida como una saeta, rumbo a la puerta de la habitación, pero antes dijo—: Da gracias al cielo que mi marido salió a pescar.

La escuché murmurar por lo bajo mientras abría y cerraba los cajones. No regresó. Imperaba el silencio.

En la pequeña habitación sin aire, mirando hacia afuera (como si se tratara de una celda donde estaba atrapado), el silencio se volvía más grande todavía sobre la pared manchada y gris del patio. Parecía que madame Chamson se había encerrado en su enojo y no quería saber nada más conmigo. Consideré la posibilidad de irme, pero ella se había llevado mi ropa mojada. Me puse el par de pantalones que había arrojado al suelo; eran demasiado largos pero podía arremangarlos. Parecería el mayor de los estúpidos si salía a la calle vestido así. ¿Qué diablos estaba haciendo madame Chamson? ¿Me estaba torturando? Afortunadamente, mi condición imprevista había pasado. Me paré a escuchar. Me puse a mirar lo que había encima de la repisa de la estufa a leña y vi lo que —supuse— sería una foto de madame Chamson cuando era niña, con su vestido de primera comunión. Y entonces la oí decir con aspereza:

—Jovencito, ¿acaso piensas que soy tu mucama? Ven a recoger tus cosas.

Impostando una mirada amable y arrepentida fui hacia la puerta interna que conducía a un pasillo corto, de casi un metro de largo. Pero ella no estaba en el pasillo.

—Aquí adentro —dijo su voz cortante.

Abrí la siguiente puerta. La habitación también estaba a oscuras y lo primero que vi fue la punta de una cama, y en un rincón una silla con una falda oscura apoyada encima y una media colgando del apoyabrazos, y en el suelo un par de zapatos, uno de ellos caído de costado. Después, de golpe, vi un par de pies descalzos en la punta de la cama. Miré los dedos de los pies. ¿Cómo habían llegado allí? Y entonces vi: sin rastro alguno de ropa, madame Chamson —¿pero acaso ese cuerpo desnudo podía ser ella?— estaba acostada en la cama, el mentón apoyado en la mano, los labios entreabiertos como siempre que llegaba a nuestra oficina al borde de la risa; pero ahora no salía ningún sonido de esos labios; sus ojos, por lo general muy abiertos, estaban entrecerrados y me miraban con la fijeza de un gato blanco y grande. Bajé la vista y entonces vi otros dos ojos, grandes y marrones, que también me estaban mirando, y otras dos caras: sus pechos. Era la primera vez en mi vida que veía una mujer desnuda y me sorprendió la curva de las caderas, la línea del vientre y el vello negro como un bigote debajo. La cara de madame Chamson siempre estaba maquillada con una pátina de color casi naranja, y me asombró ver lo blanco que era su cuerpo del cuello para abajo, pero no era el blanco de las estatuas sino una mezcla de blanco y sombra, y en la cintura todavía tenía las marcas de la ropa demasiado ajustada que acababa de sacarse. Yo pensaba que era vieja, pero no; su cuerpo era joven y laxo.

La visión de ese cuerpo me atravesó. No me excitó. Sencillamente me quedé inmóvil, boquiabierto. Mi corazón parecía haber dejado de latir. Quería salir corriendo, pero no podía. Ella estaba demasiado cerca. Mi horror seguramente debía reflejarse en mi cara, pero ella no parecía notarlo: se limitaba a mirarme. Hizo un movimiento casi imperceptible con los labios y tuve miedo de que se echara a reír; pero no se rio; cerró muy despacio la boca y dijo entre dientes, con una voz grave y burlona:

—¿Es la primera vez que ves a una mujer?

Y, después de decir eso, una mirada triste ensombreció su cara.

Yo no pude responder.

Estaba acostada boca arriba y alzó la mano y sonrió una sonrisa ancha, plena.

—¿Y entonces? —dijo. Y empezó a mover las caderas.

—Yo… —balbuceé, pero no pude continuar. Todas las fantasías de mis caminatas por París mientras practicaba francés volvieron a mi memoria. Ese era el secreto de todas esas ventanas abiertas en París, el secreto de la cabeza de buitre del Sacré Cœur mirándolas desde lo alto. En una habitación como aquella, con un ropero en el rincón y ropas arrojadas sobre una silla, se representaba… ¿qué? Todo. Pero, en particular, para mi mente ahora presa del pánico, los crímenes que leía en los diarios. Me desesperé cuando ella extendió la mano.

—¿Nunca has visto antes a una mujer? —volvió a preguntar.

Me moví un poco, hasta quedar fuera del alcance de su mano, y dije con ferocidad:

—Sí que vi. —Mi respuesta me sorprendió.

—¡Ah! —dijo ella, y como yo no respondía se rio—: ¿Y dónde la viste? ¿Quién era?

Fue su risa, que yo tanto temía, la que liberó algo en mí.

Dije algo terrible. La charla que habíamos tenido sobre la morgue en el bar me vino a la cabeza.

—Estaba muerta —dije con frialdad—. En Londres.

—Ay, Dios mío —dijo madame Chamson sentándose y tirando del cubrecama, aunque estaba trabado a los pies de la cama y solo alcanzaba para cubrirle los pies.

Había llegado su turno de sentir miedo. Los titulares de los diarios se amontonaban en mi cerebro.

—Fue asesinada —dije. Titubeé. Quería ganar tiempo. Entonces salió.

—Fue estrangulada.

—¡Oh, no! —dijo y tiró violentamente del cubrecama con las dos manos, hasta que logró taparse los pechos.

—Yo la vi —dije—. En su cama.

—¿Tú la viste? ¿Cómo que la viste? —dijo ella—. ¿Dónde ocurrió todo eso?

Súbitamente la historia salió de mí, se fue construyendo mientras hablaba.

—Fue en Londres —dije—. En nuestra calle. La mujer era vecina nuestra, la conocíamos bien. Pasaba todas las mañanas bajo nuestra ventana cuando iba al banco.

—¡La asaltaron! —dijo la señora Chamson. La boca le temblaba de horror.

Vi que la tenía en mis manos.

—Sí —dije—. Era la dueña de una tienda.

—Ay, Dios mío, Dios mío —se lamentaba madame Chamson mirando la puerta a mis espaldas y luego, ansiosamente, a su alrededor.

—Una tienda de dulces y confituras —dije—, donde también comprábamos el diario.

—La mataron en su propia tienda —gimió madame Chamson—. ¿Dónde estaba su marido?

—No —dije yo—, la mataron en su dormitorio, en el fondo. Su marido había ido a trabajar como todos los días y el asesino debe haber esperado que se fuera. Bueno, en realidad sabemos que esperó que el marido se fuera. El que la mató era el repartidor de la lavandería. Solía ir a su casa dos o tres veces por semana. Ella tenía un asunto con él. Quedó tirada en el suelo, con la cabeza hacia un costado y una bufanda enroscada en el cuello.

Madame Chamson dejó caer el cubrecama y enterró la cara en las manos; después las bajó y dijo con suspicacia:

—¿Pero cómo fue que la viste en esas condiciones?

—Bueno —dije—, fue así. Mi hermanita andaba lloriqueando durante el desayuno y no quería comer nada y entonces mamá dijo: “Esta chica me saca de quicio. Ve a lo de la señora Blake —así se llamaba la mujer— y cómprale una barra de chocolate, chocolate con leche, que no tenga nueces, porque las escupe”. Y agregó: “Podrías aprovechar para decirle que a partir del viernes no queremos recibir más el diario porque nos vamos a Brighton. Espera, aún no he terminado… Toma este dinero y págale lo que le debemos. No te olvides, el año pasado te olvidaste y el porche se llenó de diarios. Debemos un mes”.

Madame Chamson asintió ante el comentario. Había olvidado que estaba desnuda. Ahora era la dueña de la tienda y volvió a mirar la puerta como si quisiera escuchar los pasos de algún cliente.

—Fui a la tienda y no había nadie cuando entré…

—¡Una mujer sola! —dijo madame Chamson.

—Entonces la llamé: “Señora Blake”. Pero no obtuve respuesta. Abrí una puerta interna y subí un corto tramo de escaleras. “Señora Blake”… Mamá me había insistido mucho, como le dije, para que pagara las cuentas. Así que subí.

—¿Subiste? —dijo madame Chamson, impactada.

—Yo ya había subido muchas veces con mamá, una vez que ella estuvo enferma. Conocíamos a la familia. Y bueno… allí estaba. Como dije, acostada en la cama, desnuda, estrangulada, muerta.

Madame Chamson me miró. Me observó lentamente de arriba abajo: primero el cabello, después estudió mi cara, y después bajó por el torso hasta los pies. Yo estaba descalzo. Y entonces miró mis brazos desnudos, hasta que llegó a las manos. Las contempló como si nunca en su vida hubiera visto un par de manos. Yo las restregué en mis pantalones, ella me confundía.

—¿Es cierto eso? —me acusó.

—Sí —dije—. Abrí la puerta y allí estaba…

—¿Cuántos años tenías?

No había tenido en cuenta ese detalle, pero decidí rápido.

—Doce —dije.

Madame Chamson exhaló un hondo suspiro. Estaba sentada muy rígida, conteniendo la respiración. Pude detectar un leve matiz de desilusión en aquel suspiro. Sentía que mi historia había perdido su encanto.

—Volví corriendo a mi casa —proseguí rápidamente— y le dije a mi mamá: “Mataron a la señora Blake”. No me creyó. No podía aceptarlo. Tuve que repetírselo varias veces. “Ve a verla con tus propios ojos”, le dije.

—Naturalmente —dijo madame Chamson—. Eras un niño.

—Llamamos a la policía —dije.

La palabra “policía” la hizo gemir con una rara satisfacción.

—En la lavandería hay una mujer —dijo ella— que estuvo en el hospital con ocho puntos en la cabeza. Le pegaron con una plancha. Pero fue el marido el que le pegó. La policía no hizo nada. Pero ¿y mi marido entonces…? ¿Qué hace mi marido? Se pasa todo el día en el Louvre. Después sale a pescar, como hoy. Cualquiera —dijo con vehemencia— podría meterse aquí.

Estaba viéndome como el protagonista de una escena imaginaria y tardó mucho en salir de esa fantasía. Entonces vio su propio hombro desnudo y, haciendo un mohín, dijo muy despacito:

—¿Es verdad que solo tenías doce años?

—Sí.

Me estudió largo rato.

—Pobre chico —dijo—. Y pobre tu madre…

Apoyó una mano en mi brazo y la dejó deslizarse plácidamente hasta la muñeca; luego apoyó la otra mano en mi otro brazo y apretó con fuerza; el cubrecama se deslizó un poco más abajo. Madame Chamson miró mis manos y bajó la cabeza. Después me miró a los ojos, artera.

—No fuiste tú, ¿no? —dijo.

—No —respondí, indignado. Intenté retirar mis manos, pero ella las retuvo. La historia se me fue de la cabeza.

—Es un mal recuerdo —dijo. Volvió a mirarme, una vez más, como me había mirado cuando entré por primera vez en su tienda, empapado de la cabeza a los pies y chorreando agua: como una mujer suave, común, decente. Empezó a palpitarme la sangre.

—Tienes que olvidarte de eso —dijo.

Y entonces, después de una larga pausa, me atrajo hacia sí.

Estaba perdido, en la cama.

—Ah —se rio ella, tirando de mis pantalones—. El buzo volvió a subir. Olvídate de eso. Olvídate de eso.

Y después ya no hubo más risas. En el pico de la pasión pude ver sus ojos: las pupilas habían desaparecido y solo quedaba ese blanco ciego.

—¡Mátame, mátame! —gritaba, torciendo la boca.

Después nos quedamos acostados, charlando. Me preguntó si era cierto que iba a ser escritor y cuando dije que sí me dijo:

—Hay que tener talento para eso. Mejor quédate donde estás. Es una buena empresa. Claudel ya lleva doce años ahí. Y ahora tienes que irte. Mi maridito está por volver.

Se levantó de la cama. En un abrir y cerrar de ojos me dio un traje que pertenecía a uno de sus clientes, un traje gris; el saco me quedaba bastante apretado.

—Te queda bien —dijo ella—. La próxima vez consíguete uno gris.

Yo me estaba mirando al espejo cuando llegó el marido con su caña de pescar y su canasta. No pareció sorprenderse. Ella recogió mi ropa mojada y la blandió con furia ante los ojos de su esposo:

—Mira esto. Ese idiota de Claudel dejó que este pobre muchacho cayera al río. Después lo trajo aquí.

El marido se me quedó mirando.

—¿Y tú dónde estabas? Siempre me dejas sola —insistió madame Chamson—. Podría entrar cualquiera. Este chico vio una mujer estrangulada en su propia cama en Londres. Tenía una tienda. ¿No es así? Un hombre entró y la asesinó. ¿Qué me cuentas?

El marido dio un paso atrás y me miró con interés.

—¿Pescaste algo? —dijo ella, todavía acusadora.

—No —dijo el marido.

—Bueno, yo sí —dijo burlándose—. Pesqué este pescadito.

—¿Quieres beber algo…? —me preguntó el marido.

—No, no quiere —dijo madame Chamson—. Será mejor que se vaya a su casa y se meta en la cama.

Nos estrechamos la mano. Monsieur Chamson me acompañó hasta la puerta de la tienda y madame Chamson me gritó desde el pasillo:

—Necesito ese traje de vuelta mañana mismo. Es de un cliente.

Todo cambió para mí después de aquello. Mis compañeros de trabajo me consideraban un héroe.

—¿Es verdad que viste un asesinato? —preguntaban los muchachos.

Y cuando madame Chamson vino a la oficina y yo le devolví el traje, dijo:

—Ah, aquí está… mi pescadito.

Y luego, temeraria:

—¿Cuándo vendrás a recoger tus cosas?

Y después fue a comentarle algo a Claudel y salió disparando.

—¿Sabes lo que acaba de decirme esta mujer? —me dijo Claudel, haciéndose el vivo—. Me dijo: “Ese inglesito me da miedo. ¿Le viste las manos?”.

AL BORDE DEL ACANTILADO

LA BRUMA EMPEZÓ A DISIPARSE HACIA EL MEDIODÍA. Se había estado expandiendo durante dos días, delgada y liviana, desdibujando las copas de los árboles del barranco donde se erguía la casa. “Como el aliento frío de los hombres viejos”, escribió Rowena en un intento de poema, pero tuvo la amabilidad de cambiar el verso por “la respiración de los fantasmas” porque Harry podía tomarlo como una afrenta personal. La verdad era que su aliento no era para nada brumoso; más bien olía a las docenas de cigarrillos que fumaba todo el día. Caminaba de un lado a otro, dando pasos cortos con la mano extendida, haciendo caer la ceniza con golpecitos mientras hablaba. Esa actitud le otorgaba una elegancia abstraída y minuciosa que su expresión severa y sus frases demasiado largas necesitaban imperiosamente. Envuelta en su salto de cama, Rowena fue a la habitación de Harry. Él se había sacado los anteojos y estaba recién afeitado; giró hacia ella su rostro arrasado por el paso de los años hasta el extremo de la santidad; no obstante, el labio inferior excesivamente grueso le daba un aspecto brutal, sin remedio. Ella se rio al ver que tenía jabón en las orejas.

—Los fantasmas se han marchado —dijo en vena poética—. ¡Podemos ir a Withy Hole! Pasaremos por el camino a Guilleth, ahí hay una feria. Te leen la suerte.

—Es un lugar aburrido —dijo él—. Solía estar lleno de brujas en el siglo dieciséis.

—Yo soy bruja —dijo ella—. Y quiero ir a la feria. Vi el anuncio. Empieza hoy.

—Vamos a ir —dijo él, cediendo a pesar de las sospechas.

Tenía más de setenta años y, cuando se está con una joven de veinticinco, lo menos que uno debía hacer era mostrarse suspicaz. Existen reglas para los viejos que se enamoran de jovencitas, reglas que son doblemente estrictas si las jovencitas se enamoran de ellos. Hay que hacer de cuenta que es un juego.

—Ya habrá clavelinas de mar en los riscos —dijo él.

—¡Eres un viejo botánico de alma! —dijo ella.

Estuvo a punto de responderle “Ya lo sé”, pero continuó diciendo que las chicas eran flores que tenían voz y que él había pasado gran parte de su vida coleccionándolas a ambas, las chicas y las flores; pero ya le había contado esas cosas hasta el hartazgo y a su edad había que evitar repetirse, dentro de lo posible. De todos modos, el cumplido era más eficaz cuando había más gente y muchos se daban vuelta para mirarla. Cuando las chicas jóvenes se hacían mujeres para él perdían toda la gracia: siempre había vivido de ensueños.

—Entonces está decidido —dijo ella.

Él la miró con una expresión súbitamente trágica. Ondulando la navaja dio inicio a esa costumbre suya, a la que solía recurrir cuando estaba nervioso, de insinuar unos pocos pasos de baile; ella le dio uno de sus típicos abrazos ligeros y salió corriendo de la habitación.

Debido a los caprichos organizativos de él y a esa costumbre que tenía ella de desaparecer para retocar el dibujo en el que estaba trabajando, empezaron tarde.

—Tenemos que comer algo —dijo ella, dando la orden.

Pero estaban en la casa de él, no en la suya. Y había vivido solo tanto tiempo que no podía tolerar la presencia de una mujer en su cocina; sencillamente no soportaba verla cortar una rebanada de pan o revolver los tenedores y los cuchillos o atascar el sumidero con hojas de té.

—Rowena y yo —le decía con voz militar a la gente que iba a visitarlos— comemos muy poco. Y no vemos a nadie.

Lo cual no era cierto, pero, como un general con aspiraciones literarias, él organizaba su imaginación. Se dejaba guiar mucho por la literatura. Su esposa se había vuelto loca y se había suicidado. Entonces, cuando estaba en su casa se veía como un Rochester; cuando iba en el auto, como el conde Mosca con la joven duquesa en La cartuja de Parma; cuando se encontraban con gente, como la mundana tía de Tolstoi. Ese era otro juego: una manera de educar a la chica.

Mientras él seguía quejándose, yendo y viniendo de la cocina a la habitación donde comían y viceversa, ella bajó tarde y haraganeó; echó hacia atrás su largo cabello negro, fascinándolo con sonrisas y miraditas de reojo, y se le fue encima mientras él intentaba conservar el equilibrio con una mantequera en la mano, le dio otro de esos abrazos ligeros y cautivadores, y se rio al verlo atajar la mantequera en el aire.

—¡Rowena! —gritó; ella había vuelto a irse—. Trae el auto.

La casa estaba justo en la mitad del empinado barranco, custodiada por detrás y por delante por un ejército de hayas y fresnos. Había una terraza y un ingenioso jardín escalonado y una variedad de plantas que lo mantenían ocupado durante la mayor parte del día; él mismo había moldeado los veinte o treinta escalones que conducían a la terraza a golpes de pico. Rowena había observado su tupida mata de grueso cabello gris y su cara bastante brutal y sus labios apretados mientras blandía la pica y la asestaba contra las piedras. Picaba con furia y orgullo, pero a veces levantaba la vista y la miraba con ojos cautivadores y brillantes. Su rostro antiguo y furioso contenía dolor naturalmente.

Ella sabía que él odiaba que le dijeran que tuviera cuidado al bajar los escalones. Conocía la ceremonia de acompañarlo hasta el auto y ayudarlo a entrar, porque era un hombre alto y anguloso que necesitaba plegarse sobre sí mismo; las rodillas casi le rozaban el mentón, donde convergían pesadamente las largas, profundas y desesperanzadas líneas de expresión de su cara. Le resultaba excitante conducir al anciano en un descenso peligrosamente rápido por el largo sendero circular entre los árboles y mostrarle lo peligrosa que podía ser, mientras él hablaba. Habló sin parar durante una hora, empezando por supuesto por la feria del lugar.

—Es una porquería. Plástico, comida barata. No vale la pena verla. El siglo veinte lo ha empaquetado todo.

Y después se explayó sobre los tiempos prerromanos, el antiguo espíritu del carnaval, los dioses y los demonios celtas; salieron del barranco rumbo a senderos profundos, donde conocía los nombres de todos los helechos que crecían en las paredes de piedra y las colinas sinuosas que hacían rechinar los dientes y sacudir la columna vertebral con sus curvas pronunciadas. Los ejemplos históricos fluían de sus labios. Según ella era el anciano Padre Tiempo, pero él no se lo tomaba en broma, aunque honró el comentario con una risa corta. Era parte del juego. Él no era el Padre Tiempo, porque, cuando uno llega a los setenta, se convierte en un avaro del tiempo, que lo acapara y que esconde los minutos, mientras que ella los gastaba rápido, sin tener en absoluto conciencia de que estaba viviendo en el tiempo.

Guilleth era un pueblito aburrido, polvoriento y metodista, con geranios en las ventanas de las casas. La kermés de Sammy estaba en un campo irregular en las afueras del pueblo, donde corrían los niños y los perros. Había una sola barraca de tiro al blanco; todavía estaban instalando el telón de fondo para la mesa de puntería. Había juegos con aros, muchos gritos y pocos visitantes. Pero cuando la pequeña calesita hizo sonar el silbato de tren, los niños se abalanzaron sobre el tosco círculo de vacas con manchas y grandes ubres rosadas, caballitos de madera, cerdos, tigres y hasta un par de jirafas.

El profesor lo veía como un pathos cultural. Le tenía miedo a Rowena. Ella siempre desplegaba una crueldad infantil cuando estaba con él. Con esa bella arrogancia, la misma que lo convertía en objeto de escarnio, bajó del auto y fue a buscar un helado. Él tuvo que distraerla para que no viera los peces dorados en las peceras. Probablemente querría llevarse uno a casa.

—Dame un poco de dinero —dijo Rowena yendo hacia la calesita. Se había formado una pequeña multitud a su alrededor—. Quiero subirme a la jirafa. Vamos.

—Yo te miraré desde aquí —dijo él con voz quejosa, limpiando sus anteojos.

Y allá iba Rowena, montada en una jirafa, alta y esbelta como una maestra de escuela entre los niños del pueblo; con su largo cabello, que echaba hacia atrás mientras daba vueltas y vueltas, parecía un milagro de juventud que iba volviéndose cada vez más y más joven. Había otras chicas; estaban los jóvenes del pueblo. También había un muchacho idiota montado de espaldas sobre una vaca, que pegaba patadas al aire y de tanto en tanto saludaba a la multitud. Erguida en su jirafa, Rowena no sonreía, pero al pasar lentamente delante del viejo lo saludaba con la mano.

El viejo miró su reloj. ¿Faltaría mucho?

—Voy a dar otra vuelta —gritó Rowena. Y no se bajó.