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Gaito Gazdanov

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I

NADA INFLUYÓ TANTO EN MI VIDA COMO LA ÚNICA MUERTE QUE COMETÍ y cuyo recuerdo ha ido dejando su regusto amargo en todos mis días. Y no es que me haya visto, ni entonces ni ahora, en peligro de recibir el menor castigo, pues todo sucedió en circunstancias excepcionales. Por otra parte, no hubiese podido obrar de otra manera y, además, nadie vio ni supo nada. Esa muerte fue una de tantas en las azarosas peripecias de la guerra civil rusa y, entre la acumulación de sucesos de aquella época, no tiene más valor que el de un episodio insignificante. Más aún, porque durante los escasos minutos, o segundos, que la precedieron, yo me hallaba en una situación cuyo desenlace a nadie podía interesar sino a nosotros dos: a mí y al otro hombre, al que nunca había visto hasta entonces. Y después volví a estar solo. Nadie más intervino en la acción.

No sabría decir cómo empezó aquello. Como casi todos los combatientes que no tienen más que una vaga idea de la situación, yo vivía en un estado de semiinconsciencia. Era verano y estábamos en el sur de Rusia. Los dos ejércitos llevaban cuatro días y cuatro noches de brega incesante, maniobrando en desorden: retrocedían aquí y avanzaban allá, y libraban escaramuzas por todas partes. Yo había perdido por completo la noción del tiempo y casi no sabía ni dónde me hallaba. De aquellos instantes, las únicas sensaciones que quedaron en mi memoria son las mismas que hubiera podido sentir en cualquier otra circunstancia: hambre, sed y agotamiento. Llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir. El calor era bochornoso y en el aire flotaba olor a humo; una hora antes habíamos salido de un bosque que ardía por uno de los costados; por entre los árboles trepaba una sombra inmensa, de estrías amarillas, y llegaba a lugares que el sol jamás había explorado. Yo estaba muerto de sueño y no veía dicha mayor que la de poder tenderme sobre la hierba reseca y dormirme en el instante, dejando que todo lo existente quedara en el olvido absoluto. Pero no había ni que pensar en eso, y seguía la marcha entre una neblina asfixiante; de vez en cuando tragaba saliva y me frotaba los ojos enrojecidos por el calor y el insomnio. Recuerdo que aproveché el momento en que mi unidad atravesaba un bosquecillo y me apoyé contra un árbol —“solo un instante”, pensé— para dormirme de pie, mecido por el crepitar de unas descargas de fusilería lejanas, que desde hacía tiempo ya eran un ruido familiar para nuestros oídos. Cuando volví a abrir los ojos, estaba solo. Salí de debajo de la bóveda de los árboles y me encontré con una carretera por la que me aventuré, siguiendo la dirección que, pensé, debían de haber tomado mis camaradas. Momentos después pasó a mi lado un cosaco que montaba un veloz caballo bayo. El cosaco me hizo una señal con la mano y al pasar me gritó algo que no entendí bien. Después de andar un rato tuve la suerte de tropezar con una yegua negra, muy flaca y escuálida, cuyo propietario ya debía de haberse hecho matar. La yegua llevaba las bridas y una silla de cosaco; pastaba aquí y allá, y con su cola larga y rala se azotaba sin descanso los ijares. En cuanto salté sobre la silla, la yegua emprendió el galope.

Seguíamos un camino desierto y sinuoso; de vez en cuando contorneábamos un bosquecito que me ocultaba la próxima curva. El sol estaba alto y el aire vibraba de calor. Por más que la yegua fuese a buen paso, yo tenía la sensación de moverme entre una especie de sopor universal. Sentía una terrible necesidad de dormir y esa necesidad daba a todo lo que me rodeaba una engañosa impresión de somnolencia.

Habían cesado los combates, todo estaba tranquilo; ni al frente ni a mis espaldas podía distinguir alma viviente. Y, de pronto, en una de las curvas de la carretera, que en ese recodo casi hacía un ángulo recto, mi yegua se desplomó en plena carrera. El cansancio había cerrado mis ojos y me hundí suavemente en el vacío, sin herirme, porque tuve tiempo para soltarme de los estribos. La bala había penetrado por la oreja derecha de la yegua y le había taladrado el cráneo. Me puse de pie, giré y vi, no muy lejos, a un jinete que se acercaba al galope —lento y pesado me pareció entonces— de un enorme semental blanco. Busqué el fusil, pero debía de haberlo dejado olvidado junto al árbol contra el que me había quedado dormido. Aún tenía el revólver y con grandes dificultades lo saqué de su funda, nueva y demasiado estrecha. Permanecí unos segundos con el arma en la mano; era tan grande el silencio que podía distinguir el seco golpeteo de los cascos sobre el suelo agrietado por el calor, el resuello fatigoso del caballo y otro sonido, como el tintineo de anillos muy ligeros. Después vi cómo el jinete soltaba las riendas y tomaba el fusil, que hasta ese momento había llevado cruzado sobre las rodillas. Entonces disparé. El hombre se estremeció, se escurrió lentamente de la silla y cayó al suelo.

Quedé clavado en el mismo lugar desde el que había hecho fuego, junto al cadáver de mi montura, y así permanecí por lo menos dos o tres minutos.

Todavía tenía mucho sueño y la sensación de agotamiento no se disipaba. El tiempo me alcanzó para pensar que ignoraba la suerte que me esperaba y si aún me quedaba mucho que vivir, cuando una necesidad irresistible de ver a quien había matado me obligó a dejar mi sitio para acercarme al jinete postrado. Nunca, y en ningún otro sitio, un trecho me pareció tan difícil de recorrer como los cincuenta o sesenta metros que me separaban del hombre exánime, pero de todos modos avancé despacio, un pie tras otro, sobre el suelo ardoroso y resquebrajado. Al fin me vi al lado del hombre. Aparentaba tener veintidós o veintitrés años; había perdido el sombrero y la cabeza de cabellera rubia descansaba, un poco ladeada, sobre la carretera polvorienta. Era muy guapo. Me incliné sobre él y vi que estaba a punto de morir; en las comisuras de sus labios aparecían y estallaban burbujas rojizas. Abrió los ojos apagados y, sin decir nada, volvió a cerrarlos. Yo seguía inclinado sobre él, mirándolo, y mis dedos se entumecían sobre la culata de un revólver que en aquellos momentos ya era inútil, cuando una repentina ráfaga de aire cálido me trajo el eco casi imperceptible de un galope lejano. Pensé entonces en los peligros que me acechaban. El caballo blanco del moribundo, con las orejas rectas, se hallaba a unos metros. Era un animal hermoso, bien cuidado, que apenas mostraba señales de sudor en la cruz y en el lomo; una bestia excepcional en cuanto a rapidez y a fortaleza. Más adelante, al irme de Rusia, se lo cedería a un colono alemán, naturalizado en el país, que a cambio me proporcionó víveres en abundancia y me dio, además, una gruesa suma en billetes de banco sin ningún valor. El revólver con el que había disparado —un Parabellum espléndido— lo tiré al mar; de modo que de toda la aventura no me quedó sino un penoso recuerdo que me siguió a todos los lugares por los que quiso llevarme mi destino. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, el recuerdo se iba esfumando, y acabó por perder el regusto primitivo de pesar ante lo irreparable. Pero jamás conseguí olvidarlo del todo. Muchas veces —tanto en verano como en invierno y junto al mar como entre las montañas— cerraba los ojos sin pensar en nada y, de repente, desde lo más hondo de mi memoria, veía surgir esa jornada tórrida en el sur de Rusia y revivía, con toda su intensidad dramática, aquel instante de mi vida. Volvía a contemplar la humareda inmensa de color gris pardusco, causada por el incendio, que poco a poco cedía su sitio al resplandor de las ramas crepitantes; volvía a sentir aquel inolvidable y penoso cansancio y la necesidad casi irresistible de dormir, el brillo implacable del sol, el calor que hacía vibrar el aire y, en mi mano diestra, el peso del revólver cuya culata rugosa parecía haber quedado para siempre grabada en la palma. Volvía a aparecer el negro punto de mira que oscilaba levemente ante mi ojo derecho, la cabeza rubia acostada sobre el polvo grisáceo de la carretera y el rostro transfigurado por la inminencia de la muerte, esa muerte que momentos antes yo había invocado y hecho surgir.

En ese entonces yo tenía dieciséis años, de modo que esa muerte dejó su marca en los comienzos de mi edad viril. Y tal vez haya dejado su sello en todo lo que conocí y soporté desde entonces. Sea como fuere, la circunstancia y todo lo relacionado con ella se irguieron frente a mí, y de una manera particularmente vívida, muchos años más tarde, en París. Y eso fue debido a que cayó en mis manos una colección de relatos de un autor inglés, cuyo nombre no había oído hasta entonces. El libro se titulaba Vendré mañana, por el título de la primera de las tres narraciones; estaba escrito de manera admirable, con un ritmo cadencioso constantemente ajustado y con una manera muy personal de presentar las cosas desde puntos de vista inesperados. Ante los dos primeros relatos —“Vendré mañana” y “Pececitos de colores”— yo había tenido las reacciones normales de cualquier lector. “Vendré mañana”, narrada con fina ironía, era la historia de una esposa infiel y del fracaso de sus mentiras y de los malentendidos que se originaban. “Pececitos de colores”, cuya acción transcurría en Nueva York, podía reducirse, en realidad, a un diálogo entre un hombre y una mujer, y a la descripción de un tema musical, mientras los pececitos de colores, olvidados sobre un radiador de calefacción central, saltaban fuera del agua, que ya estaba demasiado caliente, y se debatían antes de morir asfixiados; el hombre y la mujer no se daban cuenta de nada, ella demasiado absorta en tocar y él en escuchar. El interés de la narración estribaba en que el tema musical constituía el comentario de una progresión sentimental en la cual participaban, a su pesar, los pececitos de colores que se debatían sobre la alfombra.

Pero el tercer relato, “Aventura en la estepa”, me dejó mudo de estupor. Llevaba como epígrafe una cita de Edgar Allan Poe: “A mis pies yacía mi cadáver, con la flecha clavada en la sien”. Aquella cita hubiera bastado para llamarme la atención. Pero es imposible describir todo lo que sentí a medida que avanzaba en la lectura. Era la narración de un episodio de guerra, sin la menor referencia al país en que se desarrollaba ni a la nacionalidad de los que combatían, por más que el título “Aventura en la estepa” parecía situar la acción en Rusia.

“La mejor montura que jamás poseí —así empezaba el relato— fue un semental media sangre, blanco, de gran alzada y trote realmente excepcional, amplio y cadencioso. Era un animal tan noble que me hacía pensar en uno de los caballos del Apocalipsis. Y ese parecido es mucho más sorprendente para mí, pues montado en él era como me dirigía, al galope, al encuentro de mi propia muerte, por una carretera agrietada por el calor, durante uno de los veranos más tórridos que he conocido…”.

A todo lo largo del relato hallé una evocación precisa de lo que yo había vivido en Rusia, en la lejana época de la guerra civil, y una descripción exacta de aquellos días de calor intolerable, durante los que se desarrollaron los combates más prolongados y más crueles. Por fin llegué a las últimas páginas, con el aliento entrecortado por la emoción de la lectura. Reconocí mi yegua negra y el recodo de la carretera en que cayó. El héroe de la historia —que hablaba en primera persona— al principio había creído que el jinete que rodó por el suelo con su montura estaba al menos gravemente herido, pues había hecho dos disparos y pensaba que había hecho blanco las dos veces. No entiendo cómo no oí más de una sola detonación.

“Pero no estaba muerto, ni siquiera, al parecer, herido —continuaba el héroe del relato—. Me di cuenta al ver cómo se levantó; a la luz deslumbrante del sol, creí distinguir el brillo sombrío de un revólver en su puño. No tenía fusil, de eso estoy bien seguro.

”El semental blanco seguía galopando pesadamente, acercándose al lugar donde —así lo decía el autor— se mantenía en pie el hombre del revólver, en una extraña inmovilidad, paralizado tal vez por el miedo”.

El autor del relato sofrenó el impetuoso avance de su caballo y preparó el fusil. De pronto, sin haber oído ningún disparo, sintió un dolor atroz imposible de localizar, mientras que una nube ardiente le oscurecía la visión. Al cabo de cierto tiempo recobró el conocimiento, en un espasmo que duró algunos segundos. Oyó unos pasos que se acercaban y volvió a sumirse en la inconsciencia. Después, un poco más tarde, y cuando ya casi había entrado en coma, intuyó, sin saber cómo ni por qué, que alguien se inclinaba sobre él.

“Hice un esfuerzo sobrehumano para abrir los ojos y ver por fin, cara a cara, mi muerte. Había visto tantas veces en sueños su terrible rostro de hierro que no corría peligro de equivocarme, y estaba seguro de reconocer aquellos rasgos de los que no ignoraba ningún detalle. Pero lo que vi sobre mi rostro fue el semblante totalmente desconocido de un adolescente de ojos brumosos que me parecieron somnolientos. El semblante, posiblemente de un muchacho de catorce o quince años, era una cara corriente y fea, que expresaba nada más que un cansancio evidente. El adolescente siguió mirándome unos instantes, después devolvió el revólver a la funda y se alejó. Cuando abrí otra vez los ojos y con un último esfuerzo volví la cabeza hacia él, vi que montaba mi semental. Luego, otra vez perdí el conocimiento y ya no lo recobré hasta muchos días después, en el hospital. La bala de revólver me había atravesado el pecho medio centímetro más arriba del corazón. Mi apocalíptico caballo no había tenido tiempo de llevarme hasta la muerte, pero esta no debía de andar lejos; debe de haber seguido su camino, sin más que cambiar de jinete. Qué no daría por saber dónde, cuándo, cómo hallaron ambos la muerte y si el revólver le sirvió de algo a aquel muchachito cuando tiró contra la sombra de la Pálida. En cuanto a eso, no creo que haya sido buen tirador; me atinó certeramente, pero fue por puro azar, aunque yo sería el último en reprochárselo. Más aún porque, en mi opinión, debió de morir hace mucho tiempo, a fin de que de esta manera se diluya en la nada la última aparición, montada en un caballo blanco, de esta aventura en la estepa”.

No me quedaba la menor duda de que el autor del relato era el desconocido contra quien yo había disparado. Me resultaba imposible explicar, por una serie de coincidencias, aquella concordancia exacta de los hechos, que llegaba hasta dar una descripción detallada de los dos caballos. Miré otra vez la cubierta.

Vendré mañana,

por Alexander Wolf

Podía ser un seudónimo. Poco me importaba; era absolutamente necesario llegar a conocer a ese hombre. Era sorprendente que estuviese escrito en inglés; claro está que Alexander Wolf podía ser ruso, como yo, y no obstante manejar el inglés lo suficiente para prescindir del traductor. Esta era la explicación más verosímil. Había que poner todo aquello en claro; al fin y al cabo, la relación que me unía con ese desconocido era lo bastante antigua e íntima, y su recuerdo estaba incrustado en toda mi existencia. Por otra parte, del relato se deducía que debía de sentir por mí un interés tan grande como el mío por él, dada la importancia que la “aventura en la estepa” había tenido en su vida; sin duda, la impronta que había dejado en su destino debía de ser aún más violenta que la que su recuerdo marcó en el mío, a pesar de ensombrecer tantos años de mi vida.

Le escribí a la dirección de su editor inglés. Le expuse los hechos que él desconocía y le pedí que me indicara dónde y cuándo podríamos vernos, si, como era lógico, él tenía el mismo interés que yo. Pasó un mes y no recibí respuesta. Tal vez Wolf hubiera tirado mi carta al cesto, sin leerla, creyéndola escrita por alguna admiradora deseosa de obtener una fotografía dedicada y de conocer su opinión sobre la novela que ella, a su vez, había perpetrado, y que tendría sumo placer en enviarle o en leerle personalmente, en cuanto él le contestara. Esta última posibilidad parecía la más probable, ya que aquel libro lleno de talento me parecía uno de esos que poseen un atractivo particular para las mujeres. Sea como fuere, no recibí respuesta.

Dos semanas más tarde se me presentó una ocasión inesperada de ir a Londres, donde permanecí tres días. Me las arreglé para ir a ver al editor de Alexander Wolf. Era un hombre corpulento, que rondaba los cincuenta y que mostraba características simultáneas de banquero y de profesor. Hablaba francés con corrección. Le expuse el objeto de mi visita, contándole en cuatro palabras que había leído “Aventura en la estepa” y las razones por las que me interesaba esa narración.

—Quisiera saber —acabé— si el señor Wolf recibió mi carta.

—El señor Wolf no está en Londres —me contestó el hombre— y, aunque lo lamento mucho, me es imposible saber dónde está ahora.

Yo manifesté cierta decepción:

—Esto ya casi parece una novela policíaca —dije—. En fin, no quiero hacerle perder más tiempo. ¿Puedo contar con que cuando vuelva usted a tener contacto con el señor Wolf —si es que eso sucede algún día— le hablará de mi carta?

—Cuente con eso, señor. Pero quisiera añadir unas palabras: creo comprender que su interés por ver al señor Wolf es con un fin magnánimo. Debo decirle que de ningún modo el señor Wolf puede ser la persona que piensa.

—Hasta aquí todo me obliga a estar convencido de lo contrario.

—¡No! ¡No! Si no entendí mal, se trata de un compatriota suyo, ¿no es así?

—Es lo más seguro.

—En tal caso, no puede tratarse del señor Wolf, que es inglés; lo conozco desde hace muchos años y puedo asegurarlo. Además, no estuvo ausente de Inglaterra más que por intervalos de quince días o de tres semanas a lo sumo, y por lo general para irse a Francia o a Italia. Y puedo asegurar que nunca fue más lejos.

—Debe de haber un malentendido, pero mi asombro subsiste por completo —dije.

—Por lo que se refiere a “Aventura en la estepa”, debo decirle que es pura ficción, de la primera hasta la última línea.

—Bien mirado, no es imposible que sea así —tuve que reconocer.

Durante los últimos minutos de la conversación yo había permanecido de pie, dispuesto a marcharme. El editor también se levantó y de repente me habló con un tono de voz extremadamente bajo:

—Quede bien claro que “Aventura en la estepa” es pura ficción. Pero si hubiera sido de otro modo, tendría que decirle que usted obró con una ligereza imperdonable. Tendría que haber apuntado mejor. Así habría evitado inútiles complicaciones, tanto al señor Wolf como a otras muchas personas.

Lo miré de arriba abajo, asombrado. Me dedicó una sonrisa forzada que me pareció fuera de lugar.

—Claro que era usted muy joven y que las circunstancias justificaban la imprecisión de su disparo —continuó—. Por otra parte, ya le dije que en lo que se refiere al señor Wolf, todo eso es puro fruto de su imaginación, que coincide por casualidad con la realidad que usted vivió. Mis mejores deseos lo acompañan, señor. Si tengo alguna noticia, se la comunicaré. Y permítame añadir una palabra más. Es notorio que soy bastante mayor que usted, y eso me autoriza a hacerlo. Le aseguro que si consigue llegar a conocer al señor Wolf solo experimentará decepción y verá defraudado el interés que puso en eso.

Como es lógico, esa conversación me dejó una impresión muy extraña. Saltaba a la vista que el editor tenía alguna cuenta pendiente con el señor Wolf y razones —reales o imaginarias— para aborrecerlo. En boca de ese hombre orondo y pacífico, el reproche sobreentendido de haber apuntado mal tenía un significado y un alcance por completo imprevistos. Como el libro había sido publicado dos años antes, parecía lógico pensar que los hechos que habían impulsado al editor a cambiar de actitud respecto a Wolf fueran relativamente recientes. Pero todo eso no me daba ni el menor indicio acerca del autor de Vendré mañana; solo me enteraba de que su editor opinaba mal de él por razones con seguridad subjetivas. Volví a leer el libro con atención, y me causó el mismo efecto: apreciaba el ritmo fogoso y equilibrado de la narración, la feliz selección de las palabras y la perfecta relación entre los hechos relatados y los comentarios concisos del narrador.

Me sentí abatido al no tener ningún dato acerca de Wolf y al no ver manera de obtenerlo. Transcurrió un mes entero desde la extraña conversación de Londres, y ya no esperaba contestación de Wolf. Tal vez no la recibiría nunca y, desde luego, no había que aguardarla en un porvenir inmediato. Y casi dejé de pensar en eso.

II

EN AQUEL TIEMPO YO VIVÍA SOLO y entre los cuatro establecimientos diseminados por todo París en los que solía tomar mis comidas, figuraba un pequeño restaurante ruso, cercano a mi domicilio. Entré ahí el día antes de Navidad, hacia las diez de la noche. Todas las mesitas estaban ocupadas y no quedaba más que un sitio vacío —en el rincón más lejano del local— frente a un hombre que estaba solo; era de edad madura e iba vestido con buen gusto. Yo lo conocía de vista porque también él frecuentaba ese lugar; siempre se lo veía en compañía de mujeres difíciles de catalogar pero con el común denominador de presentar alguna grieta en sus vidas: si eran actrices, ya no actuaban; si eran cantantes, acababan de perder la voz; si eran simples criadas, se habían casado poco antes. El hombre tenía reputación de Don Juan, y pienso que, con esa clase de mujeres, sin duda debía de tener éxito. Por lo tanto, me quedé en verdad asombrado al verlo solo, una noche como esa. Cuando me propusieron sentarme a su mesa acepté con gusto, después de estrecharle la mano, cosa que hasta entonces no había tenido ocasión de hacer.

Tenía un aspecto más bien sombrío y la mirada vaga. Cuando me instalé frente a él, bebió, casi sin intervalos, tres vasitos de vodka y de pronto se puso muy comunicativo. A nuestro alrededor seguían las conversaciones y el pick-up tocaba disco tras disco. En el momento en que se servía el cuarto vasito de vodka, una voz de mujer que surgía del altavoz cantó el estribillo de moda:

Llueve en el camino

mi corazón vencido…

Él escuchaba con atención, con la cabeza un poco ladeada. Cuando la que cantaba llegó a lo de

A pesar del viento y de la lluvia

si es que tú aún me quieres…

estuvo casi a punto de soltar una lágrima. Solo entonces me di cuenta de que estaba bastante borracho. Se volvió hacia mí y me habló con una voz cuya intensidad me sorprendió:

—Esta canción —anunció— me trae recuerdos.

En un taburete a su lado, vi un libro envuelto en papel, que él cambiaba de sitio una y otra vez, con sumo cuidado.

—Me parece que usted no debe de andar escaso de recuerdos.

—¿Por qué supone eso?

—Por su aspecto en general.

Se rio y reconoció que, en efecto, no andaba escaso. Estaba en vena de confidencias y experimentaba esa necesidad de hablar propia de los seres expansivos como él, cuando están un poco bebidos. Empezó a contarme sus aventuras amorosas. Más de una vez me pareció evidente que exageraba y se jactaba. No obstante, me agradó comprobar que no hablaba mal de ninguna de sus innumerables conquistas, y en todos sus recuerdos había una mezcla de indefinible desenfreno y de ternura. Sin darse verdadera cuenta, era un tipo con ángel y comprendí las razones de su éxito con numerosas mujeres. A pesar de la atención con la que escuchaba su relato, me era difícil seguirlo en la sucesión desordenada de nombres femeninos que desgranaba. De pronto suspiró y estuvo un momento callado antes de confiarme:

—Pero en toda mi vida no conocí nada mejor que Marina, mi pequeña gitanita.

Tenía costumbre de servirse de esos diminutivos, típicos de los rusos, que daban a las palabras “pequeña”, “gitanita”, “chiquilla”, “rubita”, “morenita” un matiz peculiar que me hacía evocar imágenes de mujeres que aún no habían llegado a los veinte años.

Me describió a Marina con prolijidad. Según su descripción, estaba dotada de todas las perfecciones, cosa de por sí bastante rara, y, por añadidura, poseía el don sorprendente de montar a caballo mejor que el jinete más hábil, y el de hacer siempre blanco con la carabina.

—¿Y qué lo impulsó a abandonarla? —le pregunté.

—No fui yo el que se marchó, amigo. Fue ella, la linda morenita. Y no se fue lejos; ¡me dejó para irse a la casa de mi vecino! —acabó, señalándome con el dedo el libro envuelto.

—¿El autor de ese libro?