Braden, Ann
Las ventajas de ser pulpo / Ann Braden ; traducción de Darío Zárate Figueroa - México : SM, 2019
Formato digital – (Gran Angular)
ISBN: 978-607-24-3941-2
1. Aceptación social - Literatura juvenil. I. Zárate Figueroa, Darío, tr. II. t. III. Ser.
Dewey 813 B7318
Para mi mamá,
La historia del pulpo ilustra la capacidad del cerebro para evolucionar. Cuando perdieron la concha protectora de sus ancestros, se vieron obligados a volverse más inteligentes.
Derby King,
El pulpo: grácil cefalópodo de las profundidades
Me acomodo en el sofá con el budín de chocolate que guardé de mi almuerzo escolar del viernes. El silencio es asombroso. Bueno, no es silencio total —Hector da vueltas a su dragón zumbador mientras come cereal en su silla de bebé—, pero se le acerca bastante. Saboreo una cucharada de budín. ¿De cuánto tiempo dispongo antes de que Bryce y Aurora salgan de nuestra habitación, discutiendo sobre algo? Cuando los dejé ahí, Aurora fingía ser el gato de Bryce y él simulaba darle leche, pero eso no puede durar. Digo, tienen cuatro y tres años. Así no funciona. Como otro bocado, con la vista fija en la puerta de la habitación, pero permanece cerrada.
Esto nunca pasa.
Bajo la mirada hacia mi mochila. Adentro están mis apuntes de preparación para el debate; me siento tentada a trabajar en ellos. No soy una chica que haga tarea y definitivamente yo no hago proyectos grandes, que suelan requerir diamantina, marcadores, cartulinas y todo tipo de cosas que no tengo. Además, el año pasado, en sexto, cuando entregué un proyecto de cartel, Kaylee Vine anunció ante todo el grupo: “¡Todos, alerten a las autoridades! Zoey Albro entregó un proyecto. Debe ser el fin del mundo”. Luego hizo ese ruido de aghn, aghn, aghn, como en un simulacro de incendio, y siguió haciéndolo cada vez que pasaba junto a mí en el pasillo durante toda la semana siguiente.
Sin embargo, este proyecto no requiere diamantina y los demás no tienen cartulinas adornadas con letras de espuma que hagan que el triste pedazo de periódico que me había dado la maestra parezca papel de baño gris. Sólo necesito saber algo, y lo sé. Y tal vez, sólo tal vez, si hago esto —y si puedo hacerlo bien— todos los demás quedarán impactados; será muy satisfactorio verlo. “¿Quién habría pensado que Zoey sabía tantas cosas geniales?”, dirán. “¡No tenía idea! Pensé que sabía quién era ella, pero está claro que no sabía nada.” Tal vez incluso Kaylee Vine deje de taparse la nariz y cambiar de asiento en el autobús para alejarse de mí.
Saco los apuntes de preparación para el debate y me apoyo en la mesa de centro. “¿Qué animal es el mejor? Respalda tu elección con tantos detalles como puedas, incluyendo lo necesario para sobrevivir en distintas situaciones.” La profesora Rochambeau, de Estudios Sociales, dice que este ejercicio nos ayudará a entender los debates que condujeron a la Guerra Civil; el profesor Peck, de Ciencias, dice que será una buena forma de evaluar todo el trabajo que hemos hecho sobre animales.
La cosa es que ya sé cuál animal es el mejor: el pulpo. Cuando Bryce era un mocoso berrinchudo y Aurora era bebé, nos mudamos cuatro veces en un año. Una constante fue la pequeña combinación de televisión y reproductor de dvd que llevamos con nosotros de una casa a otra y un antiguo dvd del estante gratuito de la biblioteca: El misterioso y fascinante mundo del pulpo. El documental hacía que Bryce entrara en trance al instante; lo veíamos con tanta frecuencia que, felizmente, memoricé hasta la última palabra.
El año pasado, cuando yo no pude asistir al viaje de sexto grado al acuario en Boston —mi mamá siempre “olvidaba” mandar el pago—, la profesora Giddings, la orientadora, me trajo de allá un libro acerca de pulpos.
Encontré un pedazo de lápiz en el fondo de mi mochila y comencé a llenar los espacios en blanco con datos geniales, como la habilidad de los pulpos para camuflarse al instante; son excelentes para eso porque cuentan con unas cosas llamadas cromatóforos —esa palabra estaba en mi libro—, así que incluso la textura de su piel puede cambiar para coincidir con su entorno. Por supuesto, eso también significa que cuando se enojan o se ponen nerviosos se vuelven rojos y granosos; pero nadie es perfecto, ¿verdad?
La profesora Rochambeau se sorprenderá tanto como todos los demás cuando me ponga de pie para el debate y use palabras como “cromatóforo”.
Me hundo más en el sofá. Si éste fuera un domingo normal —o cualquier día, en realidad—, Frank estaría aquí, viendo la televisión —por lo general, presentadores de noticias enojados—. Frank es el papá de Lenny y el dueño de esta casa rodante. Lenny es, además, el novio de mamá; por eso podemos vivir aquí, con estas lindas cortinas y estas mesas que están perfectamente alineadas con este sofá. Lenny tiene incluso una colección de dvd ordenada alfabéticamente; también un sillón reclinable en el que Frank siempre se sienta, como si estuviera pegado a él.
Hoy Frank salió a caminar para revisar el daño que una helada reciente causó a los árboles. Y como Lenny y mi mamá están trabajando, Hector y yo disponemos de la habitación principal de la casa rodante para nosotros. Así que, aunque la profesora Rochambeau anunció que necesitamos los apuntes completos para participar en el debate, no tiene por qué dejarme fuera.
Llevo tres de las cuatro páginas de apuntes cuando Hector empieza a tirar su cereal sobre la linda alfombra de Lenny.
Me agacho al piso para recogerlo.
—Esto es para comer, no para tirar —le advierto, pero no deja de tirarlo.
Le quito las municiones, así que, naturalmente, se pone a gritar. Y como los gritos de Hector parecen funcionar como la batiseñal, Bryce y Aurora salen corriendo de la habitación y pisan todos los cereales a su paso. Bryce está gritando sobre su Cubeta de la Muerte imaginaria. Aurora sube a mi regazo y se cubre los oídos.
Si yo fuera un pulpo, todo sería mucho más fácil. Tendría un brazo para limpiarle la nariz a Aurora. Dos más para sujetar las manos de ambos niños cuando los recojo del autobús escolar y evitar que Bryce se vaya a la calle para recoger alguna piedra que vio. Uno para sujetar a Hector y su pañalera en las tardes en que mi mamá trabaja en el Foso de la Pizza. Uno para acomodarme la blusa, porque no me queda bien y puede ser demasiado reveladora si no tengo cuidado —no quiero ser “esa chica”—. Otro para poder hacer mi tarea, al menos a veces. Otro para recoger los aritos de cereal que siempre están en el piso. Y el último para tomar una lata de queso untable de la tienda de autoservicio, porque hacer pequeños muñecos de nieve con queso untable es la cosa más mágica que los niños han visto. Hacer letras de queso sobre una galleta salada es totalmente distinto de tener que comer galletas saladas normales. Aurora se sabía la letra A antes de cumplir los dos años gracias a las letras de queso.
La puerta de entrada se abre y oigo que Lenny se sacude la nieve de las botas en la habitación principal. Le da unas palmadas en la cabeza a Hector y se dirige al refrigerador por un refresco.
Lenny es el papá de Hector. No es papá de Bryce y Aurora: ése era Nate, que solía llevarme a cazar, y eso era bueno. No hay carne con mejor sabor que la que uno mismo ha cazado. Pero Nate ya no está y mi papá se fue mucho antes de que yo pudiera tirar cereal al piso. Al parecer, mi mamá piensa que no vale mucho la pena hablar de él, aunque nunca se sabe… tal vez, en secreto, le gustaban los documentales tanto como a mí.
Está bien, porque también me gusta el futbol americano, como a Lenny. Además, esta noche hay un partido de desempate. Cuando mi mamá llegue del trabajo, preparará sus salchichas envueltas en tocino. Son lo que atrajo a Lenny, para empezar. Tal vez compensen todo lo demás.
Esta tarde, mi trabajo es mantener a Bryce y Aurora en nuestra habitación para que no agarren las salchichas con tocino antes de que estén listas. Con Hector apoyado en mi cadera, me coloco como escudo humano cerca de la puerta; al mismo tiempo miro fijamente la lámpara de Lenny, lista para saltar por ella si es necesario.
Hector succiona su chupón con fuerza mientras mira cómo Bryce y Aurora lanzan sus robots de plástico al “volcán” de mantas. Sin embargo, luego Bryce toma a Petunia, la preciada tortuga marina de peluche de Aurora, para el siguiente sacrificio. Aurora comienza a gritar a todo pulmón para que se detenga. Ésa es una de las ventajas de vivir en un pueblo como éste: cuando los ricos donan sus viejos juguetes, puedes conseguir una increíble tortuga marina, que incluso ofrece datos sobre los peligros de las redes camaroneras en la etiqueta. De todos modos, no somos tan pobres como antes. Ahora vivimos en la casa rodante de Lenny. Digo, la lámpara es muy bonita.
Escucho el repiqueteo de la cuchara en el tazón mientras mamá mezcla la salsa barbecue: el penúltimo paso antes de meter las salchichas al horno. Eso significa que faltan pocos minutos para que salgamos de la habitación y yo pueda acomodarme en el sofá para ver el partido.
Por desgracia, no soy la única que oye el choque de la cuchara contra el tazón. De pronto, Bryce y Aurora se olvidan del volcán.
—¡Tocino, tocino! —grita Aurora.
Bryce corre hacia la puerta.
De inmediato entro en modo de barricada.
—No van a comer ninguna hasta que estén listas, como todos los demás —no necesito recordarles lo que sucedió la última vez que mamá hizo salchichas con tocino: la mancha de salsa en el papel tapiz de Lenny no deja que nadie lo olvide.
Bryce trata de apartarme del camino, usando toda la fuerza de sus flacuchos brazos de cuatro años, pero soy inamovible. Además, el peso de Hector me ayuda a afianzarme.
—¡No es justo, Zoey! —grita Aurora—. ¿Qué tal si se acaban?
—Cuando estén listas, habrá una para cada uno.
Aurora pone su cara de amargura:
—No te creo.
—Créeme. Los dos tendrán una salchicha envuelta en tocino —arranco las manos de Bryce de mi sudadera, pero él no deja de empujarme con la cabeza, como un carnero en cámara lenta—. ¡Lo prometo!
Bryce deja de empujarme y mira hacia arriba:
—¿Lo prometes?
Asiento y engancho mi dedo meñique en el suyo:
—Lo prometo.
Sólo los suelto cuando escucho que la puerta del horno se cierra y mamá programa la estufa.
—Recuerden —susurro, atrayéndolos hacia mí antes de que salgan corriendo—: sin gritar, sin correr, sin desastres.
Como por arte de magia, se quedan quietos al otro lado de la sala y se ponen a jugar en silencio con sus autos de juguete. La promesa de una salchicha envuelta en tocino es poderosa.
Frank ya volvió a su sillón reclinable. El espectáculo previo al partido ya comenzó. Aunque llevamos año y medio viviendo con él y con Lenny, no sé si de verdad le gusta el futbol americano. No sé si le gusta nada. Es como un escarabajo panza arriba, sobre todo si ese escarabajo es del tipo que se pasa la mayor parte del tiempo con un cigarro en la boca o una hebra de hilo dental con sabor a canela colgando de los dientes. Una cosa es más saludable que la otra; sin embargo, ambas son asquerosas.
Voy con mi mamá al área de la cocina, pero ella no me agradece mi hazaña heroica de mantener a los niños a raya. Sólo me quita a Hector.
—Necesita un baño —dice.
Escucho a Lenny en la entrada; viene del exterior. Hace una hora salió a revisar su auto. Apuesto a que terminó hablando con todos en el campamento de casas rodantes. Todos conocen a Lenny y todos lo quieren.
Camina a zancadas por el área de la sala hasta la cocina, con el frío aire de enero aún pegado al cuerpo.
—¿Cómo están mis dos queridos? —les dice a mi mamá y a Hector. Su voz suena tan fuerte como si aún estuviera hablando con los vecinos. Toma a Hector y se agacha con él para que ambos puedan ver por el cristal del horno—. ¡Y mira qué hay ahí! ¿Ves qué bien envolvió cada salchicha, Hector? Eso servirá para que cada bocado empiece y termine en tocino. Y van a salir bien crujientes, porque tu mamá sabe sacarlas en el momento exacto para añadir la salsa extra.
Mamá deja de secarse las manos para soltar una risita y hacer una reverencia. Tal vez preparar esas salchichas le recuerde a Lenny por qué se juntó con ella. También solía decir muy buenos chistes; Lenny se doblaba de risa ante sus imitaciones, aunque hace mucho que no hace una.
Una vez que comienza el partido, Lenny le devuelve a Hector a mamá y se acomoda en el sofá con su refresco —nunca bebe cerveza— y el bote gigante de botanas de queso que compra en el súper sólo para los partidos de futbol. Me siento junto a él; me pasa el bote sin decir palabra. Me gusta eso: que esté implícito que yo lo sostenga.
Mi mamá desaparece en el baño con Hector, pero está bien. Los partidos de los Patriotas son mi momento con Lenny. No sólo sostengo las botanas, sino que, además, si hay alguna regla del juego que no entiendo —como saber dónde no deben poner las manos los defensivos cuando un receptor trata de atrapar el balón—, Lenny me la explica. Ambos estamos siempre en la orilla del sofá en la tercera oportunidad, yo comiendo botanas de queso y él bebiendo su refresco. Básicamente, es lo mejor.
Para cuando comienza el partido, Bryce y Aurora se han colocado frente a la televisión, pero sólo ponen atención en los comerciales, cuando es “más divertido”. La mayor parte del tiempo juegan con sus autos a correr contra la Estrella de la Muerte (aún no han visto la película, así que no entienden bien).
—¡Vamos, defensiva! ¡Lo tienen! —murmura Lenny.
—¡Necesitamos una captura ahí! —exclamo, inclinándome hacia adelante.
Lenny asiente y toma un sorbo de refresco sin apartar los ojos de la pantalla.
—Eso es. Sáquenlos del área de gol de campo. Escuchen a Zoey.
Miramos cómo los Potros hacen un pase inicial y nuestros linieros defensivos se cierran sobre el mariscal de campo. Se cierran cada vez más sobre él. ¡Oh! ¡Es aún mejor! ¡Un balón suelto!
—¡Sí! —grita Lenny, agitando el puño en el aire mientras los réferis separan el montón de jugadores y determinan que ahora los Patriotas tienen el balón.
Lenny y yo chocamos palmas y me lamo el polvo de queso naranja de los dedos en señal de celebración. Así deben ser las cosas. Tengo un buen sofá donde sentarme —que, gracias a Lenny, está perfectamente centrado en la habitación—, botanas de queso para comer y un gran partido para mirar.
En el medio tiempo, cuando nadie me ve, saco de la mochila mis apuntes para el debate y los meto en el bolsillo frontal de mi sudadera. Los terminaré después del partido.
Cuando levanto la mirada, me doy cuenta de que, mientras no estaba poniendo atención, Bryce y Aurora se emocionaron tanto por un comercial que comenzaron a lanzarle autos de juguete a la televisión. Antes de que pueda detenerlos, Frank explota desde las profundidades de su sillón.
—¡Si lanzan otro estúpido auto a mi televisión, les daré una paliza!
Continúa gritando. Es como ver a un viejo y arrugado volcán explotar y revelar su interior, que es pura lava ardiente y llena de maldiciones. Bryce y Aurora gritan y corren a la habitación, tropezando uno con otro en el camino.
Cierran de un portazo. Me odio a mí misma, porque en el fondo de mi mente una parte horrible de mí se alegra de poder ver el resto del partido en paz.
Entonces se va la luz.
Claro que sí.
Junto a mí, Lenny se pone de pie y de inmediato tropieza con la mesa de centro. Mamá sale del baño, usando su teléfono como linterna y cargando a Hector empapado sobre la cadera.
Lenny la llama:
—¿Tienes alguna idea de por qué estamos a oscuras?
Ella no responde. Sólo se dirige al horno y saca las salchichas envueltas en tocino.
—Lo siento. Espero que sigan crujientes —se acomoda el teléfono-linterna bajo la barbilla, levanta a Hector sobre su cadera y pasa los bocadillos a un plato, con una espátula.
Huelen increíble, como si el cerdo estuviera rostizándose ahí en la sala, chorreando deliciosa grasa sobre la alfombra.
Lenny va hacia la cocina mientras mamá vierte el resto de la salsa sobre las salchichas. Se mete una en la boca y rechaza con la cabeza.
—He probado mejores.
—Lo-lo siento —tartamudea mamá—. Y lamento que no puedas ver el resto del partido.
Lenny toma el plato de salchichas y se encoge de hombros:
—Lo veré en casa de Slider.
Lenny y el plato salen por la puerta y yo me quedo sentada en el sofá.
Sin Lenny.
Sin partido.
Sin salchichas envueltas en tocino. Y lo prometí.
Frank comienza con sus ronquidos de viejo, porque siempre se queda dormido cuando la televisión se apaga. En la cocina, mamá raspa los trozos quemados de tocino de la charola para hornear.
—Zoey, ¿puedes ir a revisar a Bryce y Aurora?
Vaya. No se le ha olvidado que existo.
—¿No debería alguien ir a revisar los fusibles o algo? —pregunto.
—Estoy segura de que se fue la luz en todas partes. Ve a ver a tus hermanos.
Me incorporo y me dirijo a tientas hacia la ventana. Cuando abro las lindas cortinas de Lenny, me queda muy claro que las demás casas rodantes del campamento están iluminadas.
—Sólo somos nosotros —digo.
—¡Zoey Albro! ¡Te pedí que los vigilaras! Los trastes de Lenny van a ser imposibles de limpiar si dejo que esto se endurezca.
¿Por qué los trastes limpios son más importantes que una caja de fusibles que funcione? Hace mucho que lo que mamá dice no tiene sentido. Al menos la luz de las otras casas rodantes hace que resulte más fácil recorrer el resto de la sala.
Cuando abro la puerta de la habitación, el interior está completamente negro y no se percibe movimiento.
—¿Bryce? ¿Aurora?
La única respuesta que oigo es un sollozo que viene de su cama.
Rápidamente me abro camino en la oscuridad, pisando robots y otros juguetes de plástico. Vuelvo a oír el sollozo.
—¿Bryce? —extiendo mi mano hacia el sonido y lo encuentro.
Está temblando. Escucho un sollozo ahogado y siento que Aurora se encuentra acostada a su lado. También tiembla.
—No… no… —comienza a decir Bryce, pero sus palabras desaparecen en un hipo.
—¿Están bien?
Otro hipo. Más sollozos.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—¡No… no podemos ver! —llora Bryce por fin—. ¡Ya no vemos nada!
Suelto un largo suspiro. No están lastimados. No están enfermos.
—¿Es porque Frank se enojó con nosotros?
Aprieto las manos de ambos.
—Ay, tontitos, sólo se fue la luz. Sus ojos están bien —gateo sobre la cama para llegar a la ventana y hacer a un lado las cortinas—. ¿Ven? Pueden ver el hielo que se derrite en el techo de la vecina, ¿verdad?
Con el brillo de la luz con sensor de movimiento de la vecina, distingo sus caras. Bryce se está mordiendo el labio y sigue temblando. Aurora se aferra a la tortuga Petunia y succiona una de sus aletas. Aún tiene la mirada fija, llena de terror. Mamá y yo hemos pasado muchas veces por esto de que se vaya la luz, pero Bryce y Aurora son muy pequeños para recordarlo. ¿Qué se supone que piensen cuando todas las luces se apagan, cuando de pronto no hay lámpara nocturna de Mickey Mouse, ni advertencia alguna?
Bryce voltea hacia Aurora, la abraza y luego hunde la nariz en su cabello.
—Al menos tenemos salchichas.
Intento tragar saliva, pero se me hace un nudo en la garganta.
Aurora sorbe la nariz y me mira.
—¿Nos dirás cuando estén listas?
Sus ojos. ¿Por qué sus ojos tienen que encontrarse tan llenos de esperanza?
—Chicos, lo siento mucho… No hay salchichas para nosotros.
Aurora suelta un aullido.
Bryce cierra los ojos, se hace ovillo y se cubre los oídos con las manos:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No!
Me coloco junto a ellos para abrazarlos con fuerza. De inmediato se aprietan contra mí: Aurora en mi hombro y Bryce con la cabeza hundida en mi estómago.
—Les contaré un cuento, ¿está bien?
No sabía que podía contar cuentos hasta que un día Bryce despertó de una de sus pesadillas y yo no podía hacer que volviera a dormirse, por más que le daba masajes en la espalda. Antes de eso siempre inventaba historias para salir de problemas —como tener que explicarle a mamá cómo había conseguido una nueva lata de queso untable—, pero ¿cuentos para dormir? No. Por suerte, a Bryce y Aurora no les importa mucho —o no saben— que inventé todo sobre la marcha; contar cuentos significa pasar tiempo en un mundo donde yo decido lo que sucede.
Esta noche empiezo con tres niños que viven en un castillo y no tienen electricidad, y sigo a partir de ahí. ¿Qué importa si tomo algunas partes de la película de Batman y otras de un documental sobre Gengis Kan que vi una vez? Lo importante es que los niños triunfan sobre el mal y que Bryce y Aurora se duermen.
Una vez que ambos respiran con calma, me quedo donde estoy, entre ellos, mirando fijamente el hielo del techo de la vecina. Los carámbanos son como dientes en espera de morder a alguien. El problema es que la vida real no es como un cuento: yo no decido lo que sucede y casi siempre los buenos son devorados.
Si yo fuera un pulpo, esos carámbanos no me atraparían. Contraería mi cuerpo en una bola y me iría a toda velocidad; completamente camuflada, por supuesto.
Me escurro de entre los brazos de Aurora, encuentro un lápiz en el piso y saco los apuntes del debate de mi bolsillo. Sólo me falta una página. Me pongo junto a la ventana para usar la luz de la vecina. Pienso si es bueno que un pulpo bebé comience su vida siendo del tamaño de la goma de un lápiz, porque la goma de mi lápiz es muy pequeña. Decido incluirlo, porque cualquier animal que empiece flotando indefenso en el océano con ese tamaño diminuto y luego salga adelante para convertirse en esa poderosa criatura, debe ser algo serio.
Lleno los espacios en blanco que quedan. Todos y cada uno.
Justo cuando termino, la puerta del frente se azota y oigo la voz de Lenny. Oigo que anda a tientas y después un ruido como si se hubiera golpeado el pie con algo. Maldice.
—Lo-lo siento —tartamudea mamá.
—Bueno, claro que este desastre no es mi culpa —estalla Lenny.
Creo totalmente que es culpa de mamá. Últimamente no hace nada bien.
—Creí que había llenado correctamente el formulario. Pensé que nos aprobarían la asistencia… —comienza a decir ella.
Lenny la interrumpe antes de que pueda decir otra cosa:
—Ahí dentro.
No sé a qué se refiere hasta que oigo que se cierra la puerta de su habitación; me doy cuenta de que desaparecieron en su interior. Casi nunca discuten sobre dinero, sobre las cuentas ni sobre nada cuando puedo oírlos.
La luz de la vecina se apaga y vuelvo a estar completamente a oscuras.
En muchos sentidos.
Así que no fue la caja de fusibles: la compañía de luz nos la cortó.
En nuestra antigua vida, mamá era muy buena para llenar la solicitud de asistencia financiera, pero hace algún tiempo que no ha sido exactamente una madre responsable.
Y claro que tampoco es la que se queda abrazando a Aurora y a Bryce cuando todo se cae a pedazos.
Respiro profundo. Tal vez un pulpo empiece indefenso, aunque no se queda así.
En una ola de tentáculos, ruedo por nuestra habitación, deslizándome entre los robots, calculando la distancia hasta mi colchón para no tropezar y al mismo tiempo alcanzando la manija de la puerta con uno de mis apéndices. Ruedo en silencio por la habitación principal; mi piel cambia para camuflarse con Frank y su sillón reclinable mientras paso por ahí.
A la vuelta de la esquina, en la entrada, se encuentra la lavadora apoyada en la pared. Está descompuesta —excepto cuando finge funcionar y vuelve gris toda nuestra ropa—, pero eso no importa ahora. La escalo, una ventosa a la vez, hasta quedar encima, junto al pedazo de pared que quedó blando por una filtración de agua hace tiempo. Justo donde Bryce hizo un hoyo con su sable de luz el verano pasado, cuando él y Lenny jugaban. Es un agujero que da a la habitación de mamá y Lenny. Mi corazonada era correcta: desde aquí puedo oír lo que dicen. Si pongo el ojo en el agujero, hasta puedo verlos.
Eso es lo que tienen los pulpos: saben que necesitan esconder su cuerpo suave y esponjoso, aunque si alguien se molestara en mirar más de cerca el agujero en el arrecife, verían un enorme ojo de pulpo que los observa sin parpadear.
A través del agujero puedo ver a Hector sentado en medio de la cama, agitando el teléfono-linterna de mamá como una luz estroboscópica. Lenny está organizando su cajón de camisetas con una linterna de verdad, ignorando por completo la discoteca que parece rodearlo.
Es otro detalle de vivir con Lenny en esta casa rodante: se encuentra muy limpia y ordenada. En nuestro último departamento, antes de Lenny, la barra de la cocina se había podrido de las orillas, así que a medio lavar platos te dabas cuenta de que el agua estaba encharcándose en la alfombra. Básicamente, pasamos nuestros seis meses en ese departamento agachándonos bajo los cinco alambres para colgar ropa que atravesaban la sala; olíamos como si viviéramos en un pantano.
La casa rodante de Lenny, por otro lado, es lo contrario a un pantano. Su baño es el más limpio y sin moho que haya visto en mi vida.
—Te dije que había entregado esa solicitud —dice Lenny—. Me crees, ¿no?
Mi mamá, sentada junto a Hector en la cama, se mueve hacia la izquierda para esquivar el teléfono:
—Claro que te creo.
Lenny comienza a poner sus camisetas en la cama para doblarlas de nuevo:
—No puedes culpar siempre a alguien más.
Mi mamá se muerde el labio y mira hacia otro lado:
—Es sólo que pasé un día entero con esa solicitud. Pensé que la había llenado bien.
—Pero ¿cómo sabrías si estaba bien?
Quiero apartar la mirada. Antes mamá no era este desastre. Sin embargo, me obligo a mantener mi ojo de pulpo apretado contra el agujero, bien abierto y sin parpadear. ¿Por qué es ella la familiar en común de nosotros cuatro? ¿Por qué no puede ser Lenny? Tan seguro y competente. Si yo fuera como él, nadie se metería conmigo en la escuela.
—Ya-ya sé —tartamudea mamá—. Pero le pedí a Connor que la viera primero y él pensó…
Su voz se apaga.
En la luz de discoteca, alcanzo a distinguir que Lenny sacude la cabeza.
—¿De verdad? ¿De verdad? —deja de doblar ropa y atraviesa la habitación hasta quedar junto a mamá—. ¿De verdad le mostraste los detalles privados de nuestra vida a Connor?
Connor es mesero en el Foso de la Pizza; es básicamente el único amigo que mamá tiene en este momento. También es totalmente genial, pero Lenny no parece ser su fan. No sé si es porque Connor es gay o por otra cosa.
Hector suelta el teléfono de mamá y empieza a llorar.
—Pensé que podía ayudarme —dice mamá con rapidez—. No es alguien que nos juzgaría y no se pone nervioso con documentos como ése y…
Lenny le devuelve el teléfono de mamá a Hector y abraza a mamá desde atrás. Recuerdo que la abrazaba así cuando comenzaron su relación. Ella cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en su hombro como si no hubiera mejor lugar en el mundo.
—Podemos ocuparnos solos de nuestros asuntos —dice Lenny—. Ahora me tienes para cuidarte.
Mi mamá tiene los ojos cerrados, pero no es como antes, cuando se veía tranquila. Ahora se parece más a Bryce cuando, por accidente, tiró la torre de dvd ordenados alfabéticamente de Lenny y cerró los ojos con fuerza como si con eso fuera desaparecer el desastre.
Bajo de la lavadora a toda prisa. No puedo soportar ver la cara de mamá así. Si ella pudiera hacer las cosas bien a la primera, no tendría que ser así.
Por la mañana me despierta el sonido del auto de Lenny que se aleja. La electricidad aún no ha vuelto, pero el sol, ese rebelde, ya empezó a iluminar el cielo gratis.
Otra cosa que tiene Lenny es que nunca llega tarde al trabajo. Aunque su empleo de medio tiempo en la tienda de autopartes lo obliga a salir antes de las siete, siempre llega a tiempo. A tiempo y con la rasurada más perfecta que puede existir. Entre la obsesión de Lenny por su brocha de afeitar con espuma y su insistencia en poner atención a pequeños detalles como los relojes y el odómetro de su auto, es básicamente lo opuesto a los otros novios de mi mamá, con sus diversos niveles de desaliño y cuyo principal talento era acabarse la comida del refrigerador.
Bueno, Nate, el papá de Bryce y Aurora, no estaba tan mal. Era amable. Las veces que me llevó a cazar fueron superdivertidas. Luego dejó de cazar y empezó a beber; así no se puede conservar un empleo y cuidar a los niños. Se quedaba mirando por la ventanilla de la camioneta van en la que vivíamos en ese tiempo, como si la respuesta estuviera allá afuera. Digo, tal vez lo estuviera, porque mi mamá le dijo un montón de veces que fuera a reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero nunca lo hizo.
Las cosas entre él y mamá se agriaron un día cuando estábamos en el embarcadero. Él llevaba un rato tratando de convencer a Bryce de ir a nadar, pero él no sabía nadar y Nate estaba tan borracho que no lo recordaba. Evidentemente, que su novia le gritara frente a sus hijos y un montón de extraños en kayaks despertó algo en su interior, porque se fue en la van y no volvió.
Me incorporo en el colchón hasta que puedo ver a Bryce y a Aurora. Bryce tuvo una de sus pesadillas anoche, pero no se nota al verlo ahora. Ambos respiran profundo, como un par de pequeños Darth Vaders con pelo de ardilla. Odio despertarlos. Es como ganar por fin la lotería de la paz y la tranquilidad, sólo para romper el boleto en pedazos y soltar una cubeta de monos aulladores furiosos sobre mi cabeza.
Me pongo la ropa, me cepillo el cabello, me acomodo junto a ellos en la cama y le doy un empujoncito a cada uno.
—Bryce… Aurora… hora de levantarse.