Durante la última década, la historia del arte psicoterapéutico ha centrado su interés en el papel que juegan las memorias familiares en el surgimiento de los padeceres humanos de toda naturaleza. Pero, asimismo, en la búsqueda de respuestas para enfrentar uno de los sufrimientos que más estragos genera en la actualidad: el trastorno bipolar.
El autor presenta en este libro, con lenguaje directo, una clara visión de cómo las redes y las relaciones familiares participan en su gestación, y cuáles son los conflictos interpersonales y transgeneracionales a partir de los que se hace presente este sufrimiento en la vida de las personas.
Sin duda, un apasionante viaje que desnuda la realidad de un dolor afectivo, fruto de una disfunción familiar, y que sólo encontrará sanación plena gracias a la reconstrucción del tejido vincular básico de la vida: los ancestros.
Eduardo Horacio Grecco nació en Argentina y reside actualmente en México. Formado en el campo de la psicología y el psicoanálisis, investigó la obra de Jung, como así también la Bioenergética y la Psicología transpersonal. Es autor de varios libros de autoayuda y de Terapia Floral, campo en el cual es un reconocido maestro, y como tal lleva varios años impartiendo cursos y conferencias en distintos países de América y Europa.
Algunos de sus libros publicados por esta Editorial son: Terapias Florales y Psicopatología, Volver a Jung; Sexo, amor y esencias florales, Muertes inesperadas; La bipolaridad como don; Despertando el don bipolar, Bipolaridad como oportunidad.
Eduardo Horacio Grecco
Constelaciones familiares y bipolaridad
Hay que honrar a los ancestros familiares de los cuales provenimos: abuelos, padres, todos los mayores, que están contenidos en nuestros genes y memorias.
Del mismo modo, a los que somos terapeutas nos corresponde honrar la genealogía que habita en nuestros talentos y capacidades para ayudar al que sufre y padece, abuelos, padres, tíos, hermanos en el oficio de curar.
A unos y otros está dedicado este libro.
Eduardo Horacio Grecco
Constelaciones familiares y bipolaridad / Eduardo Horacio Grecco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Continente, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-754-692-1
1. Terapias Alternativas. I. Aleman, Sujey, prolog. II. Título.
CDD 615.5
Primera edición, julio 2020
Primera edición digital, julio 2020
Diseño de interior: Literaris
Corrección de estilo: Mora Digiovanni
ISBN: 978-950-754-692-1
© Ediciones Continente
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Libro de edición argentina
Conversión a formato digital: Libresque
La bipolaridad como don
EDUARDO GRECCO
Despertando el don bipolar
EDUARDO GRECCO
La bipolaridad como oportunidad - quien se ha subido a mi hamaca
EDUARDO GRECCO
Muertes inesperadas
EDUARDO GRECCO
He hecho de mí lo que no sabía, y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
Fernando Pessoa
El punto de partida de la visión que auspicio es considerar que la enfermedad no es un mal a combatir sino una oportunidad para saber más de nosotros mismos. Que aquello que sentimos como un obstáculo o barrera, es posible de apreciarlo como espejo que nos muestra lo que no vemos de nosotros mismos y, al mismo tiempo, maestro de nuestro proceso de evolución. Desde esta percepción, estoy convencido de que cada uno de nosotros realiza una travesía espiritual a través de la enfermedad, y al llevarla a cabo de un modo acertado, esta excursión nos acerca más a la salud y la dicha.1
Los movimientos de este viaje, adversidades que se presentan inesperadamente, encuentros y desencuentros impostergables, logros que se alcanzan contra toda esperanza, no acontecen de modo casual sino, por el contrario, están provocados por el interjuego de dos fuerzas, complementarias en su antagonismo. La una y la otra reconocen intereses desiguales y responden a preguntas diversas, pero ambas contribuyen a dar razón de dos dimensiones de la enfermedad: causa y sentido.
Es muy cierto que, si bien hay un reloj causal que permite explicar la razón del emerger de un síntoma en nuestra vida, las influencias que participan en su construcción y génesis, también hay que reconocer la existencia de otro reloj, la sincronicidad, que brinda la posibilidad de comprender su sentido. Y aquello que da sentido a la vida, es sentir. De modo que la causa de la pérdida de sentido –que provoca por sustitución la aparición del síntoma en la vida de una persona, manifestación destinada a ocupar el lugar de un afecto que falta–, radica, en última instancia, en la ausencia o bloqueo de la expresión emocional. Así, lo que enferma no es sentir sino reprimir el sentir, el asedio injustificado al fluir de los afectos.
En este punto, es forzoso tener presente que, allí donde un afecto se ha visto impedido de expresión, el síntoma asoma como su representante. Cuando esto sucede, el afecto sofocado se abre a la posibilidad de retornar como afección. De modo que los síntomas son estelas que rememoran antiguas situaciones en donde determinados sentimientos fueron ahogados. Son un lenguaje que narra la historia de una expresión tímica impedida, apagada o extinguida. Significantes de un significado extraviado para la conciencia.
Que lo excluido de la vida yoica retorne, y que conozcamos los mecanismos mediante los cuales esto ocurre, nos permite conocer las causas que, de una manera más o menos segura, están en la raíz de un síntoma. Sin embargo, esta explicación no dice mucho acerca del lugar que éste ocupa en la trama de la vida de quien lo padece. Tampoco da cuenta de su significación, ni lo que enseña. Las causas, por más sofisticadas y holísticas que se perfilen, sólo responden al porqué de las cosas. La historia narra y explica el acontecer de una enfermedad, pero es muda a la hora de comprender su para qué.
Es cierto que la reconstrucción de una biografía aporta un conjunto de respuestas teleológicas reveladoras en torno de los cursos posibles de una enfermedad. Sin embargo, esto no implica deducir sentido en relación a la trama de una vida. Es que la significación de un síntoma en el marco de la terapéutica y dentro de la vida de una persona son dos cosas diferentes.
En el consultorio, las explicaciones precipitan sentido (aunque no lo tenga) en la conciencia del paciente. Sin embargo, cada paciente es una persona que trasciende los límites de un consultorio o de una teoría científica. La explicación nunca calma su dolor, sólo posterga la sentencia sobre él, y muchas veces aumenta la ignorancia de sí mismo y embota la comprensión de la situación en la cual se encuentra.
Esto no conlleva que explicar y comprender sean perfiles que mantengan entre ellos, de manera obligada, un maridaje tormentoso. Por el contrario, es posible hacerlos converger, pero no pretender que uno u otro hagan lo que no les corresponde.
Es muy cierto que el concepto de causalidad ha sufrido una variedad de modificaciones significativas a lo largo de historia, pero también es verdad que su esencia parece mantenerse firme. El principio de causalidad se adaptó a las necesidades de los nuevos problemas que la ciencia y la sociedad le planteaban y, por eso, sobrevive en muy buenas condiciones, sin haber renunciado a la esencia de su naturaleza. ¿Cuál es?: cada suceso tiene causa.
Esto implica varias cosas: todo ocurre de forma conectada, nada está aislado; cualquier hecho, incidente, gracia o desgracia, se encuentra ligado a otros en un dinámico proceso de interacción; un evento se continúa con otros; la causa precede al efecto. De esta condición última se desprende la necesidad de la línea de tiempo que supone la causalidad y el hecho de que la causa siempre se encuentra en el ayer de lo causado.
El reloj causal es el que habla de las influencias que determinan resultados, consecuencias, secuelas y frutos. Su acción se resume en frases como: Todo efecto tiene una causa; No existe efecto sin causa; Todo accionar tiene causa; Nada se hace sin causa; Todo cuanto comienza a existir debe tener una causa eficiente; Todo cuanto existe de manera contingente tiene causa eficaz.
Sin embargo, la causalidad unívoca se vio obligada, por el peso de su misma insuficiencia, a ampliarse a lo “pluri” o “multi”. Es que una serie causal del tipo “virus X genera patología Z”, es bastante improbable que se respalde en la realidad, tomando en cuenta la cantidad de factores que concurren en las vicisitudes que estallan, en la vida, como síntoma. Si bien esta consideración (multicausalidad) es aplicable en la naturaleza, es una afirmación más rotunda aún en lo humano.
Sin embargo, incluso contando con la noción de sobredeterminación en la apreciación de los procesos humanos, y aceptando la posibilidad de que esta perspectiva permita descifrar la génesis de un síntoma, conducta o cualquier otra manifestación, tal perspectiva sólo alcanzaría a predicar eso (que no es poco), pero no lograría poner en evidencia el significado existencial de tal producción.
Con Sigmund Freud la causa fue, al principio de sus reflexiones, el trauma. Luego el complejo de Edipo, y más luego el de castración; otros investigadores señalan, en el origen de las neurosis, temas como complejo de inferioridad, abandono materno, etc. Incluso, de lo personal se avanzó a lo no personal: anclajes arquetípicos, constelaciones familiares, memorias del alma. Es igual: aunque cambiemos el motivo, nos extendamos en el espacio o retrocedamos en el tiempo, todo se restringe a buscar causas en el pasado. En suma, la causalidad da cuenta de la presencia del pasado en nuestra vida. Eso explica la secuencia de nuestra historia, pero no la trama de nuestra biografía. Indica la cartografía de un organismo, pero no de las intenciones que lo alienta. Para eso, hace falta dar un paso más.
Desde la sincronicidad, la vida no es fruto de causas sino de sentidos que se asocian entre sí. Es decir, las relaciones que se establecen entre los sucesos, personas o cosas, no son obra de agentes causales, sino de misteriosas conexiones atemporales, en donde la convergencia de significados es lo que cuenta.
Hace unos años, durante un seminario cuyo tema central giraba en torno al enfoque alquímico e iniciático de la psicoterapia, sucedió un evento singular. El día antes de finalizar, al filo del anochecer, centraba la enseñanza sobre el hecho terapéutico de que los procesos de descubrimiento interior ayudan a ver, de modo más nítido, la malla de nuestra historia, y que de ese modo, en el cristal de la vida las palabras esclarecedoras, interpretaciones, revelaciones e insight, asisten a las personas en su labor de adquirir claridad y ver mejor tras esos cristales.
Insistía en que, tal vez, esos cristales, que son una elección del alma para llevarnos a aprender determinadas lecciones de la vida, nunca se van a disolver, que jamás las personas van desistir de tener cristales, pero que no es lo mismo ver la realidad por medio de un cristal sucio o empañado, que a través de otro límpido y despejado; que cuanto más transparentes sean los cristales –más libres de creencias, apegos, modelos e influencias ajenas–, más cerca está la persona de verse y ver el mundo tal cual es.
La mañana siguiente, durante el cierre del curso, en el preciso instante en que retomaba esa misma idea y la desplegaba, un hombre, desde el exterior, iniciaba su labor de limpiar la ventana del fondo del aula. Entre ambos eventos, que sucedían en un entorno temporal de simultaneidad, no existía nexo material alguno. La asociación entre ellos no era de naturaleza causa-efecto, sino de significado. Independientes cada uno de ellos en su génesis, entrelazados sin embargo por el nudo de una fuerza simbólica concurrente. Jung designa esta coincidencia no causal como fenómeno sincronístico.
Ahora bien, tanto la sincronicidad como la causalidad son leyes del universo que funcionan de modo constante. Así, en cada instante, aunque no se piense en ello, la ley de la gravedad funciona con independencia de si la conciencia la registra o no. Las cuatro grandes leyes causales existen y existieron, aun antes de que los hombres pudieran formularlas. La ley de la gravedad era un orden real antes de la caída reveladora de una manzana ante los ojos de Newton.
Del mismo modo, la sincronicidad también opera de un modo permanente; pero al igual que la causalidad, no siempre los seres humanos alcanzan conciencia de su accionar. Sin embargo, tal vez con ella exista una cierta resistencia a considerar su validez, a pesar de los testimonios reiterados sobre su presencia y eficacia.
Esto se debe no sólo a la naturaleza del campo de experiencia en donde se enmarca, sino al hecho de que la sincronicidad es una fuerza de cambio. La causalidad, la gravedad, por ejemplo, nos afectan, pero la sincronicidad nos empuja a la transformación personal. La primera conmociona, la segunda conmueve. Y ya conocemos la repulsa de los seres humanos para abrirse al cambio interior.
Todo lo dicho se liga con una particularidad propia de la sincronicidad: la sensibilidad. ¿Qué significa? Que si la persona no registra las sincronicidades que aparecen a su paso, la percepción de este lenguaje de la naturaleza se torna más difícil de aflorar, y cada vez se reconoce menos su presencia en la vida. Por el contrario, a medida que la conciencia se va abriendo y dejando guiar por la sincronicidad, aparece con más fuerza, pero si no es escuchada se aleja de la existencia.
Llevando este concepto al desarrollo del proceso enfermar-curar, cobra sentido la afirmación, tan reiterada por Jung, acerca de que la sincronicidad es, por una parte, guía que reorienta a la persona en la noche oscura del alma, cuando abandona las seguridades de la conciencia y la razón, y por otra, el timón que la dirige hacia donde le corresponde ir a ella, como la ballena a Jonás.
¿Cómo se logra que la sincronicidad adquiera tal rol? Trabajando en los pequeños detalles la vida cotidiana y dejando que la gracia del alma se derrame sobre la conciencia.
Hay que aprender a dejarse conducir por el alma en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Cuando en este plano se aprende a fluir con las mareas de la vida, luego es más sencillo operar en las grandes causas de la existencia.
Algunas personas desvalorizan lo cotidiano porque les parece insuficiente, olvidando que “la totalidad de la vida es simbólica porque todo en ella tiene significado” (Boris Pasternak), o que “se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas” (Walt Whitman). Estar en lo cotidiano es vivir la vida aquí y ahora, pero “algunos están dispuestos a cualquier cosa, menos a vivir aquí y ahora” (John Lennon).
Vivir en lo cotidiano y acercarse a la sincronicidad por esta calle entraña que la persona ha logrado el punto de estar centrada en su interior, ser profundamente fiel a sí misma y habitar en la vida de un modo sencillo. Simplicidad que no presume, necesariamente, dicha.
Sigmund Freud declaraba, con cierta ironía, en una confesión autobiográfica ilustrativa: “He sido un hombre afortunado en la vida: nada me fue fácil”. Sin embargo, lo difícil tampoco requiere infelicidad, así como lo cotidiano no por ser lo que es resulta aburrido o insípido. Todo es una cuestión de miras, ya que “todos vivimos en la tierra, pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas” (Oscar Wilde).
Cuando se acepta la sincronicidad de lo cotidiano, se descubre la sincronicidad de lo que no lo es. De la misma manera que es imposible conectarse con la guía espiritual sin antes haberse enlazado con la terrenal, es inviable vivir lo trascendente sin previamente haber pasado por lo diario y familiar. La puerta de acceso a lo excepcional es lo habitual.
Entonces, es por el sendero de las acciones de lo cotidiano –a lo cual hay que adjuntar la experiencia creativa y el encuentro con los otros– como la sincronicidad se hace real en la vida de cada persona. De este modo, la conciencia se acostumbra a hilvanar y a observar que todo en el universo siempre le está hablando, tanto en la luminosidad como en la oscuridad.
El libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa, es un ejemplo de cómo la sincronicidad anuda la malla de la existencia en relación con la luz y las tinieblas. Y más allá de las situaciones concretas, donde la sincronicidad ejerce su autoridad y en las cuales se hace palpable su presencia como proceso, es el ariete que ayuda a derribar las murallas yoicas que impiden penetrar a la persona en la noche oscura del alma y dejarse guiar por la oscuridad. Aquí es donde aplica aquello de que hay, en este tramo de la labor del alma, que aprender a ver en las sombras y no dejarse seducir por el impulso de salir a la luz, sino estar dispuestos a permanecer en la oscuridad el tiempo necesario, así como lo hace la semilla antes de convertirse en planta.
El libro Salida del alma a la luz del sol –traducido de manera inapropiada como El libro egipcio de los muertos– es un texto referido a lo que le espera transitar a la persona que fallece, en su camino hacia la luz, hacia la resurrección. No es un libro sobre la muerte sino sobre la vida, y narra las transmutaciones que va recorriendo el alma antes de poder llegar a Ser en la luz de Ra. Y lo crucial es que todo este transcurso acontece en la oscuridad.
En ese paso por la noche oscura, hay que aprender a escuchar las sincronicidades que van llevando, de modo suave o brutal, hacia la realización del plan del alma. Una voz que no se ajusta a las leyes de la razón, sino de la intuición.
Carl Jung aseguraba que la sincronicidad era un memorando psíquico, un recordatorio de que el universo tiene un orden fundamental que no se ajusta a la lógica de la causalidad. Leer ese orden permite avanzar, con paso firme, por el camino de la evolución.
Entre las sincronicidades que se manifiestan en la vida hay una muy especial: los otros. La sincronicidad prefiere hablar a través de los demás que aparecen en la biografía de una persona. Y no sólo los que permanecen en ella, sino todos esos otros que la cruzan un instante, pero que le dan un nuevo sentido.
No es la duración o permanencia de una relación la que, por sí misma, renueva a alguien. Se trata de algo diferente, de una cualidad misteriosa que transmuta y que a veces persiste apenas el lapso de un relámpago, pero que con sólo eso resulta capaz de estremecer una vida.
Esto conlleva a la necesidad de estar alerta y prestar atención a quienes aparecen en nuestra historia, aunque sea por un minuto, dado que muchos pueden ser portadores de la sal que fermenta y transforma. Es que “ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados” (Ernesto Sabato).
Viajo mucho, y para no sentirme extranjero en todas partes practico, desde hace años, ciertos rituales que apuntalan el arraigo a la tierra donde la vida me lleva en cada oportunidad. Así, al llegar a cada ciudad que ya conozco, tengo determinados lugares que suelo visitar. Por ejemplo, cada vez que voy a Córdoba, España, recorro la Mezquita, convertida en el siglo XIII en la actual Catedral de Santa María de Córdoba.
Esta mezquita fue construida en el siglo VIII sobre las ruinas de la basílica visigoda de San Vicente, y vaya uno a saber sobre qué otro templo fue levantada esa basílica. Es en los arcos denominados mihrab donde puede observarse la evolución de la construcción: las columnas visigodas con arcos de herraduras, que resultaban demasiado bajos para los musulmanes, por lo cual añadieron pilares sobre las columnas y dispusieron otros más altos sin derribar los anteriores. Estos arcos policromados son mi punto de referencia y anclaje; me dan una sensación de arraigo profundo y me recuerdan que los apegos pueden convivir con la belleza, y que también se puede construir sobre experiencias ya vividas.
En ocasión de este relato, viajé desde Madrid a Córdoba en tren. Me ubiqué en un asiento de pasillo. En el de la ventanilla viajaba un hombre que en cierto momento del trayecto me preguntó: “¿Usted conoce Córdoba?”. Con cierta falta de entusiasmo respondí que sí. Él insistió: “¿Y le gusta?”. Mi respuesta cortante denotó mi empeño en evitar la conversación: “Sí, me gusta mucho Córdoba”. Pero sin darse por aludido, continuó: “Yo sigo, no bajo en Córdoba. Esta mañana, arreglando unas cosas, se me cayó una postal de Córdoba que alguien me regaló o la compré; se la voy a dar, se la regalo, la tengo aquí en el bolsillo, no sé por qué la puse en el bolsillo…, y la verdad, se la regalo”.
La situación no resultaba cómoda, pero más por hábito que por sentires, pude articular un “muchas gracias” y guardé la postal en la mochila. Luego de arribar a destino, vacío la mochila en el hotel y aparece la postal. En el dorso veo algo escrito a mano: una frase de san Juan que repito con frecuencia. Debajo de la frase había una dirección en la misma Córdoba. De manera que, para ser consecuente con lo que enseño, me dirigí al lugar y allí descubrí una pequeña librería con mesas sobre las cuales se apilaban textos de lo más disímiles. A poco de revisar, encontré un libro que hacía muchos años estaba buscando sin haberlo podido conseguir hasta ese día. Este evento es una sincronicidad que enseña que hay que prestar atención a quienes aparecen en la vida.
Jorge Luis Borges decía en una entrevista: “Uno puede darse cuenta de que el otro es inteligente, aunque el otro no diga nada. Uno está recibiendo continuamente algo, hasta los sufrimientos, hasta los sacrificios, hasta los maleficios, todo tiene algún fin. En el caso del poeta, todo lo que le pasa es una especie de arcilla que tiene que transformar, que moldear en belleza, y así todas las cosas se justifican, y los males también. Las ideologías también, la ceguera también. Yo debo agradecer esos dones, aunque, a veces, sean o parezcan terribles”.
Muchos amanecen cada día buscando mejorar y armonizar su vida. Creen que si superan con esfuerzo sus defectos –o al menos intentan controlarlos–, si hacen obras de caridad y le dedican sesenta minutos diarios a la meditación, un día descubrirán el “despertar de la conciencia”. Si bien estas acciones orientan a vivir de modo consciente, el inicio del proceso sea, quizás, el menos esperado, más mundano y a la mano, y menos dramático.
Ya hablamos sobre la dirección de estas dos orientaciones del espíritu humano a la hora de darse cuenta del valor de cada una de ellas en la vida de una persona. Ahora quiero presentar una visión de conjunto de sus fortalezas y debilidades.
Comprender, en principio, supone poner el acento en los motivos que alientan una conducta que obliga a bucear en las intenciones interiores de una persona, tratando de conectar las vivencias que en ella acontecen, sin pretender con eso elaborar ninguna teoría, ni deducir leyes, sabiendo que los resultados de este enfoque cualitativo tendrán conclusiones relativas –aunque estemos en relación directa con lo estudiado–, por el solo hecho de nuestra participación subjetiva en el acto de comprender. De manera que esta dirección del conocimiento permite descubrir sentidos, a partir de la comprensión del mundo interior de una persona, pero tiene limitaciones a la hora de expandir esta deducción a otras o para generalizar conclusiones.
Explicar, por su parte, implica hallar las causas que provocan una conducta. Por esta razón obliga a la observación desde el exterior de la persona, conectando los hechos tal como aparecen, intentando formular teorías y encontrar leyes, sostenidas en datos cuantitativos que permitan predicciones precisas, y recolectados a partir de experimentos objetivos, en una relación mediatizada por instrumentos y distanciada de lo subjetivo. Por este camino, el conocimiento que se logra permite establecer leyes que facilitan determinar las conductas posibles cuando existen ciertas causas específicas, pero resulta poco útil a la hora de entender lo que sucede en la intimidad de la persona que expresa esa conducta.
La cuestión clínica, entonces, gravita en interrogarse acerca de cómo es susceptible articular estos dos relojes, para explicar así la naturaleza de la génesis de un padecer, y al mismo tiempo comprender su significado. Es decir, bucear por la historia y la trama al mismo tiempo.
La historia me fascina. Siempre preferí la antigua y medieval a la más reciente, con excepción de la época del Renacimiento, cuyo encanto y locura consigue atraparme, si bien en mi interior provoca hondos sentimientos encontrados. Esta pasión por la historia, hizo natural, de adulto, mi vocación primera por el psicoanálisis.
Durante la adolescencia tenía fe en la historia, hasta que un profesor me curó el idealismo al enfrentarme con la diferencia entre lo sucedido y lo narrado. Más tarde, al inicio de la universidad, leer a Sartre me dio una clave mayor sobre el hecho de que la historia no es lo acontecido sino lo que se hace con lo sucedido. Pero la comprensión del quehacer de la práctica clínica hizo que percibiera con nitidez que, merced a su dimensión temporal, la historia no consiste en el anudamiento de una secuencia de eventos separados entre sí, sino, por el contrario, en el paso de una configuración a otra, de manera incesante y encadenada.
Esto se aprecia con mayor robustez en la historia de las personas que demandan ayuda terapéutica. Ellas creen advertir que los sucesos de su biografía –aun en su fragmentación– son parte de un proceso de transformación continua, y aunque no se percaten de los eslabones que los unen, tienen conciencia de que los entreteje un hilo conductor. Es como si hubiera una necesidad imperiosa de dar continuidad a lo vivido, y cuando no se es capaz de procurarlo desde la conciencia, la sombra se encarga de ello.
Es interesante ver que esta secuencia no responde a un orden cronológico sino subjetivo, como si la narración histórica fuese una reescritura ficcional y no la descripción objetiva de hechos. En la biografía personal no importa la verdad histórica como tal, sino la mítica, la trama desde donde cada quien imagina sus recorridos, que narra y hace jugar precisos papeles a los personajes de esa novela.
Suelo enseñar que los síntomas son el fruto de creencias equivocadas. Y que para lograr remover los síntomas es ineludible cambiar el sistema de conjeturas ideológicas que sostiene nuestra personalidad.
Otro nombre de sistema de creencias es identidad; este referente que asumimos como lo que nos distingue es donde radica buena parte de la razón del sufrimiento que nos aqueja. Los hinduistas tenían mucha razón en indicar que para avanzar en el proceso de liberación era necesario disolver la identidad.
Ya sea sistema de creencias o identidad, lo cierto es que esta estructura para leer la realidad, a nosotros y a los otros, se conforma desde los primeros tiempos de vida, como parte de la tarea de modelaje que realiza el complejo materno en cada uno de nosotros. En este ámbito se instala lo que debemos ser y con quienes tenemos que estar: identidad y relaciones.
Allí comienza, pero la historia de vida va envolviendo, puliendo y cristalizando al sistema de creencias, hasta convertirlo en una coraza que nos separa de la realidad. Nuestra historia, organizada en función de este sistema, se convierte entonces en un mito afianzado. Pero un mito al cual se le ha arrancado el corazón. En lugar de ser un límite entre el alma y la realidad, una unión entre lo humano y lo divino, acaba siendo una muralla que separa y encarcela. En lugar de funcionar como la fuerza que re-encanta la vida cotidiana, se vuelve un rezo monótono y carente de vivacidad.
Para Aristóteles, la trama es el alma de la tragedia. Quiero quedarme sólo con este concepto y ampliarlo a todas las formas de que la historia se reviste, y dejar de lado otros aspectos que acerca de lo mismo señalaba el maestro de Alejandro Magno.
Una historia tiene alma, la fuerza que la anima, pero esa alma encarna en una personalidad para cobrar existencia. La personalidad es lo visible, y el alma, lo que no lo es. La primera se muestra por presencia; la segunda por ausencia. Sin embargo, es a través de la narración de la personalidad de la historia (sucesos, personajes, recuerdos, sueños, lugares, síntomas, etc.) que se manifiesta su alma.
Pero del mismo modo que una relación puede vaciarse de afectos y convertirse en un vínculo, es posible asesinar el alma de una historia y transformarla en una cronología.
Nosotros, cada quien a su modo, narramos nuestra historia, pero en realidad es la historia la que nos narra. El cuento que hacemos de nuestra vida nace de una estructura, donde los trozos y trazos entrelazados del relato –por momentos carentes de congruencia exterior– tienen una línea de sentido que se encuentra más allá de la conciencia. El yo la verbaliza, pero hay otro interior que escribe el guión.
Cada historia tiene miles de hilos con los cuales se teje. Atravesar los hilos (tramar) para dar forma a un tejido es la tarea de la trama. El telar donde se trenza la malla no está a cargo del Yo; él sólo figura como el referente que asume ese papel, sin ser el verdadero autor. Esto significa que la trama es la estructura estructurante de la historia que cada uno comparte como propia. ¿Y cómo se forja esa trama?
Hay memorias arquetípicas, familiares, personales; mandatos y creencias; lealtades y pactos; maldiciones y promesas; fantasías y deseos, complejos y exclusiones; secretos y expiaciones. En el interior de cada persona existe un juego de intereses múltiples y enmarañados imposible de abarcar en palabras, y que es responsable de perpetuar en cada persona un modo de lectura de la realidad. Es una herramienta, pero también un límite.
La trama da sentido, pero cuando éste se pierde o resulta inadecuado para satisfacer las necesidades emocionales de una persona, o no logra articular los diferentes afanes y ambiciones de sus diversas instancias psíquicas, se produce un derrumbe, que toma figuras muy distintas pero conduciendo todas a la exigencia de reescribir la historia. Muchas veces, es lo que lleva a buscar ayuda en un tratamiento.
Esto no significa que realmente quien acude a una terapia anhela transformar su trama. Por lo general, sólo pretende parches. El Ego se resiste a un cambio verdadero; la historia que cuenta, lo que refleja, son los desvelos yoicos, la intención de que el yo no sufra, pero sin que nada se modifique. Es que el Yo guarda una lealtad ciega a la trama de su vida.
Si reparamos en la narración histórica de cada uno vemos que en sus idas y venidas hay un argumento, como un guión, donde los personajes de esa historia juegan un rol, llevan a cabo acciones, se revisten de ciertas características y en donde los eventos se suceden en cierto orden temporal y espacial.
Imaginemos a una persona que, agobiada por la memoria de su orfandad y abandono en la primera infancia, ha desarrollado un fuerte sentimiento de desconfianza hacia todos y cada uno con quienes establece algún vínculo. Desde su trama interpreta cualquier cercanía como la posibilidad de que se reitere el abandono inicial, y esto la lleva a responder con conductas que alejan a los otros de su vida.
El temor a repetir el dolor la obliga a desplegar un mecanismo de defensa protector pero que la condena al aislamiento. Y esta trama le organiza un argumento de vida, en el cual los demás se convierten en posibles abandonadores en lugar de receptores. Por lo tanto, todo acto que realicen es visto como “me voy, no me quedo, te dejo solo”.
Este orden perceptivo-cognitivo-emocional no sólo se configura como un aprendizaje que deja huella en lo psíquico, sino que se cristaliza como una vía registrada en los senderos de la fisiología del sistema nervioso. La danza de los neurotransmisores y el canto de las conexiones axonales acompañan este proceso, para consolidarlo como un patrón que se resiste a mudar en algo diferente. La trama, entonces, se hace memoria en la carne.