Image

¿Tiene algo que decir la ciencia a la filosofía? Este libro introduce al lector en el contexto de la física contemporánea para desvelar algunas singularidades que se dan en nuestro conocimiento del universo. La existencia de estas singularidades apunta a una emergencia de auténticas novedades en la naturaleza, apelando al uso de una razón ampliada que ayude a comprender el mundo que habitamos.

Universo singular ofrece un punto de partida necesario, enraizado en la ciencia, para renovar la reflexión filosófica sobre el cosmos.

Premio Razón Abierta en la categoría de investigación.

Javier Sánchez Cañizares

Image

Javier Sánchez Cañizares (Córdoba 1970) es doctor en Física por la Universidad Autónoma de Madrid (1999) y doctor en Teología por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma (2006). Ha sido profesor ayudante en el Departamento de Física Teórica de la Materia Condensada de la Universidad Autónoma de Madrid, profesor adjunto de Teología Moral en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra y, en la actualidad, es profesor agregado en la Facultad Eclesiástica de Filosofía de esa misma universidad, en la que dirige el grupo “Ciencia, Razón y Fe” (CRYF) y es investigador del grupo “Mente-cerebro” del Instituto Cultura y Sociedad. Es también editor asociado de la revista interdisciplinar “Scientia et Fides”. Además de publicar más de 60 artículos de investigación en física, filosofía y teología, es autor, entre otros, de los siguientes libros: La revelación de Dios en la creación: las referencias patrísticas a Hch 17,16-34 (2006); Moral humana y misterio pascual. La esperanza del Hijo (2011); Razón y fe: la plenitud de la vida moral (2013); Naturaleza creativa (2018) (junto a Javier Novo y Rubén Pereda). Sus principales intereses se centran en las relaciones entre ciencia y religión, la filosofía de la naturaleza y la relevancia de la mecánica cuántica para la comprensión de la singularidad humana en el universo. En 2018 recibió el premio Razón Abierta, en la categoría de investigación, por su obra Universo singular.

UNIVERSO
SINGULAR

Apuntes desde la física para una filosofía de la naturaleza

Image

Colección Razón Abierta

Comité Científico Asesor

Daniel Sada (Universidad Francisco de Vitoria)

Federico Lombardi S. J. (Fundación Joseph Ratzinger)

Stefano Zamagni (Universidad de Bolonia. Johns Hopkins University)

Paolo Benanti (Pontificia Universidad Gregoriana)

Andrew Briggs (Universidad de Oxford)

Rafael Vicuña (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Javier Prades (Universidad Sán Dámaso)

© 2019    Javier Sánchez-Cañizares

© 2019    Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

Ctra. Pozuelo-Majadahonda, km 1,800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

editorial@ufv.es

Diseño cubierta: Cruz más Cruz

Primera edición: febrero de 2019

Impresión: Producciones Digitales Pulmen, S. L. L.

Este libro ha sido sometido a una revisión ciega por pares.

Image Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Este libro puede incluir enlaces a sitios web gestionados por terceros y ajenos a EDITORIAL UFV que se incluyen solo con finalidad informativa. Las referencias se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de la consulta de los autores, sin garantías ni responsabilidad alguna, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas.

Impreso en España – Printed in Spain

Índice

INTRODUCCIÓN

1.¿ ES ESPECIAL NUESTRO UNIVERSO?

1. Una introducción a la teoría del Big Bang

2. ¿En qué sentido es nuestro universo singular?

2. FÍSICA INDETERMINISTA

1. La mecánica cuántica y el problema de la medida

2. ¿Basta la decoherencia para una transición del mundo cuántico al clásico?

3. ¿ES SINGULAR LA MENTE HUMANA?

1. Las relaciones mente-cerebro y el problema duro de la conciencia

2. Ventajas e inconvenientes cuánticos en el problema mente-cerebro

3. La incompatibilidad de la no-localidad cuántica con el compatibilismo

4. El problema de la naturalización de la información

5. ¿Hay lugar en la naturaleza para un alma humana inmaterial?

4. LA COMPLEJIDAD EN EL UNIVERSO

1. Caracterizando la complejidad

2. Tipos de emergencia

3. Causalidad top-down en los sistemas complejos

4. ¿Puede la evolución física ser una teoría completa?

5. Nuevos principios de optimización en la naturaleza

6. En defensa del pluralismo ontológico

5. APUNTES PARA UNA FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA

1. El aporte de la física contemporánea a la filosofía de la naturaleza

2. Condiciones y correlaciones excepcionales en el Universo

3. Una naturaleza informada y sabia

4. Filosofía de la ciencia desde la filosofía de la naturaleza

5. El ser humano en el universo

BIBLIOGRAFÍA

Image

Mientras terminaba mis estudios de física en la última década del siglo XX, recuerdo que asistí a una charla sobre las relaciones entre la física y la filosofía. A pesar de lo genérico que puede parecer este título, casi todos los físicos saben de lo que se va a tratar en este tipo de reuniones: los avances en el conocimiento del universo que proporciona la física, como también ocurre con otras ciencias, abren naturalmente la puerta a otro tipo de preguntas o consideraciones que van más allá, aparentemente, de la propia física. Salvo que nos encontremos con solipsistas, los físicos suelen reconocer que esas preguntas tienen su razón de ser y hacen hasta cierto punto plausible una reflexión filosófica sobre ellas. Puede gustar más o menos a los filósofos, pero es cada vez más habitual escuchar a físicos profesionales, con bastantes años de madurez en el campo, hacer consideraciones que deberíamos denominar filosóficas.

En ocasiones este hecho es motivo de queja por parte de los filósofos, por lo que consideran una especie de intrusismo profesional. Otras veces los filósofos se dedican a poner de manifiesto los errores metodológicos y conceptuales de los físicos metidos a filósofos. Y tampoco es infrecuente que el rechazo se manifieste como desinterés por lo que se consideran cuestiones ya planteadas con mayor profundidad por la filosofía perenne. No hay que sorprenderse por tanto de que la brecha entre las ciencias y las humanidades siga existiendo y alimentándose de este tipo de actitudes. No obstante, según mi opinión, la filosofía y los filósofos deberían transformar las amenazas en oportunidades. La filosofía siempre ha tenido a gala reflexionar a partir de la realidad y su conocimiento. Pues bien, la realidad que conocemos hoy resulta descrita en gran medida por el lenguaje de las ciencias, así que la filosofía debería aceptar el lenguaje de las ciencias y hacer desde ahí sus reflexiones.

Que haya más voces en el espacio de la racionalidad pública no es una amenaza, sino una oportunidad para establecer nuevas correlaciones con otras disciplinas y enraizar aún más profundamente en el suelo fértil del saber humano el punto de partida de la reflexión filosófica. Para eso hay que saber escuchar e intentar destilar las ideas y conceptos más importantes que se nos quieren transmitir desde otras disciplinas. En esa línea, todo diálogo entre ciencias y filosofías es ya una ganancia. Es menos difícil de lo que se supone habitualmente hacerse idea de lo que los demás nos están diciendo. Ampararse en la disparidad metodológica o en una referencia a realidades diferentes equivale a aceptar el discurso del miedo y la guerra de trincheras, con espacios que conquistar por cada uno de los contendientes en la batalla. La cuestión, por consiguiente, es: ¿nos hemos tomado en serio de verdad el diálogo entre ciencia y filosofía? Creo que un buen examen de conciencia sería útil aquí.

En la charla que mencionaba, impartida por un científico con inquietudes filosóficas, como era de esperar, recuerdo algo que me impresionó mucho. Según el ponente, las grandes preguntas filosóficas de la ciencia del siglo XX habían sido motivadas desde la física: qué es el universo (pensemos en la teoría del Big Bang) y qué es la materia (recordemos todo el desarrollo de la teoría estándar hasta el reciente hallazgo del bosón de Higgs). Sin embargo, las grandes preguntas del siglo XX serían otras: qué es la vida y qué es la conciencia (o si queremos, más en general, la mente humana). Estas nuevas preguntas estarían reflejando el cambio de poder en la dinastía de las disciplinas científicas: la física habría sido la ciencia reina en el siglo XXI, pero correspondería a la biología y, más concretamente, a la neurociencia, ocupar el puesto más alto en ese ranking ficticio de disciplinas durante el siglo XXI.

Hasta cierto punto creo que estas predicciones se han cumplido. Ciertamente, parece que el appeal del universo en su conjunto y la materia es mucho menor para la opinión pública informada que el de la vida y la conciencia. Quizás porque nos identificamos mucho más con las segundas que con los primeros. No hay que maravillarse por tanto de que, en las últimas décadas, el diálogo fructífero entre ciencia y filosofía y la reflexión filosófica a partir del lenguaje científico se hayan desplazado en esta dirección. El asunto, además, tiene otras connotaciones: si extendemos el diálogo al campo de las relaciones entre ciencia y religión —donde el papel de la razón filosófica parece inexcusable—,1 parecen mucho más relevantes las cuestiones sobre las relaciones entre la causalidad natural y la acción de Dios en el mundo y la especificidad, material y espiritual, del ser humano. De hecho, a poco que hagamos una mínima búsqueda, descubriremos que los debates y discusiones más encendidos en la red se dan sobre estas cuestiones.

Pero no solo se trata de una cuestión de folclore o divulgación. También la literatura especializada parece concentrarse cada vez más en cuestiones de filosofía de la biología: filosofía de la evolución y filosofía de la mente son quizás los grandes campos de debate académico en la actualidad. Parece que el universo y la materia en sí han perdido interés o, quizás, las teorías físicas sobre estas últimas se han vuelto demasiado abstrusas y desligadas de la realidad como para permitir un diálogo fértil con la filosofía, que las rechaza cada vez más como materia prima para la reflexión. Incluso la misma física parece también inclinarse hacia los nuevos intereses, como demuestran los campos emergentes de la biofísica, la biología cuántica y las teorías cuánticas sobre el problema mente-cerebro. Vida y conciencia parecen ser mejor descritas dentro de la terminología de los sistemas complejos, en donde las leyes dejan de ser normativas para ser sobre todo descriptivas de lo que está sucediendo en la naturaleza.

Image

Mi impresión, sin embargo, es que hemos perdido algo por el camino. Obviamente, mi interés sigue siendo conocer al máximo una realidad que se nos presenta compleja y, por tanto, susceptible de ser abordada desde diversos ángulos—lo que los clásicos llamarían el objeto formal de cada disciplina. No todos los ángulos son iguales. Incluso hay ángulos que se pueden alcanzar solo cuando ciertas perspectivas ya se han obtenido. Las posibles relaciones entre las perspectivas son muy ricas, pues pueden ir en dirección horizontal y vertical, de abajo arriba y de arriba abajo. En absoluto parece claro que pueda existir una perspectiva preferente, que integra a todas las demás, pero también resulta hasta cierto punto evidente que se da una cierta gradación o jerarquía entre las diversas perspectivas. Estamos hablando obviamente de la difícil cuestión de la unidad del saber.

Mi intención no es tan ambiciosa. Pero sí creo que se pueden y se deben presentar algunas cuestiones que una de esas perspectivas, la física, está ofreciendo cada vez con mayor claridad y que, en mi opinión, suponen un material irrenunciable para realizar una reflexión filosófica sobre la naturaleza: una renovada filosofía de la naturaleza. Física y filosofía de la naturaleza han sido la misma disciplina por lo menos hasta el siglo XVI y, después, a pesar de las divergencias metodológicas, han mantenido una estrecha relación hasta nuestros días. Hasta el punto de que algunos físicos contemporáneos reclaman una nueva síntesis entre ambas (Unger y Smolin 2015). El cómo y el porqué de los procesos naturales están cada vez más entrelazados y, según mi intuición, es más necesario que nunca tener claro qué nos está diciendo la física contemporánea sobre el universo en su conjunto y sobre la materia para poder abordar desde un terreno firme las cuestiones de filosofía de la biología.

No considero que la física sea más importante que otras disciplinas científicas. Además, cada vez está más en entredicho la posibilidad de llevar a cabo reducciones entre teorías científicas de ámbitos diversos. El modelo jerárquico y piramidal de las ciencias está siendo demolido y sustituido por un modelo de red, donde cada nodo viene definido por sus relaciones con los demás, de manera un tanto difusa pero no menos real. No obstante, pienso que hay una serie de cuestiones que plantea la física de manera cada vez más insistente y que deben ser abordadas por una filosofía de la naturaleza. No se trata simplemente de la dinamicidad general del universo, sino de las condiciones de posibilidad de los procesos constitutivos de regularidades y sistemas, de la difícil cuestión de la determinación en la naturaleza (qué, cómo, por qué se determina un sistema con un conjunto de propiedades más o menos bien definidas), de cómo la física entiende la complejidad y de si, en definitiva, abre o no la puerta a la inmaterialidad en el universo. Evidentemente, todas estas cuestiones tienen su repercusión en el modo de entender la causalidad, la forma, las relaciones o las sustancias. Desde luego, son las grandes cuestiones del floreciente campo de filosofía de la física, que afectan en gran medida a la filosofía de la biología y han de determinar de manera decisiva a la filosofía de la naturaleza.

Image

A lo largo de este libro voy a hablar indistintamente de universo y naturaleza. Es una decisión que intenta, por una parte, dejar de lado los sutiles problemas epistémicos sobre la objetivación de la realidad como universo o naturaleza. Ciertamente, la gnoseología es importante, pero su alcance no debería impedirnos prestar atención a las acuciantes cuestiones que presenta el conocimiento físico contemporáneo de la realidad. Por otra parte, el término naturaleza parece últimamente haber sido reservado para designar lo que sucede en nuestro planeta, en relación con la biosfera, los efectos del cambio climático y la ecología. A pesar del optimismo que despiertan los cada vez más frecuentes hallazgos de exoplanetas con condiciones para la vida, no habría que olvidar que la vida es, hoy por hoy, una anécdota en el universo y también en el planeta Tierra. La vida lleva existiendo menos de la mitad de la edad estimada del universo (4×109 frente a 13,7×109 años) y, sobre todo, está confinada a una finísima franja en torno a la superficie de nuestro planeta: unas decenas de kilómetros frente a los miles de kilómetros de profundidad teóricamente disponibles hasta el centro de la Tierra. Pero tan naturaleza es la vida como la no vida.

Una de las preguntas iniciales, entonces, en sus términos más simples podría ser: ¿la vida ha llegado al universo para quedarse o está destinada a perecer, como una fluctuación estadística sin mayor importancia en la escala de magnitudes físicas del universo? Esta pregunta ha de ser abordada por la filosofía de la naturaleza, y la física tiene algo que decir al respecto. ¿Por qué vivimos en un universo capaz de generar vida? Aparecen aquí en ciernes los temas relacionados con el ajuste fino y los principios antrópicos. Pero —como intentaré mostrar en el capítulo 1— hoy día la física nos está ofreciendo una imagen acerca de la singularidad de nuestro universo que va incluso más allá de estas cuestiones clásicas.

Ciertamente, sería capcioso dar relevancia a la vida en el universo solo en razón de su presencia espacio temporal. La vida tiene que ver con la complejidad creciente de los fenómenos que observamos. ¿Indica esa direccionalidad en la complejidad la existencia de una teleología intrínseca del universo? Como veremos, los físicos se sienten incómodos al hablar de complejidad, pero su visión de esta nos puede ayudar a precisar mejor qué es lo que está sucediendo (capítulo 4). Pero antes es necesario referirnos a algunos de los contenidos de esa complejidad: por una lado, el hecho de que la complejidad sea un fenómeno relativo y que, por tanto, supone la posibilidad de comparación entre sistemas del universo. Ahora bien, eso implica que vivimos en un universo donde esa separación entre sistemas es posible y real: la ciencia, y en particular la física, está acostumbrada a trabajar con sistemas o fenómenos determinados: con características y propiedades robustas que mantienen una cierta regularidad a lo largo del tiempo. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué, además, percibimos los sistemas individuales con unas propiedades determinadas, y no otras? Esta pregunta es particularmente acuciante al tener como teoría física fundamental de la materia una teoría indeterminista: la mecánica cuántica (capítulo 2).

Pero, además, la mecánica cuántica nos servirá como puerta de entrada para abordar lo que la física tiene que decir respecto de una realidad natural extremadamente especial: la existencia de seres humanos capaces de actividades superiores aparentemente inmateriales. ¿Hay lugar para lo inmaterial en la naturaleza? ¿Ofrece la física actual alguna posibilidad para entender la presencia de principios inmateriales en la naturaleza? Como veremos en el capítulo 3, algunas interpretaciones de la mecánica cuántica y, especialmente, el concepto de información ofrecen pistas muy sugerentes para la reflexión filosófica que se llevará a cabo en el capítulo 5: lo ontológico y lo cognoscitivo se hallan inextricablemente unidos en el universo.

Image

Como sucede en cualquier obra, el título de este libro no está elegido al azar. La palabra universo designa el campo de interés de toda la física y de toda la filosofía. A ambas les interesa toda la realidad. No es cierto que a la física le interese solo la realidad material susceptible de ser medida. También está interesada por establecer relaciones lógicas y jerarquías entre las descripciones formales de la realidad a las que llega, en forma de principios o leyes. El recurso a la medición es entonces un modo de definir el método del conocimiento. El conocimiento humano avanza por analogías, y la comparación con una unidad de medida ofrece una analogía muy poderosa para establecer principios, leyes, teorías y modelos. ¿Puede la física utilizar otras analogías para recorrer el camino de lo conocido a lo desconocido? La física aristotélica lo hizo. Quizás ahora no estemos tan lejos de tender nuevos puentes hacia un aristotelismo renovado permitiendo nuevas analogías del ser como presupuestos de una física renovada.2

El adjetivo singular busca precisamente designar esto último y tiene una connotación de apertura metodológica. Desgraciadamente, hemos asistido durante bastante tiempo a un denodado intento por fisicalizar la naturaleza o el universo. Una naturalización fisicalista que se ha basado en determinados presupuestos metodológicos, olvidando o rechazando otros presupuestos —ontológicos y epistémicos— que les servían de base (Artigas 2000; Tanzella-Nitti 2016). Moviéndome inicialmente dentro del programa reduccionista de naturalización del universo, he decidido presentar en estas páginas las razones que apuntan a la necesidad de una renovación metodológica si se quiere avanzar en su comprensión física y filosófica. Un universo singular es aquel al que lleva tiempo apuntando la física contemporánea. Solo hace falta que la filosofía de la naturaleza recoja el guante, no rechace el terreno donde se juega la partida y haga gala de sus mejores golpes para recuperar nuestro pacto perdido con la naturaleza (Novo, Pereda y Sánchez-Cañizares 2018).

Image

El estudio físico del universo como un todo es bastante más reciente de lo que parece. Se podría decir que apenas data de un siglo. La filosofía de la naturaleza, la física premoderna y la física newtoniana concedían una dinamicidad, propia o derivada, a los sistemas que habitan nuestro universo, pero, en cierto modo, el universo mismo se consideraba algo estático y dado: bien porque fuese eterno y absoluto en sí mismo, sin origen ni final, como en el caso de la física aristotélica y newtoniana, bien porque la obra de la creación podía considerarse ya terminada, como en el caso de una filosofía de la naturaleza de inspiración judeo-cristiana. Entiéndase bien este último caso: aunque el universo tuviera un principio y un final, estos dependían exclusivamente de Dios (creación y escatología); mientras que entre ambos extremos tendríamos el despliegue de la historia natural y humana en un marco de referencia fijo definido por los límites de nuestro planeta.

Esta visión va a cambiar profundamente durante el siglo XX, gracias a la sinergia entre la nueva teoría física que desbancará la mecánica newtoniana, la teoría de la relatividad, y el asombroso salto en nuestra capacidad de observar el universo merced a mejores telescopios que, a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo pasado, será posible incluso mandar al espacio más allá de la atmósfera terrestre, lo que favorecerá la recepción más pura de la luz proveniente de sistemas lejanos. Actualmente, la teoría física del Big Bang es la comúnmente aceptada sobre el origen y evolución del universo. La visión que ofrece dicha teoría es la de un universo en expansión, con enorme potencial para la aparición de nuevos procesos y sistemas gracias especialmente a la formación de estrellas y su capacidad para sintetizar nuevos elementos en su interior. Dichos elementos son parte principal de la diversidad física que vemos en la Tierra y, muy probablemente, en otros planetas.

Esta información es ya enormemente valiosa para una reflexión filosófica sobre la naturaleza, pero la cosmovisión que ofrece el Big Bang implica también una serie de datos y cuestiones menos conocidas en el mundo filosófico. Estas cuestiones profundizan en las razones últimas por las que es posible la existencia de un universo tan especial como el nuestro (Sánchez-Cañizares 2013; 2014a). En este capítulo, dedicaremos una primera sección a una presentación histórico-científica que explique cómo hemos llegado a la teoría del Big Bang: sus soluciones, sus problemas y la aparición de teorías alternativas, a día de hoy puramente especulativas, que intentan ir razonablemente más allá del Big Bang. En una segunda sección, explicaremos con más detalle en qué sentido nuestro universo es especial, abordaremos el problema del ajuste fino de las constantes fundamentales de la física y, sobre todo, el problema de la mínima entropía al comienzo del universo.

1. UNA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DEL BIG BANG

Conocer, aunque solo sea someramente, la historia de cómo la humanidad ha intentado responder a las grandes cuestiones que se han planteado a lo largo de los siglos es uno de los mejores modos de familiarizarse con dichas cuestiones. Como decíamos, la consideración rigurosamente científica del origen del universo es un problema relativamente nuevo en la historia. Sin embargo, su aparición en el pensamiento humano puede considerarse como muy antigua.

1.1. LA HISTORIA DEL BIG BANG

Aunque nuestros conocimientos sobre la historia humana oral y escrita tienen menos de cinco mil años, se desprende de distintos datos arqueológicos que el hombre tiene preocupación por el mundo en el que vive y se forma ideas sobre el universo desde mucho antes. Podemos afirmar que los rastros se pierden en el tiempo. Cuando el hombre se hizo agricultor, necesitó escrutar los cielos para regular mejor los períodos de siembra y cosecha y así conseguir mayor eficiencia en su nuevo modo de supervivencia. Entonces la observación de la naturaleza, y fundamentalmente del comportamiento cíclico en los movimientos de los cielos, se convirtió en una tarea importante. Esa ocupación le permitió coleccionar durante un par de milenios un conjunto de observaciones que se acumularon paralelamente a las diferentes teorías que se desarrollaron para explicarlos.

1.1.1. El modelo geocéntrico

El primer modelo relativamente completo utilizado para predecir los movimientos celestes es el modelo geocéntrico, que se recuerda asociado al nombre de Claudio Ptolomeo (siglo II d. C.), quien recopiló muchos datos de siglos anteriores. Este modelo presenta un universo con la Tierra en el centro, la luna girando en torno a ella y el resto de los planetas (planeta significa ‘cuerpo errante’) describiendo complicados movimientos sobre un fondo de estrellas supuestamente fijas. Con este modelo se lograba comprender y predecir algunas regularidades de los movimientos celestes, como los eclipses, hasta entonces considerados como acontecimientos misteriosos por la mayoría de la humanidad. Más importante aún es la visión global del universo que ofrece el modelo de Ptolomeo. Se trata de una visión no unificada, donde se yuxtaponen el mundo sublunar —que engloba los cambiantes fenómenos que se dan en la tierra y su atmósfera, «por debajo» de la luna— y el mundo supralunar —en el que tendrían lugar los movimientos estables y sin ningún tipo de degradación de los astros celestes—. El mundo supralunar era, en definitiva, muy diverso del sublunar, y se asociaba a la idea de un universo inmutable y eterno.

Aunque algunos astrónomos habían concebido con anterioridad un modelo heliocéntrico (Aristarco de Samos, en el siglo III a. C.), este no presentaba ventajas evidentes. Por el contrario, parecía natural situar la Tierra como origen de un sistema de referencia absoluto para estudiar los movimientos celestes, debido a la existencia de la fuerza de la gravedad, que hace que todo caiga hacia el centro. La falta de explicación para el origen de esta fuerza, utilizando solo el sentido común, mantendrá durante muchos siglos el modelo geocéntrico como la solución más lógica.

1.1.2. Los modelos heliocéntricos

El cambio de una teoría física por otra suele venir motivado por avances en las mediciones experimentales de los fenómenos. Datos nuevos y más precisos hacen cada vez más complejas las explicaciones mediante la teoría antigua y apuntan hacia un nuevo modelo teórico que permita un esquema de comprensión más sencillo de todo lo que se sabe. Así, hubo que esperar hasta los siglos XVI y XVII para asistir a la sustitución del modelo geocéntrico por el modelo heliocéntrico gracias a las extraordinarias observaciones astronómicas de Tycho Brahe (1546-1601) y a las contribuciones teóricas de Nicolás Copérnico (1473-1543), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642).

Los modelos heliocéntricos —cada vez más refinados para tener en cuenta que las órbitas de los planetas no eran circulares (Copérnico), sino elípticas (Kepler)— pasaron a describir mejor los nuevos datos experimentales. No obstante, aún adolecían de un problema fundamental. Podían entenderse simplemente como hipótesis matemáticas que permitían cuadrar mejor los cálculos y las predicciones, pero no estaba claro si se referían a cómo se dan verdaderamente los fenómenos en la realidad.3 Para ello era necesario tener una teoría más profunda —no solamente cinemática, sino dinámica— que explicara qué fuerzas entre los planetas podían dar lugar a ese tipo de órbitas elípticas en torno al sol. En esa tesitura, el modelo heliocéntrico tenía soporte racional y disfrutaba de observaciones experimentales adecuadas, pero hasta los trabajos de Isaac Newton (1642-1727) dicho modelo no pudo considerarse como lo que actualmente se denomina una teoría científica.

Es Isaac Newton quien unifica la mecánica celeste y la mecánica sobre la Tierra —el mundo sublunar y el mundo supralunar— mediante una explicación común. Es decir, algo que ya es, propiamente hablando, una teoría física. En su trabajo, se abandona definitivamente la idea de la dualidad de mundos y se relacionan las observaciones astronómicas con las del movimiento terrestre. Newton formula sus tres leyes de la mecánica (ley de inercia, de la aceleración y de acción-reacción) para explicar el movimiento a partir de las fuerzas que actúan sobre un móvil. Estas tres leyes, junto con la ley de gravitación universal (la atracción entre dos cuerpos es proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos), son capaces de explicar, con una aproximación extraordinaria, los movimientos de todos los astros que observamos en el universo. Las leyes de Newton se pueden expresar matemáticamente y, con dichas ecuaciones, se pueden realizar predicciones sobre fenómenos futuros, susceptibles de ser comprobadas experimentalmente. La mecánica celeste y universal de Newton se convierte en el paradigma del moderno método científico y produce la primera gran unificación de la física, que durará casi dos siglos.

Ahora bien, la mecánica newtoniana dará lugar a profundas reflexiones sobre el significado y la validez de los conceptos de espacio y tiempo. Para presentar su nueva teoría, Newton ha introducido la antigua idea de espacio concebida por Euclides: un lugar vacío, isótropo y homogéneo, en el cual reside o aparece la materia. En el espacio absoluto no existe un lugar privilegiado para situar un sistema de referencia, ya sea el centro de la Tierra, el Sol o cualquier otro punto del universo. Para Newton, el espacio y el tiempo están desacoplados entre sí y están desacoplados del resto de las magnitudes físicas. El espacio y el tiempo del universo físico permanecen infinitos e inmutables. El universo newtoniano no tiene necesidad de un origen en el espacio o en el tiempo.

1.1.3. La aparición de la teoría de la relatividad

Habrá que esperar hasta las primeras décadas del siglo XX para ver cambiar radicalmente esta concepción del universo, gracias a la teoría de la relatividad de Albert Einstein (1879-1955), que publica la versión especial en 1905 y la versión general en 1915. La teoría especial de la relatividad mantiene la constancia de la velocidad de la luz con independencia del estado de movimiento del observador que la está midiendo (algo tremendamente opuesto a nuestras percepciones habituales), de manera que la medida del espacio y del tiempo ha de ser relativa; debe cambiar según el estado de movimiento del observador. La teoría general de la relatividad (la extensión de la teoría a la dinámica) considera al espacio y al tiempo como variables fundamentales de la naturaleza que han de entrar en las ecuaciones que gobiernan todos los procesos físicos. Ya no son simples parámetros absolutos que hay que tener en cuenta solo para describir dónde y cuándo suceden los fenómenos. Ellos mismos pertenecen al ámbito de los fenómenos. De esta forma, la teoría de Einstein no habla del espacio y del tiempo por separado, desacoplados entre sí y del resto del mundo. El espacio-tiempo tiene una geometría (unas leyes de medida) que cambia dependiendo de la presencia de cuerpos masivos. La presencia de masa curva la geometría del espacio-tiempo, de tal manera que los movimientos de los cuerpos debidos a la interacción gravitatoria no provienen de fuerzas que se ejercen a distancia, sino de la curvatura del espacio-tiempo en que se hallan inmersos. Esta curvatura se puede imaginar como la que produciría un cuerpo suficientemente pesado situado en medio de un colchón elástico deformando la superficie plana a su alrededor y atrayendo hacia sí otros cuerpos más pequeños.

Por primera vez en la historia de la ciencia, el espacio y el tiempo entran en las ecuaciones de Einstein con el mismo rango lógico que otras magnitudes físicas, como la energía o la velocidad. De hecho, las ecuaciones de la relatividad pueden entenderse como un sistema acoplado en que la materia-energía modifica las propiedades geométricas del espacio-tiempo y el espacio-tiempo modifica las propiedades dinámicas de la materia-energía. La teoría de Einstein ha sido validada en varias ocasiones mediante la observación de fenómenos físicos que la mecánica de Newton era incapaz de resolver o explicar. Por ejemplo, la relatividad fue capaz de predecir con exactitud la variación del perihelio de Mercurio, que cambia una centésima de grado cada siglo. La teoría también predijo el valor de la desviación que se produce en un haz de luz al pasar cerca de una estrella de gran masa (una medición que realizó Arthur Eddington en 1919) y el cambio de la frecuencia de los movimientos periódicos de un reloj atómico a causa de la gravedad. En la actualidad, todos los sistemas GPS han de tener en cuenta este efecto.

La mecánica de Newton no fue desplazada en la física del día a día. De hecho, se sigue utilizando con gran éxito para la mayoría de los cálculos donde las velocidades de los cuerpos son mucho más pequeñas que la de la luz, donde conservan su rango aproximado de validez. Pero sí fue absorbida dentro de una teoría más general, la de Einstein. Y este hecho va a cambiar la manera de entender el universo, pues ya no tiene sentido tratar el espacio y el tiempo como realidades absolutas e invariables. La teoría de la relatividad pasaría a ser el nuevo marco para abordar la descripción científica global de todo el universo.

Con la relatividad general quedaron firmemente sentadas las bases sobre las cuales deberían construirse los nuevos modelos cosmológicos. Einstein, como todos los grandes científicos anteriores, continuó creyendo en un universo estático e inmutable. Sin embargo, al aplicar su modelo a todo el cosmos, fue consciente de que, en algún momento, se produciría el colapso del universo por causa de la gravedad, ya que dicha fuerza tiene siempre un carácter atractivo. Ese efecto había de ser equilibrado de alguna manera en sus ecuaciones para no llegar a un absurdo. Con este fin, el padre de la nueva teoría incluyó en sus ecuaciones un término repulsivo que contrarrestara la atracción gravitatoria. Denominó a dicho término la constante cosmológica y ajustó su valor exactamente para obtener un universo estable. No obstante, cuando algunos años más tarde se comprobó experimentalmente la expansión del universo (es decir, que el universo no es estático), Einstein consideró que introducir la constante cosmológica había sido el mayor error de su vida». Lo que resulta aún más curioso es que, hoy día, dicha constante es necesaria en las ecuaciones para poder describir la expansión acelerada del universo atestiguada por los datos experimentales actualmente disponibles, como veremos más adelante.

1.1.4. Un universo dinámico

Pero la ciencia no es una empresa meramente individual y se beneficia de muchas contribuciones. Si bien la primera hipótesis de un universo no estático parece corresponder al holandés Willem de Sitter (1872-1934) —quien plantea en 1917 que su curvatura debe crecer—, será entre 1922 y 1924 cuando el científico ruso Aleksandr Fridman (1888-1925) publique dos artículos en los que considera soluciones dinámicas a las ecuaciones de Einstein para todo el cosmos. En efecto, si se abandona la hipótesis de un universo estático, las ecuaciones relativistas admiten infinitas soluciones, en las cuales la distancia entre dos puntos cualesquiera del espacio-tiempo puede ir variando en función del tiempo. Surgen muchas posibilidades que permiten considerar un universo en evolución, de modo que la literatura científica se enriqueció notablemente con estas aportaciones.

La clasificación más sencilla de las posibles soluciones conduce a tres alternativas para el universo, dependiendo de la relación entre la inercia de la expansión y la interacción gravitatoria: un universo cerrado, un universo abierto o un universo plano. En un universo cerrado, la gravedad es más fuerte que la fuerza expansiva. En este caso, la expansión progresa hasta un punto en el cual la gravedad comienza a imponerse y causa la contracción del universo, que acabaría implotando sobre sí mismo. Por el contrario, si la inercia de la expansión es superior a la interacción gravitatoria, el universo es abierto y estará en expansión permanente. El universo plano es un caso límite entre las dos posibilidades anteriores; en esta situación, la expansión y la gravedad se compensan exactamente, de modo que el universo crece hasta alcanzar de modo asintótico una dimensión constante. Las mediciones actuales presentan pruebas evidentes a favor de un universo en expansión.

No obstante, resulta especialmente notable que, en los tres casos citados, la teoría de la relatividad siempre apunta a una singularidad en el origen del tiempo: un momento en el cual las magnitudes físicas relevantes se hacen infinitas o dejan de estar bien definidas. Si consideramos hacia atrás la historia del cosmos, todo parece apuntar a que el universo debió partir de un estado muy simple, de altísima concentración de materia y energía. Con esta constatación, la ciencia moderna comenzó a considerar por primera vez con su método el problema de un origen para el universo, para el mismísimo espacio-tiempo; una cuestión largamente enraizada en el pensamiento filosófico y teológico.

Fue el sacerdote y científico belga Georges Lemaître (1894-1966) el primero en formular lo que hoy se conoce como teoría del Big Bang. Además de desarrollar de manera independiente las soluciones cosmológicas dinámicas de la teoría de la relatividad, relacionó sus resultados con los incipientes resultados experimentales sobre la velocidad de desplazamiento de las galaxias lejanas (hablaremos de ello enseguida), lo que consideraba como un indicio evidente de la expansión del universo. Lemaître presentó en un artículo de 1931 la atrevida hipótesis de una evolución del universo a partir de un átomo primitivo. Según esta teoría, el universo debió comenzar a partir de una especie de átomo elemental, extremadamente denso, que fue creciendo mediante una gigantesca explosión, de modo que los diversos fraccionamientos y reagrupamientos sucesivos de la materia y energía allí contenida habrían dado lugar al cosmos que observamos hoy. No se trata de una explosión en el sentido habitual del término, mediante la que el espacio se va llenando a lo largo del tiempo con los fragmentos de un estallido. El mismo espacio-tiempo del universo se va agrandando, estirando, análogamente a como se hincha la superficie de un globo, sin que nada físico exista fuera de ese proceso de inflamiento.

La teoría de Lemaître tuvo en sus comienzos una mala acogida por algunos de los físicos más importantes de la época, que la veían como poco atractiva. Parecía dar pie a que dentro de la ciencia se introdujesen subrepticiamente la filosofía y la teología para hablar de una causa primera o de una creación. De hecho, el nombre popular de Big Bang fue acuñado por Fred Hoyle (1915-2001), quien utilizó por primera vez el término de modo irónico para referirse al modelo. Sin embargo, Lemaître siempre fue muy claro respecto de lo que pretendía con su teoría, y distinguía con claridad entre la búsqueda científica del origen del universo que observamos y la reflexión filosófico-teológica sobre la existencia de este. Durante la primera mitad del siglo XX, la teoría del Big Bang hubo de competir con otros modelos cosmológicos sobre la evolución del cosmos, como el universo estacionario con creación continua de materia del mismo Hoyle y de Dennis Sciama (1926-1999). La teoría del Big Bang fue enriqueciéndose durante estos años con mejoras y refinamientos teóricos y hubo de esperar la confirmación de varios resultados experimentales para su establecimiento como teoría estándar del origen del universo. Pasamos ahora a mencionar los más importantes.

1.2. EL BIG BANG Y SU RESPALDO EXPERIMENTAL

La contrastación de una teoría científica con los experimentos es esencial para el avance de la ciencia, de modo que se puedan aceptar o rechazar los modelos propuestos según su acuerdo o desacuerdo con los resultados obtenidos. Una consecuencia de lo que acabamos de decir es que el avance de la ciencia suele implicar tanto a la parte teórica como a la experimental y, necesariamente, el progreso tecnológico de los aparatos de medida.

1.2.1. El desplazamiento hacia el rojo de la luz emitida por las galaxias

La cosmología física no es ajena a este escenario. Así, gracias a la mejora en el diseño y la construcción de los telescopios, la calidad de los datos astronómicos disponibles aumentó notablemente durante las primeras décadas del siglo XX. Entre 1920 y 1930, los telescopios de Mount Wilson en California permitieron situar correctamente las nebulosas lejanas más allá de la Vía Láctea y, también, medir la diferencia entre la longitud de onda esperada y la realmente medida en la luz que provenía de dichas nebulosas. Las primeras observaciones al respecto se debieron a Vesto Slipher (1875-1969), pero en 1923 Edwin Hubble (1889-1953) concluyó que esas nebulosas lejanas en espiral, que por entonces se observaban en el límite de resolución, eran en realidad conjuntos de estrellas, es decir, galaxias como nuestra Vía Láctea. Un hecho que clarificó enormemente el panorama de evidencias experimentales astronómicas.

Estos resultados resultaron posteriormente claves para la consolidación de la teoría del Big Bang. ¿Qué información proporcionaba recibir una longitud de onda desplazada hacia el rojo? Que la fuente que emite esa luz está alejándose respecto de la Tierra. Se trata del conocido efecto Doppler: análogamente a como la frecuencia de la sirena de una ambulancia se hace más grave al alejarse el vehículo de nosotros, la luz de las galaxias lejanas llega a la tierra con una frecuencia menor (más grave) —y por tanto una longitud de onda mayor—45