EL ESPEJO CIEGO
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE BERTA VIAS MAHOU
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
I—II—III—IV—V—VI—VII—VIII—IX—X—XI—XII—XIII—XIV—XV—XVI—XVII—XVIII—XIX
La pequeña Fini se sentó en un banco en el Prater y la tibieza suave y acogedora de aquel día de abril la envolvió. De buena gana se dejó llevar por un dulce desfallecimiento, hasta entonces desconocido, extraño, como una melodía. La sangre, espesa y rápida, golpeaba contra la fina piel de sus muñecas y de sus sienes. El verde pálido de los árboles y de las praderas se desplegaba sobre los coches de bebé, las piedras y los bancos. Todo lo que se encontraba a la vista fluía entremezclado, como cuando uno contempla un mundo muy verde desde un tren muy rápido.
Fue un instante que duró una eternidad. Después las personas y los objetos a su alrededor recuperaron sus contornos, la figura y la vida que les eran propias, su paso y su porte, sus marcas características y el rostro que les era familiar. Pero la sensación de debilidad permaneció, cantando en la sangre, circulando con ella. Ocupaba las venas y todo el cuerpo, como una coral llena una iglesia. El vacío cantaba. Los miembros se habían vuelto pesados. La vida, en cambio, ligera, vaporosa. El corazón adquirió alas, como en la hora en la que nos vence la muerte. Los miedos, negros, revoloteaban a lo lejos, a poca altura. Ninguna oscuridad la amenazaba. Ni había poder alguno aguardando. Ningún temor cruzaba el horizonte amplio, dichoso, de un día espléndido. Fini podía escuchar el lento palpitar de su corazón. La proximidad inmediata de la propia vida, calurosa, resultaba reconfortante. Por primera vez y de manera sorprendente ella y su corazón se encontraban a solas. Y sus latidos eran como una respuesta a preguntas angustiosas, secretas, una respuesta que goteara lentamente, consoladora. Sentía el pecho ligero, como justo después de haberse desahogado de una pena, y cuidadosamente recostado en una melancolía bienhechora. Como cuando uno está a punto de llorar. Como si una dolorosa presión se deshiciera tras muchos años. Por fin... Por fin...
La pequeña Fini se levantó y estiró los brazos, como un polluelo que intenta volar. Y al dar el primer paso, volvieron las ideas. Habían estado agazapadas en una misteriosa proximidad. Llegaron como enjambres de moscas. Los pequeños miedos. Las preocupaciones ágiles, negras. Las dificultades, fieras, a toda velocidad. Las amenazas de mañana y las de pasado mañana. Las atroces imágenes de días atroces. Y el temor se arqueó como un basto yugo sobre la espalda temblorosa. Se había disipado la dulce música de la debilidad, el canto benéfico y amodorrado del olvido. Toda la radiante extensión del vacío que nada teme había palidecido. La envolvente calidez de aquel día primaveral se había entibiado. Fini tembló de frío en el atardecer de abril cuando se levantó para ir a llevar las cartas a la empresa Mendel & Co, a las Audiencias Provinciales números I y II, al bufete Wolf e Hijos, las cartas ajenas dentro del libro de tapas verdes, las cartas ajenas que hay que entregar en los recibidores ajenos, esa carga ligera, dolorosa, que ella reparte de cuatro a siete de la tarde para sacar un sobresueldo.
Avanzó por las calles anchas, perdida, insignificante, y sólo en el patio de entrada a una de las casas se dio cuenta de que la carta para la Audiencia Provincial número I no estaba allí. La importante carta. En la hilera movediza de firmas hechas a toda velocidad faltaba una. Había una línea vacía. Y si uno la observaba largo y tendido, se redondeaba hasta formar un horrible agujero atónito, un ojo hueco, en blanco. Un fuerte temblor acometió a la muchacha, pequeña, helada, y el frío que ya apenas era capaz de soportar aumentó en mitad de la templada noche de abril... La sentía, pero no calentaba. Fini quiso tirar del calor hacia abajo y ponérselo en torno a los frágiles hombros. Tal y como la noche envolvía la ciudad, así debía protegerla también a ella, perdida en mitad de aquella calle inmensa.
¡Ay! Cuando se es tan frágil e insignificante, le hace a uno bien poder guarecerse en algún sitio, en el estrepitoso desierto de la ciudad. Amenazadora, la vida se arquea inflexible sobre nuestra pequeña cabeza, y nos sentimos impotentes, perdidos, a merced del perro que ladra y del policía que hace señas, de la mirada ávida de un hombre y de la gruñona exclamación de una mujer dispuesta a entablar una guerra porque sin querer nos hemos interpuesto en su camino, a merced de cualquier poder que dé señales de vida en las plazas o que se encuentre apostado en cualquier esquina. En ese momento habría que saber de una casa en la que uno pudiera meterse, una casa protectora con un lujoso portal, que nos recibiera maternalmente y nos diera de comer y nos consolara y ahuyentara de nuestro corazón el miedo que sentimos, como hace el imponente portero con los intrusos no autorizados. En esos momentos, en los que uno ha sufrido la crueldad de la intemperie, una casa grande que nos diera cobijo nos vendría tan bien... Allí dentro no sentiríamos ninguna preocupación por la carta perdida, ni frente a la angustiosa mañana que nos espera.
Cuando llegó el hombre de la bata blanca y con su larga pértiga encendió una farola, un poco de calor recorrió rápidamente el cuerpo de la muchacha helada de frío. Y un pobre aunque agradable consuelo, porque entre hoy y mañana aún quedaba por delante una larga noche. Entre la desgracia y sus terribles consecuencias había diez o doce horas, una noche de sueño, quizás incluso un sueño reparador, y tiempo suficiente para un milagro, que alguna vez tiene que darse en nuestra vida. Tal vez, si no tenía ningún sueño y el milagro no se producía, aún podría hablar a primera hora de la mañana con el doctor Blum, el socio, que era más benévolo porque era más joven, y que llevaba flequillo, como si fuera un estudiante.
Si no fuera por el patio de la casa en el que hemos de entrar cada noche, el patio que huele a excremento de crías de gato, el patio en el que acecha la portera y que es peor que la calle, si no fuera por la escalera con la barandilla en mal estado, que parece una dentadura llena de huecos, ni por la madre amargada, con su eterna curiosidad y su oído increíblemente agudo... Si no fuera por todo eso, se podría dejar el día de mañana en manos de Dios, del buen Dios, y descansar hoy en la cama mullida, con un libro y unas postales sobre la colcha.
La madre aún no estaba en casa. Qué bien cuando nuestras madres no están, nuestras madres, con esos ojos increíblemente escrutadores, que están tristes y tienen que llorar, severas y terribles y sin embargo tristes, nuestras pobres madres, que no entienden nada y riñen y ante las cuales nos vemos obligadas a mentir. No tenemos que dar el parte a nadie, y no sentimos ningún miedo frente a los efectos del parte, ni frente a la necesidad de mentir y ninguno tampoco a ser descubiertos. Fini se desvistió despacio. Sintió que algo cálido y húmedo chorreaba por sus muslos. Debía de ser sangre. Se alarmó. Algo le había ocurrido, y exploró su desmemoriado cerebro en busca de algún pecado, uno que hubiera podido cometer en tiempos remotos.
Es hermoso poder desvestirse sola en la habitación, delante del espejo... Sola. La puerta está cerrada, como si uno tuviera una habitación propia, como Tilly, que ya es mayor... Y comprobar cómo crecen los pechos, blancos, firmes y coronados por cimas rosadas, a pesar de que aún no son tan grandes ni tan claramente visibles a través de la ropa como los de Tilly, que tiene un amigo al que puede besar.
Conmovida, como si acariciara a un pequeño animal desconocido, así tanteaba Fini su cuerpo, notaba la incipiente pujanza de las caderas y la rodilla redonda, fresca. Y vio que la sangre trazaba a lo largo de la pierna un fino reguero de color rojo.