JOSEPH ROTH

JEFE DE ESTACIÓN

FALLMERAYER

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE BERTA VIAS MAHOU

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

CONTENIDO

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

I

El singular destino del jefe de estación austríaco Adam Fallmerayer merece sin duda alguna ser registrado por escrito y conservado en la memoria. Perdió de un modo asombroso su vida, que, dicho sea de paso, jamás habría sido brillante, y tal vez tampoco de una felicidad duradera. Hasta donde los hombres pueden llegar a saber unos de otros, habría sido imposible augurar a Fallmerayer un hado extraordinario. Aun así, le alcanzó, le agarró, y él mismo pareció entregarse a éste con cierto placer.

Era jefe de estación desde 1908. Poco después de haberse incorporado a su puesto en la estación de L. de los ferrocarriles del sur, a una distancia de apenas dos horas de Viena, se casó con la hija de un consejero de cancillería de Brno, una mujer honrada, un poco corta de luces y ya no muy joven. Se trataba de un «matrimonio por amor», como se decía en aquella época, en la que los llamados «matrimonios de conveniencia» eran aún una práctica acostumbrada. Los padres de él habían muerto. En cualquier caso, Fallmerayer obedeció, al casarse, un impulso muy moderado de su comedido corazón, en absoluto un dictado de la razón. Tuvo dos hijas, gemelas. Había esperado tener un hijo. Es lógico, de acuerdo con su carácter, que quisiera tener un hijo y que considerara la llegada simultánea de dos niñas como una desagradable sorpresa, cuando no una maldad divina. Pero como tenía la vida asegurada desde el punto de vista material y derecho a una pensión, se acostumbró, cuando apenas habían transcurrido tres meses desde aquel nacimiento, a la generosidad de la naturaleza, y empezó a querer a sus hijas. A querer, es decir, a cuidarlas con el esmero burgués con el que acostumbra hacerlo un padre y un empleado de bien.

Un día de marzo del año 1914, Adam Fallmerayer se encontraba sentado, como de costumbre, en su despacho. El aparato del telégrafo tableteaba sin cesar. Y afuera llovía. Se trataba de una lluvia prematura. Una semana antes aún habían tenido que quitar la nieve de los raíles a paladas, y los trenes habían llegado y partido con alarmante retraso. Una noche de pronto empezó la lluvia. La nieve desapareció y, frente a la pequeña estación donde el esplendor inalcanzable y deslumbrante de la nieve de los Alpes parecía prometer el eterno dominio del invierno, flotaba desde hacía unos días un vaho indescriptible, inefable. Nubes, cielo, lluvia y montañas, todo en uno.

Llovía, y el aire era templado. El jefe de estación Fallmerayer nunca había presenciado una llegada tan temprana de la primavera. Los trenes expreso que se dirigían hacia el sur, a Merano, a Trieste, a Italia, no paraban jamás en su minúscula estación. Pasaban a una velocidad desenfrenada por delante de Fallmerayer, quien, dos veces al día, saludando con su resplandeciente gorra de color rojo, se apostaba en el andén. Casi degradaban al jefe de estación a la categoría de guardavías. Los semblantes de los pasajeros en las amplias ventanillas se desvanecían en una papilla de color blanco grisáceo. El jefe de estación Fallmerayer jamás había podido ver el rostro de un pasajero de viaje hacia el sur. Y el sur era para el jefe de estación algo más que simplemente una indicación geográfica. El sur era el mar, un mar hecho de sol, libertad y dicha.

Entre los derechos de un alto empleado de los ferrocarriles del sur se encontraba sin duda el de poder disfrutar de un billete gratuito para toda la familia durante la época de las vacaciones. Cuando las gemelas cumplieron los tres años de edad, hicieron todos un viaje a Bolzano. Fueron en el tren de pasajeros durante una hora hasta la estación en la que paraban los arrogantes trenes expreso, subieron, se apearon, y aun así todavía no estaban en el sur. Las vacaciones duraron cuatro semanas. Vieron a gente rica de todo el mundo, y era como si justo aquellos a los que uno veía fueran también, casualmente, los más ricos. Aquella gente no tenía vacaciones. Toda su vida consistía en unas largas vacaciones. Por lo que se observaba—hasta donde alcanzaba la vista—la gente más rica del mundo tampoco tenía gemelos, menos aún gemelas. Y, sobre todo, la gente rica era la que traía el sur al sur. Un empleado de los ferrocarriles del sur vivía permanentemente en el norte.

De modo que regresaron y él volvió al servicio. El aparato de Morse tableteaba sin cesar. Y la lluvia caía.