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Tamara Gutiérrez Pardo

 

SOL Y LUNA

 

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© Tamara Gutiérrez Pardo

© Kamadeva Editorial, 2018

 

ISBN papel: 978-84-949519-4-7

ISBN epub: 978-84-949519-5-4

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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A mi mayor tesoro, a mi vida, mi niña preciosa. Julia, tú eres luz. Una luz blanca, impoluta, brillante, pura, cálida, que ilumina esa fría oscuridad llamada soledad que a veces quiere apresarme. Tú me das vida. Tú me das esperanza. Tú eres la ternura, la inocencia, la travesura y la alegría que da calor y fuerza a mi corazón. Tú eres el fuego que aviva mis alas de ave Fénix para hacerme resurgir de mis cenizas siempre, pase lo que pase. Tú me haces infinitamente fuerte e invencible. Tú eres una parte de mí, de mi alma, nuestro vínculo es irrompible. Tú eres el amor de mi vida. Te adoro, mi amor. Te quiero.

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

PRIMER BESO

 

 

 

Llovía. Una cortina de millones y millones de gotas se desplegaba desde el cielo encapotado, atravesando el verde paisaje con su manto húmedo y semitransparente, transformándolo en algo lánguido y triste. Como solía pasarme cuando el día se empapaba, me aburría encerrada en la cabaña.

Por enésima vez, suspiré mientras observaba esa estampa por una de las aberturas que cedía el entramado de la choza, con la cabeza apoyada sobre los brazos.

—¿Por qué no nos ayudas? —me propuso Soka con su voz dulce de siempre.

Ni me moví. Hice girar los ojos para estudiar la situación de soslayo. Mamá y Soka estaban limpiando el pescado para la cena. ¡Uf, aj! Odiaba limpiar pescado.

—No lo hará —refunfuñó mamá solo con verme la cara—. Hacer las tareas propias de las mujeres no es algo que case con ella. Nala prefiere hacer cosas de hombres. Eso sí, para comerse el pescado no tiene ninguna pega.

—Eso es porque todavía es muy pequeña. Solo tiene doce años, ya aprenderá —me defendió Soka, dedicándome una sonrisa.

Agradecía su gesto, pero no tenía pensado cambiar.

—Tú solo le sacas un año y ya cumples con tus responsabilidades sin que nadie tenga que recordártelo a cada rato —siguió mi madre, arrancándole las tripas a uno de los peces—. Yo también cumplía con mis responsabilidades a su edad. Y mi madre. Y su abuela y bisabuela.

Y mi tatarabuela. Y la tatarabuela de mi tatarabuela…

Bostecé y me despegué del diminuto agujero.

—Voy a buscar a papá —dije, estirándome.

—Pero llueve mucho, y pronto se hará de noche —se preocupó Soka.

—He cambiado de opinión.

—¿Lo ves? —protestó mamá sin hacer caso de la preocupación de mi hermana—. Prefiere ir junto con los hombres, hacer cosas de hombres.

Pues sí.

Me encaminé hacia la puerta circular y la abrí.

—Ten cuidado. ¡Y ven antes de que anochezca! —escuché al salir.

Dejé a Soka con la parte final de su frase colgando cuando cerré de un portazo. Bajé la escalera que se pegaba al tronco del árbol de donde pendía nuestro hogar y salvé los últimos peldaños de un brinco. Hoy nadie parecía querer salir de su cabaña, por lo que el poblado gozaba de un inusitado y relajante silencio. Tan solo la música de la lluvia amenizaba el ambiente.

Cogí un palo del suelo y comencé a caminar dando saltitos, atizando a todos los charcos con los que me topaba. La lluvia no tardó en empapar mi cabello anaranjado. Las ondas de mis rizos pronto pasaron a alisarse, alargando su longitud hasta la cintura. Sonreí al verme con el pelo liso y tan largo. Lo tenía tan largo como Soka, aunque jamás igualaría el precioso color azabache de su cabellera.

Bailoteé, jugando a que tenía el pelo de Soka, y tras un largo rato de entretenimiento llegué al puesto de papá. Hoy le tocaba vigilar la entrada del poblado para que no entrara ningún noqui.

Subí la escalerilla y me interné en ese chamizo de mala muerte.

—Hola, papá —saludé, tirándome en una de las dos viejas sillas, la cual se quejó con un crujido.

—¿Qué haces aquí? —me regañó—. Deberías irte a casa con tu madre y tu hermana, estar aquí podría ser peligroso.

—No va a venir ningún noqui —aseguré tranquila, balanceando mis piernas hacia delante y atrás mientras golpeaba la pata del asiento con el palo.

—¿Ah, no? —se sorprendió mi padre, alzando una ceja crítica y burlona al mismo tiempo—. ¿Y cómo lo sabes?

—Porque estos meses tienen abundancia de comida —afirmé con tedio por tener que explicar algo tan obvio—. Nunca atacan cuando tienen comida de sobra.

—Es cierto —asintió, dándome la razón—. Sin embargo, ahora están en plena época de celo, y eso les vuelve inquietos e impredecibles. Nunca se sabe lo que van a hacer cuando están en celo.

Arrugué el ceño. No entendía muy bien en qué consistía eso del “celo”, y mucho menos por qué según mi padre les volvía tan irascibles.

—Vuelve a casa y ayuda a tu madre —me ordenó, regresando la atención al horizonte que tanto vigilaba.

—¿Por qué todos os empeñáis en que me meta en casa como una vieja? —bufé.

—Porque pronto serás una mujer.

—Yo no seré una mujer nunca —farfullé, mirando a un lado con mala cara.

Mi padre escupió una risotada. No sé por qué, pero siempre le hacía gracia lo que yo soltaba.

—Ya es un poco tarde para eso, ¿no te parece?

Le observé enfurruñada.

—¿Por qué lo dices? —pregunté sin entender.

Papá se acercó a mí y se agachó para tenerme enfrente.

—Porque ya estás empezando a serlo. —Sonrió, señalando los dos pequeños bultos que se marcaban en la tela de mi vestido. Arrugué el entrecejo y la boca—. No te queda mucho tiempo como niña. Solo tienes que fijarte en Soka. Solamente te saca un año, pero ya es casi una mujercita.

Volví a virar la cara, molesta.

—Yo nunca seré como Soka —me negué.

—Claro que no —me calmó papá, haciéndome sesgar el semblante en su dirección con dulzura—. Tú eres distinta, eres especial. —No pude evitar sonreír. Mi padre prosiguió—. Cuando menos te lo esperes, serás una mujercita preciosa. Un día, por fin sangrarás, convirtiéndote en una mujer, y cuando menos te lo esperes un chico del poblado te dará tu primer beso.

Lo de sangrar era asqueroso, pero lo último… Ugh, qué asco. Eso nunca.

—Los chicos del poblado no se fijan en mí. No les gusta mi pelo —refuté con satisfacción.

—Eso es porque son tontos.

Mi sonrisa se amplió.

—Sí, son muy tontos —coincidí.

Los dos reímos.

Papá me dio un beso en la mejilla.

—Ya está anocheciendo. La luna ya ha sido liberada, ve a casa antes de que brille —me dijo con un poso de advertencia.

Aunque lloviera, el influjo de la luna tenía tanto poder que se abría paso entre las nubes para apresarlo todo con su luz nívea y refulgente. El foco era tan potente, que conseguía agujerearlas conforme avanzaba en el cielo.

Asentí y él regresó a su vigilancia. Me levanté de un salto y me dirigí a la salida.

—Hasta luego —me despedí.

—Hasta luego, hija.

Inicié mi camino hacia casa, jugando con el palo de nuevo. Golpeé una piedra con demasiada fuerza y la vara se rompió.

—Vaya —resoplé.

Mi vista enseguida se fijó en los árboles que perfilaban el sendero, buscando otra ramita que me sirviera de juego. Hallé una que podía servirme, así que tiré el palo seco que sostenían mis manos y me aproximé al árbol en cuestión. Me costó un poco, pero finalmente fui capaz de arrancar la verde ramita que sobresalía con gracia.

Entonces, escuché otro crujido que sucedió al mío. Un crujido de lo más extraño.

¿Un noqui?

Me quedé tiesa, alerta, con el corazón latiéndome muy deprisa. Como me topase con un noqui, me las iba a cargar…

Pero no ocurrió nada. La intensa lluvia continuó con su rutina como si nada, y yo al fin pude relajarme.

Menos mal.

Proseguí la andadura, jugando con mi nueva rama. Tenía algunas hojas que arrastré por los charcos. A pesar de la intensa lluvia que me caía encima, las moví en círculos, recreándome en las ondas que se creaban gracias a ese efecto. De pronto, esas mismas hojas se toparon con una zarpa peluda. Me paré de sopetón y, ahora sí, mis latidos se transformaron en algo frenético.

Alcé mi pálido rostro y vi al noqui delante de mí. Me sacaba medio cuerpo, aunque no le importó agachar su monstruosa cabeza para mirarme cara a cara. Sus colmillos ya sobresalían de su boca con ella cerrada, pero cuando la abrió y vi su envergadura, mi organismo se congeló. Me rugió con cólera, haciendo que su corcova y toda su extensa columna vertebral temblasen.

Abalanzó sus fauces contra mí, y de repente, logré reaccionar.

Su mandíbula chasqueó junto a mi tobillo cuando me tiré a un lado. Proferí un grito al ver que el noqui se arrojaba a por mí una vez más sin perder ni un segundo. No sé cómo, conseguí ponerme en pie antes de que eso ocurriera y eché a correr.

Atravesé los primeros árboles de la selva y me interné todo lo aprisa que pude, rezando a los dioses para que los troncos y la espesa vegetación sirvieran de impedimento a los movimientos de esa bestia. Mis piernas ya no daban abasto, apenas era capaz de dominarlas a esa velocidad. Pero no podía parar. El noqui gozaba de seis patas, seis poderosas y fuertes patas, raudas y veloces, así que sabía que me alcanzaría si vacilaba solo un instante.

Escuché sus pisadas y su respiración feroz justo detrás de mí. Lo tenía muy cerca, demasiado… Y mis piernas ya no daban a más… Miré a mis espaldas, y mis ojos se abrieron como platos.

El noqui salió despedido súbitamente, como si fuera arrancado de la mismísima espesura, y desapareció ante mis pupilas cuando fue lanzado a varios kilómetros por encima del techo arbóreo. Una vez más, me detuve en seco, observando eso tan extraño que acababa de pasar con sorpresa mientras respiraba con apresuramiento.

¿Qué… había ocurrido?

Otro crujido llamó mi atención a un lado. Mi pulso no tuvo la oportunidad de relajarse. Sin que me hubiera percatado, el manto oscuro de la noche ya se había cernido sobre la selva, y la densa lluvia aportaba una neblina que se mecía a la luz de la luna.

La luna. Papá me lo había advertido y yo no me había dado cuenta. Hoy la luna estaba llena. Eso significaba que todo estaba bajo el influjo del dios Luna. El temido dios Luna.

La luz alba del satélite empezó a alcanzar más fulgor conforme la diosa Sol terminaba de ocultarse en el horizonte.

Así fue como le vi aparecer.

Una sombra alargada se deslizó sobre el terreno, arrastrándose con sigilo y peligro hasta que alcanzó mis pies. Ahí se detuvo. Alguien salió de entre la vegetación, un chico de mi edad, y de pronto su sombra, sin despegarse de mí ni un solo momento, comenzó a empequeñecerse conforme él se acercaba. Me quedé paralizada en el sitio, sin poder moverme, atónita y a la vez desconcertada. Ese chico emanaba algo especial, algo… enigmático.

No vi su rostro; al contrario que con la selva y conmigo, la luna se negaba a iluminarle, dejándole en una completa oscuridad. Su pelo alcanzaba sus hombros, aunque tampoco pude apreciar su tonalidad. Pero sí vi sus ojos. Fue lo único que la luna me permitió vislumbrar. Sus ojos, de un vivo color violeta, permanecieron clavados en mí durante todo su recorrido. Hasta que al fin llegó a mi posición.

Se quedó frente a mí, muy cerca, insertándome esa mirada malva. Sin embargo, contrariamente a lo que se supone tenía que esperar, no sentí ningún miedo. No, ese chico era un ser misterioso, un ser sobrenatural, pero no sentí ningún temor.

Su mano, también en su propia penumbra, tomó un mechón de mi pelo empapado y lo alzó. Sus ojos al fin se despegaron de los míos, si bien no fue por mucho tiempo. Observó mi cabello y acto seguido sus pupilas se insertaron en las mías de nuevo. No sé qué tenía ese ser, pero me dejaba completamente bloqueada…

Su rostro comenzó a acercarse.

Mi corazón latía muy deprisa, aunque ahora no por temor. Su frente tocó la mía y todo un torbellino de sensaciones que no comprendía se agitó dentro de mí, saliendo por mi boca en forma de un suave jadeo. Bajé los párpados cuando su rostro se pegó al mío. Era cálido…

Y entonces, me besó.

Mi primer beso…

Sus labios se presionaron contra los míos. Eran extremadamente suaves y tiernos, y todo lo que sentía se disparó. La fuerte lluvia caía sobre los dos, pero no pareció importarle. Mantuvo su boca sobre la mía durante unos segundos que para mí transcurrieron con demasiada rapidez. Cuando me di cuenta, sus labios habían abandonado a los míos y su semblante se alejaba. Me quedé quieta, con los ojos cerrados.

Cuando los abrí, ya no había nadie frente a mí.

De repente, sentí algo caliente en uno de mis muslos. Bajé la mirada, aún confusa, y mi boca volvió a espirar.

Un fino hilo de sangre ya se estaba mezclando con las gotas de lluvia que caían sobre mis piernas.

Ya era una mujer.

 

 

 

 

 

CONFESIÓN

NALA

 

 

 

Hoy era mi vigésimo cumpleaños. Debería ser un día distinto a todos los demás, un día feliz y lleno de esplendor para una joven, pero en mi caso no era así en absoluto. A los veinte años todas las muchachas de la tribu ya estaban prometidas, o se suponía que deberían estarlo, sin embargo, a estas alturas, yo ni siquiera había tenido novio.

Pero hoy, además, mi cumpleaños coincidía con otro acontecimiento. Uno que tampoco era del agrado de nadie. Esta tarde se hacía la ofrenda al dios Luna para que la ira y furia de Jedram no se llevara por delante al poblado.

Los ancianos contaban historias aterradoras sobre Jedram y su niebla negra. Según la leyenda, Jedram, jefe de la tribu tika, era el hijo del dios Luna. Un ser malvado, frío y maligno. Los tika eran los enemigos ancestrales de mi tribu, los wakey. ¿El motivo? Bueno, mi tribu servía a la diosa Sol, y por eso los tika nos odiaban. Por supuesto, el sentimiento era recíproco. Jedram era muy, muy poderoso, y su arma más letal era su niebla negra. Esa niebla era capaz de arrasarlo todo con tan solo deslizarse a un centímetro del suelo. Insectos, reptiles, árboles, pájaros, animales, vegetación, incluso el sol se apagaba si la niebla lo deseaba. Y obviamente los humanos no escapábamos a sus garras. Todo ser vivo era aniquilado sin escapatoria. La niebla negra lo calcinaba todo sin quemarlo, lo escarchaba sin congelarlo, lo fundía, lo evaporaba, lo reducía a cenizas casi sin tocarlo… La tribu wakey vivíamos oprimidos; siempre teníamos que intentar no ofender al dios Luna, y Jedram nos exigía un pago anual para no devastar nuestras tierras. Eso nos tenía en vilo. Era un pago obligatorio. Hoy había llegado el momento de entregarle esa ofrenda.

—Vamos, Nala, la gente ya está esperando —me azuzó mamá.

—Voy, voy… —resoplé.

Mi madre suspiró exasperada al ver mi torpeza con el cordón de mi falda de flecos blancos. Se acercó a mí y comenzó a atarme la cintura.

—Hoy es un día muy importante para la seguridad de la tribu —me recordó mientras tanto—. Es el día en que le mostramos nuestros respetos al dios Luna, no queremos ofenderle, por eso hemos de ir de gala. Pero también es una buena oportunidad para que algún posible marido se fije en ti.

Puse los ojos en blanco y opté por guardar silencio. Mi madre terminó de anudarme el cordón y se posicionó frente a mí.

—¿Me has oído? —me regañó.

—Sí, mamá —respondí con voz y gesto cansados.

—Has de parecer dulce y delicada, instruida y sensata, pero, sobre todo, has de parecer sumisa y dócil.

Como Soka.

Esta vez no pude contenerme.

—Yo no soy así, lo sabes —le recordé, molesta.

—Por eso te lo recalco —contestó, firme.

Exhalé, más ofendida todavía.

Mamá tomó aire y me observó con atención. Examinó la parte superior de mi indumentaria, tejida con unas fibras blancas que envolvían mi pecho, la falda de flecos del mismo cromatismo y las botas de piel de zorro que calzaban mis pies. La nívea pluma de mi pelo suelto terminaba de cuadrar el atuendo. Cuando se cercioró de que todo estaba bien, sus ojos se movieron hacia los míos con ternura y sonrió.

—Estás preciosa.

Sí, estaba preciosa por lo que implicaba esta indumentaria para ella. Suspiré.

—Bueno, acabemos con esto de una maldita vez —dije entre dientes, echando a andar hacia la salida de nuestra cabaña.

—Dulce y delicada, instruida y sensata, SUMISA y DÓCIL —me reiteró mamá en tanto me seguía.

Salí de casa, también escapándome de mi madre, y bajé los peldaños de la escalera a toda prisa. Nuestros hogares, construidos con ramas finas, aunque resistentes, pendían de los fuertes árboles wakey cual nidos. Los días de viento se mecían a su son, obedeciendo todos los caprichos del mismo. Antes de alcanzar el último escalón de madera, pegué un salto y mis pies aterrizaron sobre el terreno.

Todo el poblado se había engalanado para la temida ocasión. La tarde ya había empezado a avanzar y las antorchas colgaban de las chozas y las ramas de los árboles. Se respiraba un ambiente enrarecido esa tarde. No sabría decir si la gente estaba más nerviosa que aterrada. Aquí solo recordar el nombre de Jedram ya hacía que todo temblase. Hombres, mujeres, ancianos e incluso niños se dirigían con vacilación hacia la hoguera, llevándose las piezas más valiosas de su ganado, de su cosecha, con la vaga esperanza de que Jedram únicamente se conformara con una vida animal o bienes materiales. Sin embargo, todos sabíamos con certeza que hoy perderíamos algo mucho más valioso. Una vida humana.

Entonces, entre ese riachuelo de gente, vi a Sephis. Mi corazón pegó un vuelco al verle. Su pelo oscuro lucía corto, como el de todos los chicos de la tribu, tal y como mandaba la tradición, pero eran sus grandes ojos negros los únicos que destacaban sobre los demás. Su tez tostada también resaltaba gracias a ese albo traje tradicional. Era un guerrero audaz, muchos decían que llegaría a ser el jefe de la tribu algún día. Sephis era el chico más guapo de la tribu, el más cotizado, y el chico del que esta infeliz que os relata estaba enamorada…

Mi boca se curvó en una sonrisa bobalicona mientras le observaba en la lejanía…

Pero de pronto llegó Soka. Se acercó a él y le dio un beso en los labios, como prometidos que eran.

Mis comisuras se cayeron en picado.

Soka… Siempre perfecta en todo. Hasta su vida era perfecta.

Era la más guapa de la tribu, la más dulce, la más femenina, la chica por la que se peleaban todos los chicos... Pero solo uno había obtenido su amor: Sephis. ¡Tenía que haber sido Sephis! De entre todos los chicos de la tribu, tenía que haber sido él, el chico del que yo estaba enamorada… Sephis también era perfecto en todo, cómo no. Era guapo, inteligente, educado, servicial, y el guerrero más aclamado de la tribu. Vamos, que eran la pareja perfecta.

Mi hermana siempre había tenido un pelo precioso, pero hoy lucía espléndido. Se notaba que se había esmerado en pulirlo y aromatizarlo, cumpliendo el deseo de mi madre. Le caía libre y liso, más liso que nunca, suelto y sedoso hasta el trasero. El mío también era muy largo, pero, por el contrario, sus ondas hacían lo que les daba la gana, al igual que yo. Ni siquiera me había molestado en atusarlo, ¿para qué? No servía de nada, al igual que no servía de nada tratar de enderezarme a mí. A pesar de eso, mi padre decía que mi pelo era una bendición, pues era la única pelirroja de la tribu. Todos eran morenos y de ojos oscuros, menos yo. Papá decía que, como había nacido bajo un eclipse de sol, mi pelo había absorbido los rayos que la luna se había intentado llevar y que por eso mi cabello tenía esa tonalidad naranja. También mis ojos se habían vuelto verdes como las esmeraldas por esa razón.

De todas formas, daba igual lo que dijera mi padre. Era la rara de la tribu, y papá parecía ser el único al que le gustaba el extraño color de mi cabello y mis ojos. En cambio, y a pesar de que yo era la debilidad de mi padre, Soka le gustaba a todo el mundo, incluido él.

Machaqué las muelas, porque no lo soportaba. No, no soportaba a Soka, a esa exasperante perfección suya de la que mis padres y toda la tribu alardeaban.

—Vamos, date prisa —espoleó mi madre de repente cuando bajó de casa—. Ahora todavía hay poca gente, serás más visible si te pones en un buen sitio.

¿Cómo podía pensar en eso en un día como este?

—Ya está bien, mamá —protesté, y solté mi aviso—. Como sigas así, no iré.

Mi madre sabía que era capaz de cumplirlo.

—No puedes hacer eso. —Se asustó, y sus ojos dibujaron un arco muy redondo cuando los abrió completamente—. Es la ofrenda.

—Ponme a prueba —amenacé.

—Todos tenemos que estar presentes. De lo contrario ofenderemos a Jedram. —Su voz titiló cuando mencionó su nombre.

—No le tengo miedo —aseguré, levantando el mentón.

Mamá se quedó perpleja con mi respuesta. Hasta que sacudió la cabeza.

—No digas tonterías, vamos —me exigió, cogiéndome del brazo con nerviosismo.

Me deshice de su amarre de un tirón.

—Déjame.

—Solo quiero lo mejor para ti, hija —musitó con las lágrimas a punto de desbordarse.

La rabia se apoderó de mí. ¿Por qué me hacía eso? ¿Por qué me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no tenía culpa? ¿Por qué me hacía causa de sus aflicciones? Siempre lo había hecho. Yo siempre había sido la causa de todos sus males, mientras que Soka era el bálsamo que lo curaba todo.

—Quizá eso que tú crees «lo mejor» para mí, en realidad no lo sea —repliqué.

—¿Qué estás diciendo? —Las lágrimas de antes se deslizaron por ambas mejillas.

Ella no lo entendía. Y eso era lo peor de todo. Eso me hacía sentir más culpable todavía.

Rechinando los dientes, preferí esquivarla y alejarme de ella.

—¡Nala! —chilló, preocupada.

Pero no la hice caso. Me metí entre el bullicio que se dirigía hacia la hoguera y logré darle esquinazo con facilidad cuando me mezclé con los primeros árboles de la selva. No me interné mucho, solo lo necesario para estar tranquila un rato.

La tarde ya caía con matices anaranjados sobre los árboles, creando un tapiz de sombras que se mezclaban en el terreno. Me detuve y me quedé observando ese paisaje, enfurruñada. No sé por qué, las sombras que se extendían en la alfombra de hojas trajeron a mi cabeza un recuerdo. El de mi primer beso. Mi cabreo se esfumó al instante, porque me estremecí al evocar ese beso, casi podía sentirlo de nuevo… Ese chico misterioso de ojos violetas que me había besado por primera vez, que me había hecho sentir todas esas cosas... Un remolino se agitó dentro de mi estómago, haciéndome palpitar. Por extraño que pareciera, ese momento había sido el más feliz de mi existencia. Pero jamás había vuelto a verle. Después de eso, había regresado a la selva cada noche durante el primer año, atraída por la casi vital necesidad de comprender y saber, pero ese chico misterioso y oscuro nunca había vuelto a aparecer. Algunas veces dudaba de que eso no hubiera sido un sueño…

De repente, escuché unas pisadas en la vegetación. Mi pulso se aceleró al ver que era Sephis, que apareció al apartar unos helechos. Se sorprendió al verme en un primer momento, y un segundo más tarde, el alivio recorrió su rostro. Eso me agradó.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó, aunque con indulgencia—. Tu madre se ha quedado muy preocupada, lo sabes.

Genial, le había mandado ir a buscarme.

—Me estaba sacando de quicio —resoplé.

Sephis se aproximó a mi posición, colocándose a mi lado.

—¿Qué ha pasado? —se interesó, amable.

—Lo de siempre. Que hoy he cumplido los veinte y no estoy prometida. ¿Qué tiene de malo quedarse soltera? No entiende que, por más que finja o me arregle, nunca le gustaré a un chico.

—¿Por qué dices eso? —Rio.

Le miré con sorpresa.

—¿Por qué? —Pestañeé—. Mírame, soy un bicho raro, ningún chico se fijará en mí nunca.

—Pues yo creo que eres muy hermosa —afirmó con otra sonrisa altruista y generosa.

Eso me dejó totalmente descolocada. ¿Acababa de oír lo que acababa de oír?

—¿De verdad te parezco… hermosa?

Se rio con dulzura.

—Claro —afirmó como si fuera algo evidente.

—Pero si ningún chico se fija en mí.

—Eso es porque les das miedo —aseguró, contemplando la selva.

—¿Yo? —Parpadeé de nuevo, observándole con el mismo estupor—. ¿Por qué les iba a dar miedo?

Esta vez, fue Sephis el que me miró sorprendido.

—¿De veras no lo sabes?

—No.

Soltó otra risa tierna y comprensiva.

—Te ven demasiado exótica —me reveló.

—¿Exótica?

—Creen que eres demasiado para ellos.

—¿Demasiado para ellos? ¿Por qué? —me extrañé.

—Ya te lo dije, porque eres demasiado bonita —Rio.

Ojalá fuera lo suficientemente bonita para él.

—Pero no tanto como Soka —refunfuñé, oscilando la vista a un lado.

—Sois… distintas. Pero ambas de igual belleza.

Volví a observarle, y esta vez no pude contenerme. Me dio por pensar en que esta podía ser la última vez que le viera con vida. ¿Y si Jedram le exigía a él como sacrificio? No pude evitar soltarlo.

—¿Entoces por qué estás prometido con Soka y no conmigo?

Sephis se vio tan sorprendido por mi inesperada y directa pregunta que se quedó mudo durante unos segundos en los que me contempló desconcertado. No fue capaz de responderme.

—Estás prometido con ella porque es lo que se supone que tienes que hacer —respondí yo misma, poniéndome algo ansiosa al ver sus dudas—. Pero yo podría hacerte más feliz.

Por fin reaccionó.

—Nala… —empezó a objetar al ver por dónde iban los tiros.

Era la primera vez que me quedaba a solas con él desde que se había prometido con Soka, y no iba a desaprovecharla. Ya estaba harta de que todo me saliera mal.

—Estoy enamorada de ti, Sephis —le confesé con un murmullo, a sabiendas de que él no quería oírlo.

En esta ocasión Sephis se quedó petrificado. Sus ojos negros bailaron en los míos buscando respuestas, como si aún no se creyera lo que acababa de escuchar.

—Estoy prometido con Soka —me recordó.

—Pero no estás enamorado de ella —afirmé.

Una vez más, Sephis se quedó en silencio, contemplándome con la confusión retenida en el rostro. Eso me dio unas alas que jamás pensé que pudiera tener.

—Bésame —le pedí, repentinamente nerviosa.

—¿Qué? —musitó él, extrañado por mi petición.

—Nunca sabrás si estás enamorado de Soka si no besas a otra mujer.

Sabía que estaba jugando sucio, pero eso no me echó para atrás. La idea de arrebatarle algo a Soka, de ganarle en algo, se apoderó de mí de un latigazo feroz. El latigazo fue más contundente por tratarse de Sephis.

Él tenía que ser mío. Sephis enmudeció de nuevo. Me acerqué a él con ansias, quedándome en un frente a frente.

—Bésame —le rogué ahora, clavándole una mirada seductora y decidida—. Bésame y sabrás si amas a Soka de verdad.

Las pupilas de Sephis escudriñaron las mías un poco más, y de repente, su expresión cambió. El desconcierto fue barrido por la determinación y acercó su semblante hasta que se fundió con el mío.

Sus labios eran suaves y tersos, y el beso fue dulce y contenido. Entonces, mi primer beso resurgió con contundencia de entre mis recuerdos. Había sido en este mismo sitio…

—¿La has encontra…?

La voz de Soka nos sobresaltó a los dos y nos despegamos de un respingo. El shock invadió el semblante de mi hermana, que palideció como si acabara de ver un fantasma. Una punzada de remordimiento me pinchó en el pecho, pero no me dejé llevar por la sensiblería. Por primera vez en toda mi vida le había ganado en algo, había logrado ir un paso por delante. Mi boca ya estaba empezando a dibujar una media sonrisa por mi victoria, pero cuando Soka dio media vuelta para perderse entre los árboles y Sephis se fue tras ella sin pensárselo dos veces, mi sensación de triunfo se vino abajo.

—¡Soka! ¡Soka, espera! —le llamó él con inquietud mientras seguía sus pasos con rapidez.

Le vi alejarse, desapareciendo entre la vegetación, al igual que había hecho Soka, y me quedé sola en la selva, saboreando esa extraña mezcla de victoria y fracaso.

Sola, como siempre.

 

 

 

 

 

LA OFRENDA

 

 

 

 

 

La pira ceremonial ardía con más fuerza que nunca, amenazando al bajo sol del atardecer con sus prolongadas llamas. Parecían garras ondeando, estirándose, tratando de rasgar el mismísimo aire.

La diosa Sol se erigía en el horizonte, naranja y brillante, y toda la tribu wakey sin excepción esperábamos en un completo silencio en lo alto del promontorio ceremonial. Lo habían creado los ancestros de nuestros ancestros para tal ocasión: una plataforma natural que se limpiaba escrupulosamente cada día para mantenerla desnuda de toda vegetación, que aquí crecía salvaje y desmesurada. Picua, el jefe de la tribu, sudoroso y en trance, y ataviado con su majestuosa corona de plumas, cantaba y danzaba en círculos alrededor de la hoguera, la cual se situaba justo en el centro del promontorio.

Miré a mi alrededor, estudiando los semblantes de la gente, tal y como hacía cada año en la ceremonia. Todos estaban aterrados, incluso los guerreros más valientes de la tribu, tal era el dominio y el poder que Jedram ejercía sobre ellos. Sin embargo, por alguna razón, yo nunca tenía ni pizca de temor.

No, era extraño, pero no sentía miedo, ni terror, ni pavor. Ni siquiera estaba nerviosa.

En ese recorrido, mis pupilas se escaparon hacia Soka y Sephis. Había preferido mantenerme alejada de mi familia y de ellos, sobre todo de mi madre, a la cual no le hizo ni pizca de gracia mi colocación tan escondida. Mi hermana estaba seria, aunque guardaba la compostura como solo ella sabía hacerlo. Siempre serena y pulcra, sin una tacha. Sephis se hallaba a su lado, pensativo, aunque también imitando su gesto serio, pero su mano ya no se entrelazaba con la de Soka. Eso hizo que mi labio despuntara egoístamente hacia arriba.

De repente me fijé en el cambio de expresión de ambos; y no solo en el suyo, sino en el de mis padres y el resto de la tribu. No me había dado cuenta, pero la gente estaba murmurando, contemplando el sol con horror, casi entrando en pánico. Cuando reparé en lo que estaba pasando, me quedé boquiabierta.

Nunca había visto nada igual en las diecinueve ofrendas de mi vida a las que había asistido, y que yo supiera, jamás había sucedido algo así. Un arco negro comenzó a obstruir a nuestra diosa y el cielo empezó a oscurecerse. No me lo podía creer… La luna estaba intentando doblegar al sol… Era un eclipse. Un eclipse en mi cumpleaños… Un eclipse idéntico al de mi nacimiento. El eclipse que siempre había querido ver.

De pronto se levantó un ligero aire que revoloteó bajo nuestros pies para después pasar a azotar nuestros cabellos. El fuego de la pira se bamboleaba a todas partes, arrojando chispas peligrosas. Mis mechones naranjas presumieron ante mí, ante la diosa Sol y el dios Luna, que la estaba tomando poco a poco. Me quedé absorta observando esa escena, incluso me deleité en ella. Todos gritaban y se giraban para que el viento no les abofeteara, y el jefe de la tribu rezaba más alto, pero yo no podía quitar mi maravillada vista de ese eclipse.

Era precioso…

El dios Luna consiguió acoplarse a la diosa Sol completamente, pasando a ser uno solo, y la oscuridad, suave y aterciopelada, se cernió sobre nosotros como un manto de seda. Me pareció impresionante…

Un absoluto silencio pasó a envolvernos a todos, incluso la oscuridad pareció verse arropada por ese mutismo.

Solo un ruido en lontananza me hizo apartar la vista de ese eclipse que se quedó estanco, como si el tiempo también se hubiera detenido. Incluso el viento había cesado inopinadamente.

—¡Ya vienen! —gritó alguien.

El pavor ascendió con rapidez entre el gentío. El jefe de la tribu oraba con desesperación, los ancianos se ofrecían con lágrimas en los ojos, los hombres arrastraban a la pieza elegida de su ganado y los padres agarraban con fuerza a sus hijos, suplicándole a la diosa Sol que los protegiera, aunque ninguno tuvo el valor de moverse del sitio.

El temido momento había llegado. Jedram, el poderoso, voraz, cruel, sádico y terrible Jedram, había venido a recoger su sacrificio.

No sé por qué lo hice, pero mi vista se escapó por autonomía propia. Observé a mis padres, sin embargo, Soka y yo intercambiamos unas miradas mucho más largas. Exhalé con consternación al ver su faz. No había ni una pizca de rencor en ella, ni una. Solo esa preocupación por mí que parecía perpetua en mi hermana. Por un instante, un inusitado sentimiento de inquietud y arrepentimiento se apoderó de mí, aguijoneando mi corazón, sin embargo, otro de furia lo sustituyó y me dominó seguidamente. ¿Por qué no era capaz de odiarme ni un poco? Era tan sumamente, tan asquerosamente buena…

No me dio tiempo a maldecir más.

Las dos figuras fantasmagóricas aparecieron de entre la espesa vegetación de la selva de una forma inopinada y brusca, veloces y apocalípticas cual tormenta. Como era habitual, montaban a caballo, y estos también iban vestidos con unos mantones de color plateado que les cubría hasta la cara. Al igual que ocurría con sus dueños, la tela emitía un brillo especial. A pesar de lo oscuro del tejido, eran destellos blancos, parecía el fulgor de la mismísima luna llena.

Otro mutismo se abrió paso, junto a los galopantes jinetes. No hubo explicaciones, cada año se repetía el mismo rito. Debíamos mostrar respeto y eso hizo la tribu inclinándose cuando el par de enviados se detuvo frente a la pira. Una vez más, no sentí ningún miedo. Al contrario. La rabia de la impotencia hizo hervir mi sangre. Apreté los puños y la dentadura con disconformidad y fuerza, aunque esa misma impotencia logró que terminara sucumbiendo a la reverencia.

—Alzáos, tribu wakey —nos ordenó uno de los ocultos jinetes.

Poco a poco, fuimos incorporándonos y poniéndonos en pie. Una vez que lo hizo hasta el último de los críos, el mismo ser volvió a hablar.

—Jedram, hijo del dios Luna, ya ha elegido. —El enviado alzó el mentón y permaneció mudo un instante eterno. La tensión bailoteó en rededor, jugueteando con cada uno de nosotros. Hasta que al fin habló de nuevo—. La quiere a ella —afirmó, extendiendo el brazo para apuntar con ese dedo que apenas sobresalía de su capa.

Entonces, un halo gélido y frío me recorrió entera al ver que ese dedo me estaba señalando a mí.

Vale, ahora sí que empezaba a tener miedo. Miedo de verdad.

Soka, otra vez en shock, espiró con terror y las dos volvimos a contemplarnos. Sephis abrió los ojos en su totalidad, sin poder creérselo.

—¡No! ¡NOOOO! —rompió a chillar mi madre, llorando.

Mi padre la sujetó, aunque casi ni él era capaz de sostenerse en pie.

—¡No podéis sacrificarla, es muy joven! —suplicó mi padre.

—¡Jedram ya ha elegido! —voceó alguna gente, ansiosa por que ese infierno terminase.

—¡Sacrificadme a mí! —imploró mi padre, abriendo los brazos para ofrecerse. Exhalé con consternación a la vez que mi tribu exclamaba y murmuraba en voz alta—. ¡Me cambio por ella!

—¡No! —protesté, echando a caminar para pararle los pies.

—La muchacha no va a morir —dijo de pronto el otro jinete con una voz tan profunda que pareció resonar en el eclipse.

No fui la única que me petrifiqué en el sitio con desconcierto. Toda la tribu se quedó como estatuas de sal.

¿Qué?

—¿Cómo? —preguntó mi padre, atónito y confuso.

Mi madre también estaba desconcertada, aunque percibí un ligerísimo alivio en su rostro, al igual que en el de Soka y Sephis.

—Este año Jedram exige otro pago —explicó el mismo enviado.

—¿Otro… pago? —Mi padre seguía sin entender.

El jinete giró la cara en su dirección para dirigirse a él directamente, si bien su rostro continuaba oculto bajo esa capucha gigante.

—Lo que Jedram quiere es desposarla —aclaró sin mutar el tono de su regia voz.

¿Desposarme…? Me quedé más paralizada que antes, porque no sabía qué era peor…

Mi madre se horrorizó ante tal exigencia y por primera vez en toda mi existencia vi una empatía triste reflejada en su mirada cuando la llevó hacia mí. La conmoción barrió los semblantes de Soka y Sephis.

¿Casarme con ese… monstruo despiadado? Otro hachazo aterido sesgó mis entrañas solo con pensar en la noche de bodas, eso sin pensar en el resto de mi miserable vida junto a ese ser malvado y despreciable. No, jamás. Jamás me entregaría a ese monstruo. Antes prefería estar muerta.

—No… —musité, haciendo una negación con la cabeza—. ¡No! —grité acto seguido.

Los enviados se pusieron tensos.

—¿Debemos recordarte lo que sucederá, de negarle la ofrenda a Jedram? —me avisó el primer jinete, duro e intransigente.

—Si no accedes a su petición, si no te desposas con él, tu pueblo morirá —me advirtió el segundo.

—¡No dejaré que os la llevéis! —chilló mi padre, avanzando en mi dirección.

—¡Tapha! —gritó mi madre, llorando.

—¡No, papá! —chillé yo también.

—¡No permitiré que ese monstruo la tenga!

Pero el segundo enviado alzó la mano y el cielo comenzó a removerse. La oscuridad se transformó en algo más oscuro, más tétrico, y empezó a agitarse ante nuestros perplejos ojos, pasando a descender lenta pero peligrosamente.

Papá se detuvo de forma abrupta, asustado.

—¡La niebla! —bramó una de los nuestros con auténtico pavor.

—¡La niebla de Jedram! —agregó el jefe de la tribu.

Los gritos de terror se propagaron como una deflagración.

—¡Que se la lleven! —gritó el gentío.

—¡Tiene que casarse con Jedram! —añadió el jefe de la tribu.

—¡Oh, dioses, moriremos todos! —plañó un anciano.

Observé la estampa con horror, respirando agitadamente por la angustia. La oscuridad bajaba a cada momento, como si el cielo eclipsado lo estuviera haciendo con ella. Todo eran gritos, y caos. Los animales huían despavoridos, los ancianos suplicaban a los dioses, los hombres arropaban a sus mujeres, y ellas abrazaban a sus hijos con la esperanza de que sus cuerpos los protegieran de la muerte. Los bebés lloraban en los brazos de sus madres…

¡No!

No sabía cuál era mi cometido en este mundo, pero desde luego no era el de llevar a mi pueblo al exterminio.

Con gran dolor en mi corazón, reuniendo toda la valentía que pude, y con otro ramalazo de rabia y furia, solté lo que esos seres querían oír.

—¡Iré! —les chillé—. ¡Iré!

La oscuridad se detuvo cuando los enviados me contemplaron. Esperaron mi ratificación antes de efectuar otro movimiento, ante la expectante atención del poblado, que continuaba nervioso y asustado.

—Me casaré con Jedram, si es lo que quiere —cedí. Por mis ojos se escaparon dos malditas lágrimas, aunque salvaguardé la dignidad levantando la barbilla.

—No, hija… —sollozó mi padre.

Le miré y, no sé cómo, conseguí no romper a llorar.

—Tengo que hacerlo, o toda la tribu morirá —le recordé, tratando de aparentar valentía.

Los jinetes no perdieron más tiempo. Espoleando a su caballo con los talones, el segundo de ellos avanzó hacia mí y colocó al animal delante para que yo pudiera montar.

Y así lo hice.

No hubo despedidas. Solo las miradas de conmoción de mis padres, mi hermana y mi amado Sephis.

Me subí detrás del jinete y, sin que me permitieran mediar más palabra, sin apenas poder cruzar el que seguramente sería el último vistazo con mi familia, fui despojada de mi hogar con un galope violento y trepidante.

Mientras, la luna reiniciaba su propia andadura, abandonando al sol.

 

 

 

 

 

LOS TIKA

 

 

 

 

 

Mi trasero ya no tenía músculo que no le doliera. Aunque solíamos hacerlo para cazar, los wakey no estábamos acostumbrados a montar a caballo tantas horas, tantos días. Me recoloqué, a ver si así me aliviaba un poco, pero lo único que conseguí fue otro molesto y doloroso tirón.

Estaba exhausta. No habíamos parado sino para que descansaran los caballos, momentos en los que esos animados enviados, que no habían abierto la boca en todo el viaje, me habían dado de comer a mí también. Unos trozos de carne seca y agua habían constituido mi dieta durante estas semanas. Las noches las habíamos pasado galopando, y terminaba tan agotada que hasta me quedaba dormida sentada tras la espalda del jinete.

Pero el día de la llegada al fin tuvo lugar.

Ni siquiera supe que el incómodo y largo viaje había finiquitado. Nadie nunca había visto a la tribu tika, así que, ilusa de mí, esperaba hallar un poblado con sus casas colgantes a lo lejos en cualquier momento. Sin embargo, el paisaje continuaba siendo salvaje e inhabitado. La selva hacía días que había pasado a ser un desierto; y el desierto había pasado a ser un frondoso bosque. Los caballos se abrieron paso entre esa espesa floresta tan rara para mí, hasta que salieron a un amplio claro.

Ya llevaba varios minutos escuchando el estrepitoso y sonoro ruido de las aguas, en la lejanía, pero no pude evitar asombrarme al descubrir la espectacular cascada que se precipitaba en el lago. El líquido, cristalino y puro, fresco y reluciente, caía en picado desde lo alto de la montaña. Una gigantesca melena blanca, con sus rizos espumosos, se erigía imponente e impresionante. Jamás había visto cosa semejante.

Creía que íbamos a circunvalar el lago, pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que nos metíamos en él. La sorpresa pasó a ser mayor, descomunal, al ver que las aguas se abrían a nuestro paso, sin que nos tocara ni una sola gota. ¿Qué… era esto? Con los ojos aún abiertos de par en par, vi que nos dirigíamos a la cascada… Esta vez sí nos mojamos. Una neblina grisácea, tejida con millones de punzantes gotas y chorros, nos engulló debido a la potencia con la que el agua de la catarata se insertaba en el lago. Mi vista huyó hacia arriba, viendo cómo esa melena colosal se iba a desplomar sobre nosotros, peligrosa y amenazante… Prácticamente no podía ver, tuve que cubrirme la cara con el brazo, pero, una vez más, me quedé en estado catatónico. Tan pronto como alcanzamos la parte final, la cascada se abrió en dos, como si fuera una cortina, y pudimos traspasarla sin problemas.

Exhalé sonoramente, volviendo la cara hacia atrás para ratificar que no había sido un sueño. Solamente pude ver que la cortina se recolocaba en su sitio.

Nos adentramos en una cueva oscura donde el sonido de la cascada volvió a recobrar su protagonismo. Sus notas se fueron apagando conforme avanzábamos, y terminaron siendo sustituidas por la monotonía de algún acuífero.

Vi una luz al fondo de la caverna y las paredes se fueron haciendo más visibles. Eran de un gris blanquecino, marmóreas. Varios dibujos de la luna en sus diferentes fases nos acompañaron en ese final de trayecto. El primer enviado sacó un cuerno y lo hizo sonar para anunciar nuestra llegada. Una, dos, tres veces. Y, entonces, la tribu tika se abrió ante mí.

Jadeé de la impresión, cuando salimos de ese túnel.

La caverna pasó a ser un espacio amplísimo, donde el cielo se dejaba ver muy en lo alto. Un clamor general estalló en mis oídos, así como la panorámica que se abrió ante mis perplejas pupilas. Las abruptas y extensas paredes de la propia gruta, y unas caprichosas estructuras pétreas que se distribuían de un modo informal, aunque ordenado en la parte central, todo en mármol, se alzaban majestuosamente, por todas partes, altas y fuertes. Ni un tornado podría mover eso. Un sinfín de pequeñas cuevas asomaban en esos paramentos y estructuras, y la tenue luz que se escapaba de ellas enseguida me indicó que eran hogares.

Los gritos y vítores de la gente congregada tomaron toda mi atención. Una extraña pero alegre música invadió la caverna cuando varios tika empezaron a hacer sonar unos instrumentos que jamás había visto. Se trataba de una especie de flauta con una bolsa grande que iban hinchando conforme tocaban, y varios tubos más que no tenía ni idea de para qué servían; nosotros también usábamos flautas, pero estas eran muy diferentes. Sonaban raras, aunque su música era armónica, bonita y realmente hipnotizante.

Su estética también era muy distinta a la nuestra. El cuero y las pieles, en las que entraban varias tonalidades, eran las telas predominantes en ese atuendo que constaba de camisa, con mallas y cinturones, pantalón y botas. Incluso las mujeres llevaban pantalones debajo de sus vestidos. Los hombres, al igual que las hembras, llevaban el pelo largo, y lucían espesas barbas. Unas más cortas, otras más prolongadas… Sus cabellos, sueltos o amarrados de diversas maneras, iban desde el castaño oscuro, pasando por el castaño claro o dorado, hasta llegar a un pelirrojo apagado. Sí, había pelirrojos, pero ni siquiera aquí existía alguien con el intenso color de mi pelo.

El jinete que me había llevado a mí durante todo el viaje retiró su capucha hacia atrás y la gente aumentó su clamor. Para mi estupor, comprobé que era un hombre de carne y hueso. Las extrañas flautas intensificaron su sonido, ceremonioso, pero él no se inmutó lo más mínimo. Su cabello negro se ataba en la parte superior de la cabeza, dejando suelta una melena que se perdía por dentro de la capa con suaves ondas. Lo poco que giró su semblante para observar el bullicio me permitió ver que también lucía una corta y arreglada barba.

El otro enviado hizo lo mismo que el primero y se descubrió ante todos, aunque no recibió el mismo furor. Su pelo era dorado, semejante a su más que tupida y larga barba, y lo llevaba amarrado en una coleta baja.