DETRÁS DE LA PUERTA
LA NOVELA DE FERRARA
LIBRO CUARTO
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE JUAN ANTONIO MÉNDEZ
ACANTILADO
BARCELONA 2020
A lo largo de mi vida he sido infeliz muchas veces. De niño, de adolescente, de joven, de adulto; la verdad es que, cuando lo pienso, muchas veces he tocado fondo, he estado al límite de la desesperación. Aun así, recuerdo pocas épocas más negras para mí que los meses de instituto entre octubre de 1929 y junio de 1930, cuando cursaba sexto de bachillerato. Los años transcurridos desde entonces, en el fondo, no han servido de nada: no han logrado aliviar un dolor que ha permanecido como una herida invisible, que sangra invisiblemente. ¿Curarla? ¿Liberarme de ella? No sé si lo conseguiré jamás.
Desde los primeros días de aquel curso me había sentido extraviado, profundamente incómodo. No me gustaba el aula en que nos habían metido, al final de un tétrico pasillo muy alejado de aquel otro, alegre y familiar, al que daban las trece puertas de las clases anteriores, divididas en las tres secciones de las inferiores y las dos de las superiores. No me gustaban los nuevos profesores, cuyos modos distantes e irónicos desalentaban cualquier confianza o consideración de carácter personal (¡todos nos trataban de usted!), cuando no se sumaban al anuncio—como hizo el titular de latín y griego, Guzzo, o Krauss, de química y ciencias naturales—de que en el futuro inmediato nos aguardaba una disciplina de una severidad y dureza poco menos que carcelarias. Tampoco me gustaban los nuevos compañeros del grupo A que se habían sumado a nuestro grupo, el B, pues me parecían muy distintos, tal vez mejores alumnos, más guapos o pertenecientes a mejores familias que las nuestras, pero en suma irremediablemente ajenos. Y por ello no lograba comprender ni compartir el comportamiento de muchos de los nuestros, que, a diferencia de mí, trataron de hacer buenas migas con los otros de inmediato y, para mi consternación, se vieron correspondidos con idéntica simpatía, con la misma afabilidad desenvuelta. «¿Será posible?—me preguntaba celoso y triste—, ¿será posible?». Mi fidelidad cruelmente ofendida desde el primer día de instituto (cuando vi de lejos a mi querido profesor Meldolesi—nos había dado literatura en quinto—guiando a sus nuevos alumnos por el pasillo de los de primaria, un pasillo ya prohibido para nosotros y que nunca volveríamos a pisar), mi absurda fidelidad habría deseado que una invisible frontera siguiera separando a los supervivientes de los dos viejos grupos de quinto, para que los del B estuviéramos confiados y protegidos para siempre de cualquier traición y cualquier intromisión.
Pero la circunstancia que más me amargaba era, sin ninguna duda, otra: Otello Forti, que había compartido pupitre conmigo desde siempre en la primaria, no había conseguido pasar de curso (yo mismo, como el año anterior, había tenido que presentarme a la convocatoria de septiembre para recuperar matemáticas, pero él, que sólo había suspendido inglés, no logró aprobar en septiembre). De modo que no era sólo que ya no lo tuviese a mi lado, sentado como siempre a mi derecha, sino que tampoco podría siquiera encontrarme con él fuera, cuando salíamos al mediodía, para ir juntos por la Giovecca, cada uno en dirección a su casa, ni por la tarde, en el Montagnone, para jugar al fútbol. Y lo peor de todo es que ni siquiera podría seguir yendo a su casa, enorme, preciosa y alegre, llena de hermanos, hermanas, primos y primas, en la que había pasado tanto tiempo de mi adolescencia: el pobre Otello no soportó la angustia del injusto suspenso y convenció a su padre de que lo mandara a repetir curso en un colegio concertado de barnabitas en Padua. Otello ya no estaba: no sentiría a mi lado la presencia robusta y algo opaca de su cuerpo, mucho más grande y pesado que el mío; ni me animaría, o incluso me irritaría, la ruda, irónica pero afectuosa reserva que mostraba siempre conmigo cuando hacíamos los deberes juntos, en mi casa o en la suya. De modo que sentí desde el principio el persistente dolor y la inevitable sensación de vacío de un viudo. ¿De qué servía que me escribiera desde Padua extensas cartas de una sorprendente elocuencia (yo nunca lo había considerado muy inteligente) sobre el afecto que me tenía? ¿De qué servía que le contestase con similares efusiones? Yo empezaba la secundaria y él se había quedado en la primaria; yo estaba en Ferrara, él en Padua: ésta era la insoslayable realidad de la que él, con el valor y la repentina franqueza y madurez de los derrotados, parecía bastante más consciente que yo. Si yo le escribía: «Nos veremos en Navidad», él contestaba que sí, que quizá volviéramos a vernos en Navidad, lo cual significaba al cabo de dos meses y medio, a condición (se lo había jurado a sí mismo) de que aprobase todas las asignaturas, cosa de la que no estaba en absoluto seguro; y añadía que, en cualquier caso, los diez días que pudiéramos pasar juntos no alterarían la situación. Era como si en realidad me estuviera insinuando: «¡Anda, olvídame! Si todavía no tienes otro amigo, ¡encuéntralo!». Así que escribirse servía de bien poco. Tanto era así que para después de las vacaciones de principios de noviembre, los días de Todos los Santos, de Difuntos y el aniversario de la Victoria, ya habíamos decidido dejarlo correr.
Como necesitaba desahogarme, manifestar mi descontento, el primer día de clase me guardé mucho de participar en el habitual asalto para hacerse con los mejores pupitres—los más cercanos al profesor—, en el que, como todos los principios de curso, habían participado mis compañeros. Dejé que corrieran los demás, los nuestros y los otros, mientras yo permanecía en la puerta de la clase observando la escena con disgusto; sólo al final fui a sentarme al fondo del aula, en el último banco de la fila reservada a las chicas, junto a la ventana de la esquina. Era el único que quedaba vacío, poco adecuado a mi estatura, más bien baja, pero perfectamente apropiado a mi intenso deseo de exilio. «¿Quién sabe cuantos grandullones suspendidos y repetidores se han sentado aquí antes que yo?», me decía. Leí todo lo que habían grabado mis predecesores con sus cortaplumas en el barniz negro del pupitre inclinado (por lo general invectivas contra el personal docente y sobre todo contra el presidente Turolla, apodado Mediolitro), y al mirar luego a mi alrededor la treintena de nucas perfectamente alineadas delante de mí, sentí como los ojos se me iban llenando de amargura. El reciente suspenso en matemáticas todavía me seguía escociendo; tenía prisa por rehabilitarme, por volver a ser considerado uno de los buenos y los listos. Sin embargo, por primera vez comprendía el punto de vista de los vagos de los últimos bancos. La escuela entendida como cárcel y el director como alcaide, los profesores como funcionarios, los compañeros como galeotes: como ya no era posible incorporarse al sistema en calidad de diligentes colaboradores, sólo cabía sabotearlo y despreciarlo a la menor ocasión. ¡Qué bien comprendía ahora las corrientes de anárquico desprecio que desde la primaria había sentido aletear al fondo del aula con temor!
Miraba delante de mí y criticaba todo y a todos. Ninguna de las chicas, con sus humillantes delantales negros, valía nada. Las cuatro de los dos primeros bancos, todas provenientes del grupo A, eran menudísimas, llevaban el pelo recogido en esmirriadas trenzas colgando en las espaldas flacas, y parecían salidas del orfanato. ¿Cómo se llamaban? Sus apellidos terminaban todos en –ini: Bergamini, Bolognini, Santini, Scanavini, Zaccarini y otros similares, que evocan familias pequeñísimo-burguesas de merceros, chacineros, encuadernadores, empleados del ayuntamiento, gestores de propiedades, etcétera. Las dos del tercer pupitre, Cavicchi y Gabrieli, gorda bien gorda la primera, flaca y con la pálida cara llena de espinillas, como una solterona de treinta años, la segunda, representaban todo lo que había quedado de la decena de «mujeres» de quinto B: sin duda eran las más feas, grises empollonas destinadas a convertirse en farmacéuticas o maestras, tan vivas como meros objetos, como cosas. Las tres restantes, que ocupaban el cuarto y el quinto banco, venían de fuera: Balboni y Jovine en el cuarto, Manoja sola en el quinto. Balboni era del campo (se notaba claramente por cómo vestía, la pobrecilla: su madre era la modista del pueblo y seguro que ella misma le hacía los vestidos), Jovine, de Potenza, y Manoja, de Viterbo. Las dos últimas seguramente habían llegado a Ferrara siguiendo el probable traslado de funcionarios de la comisaría o de los ferrocarriles al norte de Italia por méritos especiales. ¡Qué aburrimiento y qué tristeza! ¿Acaso las mujeres que conseguían sacarse los estudios tenían que ser siempre esa especie de tristes beatas pasivas (tampoco es que aquellas momias se lavaran mucho, a juzgar por el olor a moho que despedían), mientras que las auténticas bellezas, como Legnani o Bertoni, por ejemplo, las dos vamp de quinto B, siempre suspendían? A Legnani y a Bertoni parecía importarles bien poco. La primera, según decían, con su cinturita de avispa, su brillante flequillo negro y esos ojos pícaros a lo Elsa Merlini, estaba a punto de casarse, así que repetir quinto no era su prioridad. Más bien parecía de las que se escapan a Roma para convertirse en actrices—lo había dicho más de una vez—en lugar de enmohecerse tras la puerta del instituto.
Pero, en realidad, el principal blanco de mis críticas eran los chicos, sobre todo las parejas que ocupaban los pupitres de la fila central, situada frente al profesor. Allí, en el primer pupitre y en el segundo, el grupo A había colocado por lo menos a tres elementos, Boldini, Grassi y Droghetti, en medio de los cuales Florestano Donadio, del B, que se sentaba con Droghetti en el segundo pupitre, hacía las veces de huésped tolerado, poco afortunado intelectual, físicamente y en cualquier otro sentido. Por su parte, Droghetti, hijo de un oficial de caballería, tenía un aspecto impecable y tontorrón que sin duda indicaba que estaba condenado a seguir a pies juntillas los pasos de su padre y que era una mediocridad. Pero los de delante, Grassi y Boldini, dos de los mejores del grupo A, constituían juntos una gran potencia, a la que Donadio, como el pajarito asustado que siempre había sido, rubio, menudo, de piel rosácea, rendía pleitesía y vasallaje. En el tercer banco había otra pareja que encajaba mal: Giovannini, del B, y Camurri, del A. No es que Giovannini fuera peor estudiante que el otro, pues a pesar de su origen campesino el bueno de Walter se las apañaba incluso para hablar italiano. Pero Camurri era todo un señor: feo, miope, meapilas, pero un señor. Su familia (¿quién no conocía a los Camurri de via Carlo Mayr?) era de las más ricas de la ciudad. Poseían centenares de hectáreas en la región de Codigoro, precisamente en la zona de donde provenía Walter, de manera que era muy probable que el padre o el abuelo de Giovannini, en el pasado, o incluso en aquel preciso momento, estuviesen al servicio de la familia Camurri… Luego, en el cuarto pupitre, quién sabe por qué, solo—tal vez dando a entender que nadie podía alardear de los suficientes títulos como para sentarse a su lado—se sentaba Cattolica, Carlo Cattolica, quien desde primero había sido el indiscutido mejor alumno del grupo A (siempre sacaba ocho y nueve en todas las asignaturas). Aunque no pareciera fácil, para Cattolica era un juego de niños comunicarse, a través de Camurri y Droghetti, cuyas fieles espaldas inclinadas tenía delante, con los no menos fieles Boldini y Grassi, del primer pupitre. Y eso acabaría demostrando en los ejercicios en clase de latín y griego, ¡vaya si lo demostró! Las noticias pasaban del cuarto pupitre al primero y viceversa con la misma facilidad que si dispusieran de un teléfono de campaña.
Detrás de Cattolica había dos de los nuestros: Mazzanti y Malagù, dos ceros a la izquierda o casi. Y luego, a mi derecha, inclinados sobre el pupitre para esconderse, para eludir todo lo posible la mirada vigilante del profesor que estuviera sobre la tarima, Veronesi y Danieli, el primero de veinte años y el segundo mayor aun: tipos acostumbrados a repetir todos los cursos, veteranos holgazanes ineptos hasta para el deporte y a esas alturas veteranos asiduos a los burdeles. E incluso si los asientos en la fila de pupitres más cercana a la puerta, frente a la pizarra, parecían algo mejor distribuidos (en el segundo pupitre, Giorgio Selmi había terminado con Chieregatti, en el tercero, Ballerini se las había apañado para volver a sentarse junto a su inseparable Giovanardi), ¿cómo lograría yo resignarme a formar pareja, en el cuarto pupitre, con Lattuga? El abyecto y pestilente Aldo Lattuga raramente había encontrado a alguien dispuesto a sentarse a su lado a lo largo de toda la primaria, y también este año, como Cattolica, aunque por razones completamente distintas, se había quedado solito. No, no, era mucho mejor la soledad del sitio que había elegido al fondo de la fila de las chicas. El profesor Bianchi, de lengua, había empezado la clase con una canción de Dante, y uno de los versos me había impresionado. Decía: «el exilio que me imponen, a honor lo tengo», y podría haber sido mi divisa, mi lema.
Un día me distraje mirando al otro lado de los cristales del ventanal de mi izquierda el triste patio que separaba el edificio del Guarini, un antiguo convento, del costado de la iglesia de Jesús. Pensaba yo que, a fin de cuentas, habría estado bien que Giorgio Selmi, por ejemplo, que en el fondo siempre me había caído bien, hubiera tomado la iniciativa el primer día de clase y me hubiera invitado a compartir pupitre. Selmi era huérfano de padre y madre. Vivía con su hermano Luigi en casa de un tío paterno, el abogado Armando, un hosco solterón de unos sesenta años que no veía la hora de librarse de los sobrinos, metiendo a uno en la Academia Militar de Módena y al otro en la naval de Livorno. Pero ¿por qué Giorgio prefirió sentarse con un triste empollón como Chieregatti en vez de conmigo? El apartamento del tío, en piazza Sacrati—un despacho de abogados que disponía de alguna habitación libre en la que vivir—, no servía para ir a hacer los deberes de dos en dos si Giorgio tenía que estudiar en el dormitorio, un cuchitril de tres metros por cuatro. En cambio, en mi casa habríamos tenido a nuestra disposición todo el espacio que nos hiciera falta. Mi cuarto era lo suficientemente grande como para que cupiéramos él, yo y cualquier otro que hubiera querido agregarse a nuestro binomio. Además, mi madre, feliz de que pasara todas las tardes en casa—y no en la de los Forti, como hasta entonces—, ¡quién sabe qué espléndidas meriendas a base de té, mantequilla y mermelada nos habría servido a las cinco! Así que era una verdadera lástima que Giorgio Selmi no se hubiera sentado a mi lado. Con toda seguridad la culpa era de la envidia y los celos: mi casa era demasiado bonita y confortable comparada con la suya. Y además, yo tenía madre, mientras que él apenas tenía a un tío antipático. Por una vez, el antisemitismo no tenía nada que ver.
—¡Fiu!
A mi derecha, un suave silbido me sobresaltó. Me di la vuelta de golpe. Era Veronesi. Agazapado detrás de la espalda de Mazzanti, me indicaba con su flaco índice, increíblemente manchado de nicotina, que mirase hacia adelante. Entre divertido y preocupado, parecía preguntarme «¿Qué estás haciendo? ¿Dónde diantres crees que estás, loco, tarado, más que tarado?».
Obedecí. En absoluto silencio, apenas interrumpido aquí o allá por alguna risa, todos los rostros me observaban. Incluso el profesor Guzzo, desde la tarima, me miraba fijamente, con una mueca de burla.
—¡Por fin!—dijo con voz suave.
Me puse en pie.
—¿Cómo se llama usted?
Balbuceé mi apellido.
Guzzo era famoso por su mala uva, una mala uva rayana en el sadismo. De unos cincuenta años, alto, hercúleo, tenía enormes ojos centelleantes, de un color verde lagarto, bajo una frente despejada, como Wagner, y un par de largas patillas grises que le llegaban hasta la mitad de los prominentes pómulos. En el Guarini pasaba por ser una especie de genio (era el autor del epígrafe en honor a los caídos de la Gran Guerra que adornaba el pasillo de entrada y rezaba: «Mors domuit corpora | Vicit mortem virtus»). No tenía carnet del partido fascista y todos estábamos convencidos de que ésa era la única razón por la que no había podido obtener la cátedra universitaria que un buen número de sus artículos sobre filología, con toda seguridad publicados en Alemania, le habrían merecido.
—¿Cómo ha dicho?—preguntó llevándose la mano a la oreja e inclinándose hacia delante hasta que su amplio pecho quedó sobre la lista de alumnos—. ¡Hable más alto, por favor!
Sin duda se estaba divirtiendo, jugaba conmigo.
Repetí mi apellido.
Volvió a levantarse de golpe, miró detenidamente la lista.
—Bien—concluyó, mientras trazaba con su pluma una misteriosa marca en el papel—. Ahora, hábleme un poco de usted—continuó, volviendo a apoyar la espalda en el respaldo de la silla.
—¿De mí?
—De usted, sí. ¿De qué grupo viene usted, del A o del B?
—Del B.
Frunció los labios.
—Ah, del B, muy bien. ¿Y cómo ha llegado usted hasta aquí? ¿De un salto, volando (perdone usted mi pobre memoria), o quizá en segunda convocatoria?
—He tenido que examinarme de matemáticas en septiembre.
—¿Sólo suspendió matemáticas?
Asentí.
—¿Está usted seguro de que no ha tenido que recuperar (pésima expresión, pero usted ya me entiende) ninguna otra asignatura? ¿Latín y griego, por ejemplo?
Le dije que no.
—¿Está usted seguro?—insistía él con la dulzura de un gato.
Volví a decirle que no.
—Muy bien, pues no se distraiga, querido, no se distraiga. No querría yo que, además de las matemáticas, el verano que viene se viese usted obligado a recuperar latín y griego, aunque…, quod Deus avertat…, tres materias… Bueno, usted ya me entiende ¿verdad?
Luego me preguntó cómo me las había arreglado en la primaria, si había tenido que repetir algún curso. Pero no me miraba, miraba a mi alrededor como si no se fiara de mí y estuviese solicitando el testimonio de algún voluntario.
—Es muy bueno. De los mejores—se atrevió a decir alguien. Quizá fue Pavani, en el primer pupitre de la primera fila.
—Conque de los mejores, ¡¿eh?!—exclamó el profesor Guzzo—. Y si en la primaria pertenecía al exiguo grupo de los elegidos… ¿a santo de qué esta decadencia? ¿Qué pasó?
Yo no sabía qué decir. Miraba al pupitre, como si la respuesta que Guzzo aguardaba pudiera encontrarla en aquella vieja madera ennegrecida.
Volví a levantar la cabeza.
—¿Qué pasó?—seguía implacable—. ¿Y por qué ha elegido ese pupitre? ¿Quizá para estar cerca del excelso Veronesi y del no menos excelso Danieli? ¿Espera aprender de ellos la verdadera ciencia, en vez de aprenderla de mí?
La clase explotó en una carcajada unánime. Veronesi y Danieli también se estaban riendo, aunque con algo menos de entusiasmo.
—No, no, créame—continuó Guzzo, dominando el tumulto con un amplio gesto de director de orquesta—. En primer lugar, lo que usted tiene que hacer es cambiar de sitio. —Buscó, escrutó, valoró—. Ahí, en el cuarto pupitre, al lado de ese señor—dijo señalando a Cattolica—. ¿Cómo se llama usted?
Cattolica se puso en pie.
—Carlo Cattolica—respondió escuetamente.
—Ah, sí… el famoso Cattolica… bien, muy bien. Usted viene del grupo A, ¿verdad?
—Sí.
—Bien, pues me parece perfecto: uno del A con uno del B. Estupendo.
Recogí los libros, salí al pasillo lateral y me acerqué hasta mi nuevo pupitre. Al pasar me acompañó un pequeño golpe de tos de Veronesi, y cuando llegué a mi destino el primero del grupo A me recibió con una sonrisa.
—Por favor, Cattolica—decía entre tanto Guzzo—, por favor se lo pido, devuelva usted esta oveja descarriada al redil.