QUERIDO MIGUEL
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE CARMEN MARTÍN GAITE
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
I—II—III—IV—V—VI—VII—VIII—IX—X—XI—XII—XIII—XIV—XV—XVI—XVII—XVIII—XIX—XX—XXI—XXII—XXIII—XXIV—XXV—XXVI—XXVII—XXVIII—XXIX—XXX—XXXI—XXXII—XXXIII—XXXIV—XXXV—XXXVI—XXXVII—XXXVIII—XXXIX—XL—XLI—XLII
Una mujer llamada Adriana se levantó de la cama en su nueva casa. Estaba nevando. Aquel día era su cumpleaños. Cumplía cuarenta y tres. La casa estaba en pleno campo. A lo lejos se veía el pueblo sobre una pequeña colina. El pueblo estaba a dos kilómetros. La ciudad a quince. Hacía diez días que la mujer se había venido a vivir a esta casa. Se puso una bata de encaje color tabaco.
Metió los pies, largos y flacos, en unas pantuflas color tabaco, deshilachadas, adornadas de piel blanca muy sucia y raída. Bajó a la cocina, se preparó una taza de Nescafé y se lo tomó mojando muchas galletas. Encima de la mesa había unas mondaduras de manzana y las envolvió en un papel de periódico, con destino a unos conejos que no le habían traído todavía, pero que le había prometido el lechero. Luego fue al cuarto de estar y abrió las contraventanas. En el espejo colgado encima del sofá saludó a aquella figura alta que la estaba mirando con su melena de cobre corta y ondulada, la cabeza pequeña, el cuello largo y firme y unos ojos verdes rasgados y tristes. Luego se sentó delante del buró y se puso a escribir una carta al único hijo varón que tenía.
Querido Miguel—decía—. Te escribo sobre todo para decirte que tu padre no está nada bien. Vete a verlo. Dice que hace mucho que no te ve. Yo estuve ayer. Era primer jueves de mes. Le estuve esperando en el café Canova y me telefoneó allí su criado para decirme que se encontraba mal. Así que subí. Estaba en la cama. Lo encontré muy desmejorado, con muchas ojeras y un color que no me gusta nada. Tiene dolores en la boca del estómago. Ya no come ni poco ni mucho. Y sigue fumando, claro.
Si vas a verlo, no se te ocurra llevar, como siempre, veinticinco pares de calcetines sucios. Ese criado, que se llama Quico o Federico, no me acuerdo, no está en estos momentos como para hacerse cargo de tu ropa sucia. Está atontado y como ido. No duerme bien porque tu padre le llama por las noches. Además es la primera vez que trabaja como criado porque antes estaba empleado en un taller de reparación de coches, y, por si fuera poco, es un imbécil integral.
Si tienes ropa sucia, tráemela a mí. Tengo una chica que se llama Cloti. Ha venido hace cinco días. No es simpática. Y como al fin la cara larga la tiene siempre y las relaciones con ella son ya de por sí tirantes, si llegas tú con una maleta llena de ropa para lavar y planchar, da igual, la puedes traer. De todas maneras, te recuerdo que hay buenas lavanderías, incluso ahí, cerca del sótano donde vives. Y ya tienes edad de ocuparte por ti mismo de tus cosas. Dentro de poco vas a cumplir veintidós años. Por cierto, hoy es mi cumpleaños. Las gemelas me han regalado un par de zapatillas. Pero yo les tengo demasiado apego a mis viejas pantuflas. También quería decirte que si todas las noches te lavaras el pañuelo y los calcetines, en vez de amontonarlos sucios debajo de la cama durante semanas enteras, sería estupendo; pero es una cosa que nunca he conseguido meterte en la cabeza.
Estuve esperando al médico. Es un tal Povo o Covo, no lo entendí bien. Vive en el piso de arriba. No logré enterarme de lo que opina sobre la enfermedad de tu padre. Dice que tiene úlcera, como si eso no estuviéramos hartos de saberlo. Dice que habría que internarlo, pero a tu padre de la clínica no se le puede ni hablar.
A lo mejor piensas que yo debía mudarme a casa de tu padre para cuidarlo. A mí también algunas veces se me pasa la idea por la cabeza, pero creo que no lo voy a hacer. Me asustan las enfermedades; las de los demás, las mías no, pero es que yo casi nunca he estado mala. Cuando mi padre tuvo la diverticulitis, fui a verle a Holanda. Pero sabía de sobra que no era diverticulitis. Era cáncer. Así que no me quedé y se murió sin estar yo allí. Me remuerde la conciencia. Pero la verdad es que al llegar a cierta edad, los remordimientos los mojamos en el café del desayuno, como las galletas.
Y luego que si me presentase yo allí mañana con mi maleta, a saber cuál sería la reacción de tu padre. Ya hace muchos años que le intimido. Y él también a mí me intimida. No hay nada peor que la timidez entre dos personas que se han aborrecido. Ya no son capaces de decirse nada. Se agradecen mutuamente que el otro no las hiera ni las arañe, pero tal modalidad de gratitud no encuentra el camino de las palabras. Después de nuestra separación, tu padre y yo cogimos esa tediosa y civilizada costumbre de juntarnos a tomar un té en el Canova todos los primeros jueves de mes. Era una costumbre que no tenía nada que ver ni con él ni conmigo. La tomamos por consejo de Lillino, ese primo suyo que tiene bufete de abogado en Mantua, y él a su primo siempre le hace caso. Según su primo, nosotros dos debíamos mantener una relación educada y vernos de vez en cuando para cambiar impresiones sobre asuntos de interés común. Pero las horas que pasábamos en el Canova eran un tormento para tu padre y para mí. Como tu padre, dentro de su desorden, es una persona metódica, decidió que nos teníamos que quedar delante de aquel velador desde las cinco hasta las siete y media; de vez en cuando suspiraba y miraba el reloj, y esto para mí era humillante. Se echaba para atrás en el asiento y se quedaba así rascándose la cabezota negra y trastornada. Me parecía una vieja pantera cansada. Hablábamos de vosotros. Aunque la verdad es que a él tus hermanas le importan un pito. Su ojito derecho eres tú. Desde que naciste se le ha metido en la cabeza que eres la única cosa en el mundo digna de ternura y veneración. Hablábamos de ti. Pero él enseguida salía con que yo a ti nunca te he entendido y que el único que te conoce a fondo es él. Y con esto se daba por cerrada la conversación. Era tal el miedo que teníamos a contradecirnos uno a otro que cualquier discusión nos parecía arriesgada y la descartábamos. Vosotros estabais al tanto de que nos veíamos allí aquellas tardes, pero lo que no sabíais es que había sido el primo ese que Dios confunda quien nos lo aconsejó. Me doy cuenta de que vengo usando el pretérito imperfecto, pero realmente es que creo que tu padre se encuentra muy mal y que no volveremos a vernos en el Canova ningún primer jueves de mes.
Si tú no fueras tan calamidad, te diría que dejaras el sótano y te fueras a vivir otra vez a la calle de San Sebastianello. Podrías ser tú quien se levantara por las noches en vez del criado. En el fondo, no tienes ningún quehacer concreto. Viola tiene que atender su casa y Angélica a la niña y a su trabajo. Las gemelas tienen sus clases y además son pequeñas. Tu padre, por otra parte, a las gemelas no las aguanta; y tampoco creas que aguanta mucho a Viola ni a Angélica. En lo tocante a sus hermanas, Cecilia está vieja y Matilde y él se detestan. Matilde ahora vive conmigo y se quedará todo el invierno. Total que eres tú la única persona en este mundo a la que tu padre quiere y aguanta. Y, sin embargo, me doy cuenta de que, siendo como eres, es mejor que te quedes en tu sótano. Si te mudases a casa de tu padre, multiplicarías el desorden y al criado lo volverías loco.
Otra cosa que te quiero decir es la siguiente: he recibido una carta de una persona que dice llamarse Mara Castorelli y haberme conocido el año pasado en una fiesta que diste en tu sótano. De la fiesta me acuerdo, pero había tanta gente que no me acuerdo de nadie con detalle. La carta me la han remitido de mis antiguas señas de la calle Villini. La tal Mara me pide que la ayude a encontrar un trabajo. Me escribe desde una pensión en la cual, no obstante, no puede quedarse porque le sale muy cara. Dice que ha tenido un niño y que le gustaría venir a visitarme y traerme esa hermosa criatura para enseñármela. Todavía no le he contestado. Antes me gustaban los niños, pero ahora no me apetece nada extasiarme ante niño alguno. Estoy muy cansada. Querría que me dijeras quién es esta chica y qué clase de trabajo busca, porque ella no lo especifica bien. Al principio no le di importancia a esta carta, pero luego me ha dado por pensar que el niño puede ser tuyo. Si no, no veo por qué se le ha podido ocurrir a ésa escribirme. Tiene una letra muy rara. Le pregunté a tu padre si conocía a una tal Martorelli amiga tuya, y me dijo que no. Luego se puso a hablar del queso Pastorella, que solía llevar consigo cuando iba de excursión en barco de vela. Y es que con tu padre no se puede tener una conversación coherente. Pero a mí se me ha ido metiendo poco a poco en la cabeza la idea de que ese niño es tuyo. Ayer noche, después de cenar, volví a sacar el coche, a pesar de la pereza que me da sacarlo. Fui al pueblo a telefonearte, pero a ti nunca se te pilla en casa. A la vuelta, me dio por llorar; pensando por una parte en tu padre y el estado en que se ve, y por otra parte en ti. Si por casualidad fuera hijo tuyo el niño de esa Martorelli, ¿qué vas a hacer, tú que no sabes hacer nada? El bachillerato no quisiste terminarlo. Los cuadros esos que pintas, con casas que se derrumban y búhos que salen volando, a mí no me gustan gran cosa. Tu padre dice que son muy buenos y que yo no entiendo de pintura. A mí me recuerdan a los cuadros que pintaba él cuando era joven, pero en peor. No lo sé. Te ruego que me digas lo que tengo que contestarle a esa Martorelli, y si te parece que le mande algo de dinero. No es que lo pida, pero seguro que lo necesita.
Yo sigo sin teléfono. He ido a reclamarlo no sé cuántas veces, pero no ha venido nadie. Por favor, vete también tú a la Telefónica. No te cuesta nada porque te pilla cerca. Puede que ese Osvaldo amigo tuyo que te ha cedido el sótano conozca a alguien en la Telefónica. Las gemelas me han dicho que un primo de Osvaldo trabaja allí. Entérate si es verdad. Ha sido muy amable en cederte el sótano sin cobrarte nada, pero ese sótano para pintar es muy oscuro. Puede que sea por eso por lo que pintas tantos búhos, porque te quedas allí metido pintando con la luz encendida y te crees que fuera es de noche. También debe ser bastante húmedo, menos mal que yo te regalé la estufa aquella alemana.
No creo que vengas a felicitarme, porque no creo que te acuerdes de que es mi cumpleaños. Tampoco van a venir Angélica ni Viola, porque he hablado con ellas por teléfono ayer y ninguna de las dos podía. Me gusta esta casa, pero, claro, encuentro un poco incómodo estar tan lejos de todos. Pensé que este aire a las gemelas les sentaría bien. Pero a las gemelas no se les ve el pelo en todo el día. Van a clase en sus motocicletas y comen en una pizzería del centro. Van a casa de una amiga a hacer los deberes y vuelven cuando ya se ha puesto el sol. Hasta que vuelven estoy preocupada, porque no me gusta que anden por la carretera de noche.
Tu tía Matilde llegó hace tres días. Le gustaría ir a ver a tu padre, pero él ha dicho que no tiene ganas de verla. Ya hace muchos años que se enfriaron sus relaciones. A Matilde fui yo quien le escribí diciéndole que viniera porque andaba con los nervios destrozados y muy mal de dinero. Ha hecho una inversión en no sé qué acciones suizas que le ha salido mal. Le he pedido que ayude a las gemelas a repasar sus lecciones. Pero las gemelas se escabullen. Seré yo quien tenga que aguantarla, pero no sé cómo la voy a aguantar.
Puede que fuera una equivocación comprar esta casa. A veces pienso que ha sido una equivocación. Me tienen que traer unos conejos. Cuando me los traigan, me gustaría que vinieras tú a hacerme las jaulas. Por ahora pienso meterlos en la leñera. A las gemelas les gustaría tener un caballo.
Te confieso que la razón más decisiva fue la de mi rechazo a seguirme encontrando con Felipe. Vive a dos pasos de la calle Villini y siempre me estaba topando con él. Me resultaba muy violento. Está bien. Su mujer espera un niño para esta primavera. ¿Por qué, Dios mío, seguirán naciendo tantos niños, si la gente está harta y ya no los puede aguantar? Están demasiado vistos, los niños.
Te voy a dejar y a darle la carta a Matilde, que sale a hacer la compra. Yo me quedaré viendo nevar y leyendo los Pensamientos de Pascal.
Tu madre
Una vez acabada y cerrada esta carta, la mujer volvió a bajar a la cocina. Les dio los buenos días y un beso a cada una de las gemelas, Babetta y Nannetta, que tenían catorce años, dos colas de caballo rubias idénticas, dos chaquetones idénticos azules con hombreras e idénticas medias de sport escocesas. Salieron para ir a clase en sus motocicletas también idénticas. Luego dio los buenos días y un beso a su cuñada Matilde; una solterona gorda y hombruna de pelo lacio y canoso con un mechón que le caía sobre un ojo y que ella echaba para atrás con gesto petulante. De Cloti, la criada, no había ni rastro. Matilde quería entrar a llamarla. Comentó que se levantaba un cuarto de hora más tarde cada día y que todas las mañanas se quejaba destempladamente de los nudos que tenía su colchón. Por fin compareció la tal Cloti y se deslizó por el pasillo con una bata azul cielo muy corta y guateada y el pelo gris suelto por los hombros. Al poco rato salió de su cuarto de aseo con un delantal marrón nuevo y muy tieso. El pelo se lo había retirado de la cara, sujeto con dos peinetas. Se puso a hacer las camas y levantaba las mantas con una inmensa melancolía y expresando en cada uno de sus gestos las ganas de despedirse. Matilde se puso una capa tirolesa y dijo que pensaba ir a pie hasta el pueblo a hacer la compra, mientras con voz grave y varonil cantaba las alabanzas de la nieve y del aire gélido y salutífero. Mandó que pusieran a cocer unas cebolletas que había visto colgadas en la cocina. Sabía ella una receta muy buena para la sopa de cebolla. Cloti advirtió con voz apagada que aquellas cebollas estaban todas podridas.
Adriana ya se había vestido, llevaba ahora unos pantalones color tabaco y un pullóver color arena. Se sentó en el cuarto de estar junto a la chimenea encendida, pero no leyó los Pensamientos de Pascal. No leyó nada, ni se quedó tampoco mirando caer la nieve. Porque de repente le pareció detestable aquel paisaje nevado y lleno de jorobas que se veía a través de la ventana. Lo que hizo fue apoyar la cabeza en las manos y acariciarse los pies y los tobillos embutidos en unos calcetines color tabaco. Toda la mañana se la pasó así.
En una pensión de la plaza Annibaliano entró un hombre que se llamaba Osvaldo Ventura. Era un tipo robusto y cuadrado; llevaba gabardina. Tenía el pelo de un rubio grisáceo, buen color de cara y ojos amarillos. Y en los labios siempre una vaga sonrisa.
Una chica conocida suya había llamado por teléfono para pedirle que la viniera a buscar. Quería marcharse de aquella pensión; y no se sabe quién le había cedido un apartamento en la calle Prefetti.
La chica estaba sentada dentro del portal. Llevaba una camiseta de algodón turquesa, pantalones color berenjena y una chaqueta negra bordada con dragones de plata. A sus pies había bolsas, redes y un niño de pecho metido en un capacho de plástico amarillo.
—Llevo una hora aquí esperándote como un pasmarote—le dijo a Osvaldo.
Osvaldo juntó los bultos y los fue llevando a la puerta.
—¿Ves a aquella de los ricitos que está junto al ascensor?—preguntó ella—. Pues es mi vecina de cuarto.
Se ha portado muy bien conmigo, le debo mucho. También dinero. Sonríele.
Osvaldo dedicó a los ricitos una de sus vagas sonrisas.
—Mi hermano me ha venido a buscar—le dijo Mara—. Me vuelvo a casa. Mañana le devuelvo a usted el termo y lo demás.
Mara y los ricitos se besaron en las mejillas efusivamente.
Osvaldo sacó la maleta, las bolsas y las redes, y salieron.
—O sea, que yo vengo a ser tu hermano—dijo.
—Ha sido tan buena conmigo—explicó ella—. Por eso le he dicho que eras mi hermano. A las personas buenas, les hace ilusión conocer a algún familiar de uno. —¿Le debes mucho dinero?
—Muy poco. ¿Quieres dárselo?
—Yo no—dijo Osvaldo.
—Le he dicho que se lo devuelvo mañana. Pero no es verdad. A mí por aquí no me vuelven a ver el pelo. Ya le mandaré un giro algún día.
—¿Cuándo?
—Cuando encuentre trabajo.
—¿Y el termo?
—El termo creo que no se lo voy a devolver. Al fin y al cabo, tiene otro.
El seiscientos de Osvaldo estaba aparcado al otro lado de la plaza. Estaba nevando y soplaba mucho viento. Mara, según iba andando, se sujetaba contra la cabeza un sombrero grande de fieltro negro. Era una chica morena, pálida, muy pequeñita y delgada pero de caderas anchas. Su chaqueta de dragones se inflaba con el viento y las sandalias se le hundían en la nieve.
—¿No tenías algo de más abrigo para ponerte?—le preguntó él.
—No. Todas mis cosas las tengo metidas en un baúl que dejé en casa de una pareja amiga mía. En la vía Cassia.
—En el coche está Elisabetta—dijo él.
—¿Elisabetta? ¿Y quién es Elisabetta?
—Mi hija.
Elisabetta estaba acurrucada en el asiento de atrás. Tenía nueve años y el pelo color zanahoria. Vestía un jersey grande y una camisa a cuadros y llevaba cogido en brazos un perro de pelaje rubio y orejas largas. Junto a ella dejaron el capacho de plástico amarillo.
—¿Cómo se te ha ocurrido traerte a la niña y encima con ese animalucho?—dijo Mara.
—Elisabetta estaba en casa de su abuela y la he ido a recoger allí—dijo él.
—Siempre andas con engorros. Siempre haciéndole favores a todo el mundo. No sé cuándo vas a tener una vida propia—dijo ella.
—No sé de dónde sacas que no tengo yo una vida propia—dijo él.
—Sujeta bien al perro ese, no me vaya a lamer al niño, ¿oyes Elisabetta?—dijo ella.
—¿Qué tiempo tiene el niño exactamente?—preguntó Osvaldo.
—Veintidós días. ¿Cómo no te acuerdas de que tiene veintidós días? Salí de la clínica hace dos semanas. La enfermera jefe de la clínica fue quien me dio las señas de esa pensión. Pero yo ahí no podía seguir estando. Todo lo tenían tan guarro. Hasta poner los pies sobre la alfombrilla del baño me daba asco. Era una alfombrilla de goma verde. ¿Te imaginas el asco que puede dar en una pensión una de esas alfombrillas de goma verde?
—Sí, me lo imagino.
—Y luego que era muy cara. Y que me trataban con malos modos. Yo necesito cariño; siempre lo he necesitado, pero desde que tengo el niño, más.
—Lo comprendo.
—¿También tú necesitas cariño?
—Sí, muchísimo.
—Decían que llamaba al timbre demasiadas veces. Pero es que siempre me estaban haciendo falta cosas, por eso llamaba. Agua hervida. Yo qué sé. Le doy mitad el pecho, y mitad leche en polvo. Es muy complicado. Hay que pesar al niño, luego darle de mamar, luego volverlo a pesar y entonces darle el biberón. Llamaba al timbre diez veces y nunca venían. Hasta que por fin me traían el agua hervida. Pero me quedaba siempre la duda de si realmente la habían hervido o no.
—Podías haberla hervido tú en tu cuarto.
—Qué va. No te dejaban. Y siempre se les olvidaba algo. El tenedor.
—¿Qué tenedor?
—Uno para batir la leche en polvo. Yo les había dicho lo que tenían que traer cada vez: un plato sopero, una taza, un tenedor y una cuchara. Me lo traían envuelto en una servilleta. Pues nada, el tenedor no venía nunca. Les pedía un tenedor, pero además hervido, y me contestaban de malos modos. A veces pensaba que también tendría que pedirles que me hirviesen la servilleta, pero no lo hacía por miedo a que se enfureciesen.
—Pues sí, yo también creo que se habrían enfurecido.
—Para pesar al niño iba al cuarto de esa ricitos que has visto. También ella ha tenido un niño y tiene un pesa-bebés. Pero me dijo, aunque muy amablemente, que no me presentase en su cuarto a las dos de la mañana. Así que de noche me las tenía que arreglar a ojo de buen cubero. No sé, a lo mejor tu mujer tiene en casa uno de esos pesa-bebés.
—¿Hay en casa algún pesa-bebés, Elisabetta?—preguntó Osvaldo.
—No sé. Me parece que no—dijo Elisabetta.
—Casi todo el mundo guarda en el desván uno de esos pesos—dijo Mara.
—Nosotros creo que no—dijo Elisabetta.
—Pues a mí me hace falta uno.
—Puedes alquilarlo en una farmacia—dijo Osvaldo.
—¿Cómo lo voy a alquilar si no tengo una perra?
—¿Qué tipo de trabajo piensas buscar?—preguntó él.
—No lo sé. Podría vender libros de segunda mano en tu tienducha.
—No. Eso no.
—¿Por qué no?
—Es un tugurio aquello. No hay sitio ni para revolverse. Y además yo ya tengo una persona allí que me ayuda.
—Sí, ya la he visto. Parece una vaca.
—Es la señora Peroni. Antes estaba de ama de llaves en casa de Ada. Ada es mi mujer.
—Llámeme Peroni. Como la cerveza. Seré tu cerveza. Mejor dicho, no, seré tu vaca lechera.
Habían llegado al Trastévere, a una plazoleta con una fuente. Elisabetta se bajó con el perro.
—Adiós, Elisabetta—dijo Osvaldo.
Elisabetta se metió en el portalón de un palacete rojo. Desapareció.
—Casi no ha dicho esta boca es mía—dijo Mara.
—Es tímida.
—Tímida y mal educada. Al niño ni lo ha mirado.
Como si no hubiera nadie ahí. No me gusta el color de tu casa.
—No es mi casa. Ahí vive mi mujer, con Elisabetta. Yo vivo solo.
—Ya lo sabía, pero se me había olvidado. Siempre estás hablando de tu mujer, cómo me voy a acordar de que vives solo. Por cierto dame el teléfono de tu casa. No tengo más que el de la tienda. Me puede hacer falta algo de noche.
—No. Por la noche te ruego que no me llames. Tengo el sueño muy difícil.
—Nunca me has invitado a subir a tu casa. Este verano, cuando nos encontramos por la calle, yo con el tripón aquel, te dije que me gustaría ducharme y tú me dijiste que en el barrio tuyo estabais sin agua.
—Y era verdad.
—Vivía con las monjas y sólo me podía duchar los domingos.
—¿Cómo fuiste a parar donde aquellas monjas?
—Porque me cobraban poco. Antes vivía en la calle Cassia. Pero acabé a mal con esos amigos míos. Se enfadaron porque les rompí una cámara de cine. Me dijeron que por qué no me volvía a Novi Ligure con mis primos.
Me dieron el dinero para el viaje. No eran mala gente. Pero qué pintaba yo en Novi Ligure. Esos primos hace mucho que no saben nada de mí. Cómo me iba a presentar en su casa sin más y con aquella tripa, les hubiera dado un ataque. Y luego que son muchos y no andan bien de dinero. Pero él es mejor persona que ella.
—¿Él, quién?
—Él. Mi amigo el de la calle Cassia. La mujer es una tacaña, pero él es más cariñoso. Trabaja en televisión.
Me dijo que en cuanto naciera el niño, me daría un trabajo. No sé si llamarle.
—¿Por qué no?
—Porque me preguntó que si dominaba el inglés y le dije que sí, pero es mentira, yo de inglés no sé ni una palabra.
El apartamento de la calle Prefetti se componía de tres habitaciones, metidas una en otra. En la última había una puerta-ventana con visillos andrajosos. La puerta-ventana daba a un balcón y éste a un patio. En el balcón había un tendedero con un camisón colgado de franela color lila.
—El tendedero me va a venir muy bien—dijo Mara.
—¿De quién es el camisón?—preguntó Osvaldo.
—Mío no. Yo es la primera vez que entro aquí. El apartamento es de una chica que conozco. Ella no lo usa.