AFONSO REIS CABRAL

MI HERMANO

TRADUCCIÓN DEL PORTUGUÉS

DE ISABEL SOLER

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

Raza de Abel, duerme, bebe y come;

Dios te sonríe complaciente.

BAUDELAIRE

Esto va a pasar en el Tojal. El Tojal está cerca de Arouca y lejos de todas partes.

Cruzamos las montañas y es agradable deslizarse con el coche por el asfalto entre los barrancos. En esto hay impunidad. Además, no tenemos compromisos y vamos a toda velocidad por la vida y por la carretera estos pocos días que son sólo para nosotros dos y en los que seremos libres.

Las montañas, como dioses, beben agua directamente de las nubes. Y se mojan como dioses. Pero no nos importa que a nuestro alrededor las nubes se abracen a la cima de los montes. Nosotros tenemos la carretera, una carretera cuarteada por los márgenes, gastada por la falta de uso y por el paso del agua.

Que no nos acordemos del orden vertiginoso izquierda-derecha-izquierda y que todo sea una sorpresa nos hace parecer tontos, sobre todo porque tampoco han pasado tantos años. ¿Cuántos años han pasado?

Al trazar la curva no hay nada excepto precipicio. Me acuerdo de mi padre diciendo que ni el alma se salvaría, apresada entre los hierros del coche y mezclada con la basura que la gente tira por el despeñadero. Es fácil imaginar el escalofrío, el alma destrozada entre el metal y los electrodomésticos.

Pero es un paisaje sano. Montes en varios tonos de verde y poco más. A veces cruzamos alguna población, pero eso no tiene importancia: ya nadie vive aquí. Todo está desierto y hueco.

(¿Cómo describir ahora los árboles? ¿Se quedan en «varios tonos de verde y nada más»? Las montañas, así, de piel lisa y ondulada, parecen una mujer desnuda, pero en verde. Y encima, no sirven para nada. Mejor será esconder totalmente mi ineptitud para escribir y proseguir).

No nos entusiasma demasiado este viaje. Observo la actitud aprensiva con la que mira el paisaje, como un animal cada vez más acorralado. El olor a eucaliptus y el chasquido de ramas bajo las ruedas, el azul que aparece entre las montañas y las nubes. Cosas así a nuestro alrededor y nosotros en medio sin verlas. Y el miedo de que los años se hayan posado en la casa como en un banco viejo. Seguro que está en el mismo sitio, pero no de la misma forma, como la gente, que es la misma en el tiempo, pero nunca igual.

Es mejor que nos paremos. Freno el coche y le pregunto

—¿Mareado?

—No, no…—responde con una sonrisa.

Arranco y le doy la mano porque sé que también tiene mis miedos y quizá piense lo mismo que yo y puede que hasta sienta la misma nostalgia. Seguro que siente la misma nostalgia. Somos parecidos de modos diferentes y, dadas las circunstancias, esta semejanza es sorprendente. La sangre, cómo nos une y separa en un mismo flujo.

Después de Ponte de Telhe, un puente de la época de la reina María cruza el Paivô. Por debajo, el riachuelo es un ojo de gato, de tan transparente. Llega de no se sabe dónde por entre los barrancos y desaparece en un recodo casi sin haber existido. Continúa en un hilo hasta desembocar en el río Paiva.

Esta zona de Portugal está hecha de esquisto y hasta el ruido de los pasos hiere. Es duro vivir aquí agarrado a un minúsculo pedazo de tierra, a ver si da algo para comer. Y la gente se entrega, lo da todo de sí misma con la azada en el campo. De alguna manera, la piedra se vuelve fértil y de vez en cuando recompensa con algo: coles, maíz, patatas. No sorprende que la gente de esta zona se parezca a los mujiks de Tolstói: no construyen isbas, pero son lo mismo.

Después de Ponte de Telhe y antes del Tojal sólo hay una casa, que da a la carretera, y no es exactamente una casa. Vivía allí un viejo que, además de beber, se pasaba la vida en la ventana.

Cuando murió, dicen que de pobre, mi padre y yo entramos en la casa y se nos cayó encima como una losa: era un espacio pobre con una ventana pobre. Todo estaba de cualquier manera, como el viejo lo había dejado. Una herrada de leche en un rincón, una mesa de madera donde reposaba un cuchillo sucio de borona húmeda, polvo por las esquinas, puñados de borra, bolsas de plástico junto a una silla tumbada, una cama por hacer después de que el hombre se hubiera despertado muerto, y solo. Un martillo en otra mesa llena de recortes de revistas y periódicos que empezaban por la palabra «Portugal».

(P. reparte juego en el fútbol.

P. sin luz por San Juan.

P. vuelve a los mercados.

P. hace temblar la Zona Euro.

P. regresa al club de la bancarrota.

P. en recesión, portugueses deprimidos.

P. sale de los mercados.

P. sube en el club de la bancarrota).

En el suelo, junto a los recortes, una lata herrumbrosa de Alcimar Azeitonas de Conserva. Un paraguas colgado de la viga maestra y también un salero y un espejo tirados cerca de la cama. No nos atrevimos a abrir la nevera, la dejamos cerrada como una caja de sorpresas porque la sorpresa es que la caja permanezca cerrada.

(Fue mucho peor que todo eso, de ahí que me acuerde del viejo borracho cuando no viene a cuento. El hedor de las sobras de comida era inimaginable, sólo por eso no se le debería llamar naturaleza muerta, sino naturaleza evidentemente muerta. Los recortes de Portugal se mezclaban con la putrefacción. El papel en la carne y la carne en el papel. Creo que el viejo murió porque no había entregado la vida a la azada y a la tierra, y por eso la azada y la tierra no se la devolvieron).

Pasamos esta última casa antes del Tojal y dejamos al viejo. ¿Será que también se acuerda?

—Hace muto tempo…—responde.

Y me quedo sin saberlo. La pregunta «¿Te acuerdas?» puede asociarse a la idea de pasado y nunca es un error decir del pasado que fue «hace mucho tiempo». Quiero pensar que sí, que se acuerda. Pero recordar no es suficiente, lo esencial de la memoria es la relación afectiva que mantenemos con ella y eso ni siquiera me atrevo a comprenderlo. Nunca conseguimos hablar de temas abstractos. Dejé de insistir, aunque la verdad es que nunca me empeñé demasiado. Porque ¿para qué? ¿Para humillarnos?

(Y, además, yo tampoco sé qué es la esencia de la memoria. Quedémonos con la sospecha de que no se acuerda, aunque no lo asuma con mayúsculas).

Mientras, obviamente ya me ha soltado la mano y ahora dormita. La mano es áspera. La boca se le abre y la lengua le pende casi hasta el mentón, casi hasta por debajo del mentón. Una lengua que parece muerta pero que se mueve. Le toco el hombro porque me da miedo que se la muerda con un bache del coche, y él se despierta con aire de cosa mal acabada. Le digo «Estamos llegando».

En la carretera, al fondo, un grupo de mujeres enlutadas recoge unas bolitas rojas que sobre el negro de los vestidos parecen gotas de sangre. Y charlan y cantan y se cansan cogiendo madroños. Después hacen aguardiente, lo meten en viejos frascos de vidrio grueso con defectos—burbujas, reflejos verdes—y se lo dan a los maridos.

(Los maridos, que beben y las zurran porque ellas les dan motivos para que se emborrachen y les peguen. Beben conforme a sus vidas circulares).

Hay dos viudas, una de ellas con un pañuelo blanco en la cabeza y un bastón. Tiene aire de curandera, una figura extraña hoy en día. No usa el bastón para apoyarse, sino para golpear a las otras cuando no hacen lo que ella quiere. Y les pega de verdad, hasta doblar el palo con placer, puede que excitándose con el zumbido en el aire. Seguro que le gustaría darles en la planta de los pies a la hora de vísperas.

Me paro y pregunto

—¿Están recogiendo madroños?

La del bastón responde. Las otras la observan mientras gira el bastón con los dedos como si fuera una moneda después de una apuesta, cara o cruz, suerte o desgracia.

—Sí, claro. ¡Es la época! Pero esto ya no es como antes. ¡Antes los madroños eran buenos! Ahora…

El pueblo insiste en desdeñar lo que tiene como muestra de modestia. El madroño es excelente y, siguiendo la carretera, los hay a puñados por todas partes, como luces en una feria.

Señala con los ojos el muerto, ya ha dejado de hacer girar el bastón, y pregunta

—¿Qué le pasa…?

(Esos ojos azules de por aquí, que husmean y se relamen muertos de curiosidad y ansiosos por saber qué pasa a mi lado, quién está conmigo. Casi estoy tentado a confesarlo todo o a lanzarle un «Olvídese, la cosa no es tan grave». Y, de hecho, no es tan grave, pero ¿para qué darle confianza?).

No contesto. Acaricio el volante con las manos. Lo aprieto. Observo el bastón.

—¿Me da unos madroños? Para tener postre cuando lleguemos a casa.

La más joven mete las manos sucias en un cubo de plástico y empieza a gotear bolitas en una bolsa. El olor de los madroños entra por la ventanilla del coche.

Sin más, arrancamos y veo por el retrovisor que la mujer del bastón se nos queda mirando en medio de la carretera. Después cruza los brazos muy por encima de la cabeza, en un gesto que no sé explicar, y grita un «¡Ea! ¡Ea!» que le sale como un ritual o una danza, pero sin mover la cintura. No sé qué es, pero me lo tomo como si fuera una maldición. Tal vez esté arrepentida, no tenía por qué preguntar «¿Qué le pasa…?».

Las curvas, las piedras, los árboles y las cuestas estimulan la memoria. Surge una vida que va más allá del agua que se escurre por las rocas, una vida que es una ansiedad. Como un hombre que mira a una mujer, pero la mujer no se ofrece ni nada. Simplemente se deja observar.

Cuando ve las últimas curvas, cuando reconoce el tendido eléctrico que cruza de monte a monte, se revuelve en el asiento y se friega las manos y rechina los dientes. Quiere quitarse el cinturón de seguridad. Después se rasca la cabeza y ya sé que, si no hago como que me detengo, la cosa irá creciendo en espiral, y puede que acabe en llanto.

Le doy otra vez la mano. Se la aprieto como antes he apretado el volante, quiero guiarle la nostalgia.

—Hace muto tempo… ¡Muto! ¿Verdá?—me pregunta.

—Sí, ya estamos llegando. Calma. Ya llegamos—conviene usar frases cortas.

El Paiva aparece después de la última curva, y en la cima, como una corona en la cabeza de la montaña, el pueblo del Tojal. En total, una calle con casas a los lados y en el medio. Todavía se puede ver el surco de los carros en el empedrado. El musgo cubre el umbral de las puertas por donde ya nadie entra. Una o dos tablas tiradas a un lado. Algunos gatos que viven entre las ruinas. Nada más.

De las catorce casas de piedra, diez están abandonadas, tres pertenecen a los únicos habitantes del pueblo, una pareja de campesinos y su hijo, y la decimocuarta—la última después de la iglesia, a la izquierda—es la nuestra.

El Tojal no es mucho más que esto. La señora Olinda está frente a mí con la mano en la cintura, casi metida dentro. Quieta, todavía no se ha dado cuenta de que los de dentro del coche somos nosotros. Nos mira ladeando la cabeza, como un pájaro. No se aparta, pero un poco después el movimiento del cuerpo dice que sí, que ya nos ha reconocido. Grita «¡No me lo puedo creer!». Ha envejecido y no usa sostén. Mantiene un aspecto recio mientras se estremece entera. Los brazos de abajo arriba, la barriga le bailotea, los pechos de frente apuntando hacia nosotros.

(La rusticidad es una forma de incomprensión y yo creo que así, sin sostén y espiritada, la señora Olinda se corresponde mejor a lo poco que la conozco. De hecho, no sé si usa sujetador, sólo que el tejido deja entrever lo que de otro modo no sería perceptible).

—¡Ay, pero si no venían nunca! Para ahí, deja ahí el coche que voy a llamar a mi Aníbal. ¡Aníbal, ven a ver! No llamo a nuestro Quim, que hoy está mal, pero bueno. Está en la habitación. En la cama… ¡Aníbal!

El marido no aparece, debe de andar por esos sitios a los que han dado nombres como O Cabo do Lugar o A Beira de Lá.1 Estoy contento de verla, pero sobre todo quiero ver la casa: envolverme en ella con la ternura de dos amigos que se reencuentran.

—Pero ¿y qué han venido a hacer a aquí? Y este Aníbal, que no se entera de nada. Os voy a dar lechugas, que tengo y con este tiempo están bien fresquitas. ¡Ay, pero si no puedo creerlo, ven a darme un beso!

Y mete la cara llena de pelos por la ventana.

(Por la cosa de la distancia social, nunca me había dado un beso. Ahora que me lo ha dado, en vez de distancia hay un reguero de baba que se me escurre por la mejilla. Me la limpio con la manga).

Le digo que hemos venido a matar nostalgias, a sacarle el polvo a la casa. Pero que tampoco queremos quedarnos mucho tiempo. Sólo unos días. Ver el Tojal por dentro otra vez, y no sólo recordar el Tojal. O tener saudades del Tojal.

—Pero es por culpa…—Y lo señala con los ojos, como la otra vieja.

Le digo que no y ella explota en una algarabía imposible de describir. Quejas: el marido, el hijo, la vida. Sobre todo, el campo y el hijo. Sobre todo, la vida en general.

(Es extraño que hable mi lengua, no se entiende nada entre regionalismos y gruñidos de alegría y de tristeza).

Al fondo, un hombre bajo y compacto, tipo carretilla elevadora, se dirige hacia nosotros y, al llegar, se saca la gorra verde de los Jogos Santa Casa y apoya la mano en la puerta.

El señor Aníbal es de aquellos pim pam pum. Cuando pim, él hace pum. Cuando pum, él pam, y así va haciendo. No es, por tanto, muy inteligente. Sus frases preferidas son «Então vá» y «Tenho muito que fazer», pero al final nunca va ni nunca hace. La nariz deshecha por la viruela y empapada de vino. Cara granujienta, a lo Camilo.2

Dice «Olá», admito que con cierta alegría, y concluye

Então vá, tengo que ir allí enfrente.

para no perder la costumbre. Se cala la gorra y se da con la mano en la cabeza. Se da demasiado fuerte. Nada lo afecta porque no tiene capacidad para sentirse afectado. Sólo interrumpe la rutina diaria para contar algún chiste, pero lo cuenta equivocándose en el contexto o en el ritmo. Nadie se ríe.

(Es lo que se llama vivir en puntos suspensivos).

Su casa queda a la izquierda, un poco antes que la nuestra. En uno de los balcones, una mata de orquídeas que la señora Olinda trata como a hijas, o por lo menos como a niñas a las que recose los botones del vestido para que estén guapas.

Por el quicio de la puerta surge una figura delgada, un cuerpo de alambre que se extingue en la oscuridad y del que únicamente consigo ver la punta de la bota. Sí, el brillo de la punta de la bota. Le sonrío, pero él no responde y cierra la puerta después de enseñar una mano hinchada. Y esa mano, por lo menos, ensaya el gesto de saludo, me parece. No lo conozco demasiado, pero creo que Quim es así: una mano hinchada y la punta de una bota.

Nuestra casa queda a unos ochenta metros, después de la iglesia. La casa nos llama, la señora Olinda nos retiene, pero arrancamos. Ya habrá tiempo de hablar.

A la derecha, el campo en el que aparco lleva al cementerio. A la izquierda, un sendero termina en la vega y el río. Por lo demás, nada conduce a nada. Hacia el lado de la montaña, nuestra casa permanece igual.

En el porche frente a la entrada sólo queda abandono. El tiempo lo ha tapado con una capa de hojas, restos de aceitunas y de higos, como si fuera una colcha muerta y viva.

Abro la puerta y dejo que pase primero. La sala con la pequeña cocina tiene un olor quieto, pero sigue todo igual: pequeño y bien arreglado. Mis padres se lanzaron a la decoración del Tojal con la pulsión de la vida. Compraron la casa pocos años antes de la jubilación de mi padre. Más o menos les sirvió para demostrar que una casa nueva representa una manera renovada y siempre enamorada de vivir juntos, y eso se hacía evidente en la reunión de los objetos.

(Algunos objetos. En la pared principal de la sala, dos parejas bailan al son de un gramófono Decca «made in London». Siempre dan los mismos pasos porque son figuras en una lámina. A la derecha, en la esquina, cayados y bordones en un bastonero. Colgados de esos cayados y bordones, cuatro sombreros, dos de ellos Panamá, pero rotos. A la izquierda de los bailarines, en la otra esquina, una chimenea, por encima de la cual el bacaladero Ismael señala a estribor. Delante de la proa, una figurita china siempre fija en el mismo punto con ojos de porcelana. En el brazo del sofá, una piel de zorro sin rabo. En medio de la sala, las escaleras para ir al piso de arriba. Al otro lado de las escaleras, la cocina alicatada con restos de azulejos del siglo XVIII. Incrustado al final de las escaleras, un globo de bronce del cine Monumental. El piso de arriba está más vacío, apenas hay un Cristo roto colgado en el distribuidor de las habitaciones. Un Cristo sin brazos y sin la pierna derecha. Tampoco tiene cabeza).

Después de entrar cogido a mi mano, me mira y sonríe con los ojos de medialuna, entre cohibido y alegre. Rechina los dientes de felicidad o de miedo o no sé de qué.

Se sienta en el sofá y levanta una nube de polvo. La barriga se le despliega en dos bultos que se dan la espalda el uno al otro. Los dedos simulan un chasquido casi imperceptible; llenos de callos, tienen la misma longitud. Las orejas diminutas le sobresalen entre el pelo corto. La camisa ajustada en el cuello y las mangas arremangadas. Los ojos delatan una apariencia extranjera. No consigue controlarse, se revuelve con ansiedad.

A pesar de parecer un crío avergonzado de diez años que mueve los dedos y hace zalamerías, no hay duda de que es mi hermano, camino de los cuarenta, un poco gordo y, claro, mongoloide.

De lo que me acuerdo. De subir una escalera de caracol acompañado de voces de críos. Era un ATL,3 aunque en aquella época no le llamasen así, y yo iba a buscar a mi hermano al segundo o tercer piso. Era en una de las típicas casas de Oporto, muy alta y estrecha, pasillo central, habitaciones pequeñas, frente a la plaza de Liège. La escalera parecía un precipicio vuelto hacia arriba, sólo mirarla daba vértigo. Pero, como era un desafío, el sentimiento de que mi hermano me necesitaba hacía que me dominase, y subía los escalones de dos en dos sin respirar.

(Él tenía siete años).

Colgados a lo largo de la escalera había dibujos hechos por los niños. Hojas blancas con casas adosadas y árboles y trazos que representaban gente y soles, aunque aquellos niños viviesen en pisos y los árboles que conocían más bien parecieran arbustos. Y también habían dibujado al padre y a la madre cogidos de la mano, a pesar de que muchos no tuvieran ni padre ni madre, o ni padre ni madre que se cogieran de la mano. En la parte inferior, la firma. Ya sabían escribir el nombre, con los respectivos acentos.

(Mi hermano no había hecho ningún dibujo. Sólo muchos años después, cuando Augusta le regaló lápices de colores, empezó a dibujar, pero ya éramos adolescentes. Dibujaba casas adosadas y árboles y trazos que representaban gente y soles, aunque no supiera firmar ni con acentos ni sin ellos, porque no era capaz de escribir).

Era la época en la que iba a una logopeda. Sé que me sentía elocuente a mi manera y él no conseguía hablar como nosotros por culpa de aquella lengua enorme que insistía en dejar colgando, medio muerta. Si al menos le arreglasen la lengua, si se la cortasen por aquí y por allí, la cosa quedaría resuelta. Y la dejaba fuera para provocarnos. «¡Miguel, la lengua dentro!», gritaba nuestra madre.

Sí, era egoísmo eso de querer que hablara fluido. Un niño necesita tanto hablar, jugar, saltar. Aunque nos entendiéramos, por algún motivo aquello me sabía a poco. Por eso me aislaba y prefería dejarlo en la habitación como un objeto que se deposita. Si al menos consiguiera hablar, yo lo tendría más como amigo y menos como hermano. Porque hermano él ya lo era y eso no servía de nada.

Por otro lado, me parecía mucho más pequeño, mucho más que el año de diferencia que apenas nos separaba. Es decir, más tonto. Como Dumbo. Había que protegerlo, y en eso pensaba cuando subía los escalones de dos en dos sin respirar.

Recuerdo abrir la puerta y encontrar a la gorda de la logopeda sentada en una silla mirando el reloj. A un lado, en el suelo, Miguel se entretenía con Legos sin decir ni una palabra. La logopeda tenía las piernas cruzadas y sobre ellas una revista con la programación televisiva. Las piernas daban lástima por culpa de la grasa (un bulto donde se juntaban). Miguel no conseguía encajar los Legos y hacía mucho ruido tirando las piezas. Sin embargo, la logopeda no apartaba los ojos del reloj.

Entré, encajé los Legos por él, le di la mano e insistí en que nos fuéramos. Conmigo no necesitaba hablar, lo que agravaba las cosas. Yo me daba cuenta. Me dio golpecitos en la espalda, que era su manera de saludar, y me apretó la mano con fuerza, su manera de decir que estaba enfadado y harto de aquello.

—Sí, pero continúa. Aprende—le aconsejé mientras bajábamos acompañados por los gritos de los niños.

Cuando nos cruzábamos con un adulto, lo tocaba en el hombro, como para incentivarlo. Yo lo animaba a seguir con la terapia, porque quizá conseguiría desatar la lengua por fin o poner orden en los gruñidos y que hablara conmigo. Entenderlo no era lo mismo que conversar. No obstante, no comprendía qué tenía que ver la revista de la televisión con la vida de mi hermano, ni en qué medida aquello lo ayudaba.

En el fondo, yo sólo quería una conversación estructurada en la que de repente la lengua de Miguel se desatase y él se convirtiera en otro, sin dejar de ser el mismo.

(Imaginaba una y otra vez esa conversación imposible).

—Mírame, tonto. ¿Cómo te llamas?

—Miguel.

—¿Y yo?

—Mano.

—Yo soy tu hermano, no me llamo hermano.

—Sé.

—¿Qué sabes?—Y, como un cuchillo en la mantequilla, proseguía—: Sé que tú eres mi hermano y que no te llamas así, estaba haciendo broma. Y no quiero ir más a esas clases. La mujer siempre está distraída, no aprendo.

Pero si ni ahora, a los cuarenta, consigue mantener este nivel de discurso, mucho menos en aquella época, en la que sacaba la lengua fuera por todo y por nada. Le decíamos lo mismo que mi madre «Miguel, la lengua dentro». Mi padre guardaba silencio porque todavía no sabía decir «Miguel, la lengua dentro» sin violencia, porque él era diferente. La violencia fue dando paso poco a poco al amor, principalmente un amor tranquilo después de la jubilación, pero en aquella época sólo estaba el silencio que escondía la violencia.

Cuando nuestros padres renunciaron a la logopeda, esa mujer con las piernas cruzadas que probablemente miraba el reloj mucho antes de que yo llegase, sentí que todo estaba perdido.

(Mejor dicho, estaba todo perdido al estilo grande y pequeño de un niño. Puede que cinco minutos después ya no pensase en el asunto).

Pero aún me acuerdo de más atrás. El primer recuerdo de mi hermano es anterior, de la guardería, que estaba al otro lado del río, según se va por el puente de la Arrábida, enseguida a la derecha, en unos edificios por encima de la Afurada que ya no existen. ¿Por qué rayos Miguel no podía ir conmigo a la escuela? Al fin y al cabo, a pesar de todo, teníamos casi la misma edad. O por lo menos, visitarme.

Me dieron un cochecito de plástico en el que me sentaba y con el que recorría los pasillos del colegio. El asiento se abría y allá dentro guardaba los juguetes. Un día hasta guardé una paloma con el ala rota que encontré dándose golpes contra la pared. El deseo de tener a Miguel conmigo era tal que estaba dispuesto a dejar que se paseara por los pasillos con el coche como si fuera suyo. E incluso que guardase lo que quisiera debajo del asiento.

Todos los días, después de la guardería, me acercaba a mi madre y preguntaba:

—¿Miguel no puede…?

Yo era bastante exhaustivo, recargaba aquella frase con un disgusto genuino y fingido, con la falsedad sincera de la que son capaces los niños.

Como venganza, desordenaba las novelas policíacas de la colección Vampiro que mi madre había encuadernado de dos en dos o de tres en tres con una tela de color de sangre (Me acuerdo de que alguien le preguntaba «¿Cómo puede ser que entierres a dos en la misma tumba?») y la llamaba para que viera los libros recién esparcidos. Hasta había mandado hacer una estantería especial a medida en octavo, que ahora estaba vacía, violada. Yo le daba a entender que desordenaría los libros hasta que Miguel me acompañase. A lo que ella sonreía, porque hasta le gustaba aquel juego de desordenar y revolver los libros. Los cuchillos, las sogas y las pistolas de las tapas me asustaban como si aquellos libros escondiesen un submundo de todo lo que yo ignoraba, de todo lo que era verdaderamente adulto.

Después de una semana de vampiros perdidos por la casa, mi madre cedió. Llevé a Miguel. Fue solamente durante unas horas y nunca le solté la mano.

(Mentira: lo solté, pero por poco tiempo, así que no me pesó la conciencia).

Fuimos a ver los sitios prohibidos, el jardín por el lado donde tiraban matarratas en pastillas, la zona de los columpios. El patio y también las aulas, incluidos los pasillos de los mayores y la capilla. Estoy seguro de que le gustó, hasta que fuimos a jugar. Se lo presenté a mis amigos. Me acuerdo especialmente de Lili, pelo rubio y ojos azules. Lo trató bien, lo llevó de la mano hasta el recreo.

(Él brillaba. Lili también brillaba, pero él brillaba más).

No recuerdo el nombre, pero era un juego en el que todos dan vueltas alrededor de uno que se pone en el centro y tiene que pillar a un sustituto. Claro: Miguel fue a parar al centro. Jugábamos en el patio de atrás, cerca del muro del que Zé Pedro había saltado creyéndose Superman.

Miguel no había entendido las reglas y era desmañado. Al principio me sorprendió, porque se divertía: oía «¡aquí!» y «¡eh!» y «¡oye!» desde varias direcciones y se reía. Había mucho que escoger y pillar. Lo intentaba con gestos intencionados incluso antes de moverse, pero los otros veían que quería cogerlos y se escapaban.

Se excitó tanto que se metió el dedo en la boca y se lo mordió. Muchas risas. No me acuerdo si también me reí. Después se cansó, se sentó, volvió a levantarse y qué sé yo qué más. No conseguía escoger uno de aquellos «¡oye!» y «¡eh!» y «¡aquí!». Entretanto, los gritos cesaron, mis amigos ya no querían jugar.

El que queda se debate entre el miedo y las ganas de ser pillado. Todos quieren ir al centro pero nadie quiere parecer torpe. Mi hermano no servía porque no era capaz de pillar a nadie. Hartos, se acordaron de otro juego. Rodear al del centro y llamarle cosas.

(Lo escribo en cursiva porque, de hecho, no me acuerdo de qué le llamaron, supongo que insultos como «¡eh, mongo!». Cosas pequeñas salidas de bocas pequeñas que abren orificios pequeños como balas).

Se dieron las manos e hicieron un corro y, uniformados y encantadores, amorosos, andaban despacio a su alrededor e iban disparando cuando les llegaba el turno. Yo estaba aterrado como un niño encerrado en un cuarto oscuro: mi hermano se reía, más contento que nunca, no se enteraba de que lo estaban insultando.

Al final de la tarde entré en el coche y no dije ni una palabra. Quería culpar a mi madre de haber permitido que Miguel viniera conmigo, pero de alguna manera ya sabía que eso era un error. Mi madre era perfecta, no podía haber cometido tal error. Era perfecta hasta el punto de encuadernar vampiros con cubiertas color de sangre. Y aunque me lo quisiera explicar, yo nunca entendería qué significaba el síndrome de Down.

(Quedarme callado fue la mejor opción).

Se veía venir: enciendo el fuego y dejo que la explosión de las piñas invada la sala, sólo que los primeros humos suben y después bajan, consecuencia de las capas de hollín en el hueco de la chimenea. La resina se pega en las manos, en los brazos y, no sé cómo, en la punta de la nariz. Encender el fuego es complicado. Si al menos tuviera un botón de encendido.

«Portugal más competitivo con la contención salarial. La oposición reacciona… En directo en el estudio, el comentarista… Inadmisible… En mi opinión personal… ¿La salida limpia ha resultado?… No puede ser, querida mía, él no es bueno para ti. Pero, padre, ¡si yo lo amo!… The lion, as King of the Savannah, observes the wildebeest. He’s ready to take what’s his…».

Miguel anda por arriba. Siempre se ha desenvuelto bien con la tecnología, y por lo que oigo, ya ha encendido la televisión.

(Arriba: dos habitaciones y un cuarto de baño. Subiendo las escaleras, el retrato de la tía Margarida, que se hizo monja en 1822, nos mira con una sonrisa por debajo del bigote. El Cristo roto queda más adelante).

Si Miguel supiera lo que me molesta el ruido, esos sonidos amortiguados por la pared, sin entender nunca del todo de qué están hablando y al mismo tiempo sabiéndolo demasiado bien. Y encima, le he pedido miles de veces que baje el volumen de la televisión y él me ha respondido miles de veces «¡Hum!» después de que yo le haya gritado que no se grita «¡Hum!».

(El ruido de los demás en nuestros oídos es la última violación de la privacidad. Es decir, no sé si «la última». En un momento dado, los vecinos de mi infancia, que vivían en el piso de arriba, iniciaron su proceso de divorcio. Hubo mucho griterío e intercambio de reproches, que suele ser el primer paso. Pero, además de que esta fase duró años, se dio la infeliz situación de que yo escuché todos y cada uno de los reproches. Todas las noches, hacia las once y media, la pareja entraba en la habitación, sobre la mía, y «tú esto» y «tú aquello» yendo de un lado a otro. Y yo me sentía violado por los oídos e impotente para terminar con aquello. Ellos también se hubieran sentido violados si hubiesen sabido que yo lo oía todo y que además había decidido quién tenía razón. El marido la había traicionado, pero por lo visto la mujer era frígida).

Las llamas se apagan enseguida. Soy totalmente incapaz de encender el fuego. Aún me quemaré y saldré de aquí cubierto de hollín. Las piñas estallan pero las llamas no prenden, se apagan.

El barullo continúa. No hay nada como huir de la ciudad para caer en lo mismo. Le exijo que baje el volumen.

—¡Hum!—responde dando una patada en el suelo.

No hay nada que ceda. El fuego no se enciende, Miguel no baja el volumen. Además de sentir una especie de urticaria en cuanto toco algo (Debe de ser de la irritación: esto del fuego y todo lo demás. Un hombre también se mide en las cosas de lo cotidiano y yo estallo a la mínima contrariedad—el autobús que se retrasa, los servicios del centro comercial que están cerrados, el neumático que se ha pinchado y por suerte no ha sucedido nada más serio), no puedo tolerar que me desautorice de esta manera. Es constante y me tritura los nervios. Sé que se da cuenta y que me quiere desafiar, nada habría más sencillo que un «Te callas y la bajas», pero también él debe de tener amor propio o algo parecido y le duele sentirse contrariado. Sé que, para él, tiene todo el sentido escuchar la televisión a gritos, sé que le gustan las voces de las actrices, pero no lo puedo permitir.

La luz va y viene, y a veces deja entrar la noche durante más de tres segundos. Estos cortes de corriente son normales en el Tojal. Y claro, cesa el ruido de la televisión y Miguel baja. Ya tiene la barriga de padre.

(Podría haber dicho «ya tiene barriga cervecera», pero esta imagen redonda de padre se me ha quedado grabada desde la infancia y, además, Miguel nunca ha bebido).

Su aspecto es infantil y viejo. Algunas partes de la cara con muchas arrugas (alrededor de los ojos y de la boca) y otras apenas alguna (las mejillas, la frente). Como siempre, llega con una gran sonrisa, que es lo mismo que decir «He estado en la habitación, he ordenado la ropa, me he puesto el pijama y he mirado la televisión, me he portado bien». Sí, se ha portado bien, pero yo leo en esa mirada «y, mira, no he bajado el volumen».

Pienso en eso mientras él pone la mesa. Desempeña esa tarea hace más de veinte años con esa perfección tan característica suya. Primero despliega la mesa y la mide mentalmente. Después coloca los manteles individuales, cada uno siguiendo un orden y siempre alineados al milímetro. Después los platos, uno aquí y otro allí, en un rigurosotête-à-tête. Los cubiertos también uno a uno, es decir, primero va a buscar uno, lo alinea; después va a buscar otro, lo alinea, y así con todos. Para acabar, la sopa caliente. Su sopa.

Pero no atiendo a esta alegría que pone en el trabajo, porque arriba la televisión vuelve a atronar. No la ha apagado.

(Lo más grave es que haya entendido lo que le he dicho y aun así mantenga la televisión encendida. Es decir, además de todos los impedimentos, ¿dónde encaja la personalidad? Debe de sobrar espacio, incluso dentro de la camisa de fuerza de la deficiencia. Miguel no es un ángel malherido que no se entera de nada de lo que pasa en el mundo).

Estas consideraciones me impiden preguntarle si la sopa está buena. Hemos traído provisiones para dos semanas. En cualquier caso, por mucho que preguntase «Miguel, ¿la sopa está buena?», el respondería «¡Hum!». Las cosas son así y no pretendo encontrar grandes significados en este tipo de comunicación. Está el amor, y quizá eso baste en estos momentos en los que Miguel se recluye en una conmiseración cerrada y no se comunica excepto a través de estos gruñidos.

Continúo de mal humor por no haber conseguido encender el fuego. Si al menos le hubiese pedido a la señora Olinda que limpiara la chimenea.

(Ella y su marido no son nuestros caseros, pero hacen este tipo de favores si se lo pedimos con delicadeza, la cual implica una forma de seducción, un hacer la corte que mi padre practicaba muy bien. Yo, no tanto: al llamarla por teléfono no pasé de la simpatía y le pedí «Señora Olinda, ¿puede hacer la limpieza de la casa?»).

Recojo la mesa sin dejar de pensar en el ruido, en la falta de respeto y cosas parecidas. Llego a la conclusión de que no puedo dejar suelto a Miguel. Se lo explico con sencillez y él responde:

—¡Hum!

Me entran ganas de pegarle, pero él no es un niño al que le pueda dar un sopapo o un cachete. A veces, me gustaría que todavía fuera torpe en el juego de las manos calientes para darle una o dos palmadas bien dadas, pero después imagino la escena y la veo ridícula y primaria, además de que podría ser yo el que recibiera. Si doblegó a golpes a alguien tan fuerte como el Masturbador, no digamos a mí. Y entonces la escena me parece penosa y me veo penoso en la escena.

Por otro lado, Miguel tiene todas las disculpas del mundo, que lo comprimió dentro de sí mismo, y además sé que la ausencia de Luciana lo acompaña siempre, no consigue superarlo, como la madre que alimenta el recuerdo de un hijo. Eso debe de amargarle la vida, debe de limitarlo tanto como la deficiencia. Sin embargo, sé que un día se olvidará de Luciana, de su ausencia, y entonces será sólo deficiente en vez de ser deficiente y amargado. Pensaba que a estas alturas ya la habría olvidado. Sería lo normal.

Me arrepiento de inmediato de esta maraña dentro de mi cabeza y le doy las buenas noches diciendo «Vuelve a tu habitación», pero sin añadir «Que duermas bien».

Para llegar allí era preciso mucha fuerza de voluntad y, más que eso, fuerza en las piernas. El camino se insinuaba entre piedras y tierra. De la cima pendía una cuerda para ayudarse que no inspiraba confianza. Bajábamos vigilando dónde poníamos los pies, uno detrás del otro. Los escalones cortos, muy mal paridos, hacían difícil acertar con seguridad.

Mi madre había insistido en ponerse zapatos de tacón, o zuecos, no me acuerdo, y a cada tropiezo decía «¡Esperad! ¡Esperad!», como si la culpa fuese nuestra.

Cuando por fin llegamos abajo, lo más impresionante era el ruido del mar contra las rocas. Por lo demás, la playa era una cosa de arena llena de gorgojos que apenas tenía interés por albergar una colonia de mosquitos que volaban en forma de vapor. Los insectos intentaban formar una manta sobre nosotros cuando nos adormilábamos al sol. Y a veces lo conseguían.

Nada de eso importaba. Mi padre hacía volar mi imaginación como nadie y yo no estaba en aquel lugar. La imaginación apuntaba hacia el mar, como el dedo de mi padre.

Los caballitos de mar se rebelaron contra los peces que los montaban, pero habían cometido un error garrafal: habían huido con las bridas, la silla de montar y toda la parafernalia. Con el tiempo, el comité revolucionario acabó por encontrarle utilidad al error, montando a los semejantes. Según mi padre, en aquel momento se volvía a sentir un clima de sublevación sobre las olas. Los que eran montados hasta aceptaron ayudar en la revolución, pero no estaban en absoluto de acuerdo en que el comité les enseñase doma clásica.

(Claro que esto tenía que estar muy bien explicado y yo no entendía nada, pero la imaginación volaba igualmente).

Habíamos alquilado una buhardilla en aquella zona de la costa vicentina, quizá en Zambujeira do Mar, y la idea de ir a la playa de Amália no desapareció hasta que aterrizamos en aquel lugar absurdo. De hecho, sentíamos la presencia de la fadista4 en la parte alta de las rocas, donde ésta había construido una casa escondida por una verja con florecillas de muchos colores.

(Rojo, verde y azul con bolitas amarillas en el centro).

Mi madre se incrustó en las rocas para intentar que los mosquitos la ignorasen, y mi padre sacaba la cabeza lo justo fuera del agua, pero se quejaba de que las algas le lamían las piernas; y yo confieso que me había arrimado a mi hermana Constança y le preguntaba el nombre de las conchas y de las caracolas. Lo hacía porque los mosquitos, entre ella o yo, sin duda escogerían la carne femenina.

Sólo pensaba «Pobre Miguel, ¡si estuviera aquí!».

(No debí de decirlo así. Los niños no usan el subjuntivo).

Claro que, pobre Miguel, dónde estaba. Fue la primera y la última vez. Juramos que nunca más, pero realmente hubiera sido un estorbo muy grande llevarlo con nosotros por esas playas del sur, en las que el romper de las olas no es ninguna broma, como en Zambujeira do Mar. Ya tenía nueve o diez años, pero su autonomía era muy limitada. Todavía usaba pañales, no quería sentarse en el váter.

Por eso decidimos (Aquí el plural es mayestático) que durante esa semana él estaría mejor en una residencia de la APPACDM, es decir, la Associação Portuguesa de Pais e Amigos do Cidadão Deficiente Mental, una de aquellas instituciones donde los deficientes se hacinan en cubículos, a falta de algo mejor. Y encima, quedaba en la calle Gonçalo Cristóvão, asfaltada de drogadictos y prostitutas. Por lo que yo sé, los auxiliares se dedicaban mucho a los «niños», como ellos les llamaban, tuvieran la edad que tuviesen. Miguel dormía en la misma habitación que Bernardo, su mejor amigo, que siempre se me echaba encima.

—¡Miren, miren! ¡El hermano de Migas! ¡De Guel! ¡De Miguel!—Y exigía sucesivos apretones de manos. Y aquella efusividad iba creciendo hasta intentar darme besos en los dedos.

Miguel allí solamente tenía a Bernardo. Los demás no le interesaban. No conseguía relacionarse con alguien que cada dos minutos soltaba un grito y decía simultáneamente «¡Callados, todos!», o con alguien que se despertaba, roía la pata de la cama y volvía a dormirse. Luciana todavía no iba a la APPACDM, ni tampoco cabía suponer que a esa edad Miguel se hubiera interesado por ella.

Sí, los auxiliares se empleaban a fondo, pero el ambiente era deprimente. Nos enfrentaba a la realidad. Por un lado, mi hermano; por el otro, los que tenían síndrome de Down. Y no encajaban, como si él no fuese igual al resto de los mongoloides.

(En aquella penumbra del dormitorio, se hacía evidente que todos eran iguales y la ilusión se rompía por la fuerza de la proximidad).

Lo de la playa de Amália fue cinco días después de que empezaran las vacaciones, me parece recordar. Yo pensaba que la culpa había sido mía. Es decir, no mía mía, pero casi. Si nosotros formábamos un todo, entonces cada uno de nosotros había fallado y cada uno de nosotros podía cargar algo de peso de aquella traición. Se dejó de lado a Miguel, arrojado a la residencia de la APPACDM.

Una de mis hermanas, Inês, salía en aquella época con un tipo que después se convirtió en su marido. Estuvo unos días con nosotros—cosas de la nostalgia—, pero no aguantó y se marchó a Vila do Conde, donde los padres de él tenían una casa de campo. En el tren de Lisboa a Oporto se llenó tanto de escrúpulos como de vergüenza y fue a la APPACDM. Por fin alguien hacía algo.

(Nosotros todavía no sabíamos nada).

Nos fuimos de la playa y las florecillas de Amália se quedaron en lo alto sin nadie para verlas. Mi padre llevaba una bolsa llena de percebes que había pescado en los lugares más peligrosos de las últimas rocas. Qué figura: a lo lejos en la espuma, entre la espuma y contra la espuma. Por detrás de la espuma, el agua. Un peligro. Por otro lado, ni comparación con los percebes importados. Eran mucho peores, unos animales raquíticos y con poca vida. Mi padre sacudía la bolsa y decía lleno de felicidad «¿Lo veis?».

Quizá aquellos pésimos crustáceos eran la única cosa buena de la playa y mi padre los llevaba dándose importancia escaleras arriba, mientras mi madre exclamaba «¡Esperad! ¡Esperad!» por culpa de los zuecos o de los tacones.

Yo creo que mi padre quería impresionar a mi madre con la pesca. Sin conseguirlo. Y estoy seguro de que se sintió triste como un chaval que quiere impresionar a la novia y fracasa. Después me guiñó el ojo

—Y esos caballitos de mar, ¿eh?

Subí al coche congelado y con tiras de algas pegadas en el pelo y en la piel. Un viaje de una hora hasta la buhardilla. Me adormilé con aquella sensación buena y mala de pulmones comprimidos. El balanceo del coche hizo el resto.

(No había motivo para dormir en paz. Hasta era un poco indecente, yo en la playa y mi hermano en la residencia, quién sabe si sin noción del tiempo y pensando que no volvería a vernos).

Inês nos telefoneó por la noche. Nos habíamos comido los percebes y yo estaba con la cara como una bola por culpa de la alergia.

—Fui a buscarlo y estoy en casa de Pedro. No podía más.

Mi madre siempre tuvo un gesto feliz de sonreír y disimular. También ella, más que cualquiera de nosotros, sentía remordimientos.

—Hiciste bien—respondió.

—La casa es muy bonita, pero ¿sabes qué?

Yo escuchaba la voz de Inês entre las hinchazones y sabía que algo pasaba, pero aquellas pústulas ardían y me sentía desconsolado porque estaba perdiendo la oportunidad de asustar a mi hermano. Bastaría con mostrarle la cara.

Y entonces soltó una frase dicha como de pasada.

—Hoy Miguel ha ido solo al baño por primera vez.

Sólo oí el clinc de colgar. Era un teléfono retro, de aquellos de rueda con números. Mi madre lo colgó con fuerza.

Es decir, no es ni dormir ni estar despierto. Siento el cuerpo tendido en la cama esperando el impulso para levantarme, pero no llega. Quiero mantenerme en este intervalo hasta tener coraje para empezar el día.

(Ya saben de qué hablo. Si quisiese ponerme académico, le llamaría «estado alterado de vigilia», pero no me gusta practicar el academicismo en mi tiempo libre, y aunque soy profesor universitario, me quito la toga en cuanto llego a casa. Me la quito del todo, por suerte he conservado la cordura para ello).

La voz interior, el homúnculo. Levántate, baja a la cocina, ponle café a la leche, sal fuera para sentir el frío en los pies descalzos (fíjate, no llueve), y después, cuando Miguel se despierte, sonríe. Enfréntate a la normalidad.

(Nada más difícil).

Hago un esfuerzo y me levanto, bajo a la cocina, me preparo un café con leche y salgo. En la galería, cada piedra tiene impresa una interpretación diferente del frío. Se ve en cada losa una lámina de hielo que crece, pero eso se deshace con el sol y queda una impresión oscura que se parece a una sonrisa muerta. Estamos en noviembre.

Allí abajo en la vega los mujiks ya laboran, siete y media de la mañana.

(Tengo esta manía de despertarme de madrugada lleno de prisa para nada, pero ellos no. Se despiertan porque hay que hacerlo, yo lo hago para legitimarme a mí mismo como hombre, para decir «Soy capaz»).

Los miro desde aquí arriba. Hasta parecen felices, un poco como en la Cantiga da Boa Gente. De los cuatro o cinco campos, dos sustentan su vida. No veo del todo lo que hacen, qué magia oculta practican con las manos bien metidas en la tierra. Me gustaría saber de memoria los avíos, los campos y las épocas de siembra. Darme el gusto de apuntar con el dedo—bien estirado—hacia un campo y decir: «En noviembre: abonar, preparación de la primavera; protección contra las heladas; plantar habas, rábanos y perejil». Son de aquellas cosas que un urbanita no necesita saber y por eso parecen indispensables, una especie de complejo multivitamínico perfectamente inútil pero que hace de placebo.

Finalmente, se cuelgan del estribo del tractor Daino 4WD. Arrastran restos de los campos, hierbas, piedras, medio ramas medio raíces, cosas así. Parecen garrapatas en el lomo de un buey. Han dejado los campos limpios como la palma de la mano de un relojero y mañana esparcirán el abono.

Esto de aquí es muy diferente a mi vida. El día les va mal si no arrancan malas hierbas y me parece un consuelo saber que si no lo hiciesen tampoco pasaría nada. Al menos no para mí, que me dedico al estudio de las entradas de los diccionarios de la segunda mitad del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX. Ellos ni se imaginan lo que es una entrada, supongo.

Quim va delante conduciendo el tractor. Es delgado como un trapo retorcido y tiene el aire chupado de un enfermo. No sé cómo se aguanta en el asiento.

Los gritos de la señora Olinda saltan por encima del motor.

—Pero, idiota, ¿no te he dicho que no te fueras lejos? ¡Si te has de hacer daño, háztelo a mi lado!

Quim fue el único que se quedó, los demás hermanos se largaron: Francia, Luxemburgo y el Algarve. Tiene cuarenta y un años, los padres no saben conducir el tractor y él se las apaña para meter las marchas, la primera y la segunda. Aparte de eso, se encierra en casa y sopla una vuvuzela. Quiere decir bien alto que existe a través de la vuvuzela, aunque en estos valles nadie lo oiga.

—Mira que lo dije. Vaya si te lo he dicho. La próxima vez te pasará algo y ya no hará falta que diga nada. ¡Te harás daño!

La señora Olinda grita, pero se nota que todavía está asustada. Ha pasado algo con el tractor y, por lo que se ve, alguien se hubiera podido hacer daño.

(Los gritos parecen los mismos de cuando se murió Atila, un chucho de veintidós años. Estaba tumbado al calor del asfalto, aprovechando las cosas buenas y pequeñas de la vida, cuando un coche hizo lo que hacen los coches al pasar por encima de animales. Murió días después y ella no callaba con lo de «Lo dije» y «Ya ves, Aníbal, hasta se me ha quedado con los ojos de lado»).

Finalmente, suben por el camino junto a mi casa y Quim frena, saluda y hace el gesto de proseguir.

—¿Mucho trabajo?—le pregunto.

—Pues mañana sí. Hay que estercolar la tierra.

La señora Olinda explica el proceso y el señor Aníbal remata

.