Fecha de Edición: Noviembre 2020
@2020, Gorbea, Cristián
Diagramación: Diego Villa
Foto de portada: Alejandra Melideo
Contacto con el autor: cgorbea@bsnet.com.ar
Facebook: Un sendero equivocado
Derechos exclusivos de edición digital reservados para todo el mundo.
Editado y distribuido por:
ISBN: 978-987-47549-81
Editado en Argentina
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A mi familia, que sufrió más que yo porque siempre es más difícil estar del lado del que espera.
Ibas corriendo a la deriva
No lo soñé ¡ieee-eeeeh!
Los ojos ciegos bien abiertos.
¡no mires por favor! y no prendas la luz ...
La imagen te desfiguró.
“JiJiJi (No lo soñé)”
Patricio Rey y sus redonditos de ricota
Septiembre parece ser un mes pleno de significado para mí. Nací dos veces: la primera en 1960 y la segunda en 2010, luego del accidente en la montaña. Además, “Un sendero equivocado” vio la luz ese mismo mes de 2017. Era la primera vez que escribía un libro y todas mis ideas acerca de cómo sería el proceso quedaron cortas. Requirió un esfuerzo significativo ordenar la secuencia de eventos, además de pensar qué quería transmitir y para qué. Como no se trata de mi trabajo principal sino de un deseo personal, muchas veces hice malabares para quedarme horas frente a la compu, hilvanando las historias que quería contar y compartir.
El proceso transcurrió por algunos momentos épicos en los que parecía que los capítulos se escribían solos, seguidos de sequías creativas en los que me quedaba mirando la pantalla esperando una inspiración que nunca llegaba.
Escribir es una tentativa siempre incompleta de revivir una historia. Raras veces los párrafos reflejaron exactamente lo que deseaba transmitir. Encuentro a veces frustrante la distancia entre la idea clara que quería relatar y el resultado final cuando quedaba atrapada en palabras.
Pero a la vez, la escritura es un acto sanador. A lo largo de los casi dos años en que “Un Sendero Equivocado” fue gestado, recordé momentos que había olvidado (como el sonido tranquilizante de la cascada de agua la primera noche) y reorganicé secuencias preguntando a quiénes estuvieron cerca ya que mi memoria confundía los tiempos (aun ahora evoco como en un sueño enredado mi llegada a la seguridad de la Base de Operaciones y a todos los que estaban allí esperándome).
No deseaba que éste fuera un libro que hablara sólo sobre los riesgos que implica correr de noche y solo en una montaña, sino que cualquiera pudiera sentirse identificado con el ADN que fluye en los capítulos: el amor por hacer algo con lo que nos reconocemos plenamente. En mi caso, el running. Me apasiona hacerlo, y lo practico cada vez que puedo pero a la vez no creo que sea la fórmula milagrosa para sentirse bien. A mí me hace bien. Como a otros les hace bien el golf, la pintura, escalar o meditar. Porque no es lo que hacemos lo que nos define y nos llena de energía, sino cómo lo hacemos. La cantidad de tiempo que invertimos, lo que estamos dispuestos a sacrificar para hacerlo.
Puedo decir que después del accidente multipliqué las ganas de seguir recorriendo senderos agrestes en montañas lejanas y de salir a entrenar bien temprano a la mañana, con lluvia o confrío. Amo seguir sintiéndome vivo en cada pisada, abrazando cada kilómetro y soñando con intensidad la próxima aventura.
Tuve hermosos comentarios de lectores que sintieron el rebote de la crónica en sus propios cuerpos e historias personales. Pude dar charlas en universidades y empresas que me invitaron para compartir momentos que siempre llevaré grabados. El libro viajó más de lo que hubiera soñado.
Escribir y correr parecen ser dos prácticas bien distintas aunque parecen estar unidas por un desestimado atributo: la persistencia. Para el gran porcentaje de la población que no hemos nacido con algún talento especial para realizar en forma sublime alguna actividad, siempre nos queda el recurso de perseverar, aun sabiendo que no llegaremos al podio o no ganaremos premios. No lo hacemos por eso, sino por la fascinación de ponernos en acción y saber que nos hace bien. Es una obstinación sana y contagiosa que genera movimiento. Y cuando nos movemos, es que estamos vivos.
Es probable que esta nueva edición aparezca también en el mes de septiembre, lo cual seguirá reforzando mi idea que es un mes mágico para celebrar.
En una oscura noche de septiembre de 2010 quise tomar un atajo inexistente en plena montaña y las cosas se pusieron feas. Caí por un barranco desde una altura considerable y quedé colgado de una pequeña cornisa a más de cien metros de altura. Estuve atrapado por dos días y dos noches esperando un posible rescate que con el paso de las horas parecía cada vez más improbable. ¿Qué fue lo que impidió que rodara hacia una muerte segura? ¿Qué hubiera pasado si ese pequeño escalón salvador se encontraba tan sólo a un metro de distancia hacia la izquierda o hacía la derecha? ¿Cuántos días más hubiera podido subsistir si nadie venía por mí? Cuando me hago estas preguntas las certezas cotidianas se apagan y quedo en completo silencio.
A todos nos tranquiliza pensar que tenemos el control de las cosas. Sin embargo mucho de lo que nos sucede depende de algo que nos acompaña siempre pero raras veces percibimos: el azar.
¿Será que la buena (o mala) fortuna muchas veces es la causante de los mejores encuentros o las peores desgracias?
A veces los accidentes tienen su raíz en varias pequeñas decisiones mal tomadas, ninguna de las cuales es la causa única pero cuando se unen en una secuencia fatal producen verdaderos desastres. Por ejemplo, cruzar un semáforo en rojo porque estamos apurados es una mala elección aunque por lo general la consecuencia de esta imprudencia muchas veces es nula. Hasta que alguna vez lo hacemos en el momento equivocado, justo cuando se están encadenando otros pequeños eventos (¿por el azar?) y lo lamentamos. No dejamos de preguntarnos ¿por qué a mí? Asusta pensar que parte de nuestras vidas están regidas por aspectos sobre los que no tenemos el menor dominio.
Desde que me rescataron hasta hoy, continúo teniendo presente lo frágiles que somos. Aunque la muerte la veamos como algo lejano, no cabe duda que nos ocurrirá. Pero claro, no ahora. Todos estamos muy ocupados haciendo cosas.
No es necesario arrojarse a un precipicio y ser rescatado o recuperarse de una enfermedad mortal para vivir más conscientes. Algunos lo logran por instinto natural, simplemente siéndolo. Otros debemos esforzarnos un poco más y cada nueva mañana tener presente que en todo momento nos encontramos rozando el borde de la vida. Que nada es para siempre y que aunque nos distraigamos, todos tenemos una cita impostergable. No hay como una buena perspectiva para dimensionar los claroscuros cotidianos y sacarle el jugo a cada día.
Algunas personas que atraviesan situaciones límites prefieren olvidarlas y seguir con su vida tal como la conocían hasta entonces. Otros, las mantienen presente porque perciben que en ese giro algo cambió para siempre y no es posible ni recomendable volver a ser lo que eran antes.
Sin embargo no resulta tan trascendente el suceso en sí mismo sino lo que hacemos con él. Aquello que pensamos y sentimos acerca del evento agrega nuevas capas de color y lentamente se va convirtiendo en el trazo central. Nos armamos una historia que a medida que la contamos va tomando nuevas formas. Son los demás, cuando la escuchan y reflexionan, los que iluminan márgenes inexplorados de la vivencia, porque a cada uno los relatos le resuenan desde su propio espejo. Es así que la crónica toma vuelo propio y deja de pertenecer al que la vivió. Renace en cada lectura, se desliza en cada nueva mirada. Son las obser- vaciones de los otros las que contribuyen a darle nuevo sentido. Quise bajar a papel esta historia: para que siga su viaje hacia nuevos territorios. Es la crónica de un accidente, sí, pero también es la narración de cómo las pasiones nos atraviesan y a veces, nos dejan literalmente al borde de todo lo conocido. Lo que más amamos puede ser, irónicamente, lo que termine matándonos.
En mi historia de deportista aficionado (y apasionado) participé en muchas carreras en plena naturaleza, algunas de las cuales implicaron más de dos días seguidos de trekking en plena cordillera o interminables remadas en kayak por ríos y lagos que pueden ponerse bravos. También pedaleadas épicas con empinadas subidas y bajadas de vértigo. Corrí con casi 40° de temperatura en desiertos y con -20° en la Antártida. Y lo hice en los momentos en los que el trabajo de 9.00 a 18.00 (o más) me dejaba apenas el tiempo suficiente para entrenar y competir, robando horas a la familia y al sueño.
Viví en todo mi ser la gracia de completar tortuosos circuitos, a veces en último lugar, otras muchas por el medio y en poquísimas ocasiones subiendo a algún podio. El más rápido de los lentos… o el más lento de los rápidos. Así me sentí siempre.
He abandonado carreras en medio de la noche porque mi estómago se dio vuelta y no soportaba más alimentos ni agua. Me he caído de la bici innumerables veces, alguna de las cuales me dejaron fuera de la competencia y fuera de cualquier actividad por varias semanas. Aunque siempre termino mirando la clasificación, luego de algún tiempo no recuerdo en particular ningún puesto obtenido. Lo que no olvido fácilmente son las sensaciones que me acompañaron en cada tramo y lo que aprendí llevando la experiencia al límite.
Cuando corro “ultramaratones” (cualquier distancia mayor a 42 kilómetros, generalmente en montaña) siento en carne propia la transformación que se produce en el cuerpo y la mente a medida que cubro las enormes distancias. A pesar de alimentarme, tomar líquido y reponer energías, llega un punto en que me siento vacío de fuerzas para seguir. Pareciera que no hay más combustible en ningún músculo. La mente se opaca y el espíritu se pincha como un globo después de la fiesta. Entonces, cuando me siento vacío de todo y lleno de nada algo irrumpe sin aviso y sostiene el impulso de seguir empujando hacia la meta. Una potencia primitiva y básica más allá del pensamiento, de la voluntad y el ego. Una fuerza primordial con una sola misión: continuar avanzando a pesar de que todo indica que debería parar.
Imagino que es la fuerza del instinto, el vigor de lo ancestral, la garra de nuestra especie lo que se pone en juego. Esta fibra fue la que vivencié en los momentos más oscuros del accidente. Sin embargo, no la busqué. Salió a mi encuentro desde algún escondite interno en el que siempre estuvo presente pero nunca, hasta ese momento, había necesitado usarla.
Todos tenemos dentro de nosotros esa potencia. Forma parte de nuestro ADN y suele manifestarse cuando nos encontramos en un callejón sin salida. Este libro está dirigido a todos aquellos que creen que las cosas extremas les suceden a otros. Yo mismo lo creía hasta no hace mucho tiempo atrás.
La felicidad no está en el futuro, está aquí con nosotros. Solo que a veces sale a la luz luego de atravesar oscuros atajos inexistentes.
La noche sin luna abraza la montaña. Todo está bien oscuro. El viento se hace sentir y la temperatura desciende a unos pocos grados sobre cero. No tengo frío porque estoy en movimiento, caminando o corriendo según me den las fuerzas y lo irregular del terreno. Tres capas de ropa técnica abrigada, un par de guantes y una mochila con algunos elementos obligatorios forman parte del equipo necesario para lo que estoy haciendo: una ultramaratón de montaña. Ochenta larguísimos y escarpados kilómetros alrededor del cerro Champaquí, en Córdoba.
Mi linterna frontal ilumina escasos metros hacia adelante y deja ver una pendiente que desciende en forma cada vez más abrupta. La vegetación es baja y tupida. El viento, gélido y suave pero constante, me pega en la espalda moviendo los pequeños arbustos de un lado a otro. Me detengo apenas unos instantes y con la respiración agitada miro hacia arriba. Un cielo negro impecable sin una sola nube me regala un quieto mar de estrellas. Soles lejanos, testigos de esta extrema aventura de correr en la montaña. Me alegro de estar allí, en ese lugar único. Una euforia controlada sube desde los pies hasta el estómago alimentando mis ganas de seguir. Sonrío para mis adentros. El último esfuerzo y termino la carrera, me digo.
Sólo treinta minutos atrás me encontraba junto con otros dos corredores registrándome en el Puesto de Control de la cumbre, a unos 2800 metros de altura. El asistente que se encontraba allí me había dicho que venía muy bien, en la posición 32° en la clasificación general y que ya había pasado lo peor. Treinta y dos de más de trescientos corredores, me entusiasmo. Si sigo así, la terminaré bien adelante. Sólo queda completar el último cuarto de carrera en bajada hacia la meta. Fácil, considerando todo lo que ya he hecho. Tal vez hasta suba al podio en la premiación de mi categoría. Siendo la primera vez que se organiza un evento así en este cerro, eso estaría muy bien. Ya me imagino escribiendo el relato y contando a mis amigos todos los pormenores de esta gran carrera.
A pesar de los dolores musculares en todo el cuerpo, a pesar del cansancio y las molestias, me siento invulnerable. Quiero liquidar el último tramo que falta en el menor tiempo posible. Aprovecho la bajada para trotar más fuerte y me separo de mis dos ocasionales compañeros. Por primera vez en todo el trayecto me encuentro solo. Los demás competidores se han adelantado o retrasado. Lo más prudente sería espe- rar a alguien para bajar acompañado, pero me doy ánimo para continuar. Mis piernas, cómplices, a pesar del tormento al que las someto, quieren seguir moviéndose. No puedo quedarme quieto porque me enfrío y además podría retroceder en la clasificación. Varios vienen pisándome los talones, muy cerca. Con todo lo que me costó llegar hasta acá, no quiero demorarme ni regalar la ventaja. Es cuestión de seguir apre- tando la marcha como lo hice tantas veces en otros circuitos. Hay que seguir, me repito como un mantra.
Es aquí, pienso, donde empieza la verdadera carrera. El punto justo en donde la cabeza empieza a jugar un papel clave y se torna más importante que el cuerpo. Es donde aparecen las dudas, los temores y el fantasma del desánimo, la amenaza del “no podés”. ¡Tantas veces me topé con esa frontera invisible! Hubo ocasiones en las cuales la atravesé casi sin respeto, en otras, me paró en seco y no me dejó pasar. Nunca supe de qué depende. No es sólo el entrenamiento previo ni la fuerza mental. Tal vez es cómo nos levantamos ese día. Y yo ese día me levanté confiado.
Debo focalizarme en seguir corriendo a pesar del dolor, del cansancio, de las ganas de parar. Me entrego a la fuerza interior que me empuja hacia adelante. Sólo queda por superar un terreno algo difícil que luego me llevará directo a una bajada más cómoda en donde perderé altura y ganaré un poco de calor. No tengo dudas. Hay que seguir avanzando. Un banderillero muerto de frío, vestido con ropa de alta montaña y con la cabeza totalmente cubierta con un gorro abrigado me indica por dónde continuar. Me dice que tengo que orientarme por las luces de Villa Dolores que se ven a lo lejos y seguir hasta encontrar una luz química a unos 500 metros de allí. Esa señal me indicará el sendero hacia la bajada. Intercambiamos breves palabras y me despide con un “suerte, ya la tenés, ya hiciste lo más difícil, de ahora en más es todo cuesta abajo”. Avanzo confiado mientras no sé por qué me viene a la mente que la mayoría de los accidentes de montaña se producen en los descensos, cuando el escalador se relaja y no en las subidas, cuando está alerta.
Me interno por el sendero esperando encontrar esa luz química. Sigo adelante, debe estar cerca. El banderillero me dijo que es por aquí. Pero no la veo. De pronto estoy entre pajonales, una vegetación rala y tupida. Malezas compactas que me obligan a subir más las rodillas para avanzar. Levanto la cabeza y sigo viendo las luces de Villa Dolores delante de mí, a la distancia. Desciendo con cuidado tratando de encontrar el sendero que se me perdió varios metros más arriba. Empiezo a dudar si hago bien en seguir bajando. ¿No debería volver sobre mis pasos? ¿Subir hasta encontrar alguna marca?