Fecha de Edición: Noviembre 2020
@2020, Nigrelli, Gustavo
Derechos exclusivos de edición digital reservados para todo el mundo.
Editado y distribuido por:
ISBN: 978-987-47887-0-2
Editado en Argentina
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El primer recuerdo que tengo de niña, curiosamente, es en la casa de mi abuela materna, Doña Petrona -como la cocinera-, donde vivíamos con mi padre, madre y hermanito menor, Guillermo Federico.
Irene Petrona Torres, se llamaba mi abuela. Pero todos le decían Petrona, tal la costumbre en las provincias de llamar a las personas por su segundo nombre.
Lo traigo a la memoria porque ya van a ver que ella tuvo bastante que ver en mi historia, y más que nada en mi formación y temperamento, algo que pude advertir recién de grande, a la distancia, haciendo un balance de mi vida.
Y dije “curiosamente”, porque en realidad mi memoria arranca después de los 5 años. Para atrás no me acuerdo de casi nada.
Sin embargo, en esa casa del Barrio La Pilar de Formosa –donde nací-, vivimos hasta que pasé los 5 años de edad y después nos mudamos al Barrio La Paz, casi al otro lado, a unas 30 cuadras de allí, gracias a una casa que nos otorgó el Estado a través del IPV (Instituto Provincial de la Vivienda) por el año ‘82, cuando yo estaba cerca de cumplir los 6.
También va a ser fundamental para mi vida este cambio de barrio, porque allí empezó todo, y cuando me pongo a revisarla, además de conmoverme, me asombra entender que está llena de coincidencias y señales a las que antes no le prestaba atención.
Es que, sin ir más lejos, allí empecé a boxear. Bueno, mejor dicho, a entrenar full contact, deportes de combate, y a pisar por primera vez un gimnasio, a los 7 años.
Allí conocí además a Ramón Chaparro, mi marido, mi profesor y director técnico, el hombre crucial en mi vida. Y fue allí que sentí por primera vez cuál iba a ser mi destino, aunque muchos dudaban, o se reían cuando yo lo comentaba.
Pero quiero volver a mi primera casa, la de mi abuela, donde la memoria aún me falla, donde todo es borroso y lo armé preguntando, buceando en las vivencias de otros, de mis antepasados familiares.
Recuerdo que la casa tenía tres habitaciones, una donde dormía mi abuela, otra mis padres, y otra mi hermano y yo. Un baño, una cocina, un comedor. A la entrada, un patio en donde había un árbol de mango y en la parte de atrás, lleno de plantas.
El mango es una fruta tan común en Formosa, que en las calles suele haber árboles de esa fruta por todos lados, y hasta se caen y la gente se los come así en la vereda.
Mi abuela estaba separada de mi abuelo, Ramón Arístides Carísimo.
Carísimo… Qué raro apellido. En italiano es queridísimo, pero acá significa algo muy costoso. Yo digo que la combinación de ellos forma un mensaje sabio, que signó mucho todos los momentos de mi vida: “lo más preciado, o lo más querido, es lo que más cuesta”.
Lo cierto es que me pongo a analizar a mi abuela, y pienso: una mujer separada en aquella época, en una provincia, con lo mal visto que estaba eso…
No era demasiado común, si bien no era algo inédito. Pero insisto en mi reflexión: “había que tener personalidad y “agallas” para decidir separarse en una sociedad tan machista, donde la mujer apenas si podía trabajar de algunas cosas, o directamente le estaba impedido”.
Sin embargo, ella lo hacía, y se ve que se bancaba sola. Era empleada aeronáutica allá en Formosa, y hacía todo tipo de tareas, desde limpieza, hasta tareas de oficina. No sé exactamente qué, como tampoco los motivos por los cuales se separó de mi abuelo.
Nunca se lo pregunté bien a mi madre que, al revés de mi abuela, era todo ternura. Pero entonces muchos temas eran tabúes, y “de esto no se habla”.
Mi madre, nunca un grito, nunca un reto, siempre con suavidad y dulzura, pacífica, buena. Por algo será que me la llevó Dios a los 18 años, aunque por suerte tuvo la dicha de conocer a sus dos nietos –mis hijos-, Maxi y Josué, que tenía meses.
Falleció de cáncer de mamas, que detectó a los 37 años y supo llevar hasta los 42 con entereza, pero después de que la operaron en Buenos Aires, en el Hospital Italiano –le extirparon un pecho-, ya no fue la misma. Y tras la quimioterapia, se debilitó mucho, adelgazó, y falleció de un paro cardio respiratorio, pero ya en el hospital de Formosa.
No sé por qué, pero veo que me pongo a hacer este libro sobre mi vida a la misma edad en que a mi madre le diagnosticaron la enfermedad que la llevó a la tumba.
Mi madre, Francisca David Carísimo.
Sí, David.
¿Alguien conoce alguna mujer llamada David?
Cosas de mi abuela… Otra más.
Es que resulta que ella quería tener un hijo varón al cual llamarlo David, obviamente por David y Goliat.
Por un lado, nombre bíblico, como tenemos casi todos nosotros. Pero por otro, ¿por qué uno tan guerrero, y más aún, alguien que es el emblema de la victoria imposible, de la lucha contra el poderoso, contra el gigante, y la del supuesto débil contra el más fuerte?
Mi abuela, evidentemente, admiraba eso. Pero como le salió mujer y vio que no podía satisfacer su propósito, le metió Francisca de primer nombre y con el segundo se salió con la suya. Por suerte, en el registro Civil se lo permitieron, no sé por qué.
Conozco segundos nombres masculinos usados en mujeres como José, a lo sumo ambiguos como René, pero David, jamás. Y si bien la portadora era mi madre, bien puede decirse que nada tiene ella que ver con algo que eligió y tramitó mi abuela, incluso oponiéndose a los seguros reparos de mi abuelo Ramón, que no sé si en esa época estarían casados, juntados, separados, o cómo. Nunca se habló de eso en casa.
Lo cómico es que después tuvo cuatro hijos más, dos de ellos varones, al primero de los cuales llamó Sergio. El tío Sergio. Parece incoherente, pero es evidente que ella quería ponerle David al primogénito, no a cualquiera.
El último de todos es el tío Luis, que con su esposa Iris era con quien más contacto teníamos junto a la tía Julia –la tercera-, quien va a tener conmigo un episodio bastante traumático en la muerte de mi madre -su hermana mayor- de lo que ya la perdoné.
Pero fueron siempre los más cercanos. También estaban la tía Ñeca, la cuarta.
Con mi tía Julia nos turnábamos y cuidábamos una noche cada una a mi madre, mientras que mi hermano iba por la mañana.
Pero la noche previa a su muerte, mamá le había pedido a tía Julia que me avisara que vaya yo a verla al día siguiente, que me tenía que decir algo, que jamás sabré qué. Y ella no me avisó.
Es cierto que estábamos medio enemistadas, más que nada porque ella era una de las que se oponía a mi relación con Ramón, una historia que ya contaré con mayor detalle más adelante.
Cuando un paciente en ese estado te pide algo, tenés que satisfacerlo, limar todas las asperezas, superar todas las barreras y dejar el orgullo a un lado, porque si no, podés arrepentirte para toda tu vida.
El daño que uno puede hacer y la culpa con la que se queda luego, no te la quita nadie, si es que ocurre algo como lo que pasó. Yo ya lo superé, y ya la perdoné. No sé qué pasará con su conciencia, aunque deseo que también se haya liberado.
La cuestión es que cuando me avisaron que vaya al hospital, mi madre ya había fallecido.
Lloré, lloré… Lloré por todos los días en que no había tomado conciencia, en que casi ni sabía de qué se trataba. Sabía que estaba enferma, pero pensé que se curaría. La veía bien, fuerte, linda, saludable. Recién a lo último se la veía mal, pero había días. De repente repuntaba, y uno se engañaba. Creía que era por la quimio, por alguna cosa extra que pasaba, porque el cáncer es así, te ataca otras cosas. Finalmente, ella falleció de un paro cardíaco respiratorio.
EXTRAÑAS COINCIDENCIAS
Mi madre había nacido el 3 de diciembre de 1950.
Y mi padre, Bernabé Acuña –que falleció en febrero de 2009-, el 11 de junio del mismo año que mi madre, o sea, 1950. Pero curiosamente, nació el mismo día que su padre, es decir, que mi abuelo paterno, también llamado Bernabé Acuña. Era jefe de comunicaciones en Casa de Gobierno.
Acuñas y Chaparros, es decir, todos mis antepasados por una u otra rama, ya van a ver que estuvieron siempre ligados a la política de un modo u otro.
Mi padre y mi abuelo paterno no sólo nacieron el mismo día, el 11 de junio, sino que se llamaban exactamente igual. ¿No es otra rara coincidencia?
De mi abuela paterna casi no tengo registro, porque falleció cuando yo tenía 4 años, así que ni la recuerdo.
La otra coincidencia numérica de mi querida familia es que mi hermano, Guillermo Federico -el único que tengo-, es 1 año y 5 meses menor que yo. Nació el 15 de marzo del ’78, mientras que yo el 16 de octubre del ’76. Él en marzo, yo en octubre.
Y da la casualidad que mis dos hijos se llevan casi esa misma edad: Alexander Maximiliano (Maxi) nació el 14 de marzo del ’93 –casualmente, un día antes que mi hermano-, mientras que Josué Ezequiel lo hizo el 4 de octubre del ’94, es decir, en mi mismo mes.
Mi hermano y yo nos llevamos casi la misma diferencia que se llevan mis dos hijos, y nacimos en los mismos meses, invirtiendo el orden.
Si faltara alguna coincidencia más, mi abuelo materno, Ramón Carísimo, que fue presidente del Partido Justicialista de Formosa –ya desde entonces que en mi familia estamos en la política bajo el mismo signo, no de ahora- falleció un 17 de octubre, el Día de la Lealtad peronista, un día después que yo naciera, aunque no en el mismo año, sino varios después. Debe hacer unos 10.
Y la última: mi marido y el de mi abuela Petrona se llamaban igual: Ramón. Para algunos puede pasar inadvertido. Para mí es demasiada coincidencia.
Tuve también otra hermanita, pero nació muerta. Otra historia triste. Nació 10 años después que yo: Patricia Alejandra, pero por esas cosas del destino, Dios quiso que naciera sin vida, y no supimos por qué. Estaba todo bien cuando de repente se complicó.
Alejandra, por Alejandro Magno, y Patricia, por una amiga querida que yo tenía en mi escuela primaria, de 1° a 4° grado, que después no vi más… Qué habrá sido de Patricia, pienso a veces.
Hago cuentas, y me quedo pensando que si mi hermanita nació cuando yo tenía 10 años, y mi madre falleció 8 después, incluyendo todo su período de enfermedad -que duró más o menos lo mismo-, advierto que algo habrá tenido que ver una cosa con la otra, aunque no podré saber qué habrá originado qué.
LA ESCUELA
Como todo chico de aquel entonces, a los 5 años hice el jardín de infantes en la Escuela N° 66 del Barrio La Pilar, del cual casi no tengo recuerdos. Antes no se estilaba empezar a los 2 ó 3 años como ahora.
Pero al mudarnos a La Paz comencé la primaria en la N° 19, aunque sólo hasta 5° grado, porque después, por una cuestión de practicidad y cercanía, nos cambiamos a otra que se llamaba Gustavo Striens, donde terminé 6° y 7° grado.
No fue mucho lo que ahorramos, apenas 3 cuadras, pero la ventaja era que matábamos dos pájaros de un tiro, porque allí mismo funcionaba el secundario Arturo Jauretche, un bachiller con orientación en informática, lo cual nos resolvía el problema de dónde continuar los estudios.
Hablo en plural porque conmigo venía siempre mi hermano, que me seguía a todos lados porque yo además de su hermana mayor lo cuidaba más o menos como si fuera la madre, lo protegía, y él nunca se movía de mi lado. Siempre andábamos juntos, al punto que a muchos les generaba cierta bronca, sospecha, o curiosidad, la relación tan unida que teníamos. Hoy él es policía de la bonaerense.
Pero mis primeros recuerdos, los más firmes, arrancan en la nueva casa de La Paz: una casa de dos pisos, con un patio de tierra descubierto abajo. Un dormitorio, baño, y cocina/comedor en esa planta, y una pieza más arriba, con una terraza. Y en la Escuela 19, donde empecé 1° grado, y donde de algún modo se empezó a gestar mi historia.
Mi maestra de 1° era la señorita Alicia. Es a la que más recuerdo por su bondad. A ella siempre le llamaba la atención que yo fuera tan callada, más aún cuando se enteró de que practicaba artes marciales. No podía entender cómo yo siendo tan buenita, tan tímida, que no mataba una mosca, hiciera full contact, o algún deporte de contacto, de pelea, de violencia.
Es que yo jamás me peleaba ni discutía con nadie. Bueno, no tan con nadie, porque en el secundario pasó algo que ya contaré más abajo, cuando tuve que darle un “estate quieto” a un compañero, ja. Fue la única vez, y yo ya era conocida como “La Tigresa”, al menos en el barrio.
Siempre fui responsable y estudiosa, por eso jamás me llevé materias. En el secundario llegué a ser 1° escolta de la bandera, nunca abanderada, porque siempre mi amiga Silvia, con quien estábamos juntas, me ganaba con las centésimas.
Competíamos sanamente en notas, pero me terminaba ganando. Yo me destacaba más en lenguas y ciencias naturales, pero también andaba bien en matemática, historia, geografía y estudios sociales, que era una especie de temas políticos.
Pero tanto mi madre, como los familiares o conocidos, jamás sospecharon hasta ese momento cuáles eran mis verdaderas potencialidades, aunque en casa yo siempre fui muy inquieta e hiperactiva. Entonces mi madre me mandó a hacer danzas españolas, a ver si gastando un poco de energía se me pasaba.
ARTES, PERO MARCIALES
Tenía 6 años e iba a hacer eso, porque era de las pocas opciones para mujeres, y mi madre además siempre fue partidaria de que hiciéramos algún deporte.
Me aburría como la mejor, pero yo obedecía. Hasta que ocurrió algo que cambió el destino de todo, y fue cuando nos mudamos a La Paz, al poco tiempo.
Es que en el afán de encontrarle a mi hermano algo para que él desarrollara, mi viejo vio camino a casa, en la esquina, que habían abierto un lugar donde se practicaban artes marciales, y de inmediato pensó en llevarlo allí.
El gimnasio daba a la calle, y era vidriado, por lo que desde afuera se veía todo. Era el Club Polideportivo La Paz.
Hacía muy poco nos habíamos mudado, cambiado de escuela, de casa, de todo. Pero como con mi hermano estábamos siempre juntos, fue él y atrás suyo fui yo a acompañarlo.
Estaban los chicos practicando, unos 30 pibes de entre 17 y 18 años, y también unos chiquitos entre los cuales estaba mi hermanito, cuando Ramón –que era el profe- se me acercó y me dijo: “¿querés probar?”. Yo pensé: “¿por qué no?”. También había niñas, ¿cómo no iba a poder practicar yo también?
- “Sí”, le respondí.
Ni bien puse un pie en el gimnasio, y Ramón me hizo tirar la primera patada, me dije: esto es lo mío.
Pateé, pegué, hice ese día los primeros movimientos del full contact, y volví enloquecida a casa. Miré a mi vieja en la cena y le comenté: yo voy a seguir haciendo esto. Y a danzas no voy más.
Vi que se miraron un poco, pero nadie dijo nada. Y en ese silencio sentí una especie de aprobación. Mi viejo, porque de por sí él siempre me apoyó y porque le gustaban esos deportes, y mi madre por naturaleza, porque nunca se oponía a los gustos nuestros, mientras no se tratara de algo malo, le gustara o no.
A partir de allí, cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, mientras todos decían médico, abogado, o arquitecto, yo decía: campeona de full contact.
Por supuesto, todos se reían y me volvían a preguntar, esperando la respuesta “seria”, “convencional”, pero yo volvía a repetir la misma. Y bueno, en el fondo me tomarían por loca, pero me lo aceptaban.
Tal como decía mi maestra, la señorita Alicia, yo no sólo jamás me había agarrado a piñas, ni era de pelearme, al contrario, era calladita y respetuosa. Tampoco sabía si era fuerte o no, pero no era algo que me importara. Creo que ni siquiera pensaba en eso.
Lo único que sé es que, a los 8 meses de haber empezado, ya cagaba a palos a todas las chicas de mi edad, por lo que Ramón empezaba a ponerme con los varones o con gente más grande primero para no lastimar a nadie, y luego para que pudiera entrenar tranquila sin limitarme.
Yo tenía 7 años, y Ramón 30. Siempre lo vi como el profe, como mi maestro, respetuosa y obediente de todo lo que me decía. No me daba tampoco tanta bola, porque tenía a los chicos más avanzados, a los más grandes, y él se tenía que dedicar un poco más a los que de repente competían, o tenían alguna pelea o exhibición cercana.
Pero al año de haber entrado, recuerdo que hice mi primera exhibición. Fue en agosto, para el Día del Niño, en el playón del barrio Guadalupe, a unas 10 cuadras del La Paz. La hice con César, el segundo hijo del primer matrimonio de Ramón, que también practicaba y en ese entonces tenía 7 años, uno menos que yo, que ya tenía 8.
Fue pareja. Con César, al ser casi de la misma edad, pero él varón, nos dábamos con un caño. Siempre hacíamos exhibiciones y entrenábamos juntos, pero nuestras peleas eran palo y palo, yo más con las manos, porque siempre tenía la tendencia de pegar piñas, y él con las piernas, porque tenía buena patada.
Pero Ramón también sabía que siendo su hijo tenía más confianza y no nos íbamos a lastimar, aunque de alguna manera lo sorprendía que siendo mujer estuviera a su altura.
Creo que allí recién descubrí yo que era fuerte, que me la bancaba, al tener que pelear contra varones porque con mujeres de mi edad no podía, ya que las superaba. Y al poder soportar golpes de alguien que además de su género masculino era más grandote que yo, pese a tener un año menos.
Fue entonces a los 9 años, cuando ya comencé a hacer exhibiciones siempre contra varones que Ramón me bautizó con el apodo de Tigresa. Y así me quedó. “La Tigresa”, me decía. Por lo agresiva, por lo indómita, por lo salvaje.
Tanto pegó mi apodo que al poco tiempo mi viejo me hizo hacer una remera estampada con la imagen de un tigre, que yo usaba generalmente para hacer las exhibiciones, como a modo de bata con la que suben los boxeadores. Era para remarcar mi apodo, y dejar bien en claro que ahí venía La Tigresa, con remera y todo. Fue mi primer merchandising.
Y así siguió mi historia, cada vez más abocada en el deporte del full contact, que era hasta ese momento lo único que podía hacer de contacto y con el cual competía, no solamente practicaba y hacía exhibiciones.
También eso incrementó en algo mi pequeña fama casera, porque de alguna manera comenzaron a identificarme con el nombre de Tigresa más que de Marcela, lo cual me otorgó cierto respeto y consideración, además del aprecio de los cercanos.
Pero a la vez algún que otro contratiempo, como el que prometí contar más adelante hace unos párrafos arriba.
Siempre fui tranquila fuera del gimnasio, como lo soy ahora abajo del ring, y no tuve que aplicar nada de lo que sé sobre peleas en la calle, porque además no me gusta, no es mi personalidad, no soy de discutir mucho.
Sin embargo, una vez, en el secundario, a los 13/14 años, estábamos en el centro de estudiantes, discutiendo entre nosotros de varias cosas. Un compañero de curso quería sobresalir, ser el delegado, el capo, y encima era el más acalorado de todos. Casi nadie lo quería, y yo menos, así que de repente me vi envuelta en una discusión personal con él.
Palabra va, palabra viene, la cuestión fue que de pronto me insultó. Cuando me insultó yo me paré, y él me empujó. Entonces agarré y ahí nomás le metí un trompazo que lo tiré para atrás, y ahí se terminó todo. Él era de esos que siempre quiere tener razón y está en desacuerdo con todo, y como nadie le dice nada se aprovecha.
Vinieron las autoridades, porque no sé cómo se enteraron, y enseguida se corrió la versión de que fue la Tigresa Acuña.
Terminé en la Dirección, con amonestaciones, aunque quien empezó la agresión fue él. Yo lo que hice fue devolvérsela, pero claro, ya era “La Tigresa” Acuña, todos sabían que practicaba artes marciales, y supuestamente tenía “la mano prohibida”, ja. Se suponía que no podía usarla contra nadie, ni siendo mujer y habiendo sido la agredida.
De todos modos, mis compañeros salieron a favor mío y el pibe al poco tiempo se fue del colegio y no lo volvimos a ver más.
LAS PRIMERAS PELEAS
Cada tanto a Ramón le pedían pibes para hacer exhibiciones, y él usaba sus contactos que le habían quedado desde Capital Federal para llevarlos. Fue así que a los 11 años fuimos a la Federación de Box, en mi caso a pelear contra una piba de La Plata, del profesor Cañón.
Cañón no sé cuánto, así lo conocíamos, por el profe Cañón. Eran exhibiciones, pero en realidad eran peleas, porque nadie regulaba. Nos dábamos en serio y a querer ganar, aunque no había fallo o, mejor dicho, los fallos eran empate. Pero fue ésa la primera vez que pisé la FAB, en el ’87. Igual sé que a la pibita le di para que tenga.
Exhibición tras exhibición, internamente se corrió mi fama entre la gente del full contact, y fue así que desde Paraguay lo contactaron a Ramón para ir a hacer una pelea contra la campeona sudamericana de la Asociación Americana de Karate-Full Contact, una paraguaya de 32 años llamada Graciela Mujica.
Corría el ’91 y yo por entonces tenía 14 años, pero aún no éramos novios con Ramón. Lo contactó un tal Miguel Ángel Zen.
En realidad, como siempre, íbamos un grupo a pelear contra otro grupo de allá, pero ya se sabía que como organizaban ellos, te robaban las peleas y las fallaban a favor de los locales.
Entonces Ramón se le plantó a Miguel Ángel sabiendo que iba yo, que realmente podía llegar a hacer carrera, y le dijo: “Voy, pero con la condición de que no me robes. Si gano, gano, si pierdo, pierdo. Y pase lo que pase, hacemos la revancha en Formosa dentro de dos meses y que Marcela vaya por el título sudamericano contra tu pupila”.
El tipo aceptó, entonces fui a pelear contra la campeona, Graciela Mujica. La cagué a palos, pero no la pude noquear. Igual me dieron la victoria por puntos en 4 asaltos.
Dos meses después, tal como quedamos, hicimos la revancha en Formosa, ya por el título. Eran 7 rounds de 2 por 1, como casi siempre en los combates importantes. Ahí sí, le gané por KOT 2. Ya la tipa abandonó, no aguantó más. Y así fue como me hice campeona sudamericana. Qué emoción…
Poco después sí, nos pusimos de novios. Yo ya tenía 15 años.
Ya como campeona sudamericana me tocaron las primeras defensas, pero la primera de todas fue quizás la más preocupante, contra Graciela Coronel, una morochita re fibrosa, muy linda, que también era de Formosa y con la que a veces entrenábamos en el gimnasio.
Fue también en el ’91, porque en full contact no es como en el boxeo. Allí todo se hace rápido, en pocos meses. Ella tenía un año más que yo, unos 16, y lo curioso es que fue como semifondo de una pelea del correntino Héctor Echavarría, ¿se acuerdan? Ese artista marcial que surgió en lo de Gerardo Sofovich y se hizo tan mediático que hasta filmó películas, como Brigada Cola, Los Extermineitors, al menos las que más recuerdo.
Fue en Obras Sanitarias, y fue la primera velada televisada a nivel nacional de artes marciales, por América TV, donde además estaba el actor estadounidense Bill Wallace, campeón mundial de kick boxing.
Si mal no recuerdo allí me hacen la primera nota escrita de mi carrera, que la hizo el periodista formoseño Alfredo Domínguez. Calculo que fue porque gané, y por haber peleado por TV y en Buenos Aires, siendo mujer y formoseña.
Digo que fue la más preocupante, porque si bien yo siempre la dominaba y me sentía segura ante ella, en una de las promociones para la pelea, la negra me metió una patada descendente que me tiró al piso.
Me sentí avergonzada, más que nada, porque yo era la campeona y me estaban filmando para hacer los avances para la TV. Pero bueno, en la pelea por suerte todo volvió a la normalidad, estuve concentrada y le gané bien por puntos.
La segunda defensa fue ante Mary Potenza, que luego después fue boxeadora profesional y nos enfrentamos en el boxeo.
Eso fue en Rosario, a 5 rounds de 2 por 1, y también le gané por puntos. Mary era una gran artista marcial, durísima, y campeona mundial de taekwondo.
La tercera fue ante Daniela Rodríguez, una rubia campeona mundial de karate de gran calidad, mucha destreza, que también era la favorita, porque tenía más experiencia que yo. Sin embargo, fue pareja, dura, y finalmente dieron un empate en 5 rounds, siempre de 2 por 1, y sentí que la gente hasta se sorprendió. Fue ya en el ’92, y fue la única que recuerdo haber empatado. Nunca perdí en full contact.
Después de eso al poco tiempo tuve que interrumpir porque quedé embarazada, primero de Maxi, luego de Josué, y reaparecí a los 19 años, meses después de tener a Josué. Las peleas que hice después de mis embarazos y partos, fueron ganadas todas por KO. Habrán sido 3 ó 4, pero volví con todo.
Y ya sentí un límite, porque el siguiente paso era ir a los Estados Unidos, a buscar un título mundial, pero eso era algo ya imposible por la lejanía. Y ellos no iban a fijarse ni a contratar a una chica de acá, para ir a pelear allá. ¿Con qué objeto?
Nada. Esa era una barrera infranqueable para mí, y fue que empecé a pensar en otra cosa, a mirar boxeo, a ver a Christy Martin, y a querer ser como ella, o a hacer lo que hacía ella.
(Boxeo vs full contact)
Quería demostrar que, a pesar de ser mujer, con la técnica los podía igualar.
Tal era la fama que se me había hecho –a nivel interno, se entiende- que en el Polideportivo La Paz comenzaron a acudir no sólo más alumnos, sino que a diario venían bandas de pibes, en teoría con la idea de mirar los entrenamientos, pero en el fondo con el objetivo de desafiarme, ya sea por un antojo personal de alguno, o a veces, por alguna picardía de los chicos, de mandar al frente a alguien contra mí y luego mofarse.
Pibes de 16/17 años, adolescentes grandes en grupos, se quedaban al costado como para comprobar si era cierto lo que se decía, hasta que Ramón los invitaba a hacer algún round de exhibición conmigo, adivinando sus intenciones. Y si no, directamente ellos encontraban a un “candidato” para mandarlo a probarse y experimentar en carne propia las bondades del arte del full contact, para regocijo de los presentes.
Tras algunos movimientos, con alguna patada, o alguna mano bien puesta, los pibes terminaban contra algún rincón, alguna pared, o simplemente, al sentir los primeros golpes se rendían y se iban, en medio de las risas de sus amigos y la admiración de algunos otros, que se iban dando fe de lo que habían ido a ver.
Eso sucedía a diario, semanalmente. Siempre se repetía una situación similar, salvo una vez, que vino un pibe más grande, que además sabía algo.
Vino con “mala leche”, a lastimar, y al comenzar a pelear tiró patadas fuertes.
Hicimos un round, yo lo aguanté, pero al finalizar la primera vuelta, Ramón le dijo: ahora hacé con éste: y le puso a César, su hijo, con quien yo ya había dejado de medirme, porque a eso de los 12 ó 13 años, cuando César empezó a desarrollar, la potencia que tenía en sus patadas ya era demasiada.
Y bueno, en pocos movimientos César lo hizo arrodillar, y entonces Ramón le hizo ver que si quería pelear en serio no era de hombres hacerlo contra una mujer, encima en ventaja de peso. Si quería pelear, que lo hiciera contra alguien como él. El pibe pidió perdón y se fue.
Por eso de vez en cuando Ramón recibía desafíos de otros lados para enfrentar a algunas chicas. Pero un día, el desafío que le llegó fue para enfrentar a un muchacho que practicaba boxeo.
Era para ir a Las Lomitas, a 300 km de Formosa. A 6 rounds, de 2 por 1, y nos pagaban.
Él 19 años, y 57 kg, con boxeo. Yo 17 años –ya era campeona sudamericana de full contact desde los 14-, 53 kg, con mi deporte, el full.
Fue la primera y única vez que enfrenté oficialmente a un hombre, sin tener en cuenta los entrenamientos, claro.
En el 1° round el pibe me metió una derecha y me sentó de culo, literalmente. Me sorprendió. Me quedé atónita. Fue casi sobre el final del round, por lo cual terminó enseguida.
El pibe volvió al rincón sonriendo, como canchereando, como subestimando la situación de pelear contra una mujer, y como si fuera una fácil tarea.
Al volver yo a mi esquina, Ramón me dice: “está agrandado, se te va a venir a definir ciegamente, lo agarramos con el giro. Acordate, con el giro de derecha lo agarrás. Y así hice.
Con un giro de mano derecha lo agarré con el codo y lo corté en la ceja. Y ahí nomás volví a girar y con el otro puño, el izquierdo, lo calcé en la nariz. Lo sangré todo.
Así ensangrentado el árbitro la detuvo para preguntarle si quería seguir, pero el pibe le dijo que no y se retiró. Gané por KOT 2. Nadie lo podía creer, y menos teniendo en cuenta cómo empezó la pelea.
Pobre, se ve que el pibe ahora es algo en Formosa, funcionario, o no sé qué, porque un día, estando con Sergio Massa allí, uno de sus asistentes me dice: “allá hay un muchacho que no tiene un buen recuerdo tuyo, ja”. Yo me pregunté quién era, qué habré hecho, porque de entrada no lo relacioné, hasta que este hombre me aclaró que el mal recuerdo era deportivo, porque una vez habíamos peleado y le rompí la nariz.
“Ah, ya sé quién es”, le dije sonriendo. Pero al final no pude verlo. Hubiese querido ir a saludarlo y pedirle disculpas. Espero no me guarde rencor.
Octubre del ’97, antes de ser boxeadora, y de pelear contra Martin, en una nota cuenta sus victorias frente a los hombres, donde el de la presente anécdota está incluido.
Para entonces, ya Ramón era mi novio o, mejor dicho, mi pareja, porque estábamos juntos conviviendo. Una historia que vale la pena contar, que es más allá de lo deportivo, el corazón y el eje central de mi vida.
Porque creo que el boxeo, los títulos mundiales, la fama y demás son consecuencias de mi relación con Ramón.
Varias veces me pregunté, y me preguntaron si de no haber sido por él yo hubiese sido no sólo campeona mundial de boxeo, sino boxeadora. Y una y otra vez me respondo que no.
Sin dudas. Yo sin Ramón no sólo no hubiese sido campeona, tampoco hubiese sido boxeadora.
Y sin mí quizás aún no hubiese existido el boxeo femenino acá en Argentina, que tantas trabas tenía y tanto me costó hacer que se reglamente, en la lucha más grande que afronté en mi vida, porque fue torcer las conciencias, las costumbres, las creencias –incluso científicas- de mucha gente, de toda una sociedad que pensaba que la mujer no podía pelear, que no podía boxear, y que argumentaba que los golpes en las mamas traerían consecuencias.
Que también sucedería lo mismo con la maternidad, que podría ser factor de innumerables abortos, y qué sé yo cuántas cosas más, que luego se comprobaron que eran simples mentiras.
Excusas machistas y conservadoras para prohibir algo que no les gustaba, o que no aceptaban. Prejuicios y tabúes que se escondían detrás de la ciencia, o de la opinión supuestamente especializada, para poder imponerse sin ser cuestionados, para evitar cualquier discusión alguna.
Era un modo camuflado de represión, tan grave y comparable a la de los abolicionistas del boxeo, que siempre usan como caballito de batalla a la salud humana, a los golpes, sin ver la parte positiva, que es el desarrollo físico y mental, la contención social, la canalización de la agresividad, el respeto por las reglas aún cuando te vaya bien o mal, la obediencia, sin contar la salida laboral que eso trae aparejado, más la posible gloria, la fama, y más allá de eso, la protección a la que está sujeto todo púgil, ya sea abajo como arriba del ring, por las equivalencias, por las reglas, y por las autoridades deportivas.
Guardo recortes periodísticos de lo que digo, e incluso de calificadas y prestigiosas personalidades y comunicadores sociales, que –como dije- abusando de su chapa aprovecharon para bajar una línea acorde con sus gustos, pero tan fuera de la realidad que rozó lo abolicionista, la censura, y atentó contra la libertad de trabajo, de expansión y desarrollo físico y cultural.
Cocinado en su tinta, el periodista Ulises Barrera se pronuncia en contra del boxeo femenino, argumentando entre otras cosas: “Una mujer tiene glándulas mamarias, valores estéticos, valores alimenticios, no hay protector que amortigüe los que caen en su plexo. El tiempo va a demostrar que el boxeo femenino es un tremendo error y no quiero pensar en caras desfiguradas” . Sarasa. Pasaron 14 años y ninguna mujer falleció en un ring, ni quedó mal. La Tigresa ya se retiró campeona y victoriosa, y el boxeo femenino marcha viento en popa, con 16 campeonas mundiales argentinas. Ulises falleció en diciembre de 2005, sin poder comprobar que el equivocado era él.